miércoles, 30 de abril de 2014

Hablando del Servicio Militar Obligatorio




DELICIAS DEL CUARTEL


(De la novela Marplateros de Enrique Arenz)



Tener que presentarse por primera vez en la guardia de un cuartel con la cédula de de incorporación en el bolsillo nunca fue una perspectiva grata. El mundo se te   caía encima. Pero cuando había transcurrido un año y salías por esa misma guardia para no volver, las lágrimas te cosquilleaban los mofletes.

Hablo de 1962, cuando yo tenía veinte años y el servicio militar era obligatorio. Por suerte ya no lo es, pero habría que ver si esa abolición, acelerada por la penosa muerte del soldado Carrasco, ha hecho generaciones mejores que las nuestras.

Contaré algunas anécdotas antes de ir a la historia principal.

Cierta vez contraje una fuerte gripe y el médico de la base me mandó a la cama. Durante varios días permanecí en la cuadra (el dormitorio colectivo de los soldados) en reposo, con una fiebre altísima. Estaba muy desmejorado y, según decían, mi apariencia era lamentable.

Una de esas noches febriles me despierto sobresaltado al oír murmullos alrededor mío. ¿Y qué veo? Cuatro velas encendidas en cada esquinero de la cama, una sábana blanca sobre mi cuerpo, a modo de mortaja, y en la penumbra, amontonados alrededor mío, decenas de llorosos soldados rezando sobre mi “cadáver”. ¡Me estaban velando los desgraciados!

Cómo habrá sido de efectiva la cargada que hasta un recluta peón de campo a quien apodábamos “la vaca” por lo bruto, se me rió todo el año en la cara. A la vaca todos le tomábamos el pelo, pero desde que me hicieron aquella candonga, cada vez que yo intentaba gastarlo me lanzaba su mugido guasón: “A vo’ te velaron, vo’ no pasá agosto”. Con lo cual me paraba en seco porque los demás milicos estallaban en carcajadas. Debí aceptar que había perdido definitivamente mi derecho de burlarme de aquel rumiante.

Pero había otro soldado más bruto que él, morocho, feo, corpulento y musculoso al que de entrada apodamos “Ñancul” por su parecido con el personaje de Dante Quinterno. Su lenguaje era tan pobre que apenas estaba un escalón más arriba de la mudez. Cuando al día siguiente de nuestra incorporación se nos ordenó ir a darnos la primera ducha colectiva, Ñancul se escondió detrás de uno de los cofres de la cuadra. Todos nos desvestimos obedeciendo al toque las órdenes e indicaciones que nos daba a los gritos el cabo de semana, tomamos cada uno toalla y jabón y corrimos desnudos hasta la barraca de las duchas donde nos esperaban una nube de vapor y ruidosos chorros de agua caliente. Terminado el baño, volvimos a la cuadra para ponernos ropa interior limpia y un mameluco de fajina. Estábamos en esos quehaceres cuando uno de los muchachos descubrió que Ñancul no se había bañado y se mantenía escondido. Cuando lo interrogamos nos confesó con sus pocas palabras que nunca se había bañado en su vida.

No faltó quien le llevara la alcahuetería al oficial de semana, más por diversión que por maldad. Por suerte el oficial también lo tomó a risa, y como Ñancul se negaba a desvestirse y hacer la experiencia iniciática de quitarse la mugre del cuerpo, el superior encontró una solución expeditiva (nunca mejor aplicado aquello de manu militari): juntó a cuatro soldados de buena contextura física y les ordenó que lo desvistieran al paisano y lo llevaran por la fuerza bajo la ducha.

Entre los cuatro no podían con él, parecía un toro furioso. Finalmente, mientras todos nos matábamos de la risa, lograron arrastrarlo hasta meterlo vestido debajo del agua. Los cuatro soldados se empaparon pero lograron finalmente desvestirlo. Ñancul, amansado por la temperatura agradable del agua, cesó su resistencia y comenzó a enjabonarse por sí mismo. Después se reía como un chico de ocho años, y nunca más le esquivó a la higiene.

Entre los ciento cincuenta reclutas de aquella clase de 1942 había unos veinte analfabetos que aprendieron a leer y escribir en la escuelita que atendía un maestro del cuartel al que ayudaban dos soldados de nuestra clase que también eran maestros. Tuvimos un compañero de origen social muy humilde a quien en la enfermería le detectaron una blenorragia muy avanzada. Fue temporariamente aislado y recibió la atención médica que nunca había tenido. Claro, le quedó para siempre el apodo excesivo de “Sífilis”.

