viernes, 18 de julio de 2014

EL HOMBRE QUE LE GANABA AL CASINO

Cap. 9 de la novela MARPLATEROS de Enrique Arenz

EL HOMBRE QUE LE GANABA 
AL CASINO


En 1947, cuando yo tenía cinco años, Archibaldo era un próspero hombre de negocios, siempre vestido con trajes Braudo, cuellos duros, anteojos negros de armazón dorado, corbatas de seda natural y zapatos combinados en negro y blanco. Tenía un Packard modelo 46, negro, reluciente, con cromados espectaculares y tapizados en cuero rojo.
Este muchacho estaba casado con una chica del barrio y tenía dos hijos varones un poco más grandes que yo. Simpático y conversador, se ha­bía hecho amigo de mis padres que vivían al lado de sus suegros, en la calle Guido a metros de Belgrano. Recuerdo que en la cuadra de mi casa, donde nací y viví hasta que nos mudamos a Colón, los vecinos se admiraban de la prosperidad de aquel ex mozo del Hotel Nogaró que había hecho tanta plata vendiendo terrenos.
La primera vez en mi vida que subí a un automóvil fue al Packard de Archibaldo. Me llevó a pasear junto a sus hijos por la costa. Nunca olvidé la poderosa impresión que recibí al contemplar desde el auto el mar infinito y las playas colmadas de bañistas que, por la distancia, parecían seres diminutos. Mi imaginación me hizo creer que se trataba de gnomos jugueteando con las olas. Hasta hoy conservo una huella de gratitud hacia Archibaldo por aquel asombroso paseo.
Un día Archibaldo se sincera con mi padre ―esto lo supe décadas más tarde― y le confiesa que el dinero grande no lo gana vendiendo lotes sino en el casino, gracias a una martingala que él mismo había inventado. Mi padre no puede creer lo que oye. Archibaldo le dice que necesita un ayudante, alguien de confianza a quien entregarle las fichas que va ganando, porque tiene un problema: le cuesta resistir la tentación de jugarse esas ganancias en apuestas de riesgo.
Archibaldo estaba confesando ser un jugador compulsivo, nada menos, si bien aseguraba haber canalizado su adicción creando una manera, lenta y tediosa pero relativamente segura, de ganar en las mesas de ruleta. Pero no estaba libre de las recaídas incontrolables, y de hecho eso le estaba sucediendo con demasiada frecuencia. ¡Cuántas veces había perdido todo lo ganado apostando locamente al ocho o al once, que eran sus números predilectos!
Y le pide a papá que acepte ser su ayudante.
Mi padre, que nunca creyó en el juego ni en las martingalas ni en ninguna variante fácil de ganar dinero, declinó el honor. Y para sacárselo de encima le sugirió que hablara con Palmiro, un solterón del barrio, muy buen tipo y muy decente que justamente andaba haciendo changas como electricista porque no tenía un empleo fijo.
Archibaldo lo entrevistó y enseguida se pusieron de a­cuer­do.
El trabajo de Palmiro era así: los dos entraban al casino por separado. Palmiro debía ubicarse en una determinada mesa, lo más concurrida posible, mirando el juego de los demás. Archibaldo se instalaba en otra mesa suficientemente alejada de la de Palmiro, pedía color de diez centavos, y comenzaba a trabajar. Cada tanto Archibaldo abandonaba su mesa, se dirigía a donde estaba Palmiro y le depositaba en el bolsillo del saco una o dos fichas de las de más alto valor, que en esa época si no me equivoco eran de diez pesos. Y se encaminaba a otra mesa, igualmente alejada de Palmiro.
Iba y venía, iba y venía. Los bolsillos de Palmiro se iban llenando de fichas de distinto color, pero de similar denominación.
El trabajo duraba unas dos horas, a veces tres. A una señal de Archibaldo, Palmiro debía pasar por la caja, canjear todas las fichas que tenía en sus bolsillos y abandonar inmediatamente el casino. Tenía prohibido Palmiro devolverle a Archibaldo, den­tro de la sala de juego, una sola ficha ni facilitarle dinero, aunque éste se lo suplicara o se lo ordenara, porque ese era el peligroso momento en que la adicción de Archibaldo se despertaba con ardiente sed de emociones.
Archibaldo y Palmiro se reunían luego en un café del centro. Palmiro rendía cuentas y se llevaba su parte.
Trabajaron así durante varias semanas sin ningún problema.
Un día Palmiro se entretenía mirando los profundos escotes de dos atractivas mujeres que se agachaban frente a él para hacer sus apuestas cuando sorpresivamente lo rodean tres personas que se identifican discretamente como policías y le piden que los acompañe a la gerencia. Palmiro se alarma ante tan inesperado requerimiento, pero como sabe que no ha hecho nada incorrecto, acompaña mansamente a los policías. Mientras camina por la roja alfombra flanqueado por los policías sus ojos se cruzan con la mirada lejana y estupefacta de Archibaldo. Se alegra de que su patrón lo haya visto en tan incómoda situación y descuenta que se va a ocupar de asistirlo. Intenta hacerle señas pero Archibaldo desaparece entre el público.
Cuando entran en la gerencia le ordenan que vacíe sus bolsillos sobre el escritorio. Sorprendido, Palmiro pregunta qué es lo que pasa. “Vacíe sus bolsillos”, le repiten en un tono que no admite réplicas. Palmiro, ahora atemorizado y con manos temblorosas, se apresura a poner todas las fichas sobre el escritorio.
Los policías las examinan sin apuro una por una, observan sus números de serie, consultan unas anotaciones que tienen en una libretita, se miran entre ellos y le dicen a Palmiro.
―Está arrestado.
Palmiro siente que el corazón se le paraliza, está a punto de desmayarse, lo dejan que se siente en una silla. Pregunta con voz vacilante cuál es el motivo por el que lo detienen, pero los agentes se niegan a darle respuestas. Cuando se repone, lo sacan por una puerta lateral y lo suben a un patrullero.
Ese día era viernes, así que se tragó el sábado y el domingo en un calabozo sin que nadie le diera la más mínima explicación. Esperó ansiosamente la llegada de Archibaldo, pero éste no apareció nunca.
El lunes lo conducen temprano a la oficina del comisario. El funcionario está comiendo galletitas mientras un preso le ceba mate. Con la boca llena le señala las fichas secuestradas y le hace un gesto de interrogación.
