lunes, 2 de abril de 2012

EL CELULAR DEL CURA

Cuento de
Enrique Arenz

El sacerdote franciscano Marcos Silva, colombiano de treinta y cinco años, recibió la noticia con la imaginable conmoción. Los médicos de la Orden detectaron en su cerebro una rara forma de neoplasia que no era operable ni respondía a tratamiento conocido alguno. A lo sumo le quedaban dos años de vida, y su final no sería ni rápido ni fácil.
Consultó a varios especialistas en Roma y todas las respuestas fueron coincidentes. Pidió a sus superiores que lo trasladaran a Tierra Santa para terminar allí sus días. Le concedieron su deseo.
En Jerusalén llevó una vida calma. No le exigían nada, sólo debía confesar, dar misa y guiar a pequeños grupos de peregrinos, si es que te­nía voluntad de hacerlo.
Trató de no derrumbarse, de aceptar la voluntad de Dios y de cumplir lo mejor posible su misión pastoral.
La vocación religiosa lo llamó desde muy chico. Sus padres lo apoyaron y lo mandaron al seminario. ¡Qué orgullosos estaban cuando se ordenó en la catedral de Bogotá!
Luego vinieron los viajes por el mundo y los estudios avanzados en el Seminario de Roma (eligió el doctorado en derecho canónico) que aún no había terminado, con la mira puesta en una carrera ascendente dentro de la maravillosa estructura de la Iglesia Católica, donde los curas inteligentes y estudiosos como él, subían paso a paso por los peldaños dorados que conducen a reconocimientos, cargos y dignidades.
Ahora todos esos sueños se habían desintegrado. Una inesperada rebeldía interior le gritaba de pronto que era demasiado joven para resignarse a morir. “No me está pasando a mí, no puede estar pasándome esto a mí”, se decía confundido y angustiado.
Su fe comenzó a debilitarse.
En Tierra Santa recibía de la Orden frecuentes llamadas telefónicas en las que le preguntaban si se sentía con ánimo para acompañar a algún contingente de peregrinos, u oficiar misa en determinado templo. Él siempre acce­día porque no quería ser una carga antes de tiempo, y también porque estar activo lo equilibraba emocionalmente.
Pero lo alarmaba el deterioro progresivo de su fe, tan honda e inconmovible siempre. Primero lo atormentó un raro rencor hacia los designios de la Providencia; después fue una inédita sensación de soledad y desamparo.
Finalmente comenzó a dudar de la existencia misma de Dios, al menos de ese Dios personal, cercano a cada uno de nosotros, ese Dios que nos escucha y nos consuela: Jesús, el Dios de los cristianos que él mismo describía fervorosamente en sus homilías.
Hizo todo lo posible para volver a creer. Sabía que sin una fe sólida,  no podría mantenerse en pie ni afrontar sus últimos momentos. Pero fue inútil. Con su declinación física, la fe se le había ido desmoronando a pedazos.
Con el tiempo sus síntomas se agravaron. Las intensas jaquecas y los picos de fiebre lo invalidaban a veces durante semanas. 


Una mañana lleva a unos pocos peregrinos a la basílica de la Anunciación, en Nazaret, donde deberá celebrar una misa. Se reviste en la sacristía y se dirige al Altar. Mientras som­bríos pensamientos le dicen que su vida ha perdido todo su sentido y significación, observa a lo lejos, en los últimos reclinatorios del templo casi vacío, a cinco mujeres musulmanas que unen sus oraciones en veneración de la Virgen María. Su desánimo se profundiza ante aquella demostración de fe.
Da comienzo a la ceremonia. No puede concentrarse. Sus gestos y palabras son automáticos, casi rutinarios, no hay devoción en su expresión ni en sus ademanes. Llega el momento de la Eucaristía. Los fieles se arrodillan e inclinan la cabeza. En medio de la consagración y cuando el sacerdote se dispone a elevar la hostia para la transubstanciación se oye el sonido insistente y penetrante de un teléfono celular. ¡Es su propio celular! En su desasosiego, el padre Marcos ha olvidado el acto reflejo de apagarlo antes de cada misa.
El sacerdote interrumpe el solemne ritual y busca en el bolsillo de su pantalón el diminuto objeto. Los peregrinos que han sido sorprendidos por el hecho, esperan que lo apague de inmediato. Pero para sorpresa de todos no lo hace, al contrario, se queda varios segundos estático, leyendo aparentemente un mensaje de texto.
Por fin lo apaga y lo regresa a su bolsillo.
Él ha quedado tan confundido como los fieles que aún permanecen de rodillas y hacen movimientos de incomodidad. Vuelve a la ceremonia interrumpida. Eleva la hostia y pronuncia la fórmula sacramental. Está conturbado, no siente la emoción de antes al producir este acto trascendental del sacerdocio. Piensa en San Francisco de Asís que ardía de amor hacia la Eucaristía, con todas las fibras de su ser y tan lleno de estupor que su actitud mística, llevada más allá de todo límite, con­m­o­vía a los demás participantes. Lo sacude el inevitable contraste: ¡él ni siquiera puede ya sentir la presencia viva de Cristo!
Y fue en ese momento cuando sucedió.
Al partir la Hostia consagrada, una gota roja brotó de la grieta y se deslizó suavemente por sus manos.