Hubo, además, cuatro o cinco muchachos que aprendieron a usar cubiertos en el comedor del Destacamento. Cuatro soldados tenían pareja e hijos pero no estaban legalmente casados. El capellán de la base y el jefe de la sección Tropa los presionaron para que formalizaran. Se les arregló todo en el Registro Civil, se organizó una boda conjunta, y, por supuesto, eso era innegociable, se hizo una ceremonia religiosa ante el altar de la Virgen de Loreto, para la cual el capellán los había preparado, catecismo, bautismo, comunión y todo eso. Como premio por su buena voluntad les dieron licencias especiales para que estuvieran con sus familias, ahora constituidas ante Dios y la Ley.

Se decía que el servicio militar obligatorio era un año perdido, pero mi experiencia personal no me dejó esa certeza. Es verdad que más de la mitad de ese tiempo nos obligaban a cumplir modestos trabajos y servicios ajenos a la preparación militar. Cuando no se trataba de pintar la casa o la oficina de algún oficial, había que hacerle de chofer a otro, o desmalezar el campo con guadañas desafiladas y machetes oxidados, o encubrir las pillerías de algún suboficial corrupto, como uno que nos ha­cía preparar sándwiches con el queso y el dulce de batata del depósito de provisiones y luego nos mandaba a vendérselos a los mismos soldados que debieron recibirlos gratuitamente. O aquel otro que mandaba a sus soldados a robar nafta de las avionetas privadas estacionadas en el hangar del aeroparque.

Pero aún así, nunca pensé que fuera tiempo perdido, porque esos pobres muchachos a los que se educaba y se los ayudaba a subir un peldaño en la escala social no iban a tener, fuera de allí, oportunidad de lograr ese invalorable avance. Y para quienes teníamos educación y veníamos de buenas familias, esa convivencia integradora con jóvenes de condición tan diferente a la nuestra, nos ayudaba, primero, a valorar lo que habíamos recibido de la vida, tan mezquina con otros, y luego, a formarnos como personas más tolerantes y solidarias.

Se vivían en el cuartel experiencias tan ricas e inusitadas que ampliaban extraordinariamente nuestra percepción del mundo real, y nos ayudaban a desarrollar las mejores potencialidades juveniles.

Pero vayamos a la historia que me propongo contar.

En el cuartel alguien robaba las pertenencias de los soldados. Un día ese ladrón es sorprendido desvalijando un cofre. El que lo descubre es un cabo a quien llamaremos Ubaldo. El ladrón resulta ser un soldado al que apodaremos Ramiro. Lo vemos a Ramiro salir corriendo de la cuadra haciendo cuerpo a tierra y saltos de rana con el cabo Ubaldo detrás dándole órdenes de viva voz: “¡Cuerpo a tierra! ¡Carrera marrrr! ¡Cuerpo a tierra! ¡Carrera marrrr!”. Así, a las corridas y panzazos, lo va llevando hasta un descampado utilizado para los ejercicios de orden cerrado mientras nos grita a nosotros: “¡Este bípedo plumudo es el ladrón de los cofres, lo acabo de agarrar con las manos en la masa!”

No lo podíamos creer. Ramiro era un compañero insospechado, alto, pintón, simpático, oriundo de Balcarce, de buena relación con todos. Y había resultado ser el ladrón que durante meses nos hurtaba efectos personales y dinero. El cabo Ubaldo, justiciero implacable, lo bailó durante toda la tarde. Fue tan excesivo el castigo que Ramiro tuvo que ser llevado a la enfermería esa misma noche. En esos tiempos el superior siempre tenía razón, así que cuando el cabo Ubaldo informó al capitán el motivo del baile, éste solamente le recordó que esa clase de castigos estaban prohibidos por el reglamento, y que la próxima vez tuviera más cuidado.

El soldado Ramiro estaba tan mal que debió ser llevado en avión al Hospital Militar de Buenos Aires donde permaneció en tratamiento médico durante más de un mes. Cuando regresó lo miramos todos como a un despreciable ratero y nadie lamentó lo que le había sucedido.

A partir de su reincorporación a la base, este soldado no habló más con nadie, cumplía silenciosamente con sus quehaceres en los talleres mecánicos dónde lo ha­bían asignado, hacía las guardias que le tocaban y permanecía en hermético silencio durante el desayuno y las comidas. En las horas de descanso en que nos permitían ir a la cantina, él sólo fumaba y miraba Ruta 66 por televisión. Por otra parte nosotros nos habíamos acostumbrado a no dirigirnos a él salvo que fuera indispensable por razones de servicio.