―Son mías, las gané en la ruleta.
―Mire, señor ―le contestó el comisario un poco atorado por la sequedad de las galletitas―…dame otro mate, Pascual…, son fichas de diez pesos, todas de distintos colores (tose y escupe migas ensalivadas), ¿no es un poco raro?
Palmiro se limpia disimuladamente la cara. No sabe qué contestar.
―A usted lo detectamos el miércoles pasado cuando cambió fichas como éstas. El cajero avisó que una de esas fichas había sido sustraída de una mesa. ¡Pascual, calentá el agua! Qué boludo es este tipo… Hace tiempo que algunos apostadores fuertes vienen denunciando que les desaparecen fichas de sus apuestas. ¿Cómo se daban cuenta esos tirifilos? Porque cuando acertaban un número el pagador les pagaba un pleno menos de los que ellos estaban seguros de haber apostado. A estos ricachos timberos no les llevamos mucho l’apunte porque están siempre nerviosos y alterados, pero se nos juntaron varias quejas similares. Entonces tendimos una trampa con fichas previamente registradas por su numeración, y bueno, aquí está usted con varias de esas fichas en sus bolsillos.
Palmiro sintió que la tierra se le movía bajo los pies. Trató de defenderse diciendo la verdad.
―Las fichas me las dio un tal Archibaldo que me paga para que se las guarde, porque si no, se las juega. Él dice que gana con una martingala que inventó…, si eso no es legal, yo lo ignoraba…, no tengo nada que ver con ningún robo de fichas. Les puedo dar el domicilio de esta persona…
 ―Tomaremos nota de todo en el sumario, no se preocupe, pero le advierto que a usted lo estuvimos vigilando en la sala y no vimos a nadie que le entregue fichas. En cambio lo vimos a usted merodeando por las mesas, mirando mujeres, nunca juega, nunca pide color pero siempre se presenta en las cajas a cobrar un montón de fichas grandes de distintos colores. No sabemos cómo lo hace, pero es evidente que usted ha estado sustrayendo fichas de las mesas de ruleta.
Lo devolvieron al calabozo. El pobre Palmiro declaró todo lo que sabía, como le aconsejó el abogado de pobres y ausentes que a las cansadas apareció para asistirlo, y días más tarde el juez lo dejó en libertad condicional.
Archibaldo, por su parte, desapareció con su familia el mismo día que arrestaban a Palmiro. No se despidió ni siquiera de sus suegros, y nadie volvió a saber de él hasta que años más tarde su esposa regresó a la casa de sus padres con sus dos hijos. Se había separado de Archibaldo.
Ella misma, llorando, contaba a quien quisiera escucharla lo que había pasado.
Lo habían descubierto en un casino del interior, no estoy seguro si era Córdoba o Bariloche, robando fichas de las mesas. Fueron directamente a él porque la Policía ya estaba alertada por las declaraciones de Palmiro.
Archibaldo tenía ahora como ayudante a una mujer joven. Los investigadores lo observaron día tras día pacientemente, lo veían apostar unas pocas fichitas de diez centavos en el paño, y de pronto, zas, se iba al encuentro de la ayudante y le introducía una ficha de diez pesos en el amplio bolsillo de su abrigo. Lo ven hacer lo mismo en una mesa y en otra, pero no saben cómo diablos lo hace.
Hasta que una noche, mientras él está distribuyendo sus fichitas de diez centavos en un tapete recargado de fichas de alto valor, una mano fuerte como la de un gorila toma la suya por la muñeca, se la hace girar lentamente y, oh sorpresa, en la palma luce una ficha de diez pesos pegada con un fuerte pegamento.
Esa era la “martingala” de Archibaldo: buscaba las mesas donde algún jugador compulsivo estuviera desparramando por todo el paño pilas de fichas del máximo valor. Luego, en el preciso momento en que cantaban el no va más, ponía apresuradamente algunas fichitas de diez centavos en proximidades de la pila más alta, apoyaba delicadamente sobre ella la palma de su mano untada con pegamento y la retiraba tranquilamente con la primera ficha de la pila adherida a su piel.
Cuando lo pescaron, Archibaldo reaccionó velozmente, le dio un fuerte empujón al policía y huyó del casino. El agente trastabilló, rodó por una escalera y sufrió varias fracturas y conmoción cerebral, por lo que Archibaldo tuvo captura recomendada no solamente por simple hurto, sino por resistencia a la autoridad y lesiones graves. En la confusión también se escabulló su joven ayudante.
Lo arrestaron meses más tarde en el Uruguay, cuando estaba robando fichas en uno de los casino uruguayos. Fue condenado a una pena leve de prisión, pero cuando purgó la sentencia lo extraditaron a la Argentina, donde un  juez lo esperaba impaciente no sólo por las lesiones al policía o los robos a los casinos sino porque tenía una condena condicional por estafa y un pedido de captura por homicidio en riña. Nadie conocía en Mar del Plata este lado oscuro de la vida glamorosa del simpático Archibaldo. Todo el dinero que había acumulado se le fue en su defensa y en resarcimientos varios, de manera que se quedó en la miseria y abandonado por su esposa.
Nunca supo Archibaldo cómo lo descubrieron en el Uruguay, porque había perfeccionado acabadamente sus métodos. Era más selectivo, buscaba pacientemente a jugadores nerviosos, de esos que dejan caer las fichas en cataratas sobre el tapete y que ignoran las cantidades que apilan por todos lados.
Su esposa, entretanto, aseguraba compungida que lo abandonó por la deshonra que había significado para ella y para sus hijos enterarse de que Archibaldo era un delincuente. 
Pero costaba creerle, costaba aceptar que ella no conocía el prontuario de Archibaldo y el origen delictivo de la fortuna que aquél le ponía a su disposición para que la gastara con mano rota.
Circuló otra versión: Archibaldo mantenía una secreta relación sentimental con su joven ayudante, quien era la mejor amiga de su esposa. Cuando ésta se enteró de la doble traición los denunció anónimamente. Ella también perdió hasta el último centavo, en un santiamén mandó al tacho su dispendiosa vida, pero, ah, eso sí, se dio el gusto de mandarlos a los dos a la cárcel.