(Este cuento pertenece al libro del autor Historias de Tierra Santa
Derechos reservados. 
Prohibida su reproducción

martes, 13 de marzo de 2012

Axel Kicillof: tenés que saber esto

EL DÍA QUE CARLOS MARX DESCUBRIÓ SU ERROR

por Enrique Arenz


En su artículo “Axel Kicillof, el marxista que desplazó a Boudou”, (hacer clic para leerlo) publicado en La Nación el 12 de marzo,
el periodista Carlos Pagni nos sorprende al informarnos que el actual vice ministro de Economía Axel Kicillof es un marxista tan convencido y apasionado que no solo creé en la lucha de clases sino que hasta empezó a estudiar el alemán para leer El Capital en su versión original. 

Seguramente Kicillof no lo sabe, pero hay presunciones muy serias que revelan que Carlos Marx, cuya obra fundamental El Capital consiste en un arduo y pesado desarrollo de la teoría del valor trabajo, tuvo una crisis intelectual muy profunda cuando descubrió que esa teoría estaba absoluta y radicalmente equivocada.
 

Carlos Marx ya tenía escritos los tres tomos de El Capital y publicó el primero en el año 1867. Algo sucedió en el alma y en la mente de ese intelectual para que se negara sistemáticamente a publicar los dos tomos restantes. Algo que se mantuvo celosamente oculto porque nadie explicó nunca cuál fue el motivo para esa obstinada negativa que se mantuvo hasta su muerte, en1883.

Nótese que entre la fecha de publicación del primer tomo, y  su fallecimiento, transcurrieron dieciséis años. Fue recién después de su muerte que su amigo Engels decidió dar a la imprenta esos dos tomos que no agregan mucho a lo ya escrito en el primero, pero que insisten en sus conceptos dialécticos de la plusvalía y el valor de todas las cosas en relación al trabajo que costaba producirlas.

Lo que ocurrió, según lo que he podido razonar, fue lo siguiente:

Carl Menger
En 1871, apenas cuatro años después de que apareciera el primer tomo de El Capital, un brillante y joven economista austríaco, Carl Menger, publicó su libro Principios de economía política en el que expone irrebatiblemente la llamada Teoría subjetiva del valor, una teoría que podríamos resumir así: El valor de una cosa cualquiera es el que nosotros le atribuimos, y el precio que estaremos dispuestos a pagar por ella será siempre inferior al valor atribuido.
En ese libro Menger demostró que era falso que el trabajo fuera la causa  del valor de las cosas. ¡El valor es subjetivo! No tiene nada que ver ni siquiera con los costos de producción.
La moderna Teoría subjetiva del valor (también denominada “Revolución marginalista”), que en verdad fue descubierta en forma casi simultánea por cuatro economistas del siglo xix: Herman Gossen, el mencionado Carl Menger (que logró una inmediata divulgación en su tiempo), William Stanley Jevons  y León Walras), demostró que el valor no está intrínseco en las cosas sino que se lo atribuimos nosotros de acuerdo a nuestras particulares necesidades y preferencias y con ajuste a nuestra personal e intransferible escala de valores. Este revolucionario concepto es nada menos que la clave para la comprensión de la economía moderna y de la conducta de las personas en el mercado.
Tan importante es para cualquier intelectual empeñado en la búsqueda de la verdad conocer los postulados de la teoría de valor, que quien ha tenido la suerte de descubrirla, comprenderla en sus vastos alcances y escudriñar sus infinitas derivaciones, no sólo accede a una cosmovisión insospechadamente innovadora, sino que hasta llega a experimentar un cambio trascendente en su vida privada. Por otro lado, quien en el mundo intelectual no ha accedido aún a tal conocimiento (muchos, demasiados, lamentablemente), le resultará inútil intentar comprender la importancia de la libertad económica. Le será mucho más fácil adherir a las falsas ideologías que la niegan.
Pues bien, Carlos Marx estaba equivocado, terriblemente equivocado en toda su teoría económica, pero de una cosa no hay duda: era un hombre muy inteligente y, quiero creer, intelectualmente honesto. Yo no tengo la menor duda de que debió leer el libro de Menger. ¿Cómo no lo iba a leer? Vivía en Londres, uno de los centros de la intelectualidad mundial, cuna, por otra parte, de la ciencia económica fundada por Adam Smith, y en ese círculo ningún pensador o economista dejó de sorprenderse ante las ideas del brillante Menger. La conclusión llega sola: un hombre inteligente como Marx no podía negar ni pudo rebatir una teoría que hasta hoy ha resultado epistemológicamente irrebatible. Comprendió, y esto debió de resultarle muy doloroso, que el esfuerzo intelectual de toda una vida había estado mal encaminado. Por eso no quiso publicar los dos volúmenes inéditos de El Capital, tal vez con la intención de analizar en profundidad el problema, tratar de poner a prueba la teoría subjetiva del valor que debió dejarlo perplejo, y buscar la manera de destrozarla argumentalmente. No lo consiguió en dieciséis años. Finalmente murió con el fracaso en el alma.
Pero como suele ocurrir en estos casos, o la viuda o los amigos del muerto se encargan siempre de publicar lo que el muerto no quiso publicar (sobran los ejemplos). En este caso la mujer de Marx ya había fallecido, así que le tocó a Engels traicionar la voluntad de su derrotado amigo.
Y así llegamos al año 2012 en que un joven economista argentino llamado Axel Kicillof, comisario ideológico de la presidente Cristina a quien  ella escucha, según dice Pagni, con reverencia y devoción , se pone a estudiar el complejo idioma alemán nada más que para entender mejor la falsa teoría del valor trabajo que desarrolló erróneamente el pobre Carlos Marx.
Sólo podemos darle un amistoso consejo al economista Axel desde esta modesta columna: Ya que insiste en aprender alemán, que lea también a Carl Menger, pero no sólo a este pensador, que lea a otro austríaco que quizás escuchó mencionar pero seguro no estudió en la Universidad: Ludwig von Mises, sobre todo su obra cumbre La Acción Humana. Y si quiere profundizar un poco más, tal vez le convenga hojear algo de Hayek, particularmente su 
librito Camino de Servidumbre. Ahora, bien, si no le resulta desdoroso y condesciende a incursionar en autores 
Alberto Benegas Linch (h)
argentinos, que también los tenemos, y sobresalientes, le puedo recomendar a dos: Alberto Benegas Lynch (h) y Gabriel Zanotti. Hay muchos más, pero con estos tendría para empezar.

(El lector que deseé ampliar sus conocimientos sobre la Teoría subjetiva del valor puede consultar el libro del autor "Libertad: un sistema de fronteras móviles" haciendo clic en el título. Puede bajarse gratuitamente en PDF.)

Se permite su reproducción. Se ruega citar este blog.
 

martes, 6 de marzo de 2012

En defensa de los docentes

NO HAY PROFESIÓN MÁS IMPORTANTE QUE LA DEL MAESTRO

por Enrique Arenz

No es verdad que los docentes argentinos trabajan cuatro horas y descansan tres meses, pero ojalá fuera así, ojalá disfrutaran de esas ventajas y de un sueldo digno que jamás tuvieron desde Sarmiento hasta hoy. No porque merezcan privilegios sino por razones de lógica económica y de escala intelectual.

