viernes, 18 de julio de 2014

EL HOMBRE QUE LE GANABA AL CASINO

Cap. 9 de la novela MARPLATEROS de Enrique Arenz

EL HOMBRE QUE LE GANABA 
AL CASINO


En 1947, cuando yo tenía cinco años, Archibaldo era un próspero hombre de negocios, siempre vestido con trajes Braudo, cuellos duros, anteojos negros de armazón dorado, corbatas de seda natural y zapatos combinados en negro y blanco. Tenía un Packard modelo 46, negro, reluciente, con cromados espectaculares y tapizados en cuero rojo.
Este muchacho estaba casado con una chica del barrio y tenía dos hijos varones un poco más grandes que yo. Simpático y conversador, se ha­bía hecho amigo de mis padres que vivían al lado de sus suegros, en la calle Guido a metros de Belgrano. Recuerdo que en la cuadra de mi casa, donde nací y viví hasta que nos mudamos a Colón, los vecinos se admiraban de la prosperidad de aquel ex mozo del Hotel Nogaró que había hecho tanta plata vendiendo terrenos.
La primera vez en mi vida que subí a un automóvil fue al Packard de Archibaldo. Me llevó a pasear junto a sus hijos por la costa. Nunca olvidé la poderosa impresión que recibí al contemplar desde el auto el mar infinito y las playas colmadas de bañistas que, por la distancia, parecían seres diminutos. Mi imaginación me hizo creer que se trataba de gnomos jugueteando con las olas. Hasta hoy conservo una huella de gratitud hacia Archibaldo por aquel asombroso paseo.
Un día Archibaldo se sincera con mi padre ―esto lo supe décadas más tarde― y le confiesa que el dinero grande no lo gana vendiendo lotes sino en el casino, gracias a una martingala que él mismo había inventado. Mi padre no puede creer lo que oye. Archibaldo le dice que necesita un ayudante, alguien de confianza a quien entregarle las fichas que va ganando, porque tiene un problema: le cuesta resistir la tentación de jugarse esas ganancias en apuestas de riesgo.
Archibaldo estaba confesando ser un jugador compulsivo, nada menos, si bien aseguraba haber canalizado su adicción creando una manera, lenta y tediosa pero relativamente segura, de ganar en las mesas de ruleta. Pero no estaba libre de las recaídas incontrolables, y de hecho eso le estaba sucediendo con demasiada frecuencia. ¡Cuántas veces había perdido todo lo ganado apostando locamente al ocho o al once, que eran sus números predilectos!
Y le pide a papá que acepte ser su ayudante.
Mi padre, que nunca creyó en el juego ni en las martingalas ni en ninguna variante fácil de ganar dinero, declinó el honor. Y para sacárselo de encima le sugirió que hablara con Palmiro, un solterón del barrio, muy buen tipo y muy decente que justamente andaba haciendo changas como electricista porque no tenía un empleo fijo.
Archibaldo lo entrevistó y enseguida se pusieron de a­cuer­do.
El trabajo de Palmiro era así: los dos entraban al casino por separado. Palmiro debía ubicarse en una determinada mesa, lo más concurrida posible, mirando el juego de los demás. Archibaldo se instalaba en otra mesa suficientemente alejada de la de Palmiro, pedía color de diez centavos, y comenzaba a trabajar. Cada tanto Archibaldo abandonaba su mesa, se dirigía a donde estaba Palmiro y le depositaba en el bolsillo del saco una o dos fichas de las de más alto valor, que en esa época si no me equivoco eran de diez pesos. Y se encaminaba a otra mesa, igualmente alejada de Palmiro.
Iba y venía, iba y venía. Los bolsillos de Palmiro se iban llenando de fichas de distinto color, pero de similar denominación.
El trabajo duraba unas dos horas, a veces tres. A una señal de Archibaldo, Palmiro debía pasar por la caja, canjear todas las fichas que tenía en sus bolsillos y abandonar inmediatamente el casino. Tenía prohibido Palmiro devolverle a Archibaldo, den­tro de la sala de juego, una sola ficha ni facilitarle dinero, aunque éste se lo suplicara o se lo ordenara, porque ese era el peligroso momento en que la adicción de Archibaldo se despertaba con ardiente sed de emociones.
Archibaldo y Palmiro se reunían luego en un café del centro. Palmiro rendía cuentas y se llevaba su parte.
Trabajaron así durante varias semanas sin ningún problema.