  • Prohibida su reproducción


La novela Marplateros fue editada en 2009 y está agotada. Puede bajarse gratuitamente en formato PDF haciendo clic en el final de la reseña que encontrarán en la siguiente dirección: 
https://enriquearenz.com.ar/marplateros/

lunes, 16 de junio de 2014

Luego de lo que dijo Francisco a La Vanguardia



CARTA DE UN MILLONARIO
AL PAPA FRANCISCO
Por Enrique Arenz


El 13 de junio se publicó en La Vanguardia de Cataluña declaraciones del papa Francisco en las que, sorpresivamente, demostró un desconocimiento abrumador de la economía moderna, y cayó en viejos prejuicios ya abandonados hasta por la izquierda. Un empresario argentino, desconcertado, le escribió la siguiente carta:


Santidad:

Me llamo Emiliano Pomeriggio y soy dueño de una moderna fábrica de artículos de plástico. Empecé de abajo, trabajando honradamente doce horas diarias, y al cabo de veinte años de esfuerzo me hice millonario.

No le diré que soy un católico practicante porque le mentiría, pero respeto profundamente a la Iglesia Católica y me siento orgulloso de que un compatriota esté al frente de ella.

Quiero contarle que me inicié en la actividad industrial muy joven, con un pequeño tallercito instalado en un galpón de la casa de mis padres. Inventé y confeccioné yo mismo algunas herramientas, y compré a crédito y con la ayuda de mis padres materias primas y máquinas básicas. En algunos meses ya estaba fabricando pequeños muebles para baño y recipientes para el hogar. Necesité muy pronto ayuda técnica y vendedores para que recorrieran comercios minoristas. Tomé a tres empleados que pronto fueron ocho. Naturalmente, estaban todos en negro. ¿Cómo podría tenerlos en blanco si apenas podía pagar mis aportes como monotributista, condición mínima para poder facturar a mis primeros clientes?

El asunto era muy simple: mis empleados necesitaban el trabajo y yo los necesitaba a ellos. Les pagué el salario que pude y que ellos aceptaron con mi promesa de ir mejorándolo poco a poco. Los contraté en negro con toda naturalidad y sin remordimientos, porque de lo contrario yo no habría podido lograr nada, debido a que en la Argentina, salvo que uno tenga un gran capital a su disposición, es imposible iniciarse en la actividad empresarial cumpliendo con todos los requisitos legales y fiscales. Im-po-si-ble.

Soy creativo y entusiasta, logré fabricar artículos muy originales de buena calidad y bonitos colores. Prosperé, gané una importante cartera de clientes, alquilé un local grande y entonces sí, fui blanqueando gradualmente a mis empleados más antiguos. A esta altura comencé a preocuparme de que mis buenos operarios me dejaran para irse con mis competidores. Es que el personal capacitado es el capital más importante con que cuenta un empresario. Hablo de los empresarios serios, no de los corruptos que en la Argentina inventan sociedades fantasmas para hacer oscuros negocios financieros o conseguir contratos del Estado.

Como el negocio creció, llegó un momento en que tenía a mi cargo doscientos veinte empleados, entre obreros, administrativos y vendedores, todos en blanco.

Para resumir: hoy, veinte años después de aquel duro comienzo, soy un empresario exitoso que da empleo a quinientos trabajadores. Con sus familias suman unas mil ochocientas personas. Todos vivimos del trabajo que hacemos día a día en mi modernísima fábrica de plásticos.

Les pago el salario que marcan los convenios colectivos, que es poco, lo reconozco. A veces quisiera pagarles más, no sólo porque se lo merecen sino también porque no quiero que se me vayan, pero si les pagara mejor tendría que subir el precio de mis productos y eso me sacaría de la competencia. Mis márgenes de utilidad son mínimos y debo competir con otros fabricantes y con productos importados. De manera que pago en salarios lo que la productividad de mi fábrica me permite pagar. Sueño con comprar máquinas más modernas con las cuales aumentar el rendimiento de cada hora de trabajo y, en consecuencia, también los sueldos, pero hoy en nuestro país eso sería una locura, una azarosa aventura, un acto de irresponsabilidad.

Tanta es mi preocupación por el futuro de mi empresa que en lugar de aumentar la producción cuando hubo más demanda, he optado por aumentar los precios siguiendo el ritmo de la inflación, y ahora que las ventas han caído porque estamos en recesión, se me presenta la sombría perspectiva de tener que reducir mi personal, o, en el mejor de los casos, si el sindicato lo permite, recortar los sueldos para no despedir a nadie. Por de pronto ya he dejado de tomar gente en reemplazo de los que se jubilan o se van voluntariamente.

Pero le confieso que he ganado mucho dinero y aún gano, aunque cada vez menos. ¿Y qué creé que hice movido por la precaución y el miedo? Saqué dinero del país por los muchos caminos legales y no tan legales que tienen los empresarios para hacerlo, y una parte de ese dinero lo retiré del sistema y lo guarde en cajas de seguridad. Admito que de mi espíritu empresario ahora ha quedado muy poco y se ha debilitado mi deseo de agrandarme y desarrollar nuevos proyectos productivos, porque en estos últimos años de incertidumbre fui sintiendo cada vez más el temor de perderlo todo. En lo personal vivo bien, viajo seguido, mando a mis hijos a universidades privadas, y me doy algunos gustos, creo que merecidamente ganados, pero soy austero, rechazo los lujos, y en mi vida privada soy un hombre sencillo y nada presuntuoso.

Quisiera poder hacer más por mi país y por la gente. Quisiera dar trabajo a miles de argentinos para producir más y exportar mis productos a todo el mundo. Usted no se imagina cómo quisiera. Quisiera hacerlo para sentirme bien, para cumplir con mi vocación empresarial y ser el mejor de todos, no por figuración ni vanidad, porque no practico esas frivolidades ni me siento parte de la clase alta a la que nunca pertenecí. Simplemente quisiera ser el mejor por el placer de desarrollar todas mis potencialidades humanas en una actividad tan importante como es la actividad del empresario: organizador, creador de nuevos sistemas, ingenioso y soñador. Eso somos los empresarios cuando trabajamos en libertad y sin incertidumbres políticas y jurídicas.

Tanto que (si usted me perdona el atrevimiento) muchas veces he fantaseado en lo lindo que sería que la Iglesia canonizara alguna vez a uno de esos grandes empresarios de la historia, esos innovadores geniales que cambiaron la vida de las personas, porque ellos también hicieron milagros: crearon riqueza y dieron empleo y dignidad a miles y miles de personas, a veces en condiciones adversas y venciendo obstáculos poderosos. Un santo empresario, parece broma, pero ¡qué acto de justicia sería!, porque no hay benefactor social más grande que un empresario audaz que trabaja por agrandar sus empresas y tener a su mando más y más personal, aunque a estos anhelos se los considere vulgarmente fines egoístas y ambiciones desmesuradas.