En el mundo de hoy, los trabajadores mejoran sus ingresos si aumentan su productividad, y para que se produzca ese fenómeno se necesitan dos componentes: la capacitación del trabajador y  las modernas tecnologías.

Ahora bien, la docencia, (que es formadora de futuros trabajadores y técnicos productivos), por sus características, no ha aumentado su productividad en siglos. Sin embargo vemos que en los países centrales es una de las profesiones más respetadas y mejor remuneradas. Alguien podrá preguntarse: si no aumentó su rendimiento, ¿por qué una maestra puede hoy comprarse un automóvil?

La ciencia económica lo explica. Primero: la sociedad sabe que hay que sustraer a los docentes del mercado laboral que los tienta hacia otras actividades más rentables, simplemente porque una sociedad moderna y altamente productiva necesita excelentes maestros y profesores, y para que no abandonen las aulas hay que ofrecerles buenos sueldos y ventajosas condiciones de trabajo; y segundo: en el mercado impera la ley de los menores costos, y cuando las empresas reducen sus costos de producción por la inversión tecnológica, los ahorros de capital así logrados benefician al conjunto de los consumidores sin discriminar entre quienes han alcanzado mayor o menor productividad.

Raymond Ruyer lo explica claramente: “Un profesor de 
gramática puede comprar ahora un automóvil no porque haya aumentado su rendimiento como profesor, sino porque los productores de automóviles han aumentado su rendimiento como productores”

Un cirujano suele cobrar elevados honorarios por una operación que le lleva un par de horas. No por ello es un privilegiado. Todos comprendemos que sus conocimientos y su responsabilidad merecen esa remuneración. ¿Cuánto tiempo le lleva a un abogado redactarnos esa carta documento por la que tendremos que pagar un elevado honorario? ¿Por qué el respeto y la consideración social y política de un maestro no tiene que ser similar a la que le tributamos a un médico o a un abogado?

Las tres actividades: maestro, médico y abogado, son  nobles profesiones que requieren vocación, exigente estudio, perfeccionamiento constante, altísima responsabilidad personal y a veces hasta valentía y nervios de acero.

Pero la del maestro es la más trascendente porque sin ella no habría otras profesiones. ¿Acaso es menos importante educar responsablemente a treinta niños en un aula que extirpar un apéndice o redactar un par de carillas legalmente eficaces? 

Vapulear a los maestros por la cantidad de horas que permanecen ante sus alumnos, y comparar el régimen docente con el que cumplen otros empleados públicos o trabajadores no sólo es ofensivo y desalentador para miles de maestros, es también de una pobreza cultural alarmante, y un mal ejemplo para una sociedad extraviada en sus valores que ya tiene una tendencia natural a nivelar todo por lo más bajo, donde el peón envidia al constructor y el chacarero odia al pool de siembra. La política argentina estimula estos rencores cuando debiera educar para que todos intenten prosperar en base a la superación personal, y emulen a quienes han logrado mejores posiciones en base a capacidad y trabajo honrado. 

En las sociedades desarrolladas y cultas predomina el concepto de valoración diferencial de los aportes que cada profesión y cada ciudadano hace al conjunto. Hay jerarquías de méritos, esfuerzos y resultados.

Lo que sí debiéramos evitar es que los docentes se vean obligados a hacer dobles turnos para poder vivir decorosamente. Cuatro horas al frente de un aula, y muchas horas más de preparación y planificación de tareas en su casa, si esas horas están invertidas con seriedad y amor hacia los educandos, que son nuestros hijos y nietos, tienen que ser suficientes para ganar no los "diez mil pesos de básico" que chicaneó el ministro Sileoni como si fuera una fortuna, sino muchísimo más. Porque tal vez el ministro y la presidente no lo sepan, pero hoy con diez mil pesos un educador tampoco podría vivir dignamente. 

Mi solidaridad con los maestros argentinos que a pesar de tantas ingratitudes e injusticias se esfuerzan por educar a nuestros niños en medio de condiciones cada vez más difíciles, hostiles y peligrosas.