El cabo Ubaldo, por su parte, era un sujeto cruel y autoritario. Cada tanto lo te­níamos como suboficial de semana y debíamos soportar durante siete días sus abusivos e ilegales correctivos. Por ejemplo, por conversar durante la noche cuando ya se habían apagado las luces llegó a escarmentarnos de la siguiente manera: se hacía despertar por el imaginaria a las dos de la mañana, ordenaba encender todas las luces, nos despertaba al grito de “¡Al pie de la cama!”, nos hacía calzar las zapatillas de fajina y  nos sacaba en ropa inte­rior al patio para hacer violentos ejercicios bajo un frío glacial. Nos mataba durante quince o veinte minutos y nos vol­vía a mandar a la cama. A las cuatro de la mañana volvía a despertarnos y otra vez afuera, a correr, saltar y caer en flexión y hacer saltos de rana hasta el agotamiento.

Un día nos enteramos de que este miserable no se había presentado en la base. Al no ser localizado fue declarado desertor y las autoridades militares pidieron su captura a la Policía. Para nuestro alivio nunca más supimos de él.

Un día me toca hacer guardia con el soldado Ramiro en el puesto 3, el más alejado y solitario de la base. Era una noche pesada que preanunciaba tormenta. Cuando uno hace guardia en un páramo con un único compañero, es imposible ignorarlo. Además yo quería tener algún diálogo con él, por curiosidad más que por razones humanitarias. Para los fumadores ―yo lo era en esa época―, quedarse sin cigarrillos en el cuartel era poco menos que una tragedia. Yo sabía que Ramiro andaba corto de dinero y que nadie le iba a ofrecer un cigarrillo, así que le convidé uno de los míos. Se tiró encima del paquete. Me lo agradeció casi con emoción. Aspiró dos o tres bocanadas de humo y sonrió aliviado. Entonces le hablé.

―¿Supiste algo del hijo de puta del cabo Ubaldo?

―No… ni me interesa.

―Fue muy jodido con vos…

Se encogió de hombros.

―La pasaste muy mal ese día que te bailó ―insistí.

―No solo me bailó, también me golpeó y me fracturó dos costillas.

―Ah, pero eso nunca lo supimos. ¿Y no le hicieron nada a ese cabrón?

―No quise firmar una denuncia, ¿para qué?

―Pero, decime Ramiro, no te ofendas, ¿él te vio realmente afanando?

―Hijo de puta, eso es lo peor, me hizo pasar por ladrón y yo jamás toqué nada de nadie.

―Pero… ¿entonces?

Ramiro se acomodó el FAL en el hombro derecho, se ajustó el casco y miró a lo lejos un relámpago, “Va a llover…”, murmuró, y después de un corto silencio me preguntó si quería saber la verdad. Le contesté que sí. “¿Vas a guardar el secreto de lo que escuches?” Le di mi palabra. Entonces me contó:

―Ubaldo me usaba para hacerle entrar una mina por este mismo puesto. Yo la esperaba, la hacía pasar y la llevaba en el jeep de la guardia hasta el Casino de Suboficiales donde se encontraba con el cabo. Eso ocurría una vez por semana y siempre después de la una de la mañana. El cabo se ocupaba de que yo dispusiera ese día del vehículo. Después, a eso de las tres, tenía que levantarla del casino y llevarla hasta la casa, lo cual implicaba un riesgoso abandono de guardia. Con la mujer habíamos simpatizado y ella siempre coqueteaba conmigo. A veces, mientras yo manejaba el jeep, se reía de alguna cosa que me contaba y, como distraídamente, apoyaba su mano sobre mi pierna. Yo te juro que traté de no darle bola, no quería problemas con el cabo, pero una noche, que no era la establecida, ella se me aparece por la guardia como a las dos de la mañana. Me besó en la boca y me dijo e que venía a verme a mí, no al cabo. Esa noche mi compañero de guardia era el gordo Tomini que, como siempre, dormía a pata suelta en esta misma garita. No pude resistirme, es una mujer preciosa, de unos treinta y pico de años, una ninfómana, de esas a las que no les alcanza un hombre, necesitan varios. No pude pensarlo mucho, le bajé la caña, como lo habrías hecho vos o cualquiera. Nos echamos dos polvos entre los yuyos, arriba de la manta que usamos en las guardias, y desde entonces ella venía un día a acostarse con el cabo y otro a revolcarse conmigo en el pasto. Hasta que Ubaldo se enteró, no sé cómo, pero siempre sospeché que ella misma debió de habérselo dicho, tal vez por despecho, por algo de ellos, qué se yo. Y eso fue lo que pasó.

―No puedo creer que te haya acusado de ladrón nada más que para vengarse de los cuernos que le pusiste.

―Así fue.