Santidad, le hablo de todo esto porque acabo de leer sus declaraciones publicadas en el diario catalán La Vanguardia y, sorprendido, desconcertado y anonadado por sus conceptos sobre el capitalismo y lo que usted denomina “la idolatría del dinero”, he tenido la necesidad compulsiva de preguntarle con todo mi respeto:

¿Si yo despidiera a todo mi personal, desguazara mi fábrica, vendiera edificio, máquinas y todas mis propiedades y luego regalara mi dinero para obras de caridad, estaría yo, creé usted, haciendo una buena acción? ¿Usted vería bien que los grandes empresarios del mundo se desprendieran de sus empresas para beneficio de tanta gente que sufre hambre, o les aconsejaría que no lo hagan, que sigan produciendo y administrando eficientemente sus empresas de manera de seguir pagando salarios seguros a su gente?

Cuando usted ha sostenido que "ya no se aguanta el sistema económico mundial" no sé exactamente a qué se refirió. Desde ya le digo que no he podido entender que el mundo capitalista del cual soy parte activa dependa hoy, como usted ha dicho, de las guerras para sobrevivir. Perdone mi ignorancia pero por vueltas que le de al asunto en mi confundida cabeza, no alcanzo a entender cómo es posible que mi empresa puede mantenerse gracias a que se producen guerras regionales en el mundo. Yo siempre creí, tal vez ingenuamente, no lo sé, por eso se lo pregunto, que era al contrario, porque los que exportamos padecemos una permanente angustia ante la posibilidad de que los conflictos bélicos limiten nuestro comercio, nos impidan importar insumos indispensables y provoquen pérdidas de los mercados que tan dificultosamente logramos ganar. Yo siempre creí, tal vez por desconocimiento, que la paz era el mejor de los climas para el desarrollo del comercio internacional, por aquello que “si las mercaderías y las personas cruzan libremente las fronteras de las naciones, no las cruzarán los ejércitos”.

En cuanto a reducir la natalidad, tampoco lo he comprendido, porque si bien las familias modernas prefieren tener menos hijos que antes, el envejecimiento de las poblaciones son un gran problema para el comercio y la industria, no un beneficio. Sin nuevas generaciones no hay empleados calificados ni consumidores futuros, así que no veo de qué manera puede beneficiar al capitalismo la reducción de la población mundial. Ese "descartar" a los niños que usted condena.

La Iglesia de hoy considera a los judíos como nuestros hermanos mayores, y a los protestantes, nuestros hermanos separados. Nada más justo. Lo apruebo. Pero fíjese usted que ni los judíos ni los protestantes, hasta donde yo sé, anatematizan el capitalismo ni la actividad empresarial, ni la búsqueda de la riqueza. Para judíos y protestantes ganar dinero honradamente es un mérito, y querer ganar más dinero con las inversiones del dinero ya ganado es casi un acto heroico porque esa actitud virtuosa y valiente abarata los precios y genera nuevos y mejores empleos. Entonces, santo padre, ¿no sería conveniente que los católicos aprendiéramos algo de nuestros hermanos mayores y nuestros hermanos separados? Aprender, por ejemplo, a no satanizar el trabajo de los empresarios exitosos ni descalificar el sistema capitalista que crea el entorno de la cooperación social voluntaria en libertad y pleno ejercicio de los derechos humanos.

Por otra parte, si hay millones de hambrientos en muchos países del mundo, es, a mi modesto entender, por culpa de sus gobiernos y no de los empresarios ni de los ejércitos supuestamente sostenedores de ese diabólico capitalismo. Si en esos países localizados principalmente en Asia, África y América latina hubiera condiciones de confianza, estabilidad, garantías para las inversiones y respeto irrestricto por la propiedad privada, además, por supuesto, de honradez en los políticos y funcionarios públicos, los empresarios de todo el mundo se atropellarían para llegar primeros a esos lugares paupérrimos con su tecnología, sus capitales y su experiencia con el propósito de  producir bienes y servicios, y por lo tanto, crear millones y millones de empleos decorosos. Pero usted sabe que no es así, porque esos países desdichados están gobernados por reyezuelos déspotas, clérigos fundamentalistas, y tiranos corruptos, fanáticos, incapaces, dementes, populistas, demagogos y criminales. 
Y si hasta en los países centrales hay hoy desempleo y jóvenes sin futuro es por culpa de los gobiernos que no dejan trabajar libremente a los empresarios y los abruman con impuestos, reglamentaciones absurdas, persecuciones y coacciones de todo tipo que desalientan el trabajo productivo e incitan a otras formas indecentes de ganar dinero. Y las guerras también las provocan los políticos, no los empresarios. Si usted se refería a este sistema de intervenciones y coacciones estatales cuando dijo que ya no se lo aguanta en el mundo, entonces lo he interpretado mal, o tal vez el diario catalán entendió erróneamente el sentido de sus palabras. Sin embargo, como usted no hizo posteriormente ninguna aclaración, creo que no estaba hablando de eso sino de lo otro.

Pero a lo mejor el capitalismo no es como yo lo entiendo y estoy equivocado, porque soy tan sólo un humilde hombre de negocios argentino que hace equilibrio entre cumplir con la ley y pagar todos los impuestos, y tratar de evadir aunque sea un poco de sus obligaciones para no perderlo todo y quedarse en la lona. No tengo la formación intelectual que tiene usted, santidad, pero le juro que hasta el momento de leer sus declaraciones me sentía en paz con mi conciencia. Yo estaba convencido de ser un hombre honorable, bondadoso, justo y útil a mi país y a mis hermanos argentinos.

Ahora usted me ha confundido: ya no sé si soy esa buena persona o un sinvergüenza que explota a los demás y que para lograr sus siniestros propósitos hasta llega a alentar guerras de exterminio para seguir ganando dinero.

Me gustaría, santidad, que me conteste y me esclarezca estas terribles dudas que sus conceptos sobre la economía mundial han dejado en mi corazón.

Rezo por usted.

Emiliano Pomeriggio
Empresario argentino, padre de familia y personaje creado por el autor.