Se permite su reproducción. Se ruega citar este blog. 

sábado, 3 de septiembre de 2011

Reponiéndonos del mazazo

¿Por qué un gobierno impopular gana elecciones? 
"Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a entender" José Ortega y Gasset

Por Enrique Arenz

Los escritores tenemos la compulsión de acercarnos a personas desconocidas con la intención impertinente de desnudar sentimientos ocultos, escudriñar psicologías extravagantes y develar creencias, miedos y fobias que jamás encontraríamos en los libros de sicolo­gía. También buscamos la cantera de conversaciones ajenas escuchadas en un café, en un velatorio, en un colectivo y hasta con el oído apoyado en una pared indiscreta. Lo hacemos para crear nuestros personajes y dar verosimilitud a las historias que estamos inventando.
Pues bien, después del inesperado resultado de las elecciones primarias del 14 de agosto, y apenas me repuse del mazazo recibido, quise utilizar mi gimnasia “entomológica” para tratar de averiguar por qué ese día inolvidable se produjo lo que se produjo.
Mis conclusiones son naturalmente discutibles y nada científicas.
Empezaré por decir que hasta las elecciones primarias Cristina Kirchner era tan impopular que los canales de televisión registraban una súbita caída de la audiencia cada vez que ella aparecía en la pantalla. Cualquier canillita nos decía que los diarios y revistas oficialistas casi no se vendían y sabíamos por IBOPE que el Canal 7, con excepción de las transmisiones del fútbol, mide siempre por debajo de los dos o tres puntos.
Sin embargo Cristina, para sorpresa de ella misma, ganó con la mitad más uno. ¿Qué pasó? 

El problema de la inseguridad
 Aunque con la muerte de Kirchner la imagen de la presidente pegó un salto impresionante (bien explicado por los sociólogos), ella nunca fue popular ni lo es ahora. Al contrario: Cristina y su cohorte de aplaudidores, energúmenos que dan siempre la grotesca imagen de llevarse a todo el mundo por delante, siguen siendo el grupo político más antipático y detestado que ha tenido la Argentina en el poder desde el retorno de la democracia. Apenas apoyado incondicionalmente por una minoría que en ningún caso supera el treinta por ciento de la población.
Sabemos que todas las encuestas han registrado siempre a la inseguridad como la preocupación prioritaria de la gente. Y esa inseguridad es la cara del fracaso de un gobierno que nunca se interesó por resolverla y que llegó a decir que era una sensación instalada por los medios de comunicación. La conmoción generalizada que ha provocado en todo el territorio nacional el secuestro y asesinato de la pequeña Candela, demuestra que los argentinos en su totalidad, votantes y no votantes de Cristina, seguimos profundamente preocupados y encolerizados por esta evidencia de mala praxis del gobierno ante la inseguridad creciente, palpable y dolorosamente comprobable día tras día con episodios cada vez más atroces e impunes, episodios en los que hasta se sospecha de complicidades policiales, judiciales y políticas.  Somos todos los habitantes de la Argentina, de todas las edades y de todas las clases sociales, los que nos sentimos vulnerables, totalmente desprotegidos e indefensos, ante una delincuencia cada vez más profesional, fría y salvaje.
Es decir, la consternación ciudadana ante la inseguridad no ha declinado en estos últimos años sino todo lo contrario: se ha incrementado. Todos en la Argentina tenemos miedo. Que nos secuestren, que nos sorprenda un tiroteo cruzado en la calle, que motochorros nos arrebaten la cartera y nos arrojen bajo las ruedas de un vehículo, que se nos metan en nuestra casa cuando entramos o sacamos el auto, o, lo peor de todo, que alguien nos llame a las cuatro de la mañana para anunciarnos la violación de una hija o la desaparición o muerte de un hijo, sobrino o nieto.
¿Y quiénes son los responsables de que vivamos en este estado de miedo permanente? Sin ninguna duda la señora presidente, sus ministros, los legisladores y los gobernadores de las provincias. Ellos son los grandes culpables de, por lo menos, no haber podido o no haber sabido hacer nada ante este implacable tsunami delictivo. No hay probablemente un solo argentino que no haya sufrido él mismo o algún familiar o amigo, un arrebato, un robo, una salidera, un asalto a mano armada, o cualquier otro acto violento donde la indefensa persona experimentó (y jamás lo olvidará) el vértigo de descubrir que, en un eterno minuto, su vida valió menos que la de una cucaracha.
“El nuestro es un pueblo indefenso, un pueblo triste” dijo en una homilía reciente el cardenal Bergoglio.
Y sin embargo Cristina ganó con el voto masivo de esas víctimas tristes e indefensas.