―Pero, viejo, ¿por qué no te defendiste?

―¿Sabés quién era ella?

Permanecí en silencio, expectante.

―La esposa del comodoro.

―¿El jefe de la base?

―No el que está ahora, el anterior.

Pronuncié un apellido.

―Ese mismo.

―Pero si la casa del jefe está…

―Está dentro de la base, si, pero ella salía de los límites por un agujero en la alambrada y venía hasta aquí bordeando el arroyo mientras el marido dormía. Si yo hablaba, en lugar de un enemigo iba a tener dos, y al comodoro yo le tenía más miedo que al cabo. Así que me banqué la injusticia, la calumnia, el castigo y los golpes de ese mal parido. Algún día me las iba a pagar.

Por unos minutos quedamos los dos en silencio rodeados por una negrura electrizada y húmeda. Las brazas de nuestros puchos se intensificaban como parpadeando, por la ansiedad con que los chupábamos.

―Decime Ramiro, ¿qué le pasó al cabo?

―No sé. Pero te aseguro que el comodoro se enteró de las relaciones de su esposa con él, no me preguntes cómo.

Por la oscuridad yo casi no podía verle la cara a Ramiro, pero un sorpresivo relámpago le iluminó una mueca parecida a una sonrisa. Segundos después vino el trueno ensordecedor. Ramiro continuó:

―Poco después Ubaldo desapareció, lo declararon desertor, y al tiempo lo trasladaron al comodoro no sé adónde ni me importa un carajo.

Empezó a llover torrencialmente. Nos metimos en la garita. Ramiro  volvió a encerrarse en su silencio habitual.

―¡Qué nochecita!― comenté yo, por decir algo.

La novela Marplateros fue editada en 2009 y está agotada. Puede bajarse gratuitamente de la página web del autor haciendo clic en el ícono PDF en la siguiente dirección: http://www.enriquearenz.com.ar/libro_marplateros.html#.U2F0aFc_Q4M



 

lunes, 14 de abril de 2014

Un cuento para Semana Santa


TESTIMONIO DE HAFAAR, EL JUDÍO QUE INTENTÓ SALVAR A JESÚS

Cuento de Enrique Arenz
(Del libro Historias de Tierra Santa)


Soy Hafaar de Jerusalén, hijo de quien fuera un importante constructor al servicio de Herodes Antipas, y sobrino de un acaudalado comerciante de Tiro que pagó generosamente mis viajes y estudios.

Aprendí el latín y el griego, las matemáticas de Pitágoras y la geometría de Euclides, los asombrosos teoremas de Arquímedes de Siracusa, la astronomía heliocéntrica de Aristarco de Samos, la criba de Aristóstenes y la metafísica de Leucipo y de Demócrito. Los persas me enseñaron la alquimia, y los egipcios, los secretos de la construcción.

Pero mi familia cayó en desgracia y debí huir a Cafarnaúm donde gracias a mis conocimientos pude ganarme la vida como constructor de casas.

Allí conocí a un pescador llamado Simón que me encargó la construcción de su vivienda en proximidades de una sinagoga. Este Simón era discípulo de un predicador conocido como Jesús de Nazaret o Jesús el Galileo, quien, entre otras curiosidades, se proclamaba el mesías anunciado por los profetas. 
Para continuar leyendo el cuento hacer clic aquí.

Ver entrada: FOTOS DE TIERRA SANTA 
ver entrada FOTOS DE TIERRA SANTA 1

martes, 21 de enero de 2014

Moneda, inflación e hiperinflación




Fragmento del capítulo 8º de 
mi libro Libertad: un sistema 
de fronteras móviles
(Editado en 1986 con datos actualizados
a 2007)


El dinero no apareció como resultado de un acto legislativo ni porque todos los hombres se pusieran de acuerdo en utilizar determinadas mercancías como medio convencional de intercambio. La adaptación fue lenta y natural. Al comienzo fueron muy pocas personas (hábiles comerciantes dotados de la rara intuición del empresario) quienes descubrieron que cambiar bienes poco vendibles por otros más vendibles y acumular estos últimos para a su vez volverlos a cambiar por otros bienes menos vendibles en el momento en que estos se necesitaban, proporcionaba fluidez a las operaciones y considerables ventajas económicas.

Conociendo la naturaleza humana no cuesta mucho imaginar la desconfianza y resistencia del común de las personas ante el lento avance de este ingenioso método de intercambio indirecto. Podemos deducir que los pocos que lo practicaron al comienzo obtuvieron gran enriquecimiento al poder concretar cientos de intercambios mientras sus vecinos apenas si encontraban a alguien que aceptara sus gallinas a cambio de un ternero.