(Se permite su reproducción. Se ruego citar este blog
con su correspondiente enlace)




jueves, 29 de mayo de 2014

Seguimos con la novela MARPLATEROS (Cap. 15)



A comienzos de 1973 hice terapia con el médico psicoanalista Ibrahím Lega. En esa época analizarse era casi una obligación social. Estábamos en el apogeo de la cultura de los sesenta: arte pop, Instituto Di Tella, Jorge Romero Brest, Mayo francés, “La imaginación al poder”, “¡Prohibido prohibir!”. 

Yo desconfiaba de toda esa espuma superficial y gaseosa, pero no la rechazaba. Ahora sí, ahora creo en la psicología científica y en los avances de la medicina psiquiátrica, sobre todo en el terreno de las investigaciones farmacológicas, pero definitivamente no creo en el psicoanálisis. Años de lecturas y reflexión me llevaron a aceptar las opiniones de pensadores como Karl Popper, Mikkel Borch-Jacobsen y los argentinos José Sebrelli y Mario Bunge, entre otros, quienes con argumentos serios han refutado, por decirlo suavemente, las teorías freudianas.

En aquellos tiempos yo necesitaba superar algunos problemas que afectaban mi vida familiar y social, y el austero menú de la época ofrecía dos caminos: o hacerse hippie y fumar marihuana o acostarse en el diván de un psicoanalista. Me apuro a dejar sentado que el doctor Lega fue una gran persona, un notable profesional de la psiquiatría, recientemente fallecido, muy reputado en aquellos tiempos por sus terapias grupales de psicodrama.

Comencé con sesiones individuales, en las que Ibrahím Lega, pragmático y abierto, alternaba el diván con la hipnosis, la sugestión y la inducción conductista.

Pero mi caso no era muy severo, apenas una neurosis comportamental que no requería terapia individual. Después de unas cuantas sesiones en las que nos aburrimos él y yo, Lega me propuso integrarme a un grupo de siete pacientes que hacían psicodrama bajo su conducción.

Acepté más por curiosidad intelectual que por necesidad.
La primera sesión fue una fuente de descubrimientos y sobresaltos.

Cuando Lega me presentó a los demás, percibí de entrada un clima de rechazo. Era esperable: siempre molesta a un grupo ya consolidado el ingreso de un nuevo paciente. Pero lo peor fue que me encontré con quién menos hubiera deseado, con Franco, el mismo que doce años atrás me había derrotado en la conquista amorosa de Nadia. Yo sabía que ella y Franco se habían casado, pero fue en el grupo donde me enteré que las cosas no andaban del todo bien en el matrimonio.

Los dos nos sorprendimos desagradablemente, y era lógico. Compartíamos intimidades que tal vez iban a tener que ventilarse en algún momento. Además, yo me enteraría de los avatares de su matrimonio, y eso iba a ser comprensiblemente muy incómodo para él.

A los demás los vi como a caracoles que dejaban su carapacho en la sala de espera. Dos de los pacientes eran estudiantes de psicología: Silvina, una rubiecita joven, siempre vestida con vaqueros gastados y remeras de algodón, que tenía conflictos de identidad y problemas de relación con su familia y con otras personas, y Javier, un hombre de unos treinta y cinco años, cuya patología era la impotencia sexual. Su pareja lo había abandonado por esa contrariedad.

Martha, una mujer de unos treinta y ocho años, empleada administrativa, que lidiaba con la culpa de haberse practicado un aborto muchos años atrás, y ahora que quería tener un hijo no podía embarazarse. Pero además, el esposo de ella había regresado una noche a su casa con tenues perfumes en la ropa. Parece que cuando Martha expuso ante el grupo esta sospecha, los demás no pudieron contener la risa, y desde entonces la llamaban “aromas del Cairo”, para enojo de la mujer que exigía que el “material” (así lo llamaba) que ella traía al grupo no fuera tomado en solfa.

Ivana, una chica muy atractiva, de no más de veinte años que solía usar una provocativa minifalda tableada (más tarde supe que había padecido un abuso siendo adolescente), y Rómulo, un muchacho de similar edad, cuyos problemas psicológicos eran insignificantes: dificultades de concentración en los estudios y cosas así.

Por último, estaba Mauro, un comerciante de unos cuarenta años, casado y con tres hijos que tenía permanentes conflictos con su familia.

Otra gran sorpresa fue que todos aquellos pacientes eran izquierdistas de variada gama ideológica, unos muy radicalizados y otros más moderados. Todos tenían una ilusión adolescente: que el gobierno del doctor Cámpora, que había sido electo el 11 de marzo y que asumiría el 25 de mayo de ese año, se transformara en el camino para la soñada revolución social en la Argentina.  La excepción era Mauro, que tenía mucha plata y a quien los demás solían apodar en broma “chancho burgués”.

Al doctor Lega se le ocurrió que yo me identificara políticamente ante aquellos revolucionarios.

Cuando les dije que era liberal y que estaba militando en el partido Nueva Fuerza que había fundado el ingeniero Alsogaray, hubo un silencio profundo. El desencanto no pudo ser mayor. Podrían haber esperado que se uniera al grupo cualquier enfermo severo, un psicasténico, un psicópata, un pedófilo, pero jamás un loco de la derecha. De aquellos pacientes, el único que conocía mis convicciones políticas  (y debo reconocer que siempre las había respetado), era Franco, que en ese momento se limitó a sonreír divertido y a mirar el techo desde el piso en donde siempre se sentaba. Sabía lo que me esperaba.

Nunca le pregunté a Lega por qué me insertó en un grupo tan ideologizado donde era imposible que yo cayera ni simpático ni idealista ni buena persona. Eran tiempos en que se mataba a la gente por pensar diferente. Los Montoneros, el ERP y otros grupos insurgentes predicaban la lucha armada contra quienes defendían valores que contradijeran el catecismo socialista. Si no se estaba contra el imperialismo y a favor de la liberación nacional, se era el enemigo. La intolerancia reinante en el país contaminaba toda posible convivencia entre seres humanos con diferentes visiones de la vida y del mundo.

No obstante ese día no se habló de política. Los cuarenta y cinco minutos exactos e improrrogables de cada sesión se completaron apretadamente con la exposición de uno de los pacientes.
Durante varias sesiones me limité a escuchar los problemas de los demás y a exponer, a veces, mis propios y comparativamente irrelevantes conflictos.