La cuestión económica
Ahora bien, al mismo tiempo que se manifiesta una repulsa prácticamente unánime contra la inseguridad, hay también una complacencia silenciosa, casi vergonzante, con la marcha de la economía. Complacencia irresponsable, sin finura analítica, pero complacencia al fin. Como la del alcohólico que no quiere ver el daño que le causa su placentera adicción. A nadie parece importarle las advertencias de los economistas que señalan que el modelo de consumo, subsidios y déficit creciente, sin inversión y sin crédito externo, es insostenible en el tiempo y explosivo ante cualquier cambio de las condiciones internacionales.
Pero a los argentinos les importa solamente el hoy, porque estamos en un país donde pensar en el futuro siempre fue un camino equivocado. Les satisface que haya abundante crédito para el consumo, que los aumentos de sueldo le están ganando a la inflación, y que las remuneraciones de la administración pública estén mejor que en otros tiempos. Piensa, y no sin fundamento lógico, que después de la hiperinflación de Alfonsín, del compulsivo Plan Bonex  de Menem, del corralito de De la Rúa y del corralón y la pesificación asimétrica de Duhalde que nos llevaron a la crisis inédita de 2001/2002, pensar más allá del día de hoy es por lo menos de una ingenuidad conmovedora. "Por lo tanto -razonan- si el presente es satisfactorio, me quedo con este presente aunque la cara de Cristina no me guste y la inseguridad me arruine la vida".
No nos enojemos con los que piensan así. Ni con los que votaron por agradecimiento hacia quien les dio una jubilación no remunerativa, o una asignación universal por hijo o un plan social que los rescató de la necesidad de estar encima de los tachos de basura para buscar comida.
A éstos los respeto como cristiano: son mis hermanos desposeídos que nunca han tenido nada, que han padecido frío y hambre, sin una mísera garrafa para hervir el mate cocido de la mañana y de la noche, que tratan de calentarse con peligrosos braseros en casillas heladas y húmedas, carentes de la menor comodidad material que nosotros tenemos como cosa natural y que muchas veces ni siquiera valoramos; pero también sin atención médica, con más inseguridad y desprotección que nosotros, sin que nadie piense en ellos, salvo el solitario curita de la villa, el puntero que los explota, el narcotraficante que los usa miserablemente o el tratante de personas que les promete a las chiquitas una vida mejor.
Nuestros hermanos indigentes: Imágen cotidiana de una Argentina mal administrada y saqueada
A los otros, a los que votaron porque prefieren no cambiar de montura en la mitad del río, también los comprendo. En primer lugar porque no saben que esta economía acelerada va a terminar mal, y si lo saben también los comprendo, porque son como el alcohólico que es consciente de su enfermedad pero piensa que hoy, y hasta que termine el día, su mejor amiga es la botella. Mañana, Dios dirá.
Pero hay algo más: a unos y otros, indigentes y trabajadores, empresarios y profesionales de clase media, los comprendo sobre todo porque cuando dudaron y miraron los rostros de la oposición, una oposición claudicante, insegura y, encima, fragmentada en cinco pedazos, ¿qué vieron? Vieron la pavura, algunas caras y partidos que les recordaron las plagas de Egipto de nuestro pasado reciente, con su secuela de bancarrotas, desesperación, enfermedad y muerte. (Y no exagero, conocí gente mayor que quedó hemipléjica y otros que murieron al ver pulverizada en un segundo toda una vida de trabajo y ahorro).
Ploratur lácrimis amissa pecunia, sentenció el poeta romano Juvenal en el Siglo I (“La pérdida de dinero se llora con lágrimas verdaderas”).
Ya los romanos conocían esta realidad de la naturaleza humana que ahora nosotros, creyéndonos los inventores de la rueda, denominamos despectivamente “votar con el bolsillo”, o “salir a cacerolear solamente cuando nos tocan la plata”. ¿Pero acaso no vivimos todos en un universo predominantemente económico? Si hasta el imperio Romano se derrumbó por la inflación que provocaron sus emperadores ignorantes y despilfarradores. Siempre los seres humanos juzgan a sus gobiernos por lo bien o mal que les fue en la feria, y aunque haya muchísimos otros factores que los movilizan, el voto, la protesta y hasta las revoluciones, se originaron siempre en motivaciones económicas.