Un día Palmiro se entretenía mirando los profundos escotes de dos atractivas mujeres que se agachaban frente a él para hacer sus apuestas cuando sorpresivamente lo rodean tres personas que se identifican discretamente como policías y le piden que los acompañe a la gerencia. Palmiro se alarma ante tan inesperado requerimiento, pero como sabe que no ha hecho nada incorrecto, acompaña mansamente a los policías. Mientras camina por la roja alfombra flanqueado por los policías sus ojos se cruzan con la mirada lejana y estupefacta de Archibaldo. Se alegra de que su patrón lo haya visto en tan incómoda situación y descuenta que se va a ocupar de asistirlo. Intenta hacerle señas pero Archibaldo desaparece entre el público.
Cuando entran en la gerencia le ordenan que vacíe sus bolsillos sobre el escritorio. Sorprendido, Palmiro pregunta qué es lo que pasa. “Vacíe sus bolsillos”, le repiten en un tono que no admite réplicas. Palmiro, ahora atemorizado y con manos temblorosas, se apresura a poner todas las fichas sobre el escritorio.
Los policías las examinan sin apuro una por una, observan sus números de serie, consultan unas anotaciones que tienen en una libretita, se miran entre ellos y le dicen a Palmiro.
―Está arrestado.
Palmiro siente que el corazón se le paraliza, está a punto de desmayarse, lo dejan que se siente en una silla. Pregunta con voz vacilante cuál es el motivo por el que lo detienen, pero los agentes se niegan a darle respuestas. Cuando se repone, lo sacan por una puerta lateral y lo suben a un patrullero.
Ese día era viernes, así que se tragó el sábado y el domingo en un calabozo sin que nadie le diera la más mínima explicación. Esperó ansiosamente la llegada de Archibaldo, pero éste no apareció nunca.
El lunes lo conducen temprano a la oficina del comisario. El funcionario está comiendo galletitas mientras un preso le ceba mate. Con la boca llena le señala las fichas secuestradas y le hace un gesto de interrogación.
―Son mías, las gané en la ruleta.
―Mire, señor ―le contestó el comisario un poco atorado por la sequedad de las galletitas―…dame otro mate, Pascual…, son fichas de diez pesos, todas de distintos colores (tose y escupe migas ensalivadas), ¿no es un poco raro?
Palmiro se limpia disimuladamente la cara. No sabe qué contestar.
―A usted lo detectamos el miércoles pasado cuando cambió fichas como éstas. El cajero avisó que una de esas fichas había sido sustraída de una mesa. ¡Pascual, calentá el agua! Qué boludo es este tipo… Hace tiempo que algunos apostadores fuertes vienen denunciando que les desaparecen fichas de sus apuestas. ¿Cómo se daban cuenta esos tirifilos? Porque cuando acertaban un número el pagador les pagaba un pleno menos de los que ellos estaban seguros de haber apostado. A estos ricachos timberos no les llevamos mucho l’apunte porque están siempre nerviosos y alterados, pero se nos juntaron varias quejas similares. Entonces tendimos una trampa con fichas previamente registradas por su numeración, y bueno, aquí está usted con varias de esas fichas en sus bolsillos.
Palmiro sintió que la tierra se le movía bajo los pies. Trató de defenderse diciendo la verdad.
―Las fichas me las dio un tal Archibaldo que me paga para que se las guarde, porque si no, se las juega. Él dice que gana con una martingala que inventó…, si eso no es legal, yo lo ignoraba…, no tengo nada que ver con ningún robo de fichas. Les puedo dar el domicilio de esta persona…
 ―Tomaremos nota de todo en el sumario, no se preocupe, pero le advierto que a usted lo estuvimos vigilando en la sala y no vimos a nadie que le entregue fichas. En cambio lo vimos a usted merodeando por las mesas, mirando mujeres, nunca juega, nunca pide color pero siempre se presenta en las cajas a cobrar un montón de fichas grandes de distintos colores. No sabemos cómo lo hace, pero es evidente que usted ha estado sustrayendo fichas de las mesas de ruleta.
Lo devolvieron al calabozo. El pobre Palmiro declaró todo lo que sabía, como le aconsejó el abogado de pobres y ausentes que a las cansadas apareció para asistirlo, y días más tarde el juez lo dejó en libertad condicional.