Un día, apenas iniciada la sesión, Mauro, el chancho burgués, pidió la palabra y confesó compungido que había vuelto a engañar a su esposa con una de sus empleadas. Era la tercera vez que lo hacía desde que iba al grupo. Lo curioso es que, ni en esta ni en las ocasiones anteriores, la esposa, que no era una mujer celosa ni desconfiada, había tenido la menor sospecha del adulterio porque siempre habían sido relaciones casuales. Y Mauro, como le sucedía tras cartón de cada felonía, no pudiendo manejar el remordimiento se lo había confesado.

“Te volví a cagar”, le había dicho entre lágrimas. Era tan plañidera la catarsis de Mauro que comenzamos a debatir por qué el varón es tan propenso a caer en el adulterio circunstancial. Aquí los hombres y las mujeres se dividieron. Mientras los primeros decían que es muy difícil resistir la tentación cuando uno percibe que una mujer atractiva se le está insinuando, ellas sostenían que un hombre que ama y respeta a su pareja jamás puede tener excusa para serle infiel. Descubrí divertido que en materia de infidelidad conyugal no había diferencia entre izquierda y derecha, sólo había diferencias de género: los hombres la justificaban, las mujeres la condenaban.

Yo vi en la polémica una buena ocasión para hacer que aquellas mujeres izquierdistas simpatizaran conmigo, aunque me malquistara con los varones. Dije que yo pensaba como ellas, que si uno tiene convicciones no se deja seducir por nadie. Y aseveré enfáticamente que yo podía responder por mi conducta en cualquier circunstancia.

Las mujeres me miraron serias y con cautela. Los hombres, con sonrisas burlonas.

El doctor Lega, ni corto ni perezoso, propone ese tema para el psicodrama. Me hace subir a una pequeña plataforma que simula un escenario, y elige a Ivana, la paciente de veinte años que ese día había llevado su pollerita tableada escocesa, para que intente seducirme. Todos verían cómo actuaba yo.

Enciende dos reflectores que iluminan la plataforma y apaga las luces de la sala. Los “actores” nos sentamos en dos sillas, uno frente al otro, ella cruzada de piernas y yo haciendo esfuerzos para no mirárselas. Comenzamos a charlar entre nosotros.

―Enrique ―inició la conversación la jovencita, un poco nerviosa―, tengo que hablar con vos…
―Con todo gusto, Ivana, me encanta conversar con vos.
―No sé como decírtelo. Hace tiempo que nos conocemos y yo llegué a quererte mucho…
―Gracias, Ivana, yo también te quiero. Por algo hemos sido tan buenos amigos.
―Es que yo… no me siento tu amiga.
―¿…?
―Enrique, necesito decírtelo, estoy enamorada de vos.
―Ivana, ¿qué estás diciendo…?
―Que te amo y quiero ser tu amante.

En este punto del diálogo nos quedamos mirándonos a los ojos en medio de un prolongado silencio. Entre los espectadores nadie se mueve. Yo mismo quedo envuelto en la magia de la escena y experimento cierta perturbación.

―Ivana ―le digo con gran dulzura tomándole las manos―, sos una chica hermosa e inteligente. Cualquier hombre se enamoraría fácilmente de vos. Me cuesta mucho decirte lo que debo decirte... Sabés que soy un hombre casado, que amo a mi esposa y que sería incapaz de hacerle una cosa así.
―Enrique ―me interrumpe ella con bien actuada ansiedad―, ya lo sé, sos una persona honesta y por eso te respeto y te admiro. Pero algo me sucedió con vos, sólo quiero tenerte en mis brazos, entregarme a vos, porque no puedo dejar de pensar en vos, porque te sueño todas las noches, porque no hay otro hombre que me atraiga como me atraés vos…
―Ivana…
―No, dejame decirte todo lo que siento. Quiero ser tu amante sin que abandones a tu esposa, quiero ser tu muñeca de placer, ella no tiene por qué enterarse. Haremos todo lo necesario para que nuestra aventura se conserve en el más hermético secreto. Tengo mis propios ingresos, no te voy a resultar cara. No me rechaces, Enrique, por favor, no podría vivir sin vos.

El silencio de la sala se hizo abrumador. Nadie respiraba. En la vida real resulta­ría muy difícil, si no imposible, resistir a una bella y joven mujer que se te regala de esa manera. Era una simulación y yo tenía el firme propósito de mostrar una conducta irreprochable. Así y todo comencé a caer en el embrujo de la escena. Por un momento sentí cierto impulso frenético que debió ser advertido por Lega que se movió con cierta inquietud y percibí que se preparaba para interrumpir el juego. El clima había alcanzado imprevistamente un realismo increíble. El amague del doctor Lega me trajo a la realidad rápidamente. Tenía que seguir el plan sin ninguna desviación.

―Ivana, querida. Por favor, escuchame, hablemos como personas adultas: si yo accediera a lo que me estás proponiendo seguramente se­ría, en lo inmediato, el hombre más feliz del mundo. Porque tener el amor y la pasión de una mujer como vos es la cosa más fantástica que a uno le puede pasar. Pero ¿cómo me verías si yo cediera a esa tentación? ¿Me seguirías respetando como lo has hecho hasta ahora? ¿Cómo me sentiría yo cuando volviera a mi casa y mirara a los ojos a la mujer que amo? 

Supongamos que logro engañarla, que ella no se entera de que yo estoy disfrutando del sexo y la ternura prohibida de una atractiva mujer. Podríamos decir, en principio, que quien no sabe, quien no se entera, tampoco sufre. Pero, ¿cómo me sentiría yo? ¿Por cuánto tiempo resistiría una doble vida sin despreciarme a mí mismo? Y vos, querida Ivana, que sos una mujer sin dobleces, que te enamoraste de mí sin que yo haya hecho voluntariamente nada para despertarte esos sentimientos, ¿cómo te sentirás cuando pienses que has obrado mal, que estás destruyendo a una familia? ¿Crees, sinceramente, que podría­mos vivir así?

―Enrique ―dice Ivana retirando suavemente sus manos de las mías―, tenés razón. Todo lo que dijiste es cierto. Pero en lugar de aplacar mis sentimientos los has estimulado. Porque esa conducta tan íntegra me hace sentir aún más enamorada de vos, del hombre que admiro por su rectitud.

Y para mi sorpresa y la de todos, se inclina hacia mí y antes de que un Lega atento pueda reaccionar, ¡me besa en la boca!

―Bueno, suficiente ―dice Lega nervioso mientras enciende las luces―. Pueden bajar.