 Similitudes entre la Economía y la política
En economía el comportamiento de las personas es siempre racional y movido por el afán de lucro. Ya sea que compren, vendan o se abstengan de hacerlo, el mercado es una suma de decisiones de millones de personas que racionalmente evalúan minuto a minuto sus posibles ganancias o pérdidas. Pero que las personas actúen siempre racionalmente no implica que no puedan equivocarse si disponen de información limitada o errónea.
En el “mercado” electoral ocurre algo parecido: La gente vota evaluando muchas cosas, pero, como dijimos, le otorga prioridad al aspecto económico. Y también aquí puede equivocarse si está mal informada. Si los argentinos que votaron a Cristina supieran con cierto grado de certeza que este modelo va a desembocar: o en una nueva confiscación de depósitos bancarios, o en la nacionalización del comercio exterior, o en la emisión de cuasi monedas tipo “patacones”, o acaso en una nueva explosión de inflación espiralizada, o en todas estas calamidades juntas seguidas de un feroz e inevitable ajuste, probablemente habrían votado diferente y hoy estaríamos en la antesala de una segunda vuelta.
Por eso no es una contradicción que desde que Cristina ganó por la mitad más uno, se haya acelerado la fuga de capitales: la misma gente que votó por el modelo salió a comprar dólares como quien contrata una póliza de seguro.
La cuestión moral
La cuestión moral es otra cosa y exige un análisis diferente. En esto sí pareciera que los argentinos somos originales aunque en el mal sentido de la palabra. Todos conocen la corrupción de este gobierno, pero muchos no asocian esta inmoralidad con su particular situación económica. Los pobres no alcanzan a visualizar que sus vidas miserables son causadas por una minoría de sinvergüenzas que se roba los fondos para sus prometidas viviendas, para el agua corriente, las cloacas y hasta la electricidad que nunca les llega, y que para  peor los tiene de perpetuos rehenes políticos. No relacionan su pobreza con las consecuencias depredadoras de esa corrupción organizada desde lo más alto del poder político.
Pero la clase media, más ilustrada pero también escéptica, está convencida de que todos los gobiernos roban, que eso es inevitable, por lo tanto lo deja pasar con aquel cinismo tan argentino de: “Roban pero hacen”. Y esta indiferencia popular es reflejada fielmente por todas las encuestas: la corrupción figura entre los últimos lugares de una larga lista de preocupaciones ciudadanas. En otras palabras, a casi nadie parece importarle un ardite que los funcionarios levanten plata con pala ancha.
Insisto sin embargo en que no debemos enojarnos con la gente.
Más bien redireccionemos los reproches hacia nosotros mismos, los que tenemos el privilegio de poder ver las cosas con alguna claridad y con un sentido profundo de la ética y la honorabilidad republicana. ¿Hicimos todo lo que debíamos hacer para mostrarles el camino a los que, parafraseando a Ortega y Gasset, están perdidos en la selva? ¿Ocupamos nuestro lugar en el proscenio de la clase rectora para hacer docencia política y económica con algún grado de sacrificio personal? ¿O también estuvimos todo el tiempo inmersos en nuestra propia economía doméstica, obsesionados en vender más, en juntar algunos dólares o en cambiar el auto y arreglar la casa antes de que la inflación se coma nuestros ingresos, en lugar de dedicarnos un poco más a ayudar a la gente a pensar bien y a votar mejor?
Estas son las principales razones, según mi modestísimo enfoque, por las cuales una mayoría del electorado argentino votó por un gobierno impopular, ineficaz, autista y corrupto. Y, como habrán observado, en ese fatídico resultado tenemos más responsabilidad nosotros que ellos.

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