Archibaldo, por su parte, desapareció con su familia el mismo día que arrestaban a Palmiro. No se despidió ni siquiera de sus suegros, y nadie volvió a saber de él hasta que años más tarde su esposa regresó a la casa de sus padres con sus dos hijos. Se había separado de Archibaldo.
Ella misma, llorando, contaba a quien quisiera escucharla lo que había pasado.
Lo habían descubierto en un casino del interior, no estoy seguro si era Córdoba o Bariloche, robando fichas de las mesas. Fueron directamente a él porque la Policía ya estaba alertada por las declaraciones de Palmiro.
Archibaldo tenía ahora como ayudante a una mujer joven. Los investigadores lo observaron día tras día pacientemente, lo veían apostar unas pocas fichitas de diez centavos en el paño, y de pronto, zas, se iba al encuentro de la ayudante y le introducía una ficha de diez pesos en el amplio bolsillo de su abrigo. Lo ven hacer lo mismo en una mesa y en otra, pero no saben cómo diablos lo hace.
Hasta que una noche, mientras él está distribuyendo sus fichitas de diez centavos en un tapete recargado de fichas de alto valor, una mano fuerte como la de un gorila toma la suya por la muñeca, se la hace girar lentamente y, oh sorpresa, en la palma luce una ficha de diez pesos pegada con un fuerte pegamento.
Esa era la “martingala” de Archibaldo: buscaba las mesas donde algún jugador compulsivo estuviera desparramando por todo el paño pilas de fichas del máximo valor. Luego, en el preciso momento en que cantaban el no va más, ponía apresuradamente algunas fichitas de diez centavos en proximidades de la pila más alta, apoyaba delicadamente sobre ella la palma de su mano untada con pegamento y la retiraba tranquilamente con la primera ficha de la pila adherida a su piel.
Cuando lo pescaron, Archibaldo reaccionó velozmente, le dio un fuerte empujón al policía y huyó del casino. El agente trastabilló, rodó por una escalera y sufrió varias fracturas y conmoción cerebral, por lo que Archibaldo tuvo captura recomendada no solamente por simple hurto, sino por resistencia a la autoridad y lesiones graves. En la confusión también se escabulló su joven ayudante.
Lo arrestaron meses más tarde en el Uruguay, cuando estaba robando fichas en uno de los casino uruguayos. Fue condenado a una pena leve de prisión, pero cuando purgó la sentencia lo extraditaron a la Argentina, donde un  juez lo esperaba impaciente no sólo por las lesiones al policía o los robos a los casinos sino porque tenía una condena condicional por estafa y un pedido de captura por homicidio en riña. Nadie conocía en Mar del Plata este lado oscuro de la vida glamorosa del simpático Archibaldo. Todo el dinero que había acumulado se le fue en su defensa y en resarcimientos varios, de manera que se quedó en la miseria y abandonado por su esposa.
Nunca supo Archibaldo cómo lo descubrieron en el Uruguay, porque había perfeccionado acabadamente sus métodos. Era más selectivo, buscaba pacientemente a jugadores nerviosos, de esos que dejan caer las fichas en cataratas sobre el tapete y que ignoran las cantidades que apilan por todos lados.
Su esposa, entretanto, aseguraba compungida que lo abandonó por la deshonra que había significado para ella y para sus hijos enterarse de que Archibaldo era un delincuente. 
Pero costaba creerle, costaba aceptar que ella no conocía el prontuario de Archibaldo y el origen delictivo de la fortuna que aquél le ponía a su disposición para que la gastara con mano rota.
Circuló otra versión: Archibaldo mantenía una secreta relación sentimental con su joven ayudante, quien era la mejor amiga de su esposa. Cuando ésta se enteró de la doble traición los denunció anónimamente. Ella también perdió hasta el último centavo, en un santiamén mandó al tacho su dispendiosa vida, pero, ah, eso sí, se dio el gusto de mandarlos a los dos a la cárcel.


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La novela Marplateros fue editada en 2009 y está agotada. Puede bajarse gratuitamente en formato PDF haciendo clic en el final de la reseña que encontrarán en la siguiente dirección: 
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