Volvemos a nuestros asientos. Los demás aún no han reaccionado a la escena que presenciaron y permanecen inmóviles y en silencio. Ivana, pobrecita, se ha ruborizado y permanece con la vista baja.

―Abrimos el debate ―dice Lega―, ¿qué opinan?

Martha fue la primera en opinar:

―Yo creo que la conducta de Enrique ha sido excelente y eso demuestra que un hombre si quiere puede actuar correctamente ante un caso tan tentador y, me animaría a decir, tan irresistible como el que presenciamos.
―Yo también lo apoyo a Enrique ―dijo Silvina.

Los hombres dieron la nota discordante:

―Si yo llego a estar en la situación de Enrique saben cómo le bajaba la caña a Ivana ―comentó Franco a las carcajadas―. Y yo creo que él también lo habría hecho en la vida real. Fue sólo una actuación insincera, y perdoname, Enrique, pero te conozco.
―Yo también pienso que en una situación similar, ningún hombre actúa así ―dijo Javier―. No lo acuso a Enrique de falso, no lo conozco, a lo mejor fue auténtico…

El joven Rómulo, astutamente, ensayó un tibio apoyo de mi postura, aunque dijo que eso no era lo corriente en la vida real.
Mauro que era el adúltero confeso se abstuvo de opinar, pero inocultablemente malhumorado masculló que yo era un hipócrita.
Nadie había hecho todavía la menor referencia a la conducta desconcertante de Ivana que, aún con todos aquellos argumentos éticos, me había besado improcedentemente. Lega finalmente le preguntó a Ivana que había permanecido callada, qué pensaba sobre lo que habíamos actuado.

―Me encantó la conducta de Enrique. Además su rechazo fue muy dulce, ninguna mujer podría sentirse ofendida.

―¿Podés explicarnos por qué lo besaste? ―preguntó Franco secamente.
―No sé, fue instintivo, como si… quisiera premiar una conducta tan ejemplar.
―¿Pero necesitabas besarlo en la boca?
―Pido disculpas. Fue sin intención. Me dejé llevar por la representación.
―Bueno, por hoy terminamos ―dijo Lega.

A la semana siguiente hubo un debate sobre los problemas de Javier, quien había vuelto a fracasar sexualmente y se lo veía muy deprimido. Lega improvisó una audaz representación con la actuación de aquél y de Silvina. Ambos se acostaron sobre la alfombra de la plataforma y simularon una conversación de alcoba entre dos amantes. No viene al caso que reproduzca aquí los pormenores del diálogo escénico. Simplemente diré que tuvo alto voltaje y que, como consecuencia de las frases de contenido erótico intercambiadas, Javier tuvo una erección. Debió reconocerlo ruborizado ante nuestras jocosas insinuaciones: durante la representación vimos que encogía disimuladamente una pierna. ¡Albricias! ¡Aleluya!

Un largo debate sobre las condiciones que necesita un hombre sensible o impresionable para tener un desempeño sexual normal. Las opiniones masculinas, basadas en las experiencias de cada cual, fueron esta vez coincidentes: entre la virilidad sexual, ostentada con naturalidad en un encuentro amoroso, y su extinción súbita, inesperada e irreversible, media a veces una palabra, un olor, un sutil agravio, un comentario inadecuado o una broma inocente pero inoportuna. Y ni que hablar de esos gestos demoledores, instintivos en algunas mujeres, como cuando en pleno juego amoroso le apartan a uno bruscamente la mano de donde ha intentado meterla.

El problema de Javier era su hipersensibilidad, su extrema impresionabilidad y su falta de confianza en sí mismo, y que para salir del atolladero necesitaba sin duda la ayuda de una mujer inteligente que lo estimulara y lo hiciera sentir relajado, como había logrado hacerlo Silvina en la representación.

En otra sesión se habló de la ingrata experiencia que había tenido Ivana a los dieciséis años. Se había enamorado de un tipo mucho mayor que ella con el que comenzó a salir. Un noche en la que los dos habían bailado y bebido estaba con su novio en el auto cuando éste comenzó a propasarse a pesar de que habían convenido en que no tendrían relaciones sexuales por el momento para que ella estuviera segura de que quería iniciarse con él. Se resistió pero él la golpeó y la violó.

Ivana comenzó a llorar cuando terminó el relato. Dijo que después de esa experiencia les tenía miedo a los hombres y que nunca pudo sentirse segura y confiada con ninguno. Lega propuso dejar para más adelante el tratamiento de este problema.
  

En una de las sesiones se produjo el conflicto que me decidió a dejar el grupo.

No hicimos psicodrama ese día, sólo conversamos, y fue sobre un tema que venía­mos prudentemente postergando: la política.

Habló Franco, que en esa época militaba en un partido de izquierda moderada con tendencia nacionalista, y lo hicieron otros que tenían una situación personal muy próxima a los grupos subversivos de la época.

Cuando me tocó el turno expuse mis ideas con toda naturalidad. Dije que creía en la libertad individual, en los gobiernos limitados, en la estricta división de poderes y en el respeto de la propiedad privada y la libertad económica de todos los ciudadanos, sean pobres, de clase media o ricos. Que los pobres tenían derecho a dejar de serlo, y que los ricos tenían la obligación de competir en un mercado libre y exponerse a perderlo todo si tomaban decisiones empresariales equivocadas. Razoné unos cuantos minutos sobre las bondades del capitalismo competitivo y democrático y mencioné el libro de von Mises El Socialismo, en el cual este pensador alemán demostró irrefutablemente la absoluta inviabilidad económica del socialismo marxista: “Si no existen precios formados en un mercado relativamente libre, una sociedad o un estado carecen de referencias para producir económicamente. Es científicamente imposible abastecer las más elementales necesidades de una población”, afirmé doctoralmente, disfrutando del desconcierto que mis palabras provocaban. Les recomendé la lectura de Las Bases y del Sistema rentístico de Juan Bautista Alberdi, y los informé de un hecho ignorado por los marxistas: la frustración que lo abatió a Carlos Marx cuando se publicó, en 1871, el libro Principios de economía política del economista austríaco Carl Menger, quien descubrió y desarrolló la sorprendente teo­ría subjetiva del valor. Esta teoría, ¡ya en 1871!, había aniquilado de un sablazo epistemológico la teoría del valor trabajo del pobre Marx, quien por ese motivo se negó a publicar en vida los volúmenes 2 y 3 de su obra El Capital.

Fue de mi parte un acto de herejía y de pedantería inconcebible. Yo estaba intelectualmente más preparado que ellos ―no digo que era más inteligente ni más culto,  sólo un poco menos ignorante que aquellos universitarios inmaduros―, y tuve en ese momento la impresión de que si mis compañeros de grupo hubieran descuidado un poco sus prejuiciosas defensas hasta podría haberlos convencido de su error al abrazar pasionalmente una ideología insostenible y condenada al fracaso.

Estaban todos indignados. No podían discutir mis argumentos. Los agarré flojos de papeles en sus habilidades para la polémica seria, sa­bían que no podrían ganarme nunca una discusión académica sobre la ciencia económica. Y eso los exasperó más que si hubieran podido revolcarme con los lugares comunes del marxismo.

Se hizo un silencio cargado de exasperación. Lega pidió que dijeran lo que pensaban sobre mis ideas. (Me pareció que él también estaba un poco molesto conmigo, y que tal vez le hubiera gustado que alguien del grupo me replicara con argumentos sólidos, pero ante mi exposición cargada de silogismos y citas bibliográficas, nadie se sintió preparado para refutarme).
Franco, que, como dije antes, militaba en un partido de izquierda moderada, dijo que no compartía mis convicciones pero que siempre las había respetado.

Javier utilizó la chicana de afirmar que yo estaba adoctrinado por la sinarquía internacional y que repetía conceptos hábilmente elaborados para sostener la “superestructura” de explotación del hombre por el hombre. Dijo que le daba lástima que yo no advirtiera que estaba siendo utilizado por los poderosos.

Martha dijo que no se interesaba mucho por la política pero que le costaba entender que alguien defendiera el capitalismo.

Mauro, como era apolítico, se limitó a encogerse de hombros. Comentó con un cinismo que quiso ser gracioso pero que resultó patético, que a él sólo le interesaba ganar dinero, y que ese objetivo se po­día alcanzar bajo cualquier régimen o sistema político, de izquierda o de derecha, totalitario o democrático.
Ivana tampoco habló, pero era evidente que no le gustaba lo que había escuchado de mis labios.

Finalmente habló Silvina. Me miró con una dulce sonrisa y unos ojos verdes que de ninguna manera traslucían la menor intolerancia y dijo con toda calma:

―Enrique, que haya en la Argentina personas que piensen como voz es para que todos estemos muy preocupados.
―¿Por qué? ―me defendí yo―. Podemos tener distintas ideas y convivir democráticamente…
―Es que… ¿sabés qué pasa, Enriquito?,  eso que vos llamás “ideas” hacen mucho daño. El hambre y las desigualdades sociales son causadas por tipos que piensan y actúan como vos.
―Creo que estás equivocada ―le contesté―, en un orden social abierto donde se produce mucha riqueza la pobreza tiende a desaparecer.  Creo que la miseria es causada por las ideas izquierdistas que, al fin y al cabo, vienen dominando la cultura mundial desde hace ya un siglo.
―Mirá Enrique ―continuó Silvina que no había cambiado su tono de voz suave y melindroso―, a las personas como vos habría que matarlas.

Profundo silencio. Esas palabras dichas con ojos tiernos me golpearon; quedé descolocado. Han pasado décadas, y yo todavía no he superado la impresión que me produjo esa feroz embestida. ¡Era una estudiante de psicología a punto de recibirse! El silencio se prolongó desgarradoramente para mí, porque nadie, ni siquiera el doctor Lega, llamó a esa joven a la cordura y a la tolerancia.
Viendo que nadie reaccionaba, fingí que no había tomado en serio el exabrupto de Silvina y le pregunté, parafraseando a Voltaire:

―Decime, Silvina, si vos estuvieras en el poder, ¿no estarías dispuesta a dar tu vida por defender mi derecho a pensar como pienso?

Su respuesta fue inmediata, sin la menor vacilación, pronunciada con la misma sonrisa e idéntica dulzura, sólo que esta vez vi en sus ojos una determinación escalofriante:

―Si yo estuviera en el poder… te haría fusilar.

No supe que contestar a este contundente “argumento”. Los demás se rieron. No parecieron advertir la monstruosidad que acababa de pronunciar una joven culta y de buena familia en momentos políticos tan preocupantes, cuando los Montoneros estaban secuestrando y matando gente y el gobierno de Cámpora se preparaba para asumir con la promesa de instaurar una patria socialista.

Nadie dijo una palabra para desaprobar la violencia dialéctica de Silvina, nadie habló del pluralismo ni de la libertad de conciencia. Era evidente que para todos aquellos neuróticos mis ideas representaban una amenaza pública temible. Sin saberlo, yo estaba viendo el huevo de la serpiente, porque al año siguiente de aquella sesión los Montoneros mataron a tres civiles por el sólo hecho de pensar diferente de ellos: Arturo Mor Roig, José Ignacio Rucci y David Kraiselburd.

Decidí inteligentemente que no podía continuar en ese grupo.
Fui a una sesión más. En ella se habló de los problemas de dos de los pacientes. Llamativamente ese día Silvina intercambió conmigo amigables palabras, como si no hubiera pasado nada. Cuando la sesión estaba llegando al final pedí la palabra y les comuniqué provocativamente que “me había dado de alta a mí mismo” y por lo tanto esa había sido mi última sesión.

Vi contrariedad en todos los rostros. Los pacientes psicológicos suelen desarrollar una dependencia de la terapia, a veces durante años, sin la cual les resulta muy difícil afrontar la vida de todos los días. Si alguien declara no necesitar más ese andador, genera en los otros pacientes una suerte de envidia rencorosa, y eso yo lo sabía. Fue mi pequeña venganza.

Cuando se hizo la hora, les di la mano fríamente a todos a medida que se fueron retirando. Mientras los imaginaba colocándose sus carapachos en la sala de esperas para volver a sumergirse en su húmeda y nocturna realidad, yo me quedé un poco más para pagarle a un Lega algo compungido las sesiones que le debía. Yo presumía con mucho desencanto  (aunque posiblemente me equivoque en mi percepción) que él también creía, en ese especial momento histórico de la Argentina, que personas como yo éramos peligrosas, una piedra en el zapato para los sueños revolucionarias de aquellos tiempos.

Cuando el ascensor llegó a la planta baja me llevé la última sorpresa de aquel ciclo cargado de imprevistos y desencuentros.

Ella no se había ido, me estaba esperando en el palier. 


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