sábado, 2 de agosto de 2014

¿Un cuento de Navidad o un cuento fantástico?


ESTA VEZ FUE DIFERENTE EN BELÉN
(Del libro Mágica Navidad: 24 cuentos para leer 
en diciembre, de Enrique Arenz)

(Escribí este cuento como cierre de mi libro Mágica Navidad. El número veinticuatro. Una vez publicado un amigo me preguntó: "¿Pero es verdad que te pasó eso?" Había logrado bloquear la incredulidad de un lector inteligente, ambición de todo narrador de historias extraordinarias. Entonces descubrí que es un cuento fantástico con todos los atributos propios del género y no un cuento de Navidad clásico. A quienes hayan leído Axolotl, de Julio Cortázar, no se les escaparán ciertas similitudes. Los invito a dejarse llevar por la imaginación).


Lo que voy a contar aquí me lo guardé durante tres años.
En el prólogo de mi libro Historias de Tierra Santa, y en una crónica periodística, Testimonios desde Tierra Santa, que escribí pa­ra el diario La Capital de Mar del Plata, conté mis impresiones  durante el inolvidable peregrinaje que hicimos mi esposa y yo a Israel, Cisjordania y Roma en la Navidad de 2008, pero omití cuidadosamente la menor alusión a lo que voy a revelar ahora.
Todo comenzó en la ciudad de Belén en la fría y nublada mañana del 24 de diciembre de 2008, y alcanzó su clímax pasada la medianoche de ese día, al finalizar la misa de Nochebuena celebrada por el patriarca latino de Jerusalén en la iglesia de Santa Catalina, adyacente a la Gruta de la Natividad.
En la mañana del 24 nuestro pequeño grupo de viajeros atravesó la militarizada frontera palestino israelí para visitar la basílica de la Natividad, construida encima de la gruta donde nació Jesús de Nazaret.
En el interior del santuario latía silenciosa una muchedumbre que debió agacharse para pasar por la pequeña “puerta de la humildad”. Hubo que tener paciencia, bajar paso a paso por antiquísimas escaleras de piedra y avanzar muy lentamente para poder contemplar durante unos pocos segundos la estrella de plata de catorce puntas que indica el lugar exacto donde la Virgen María dio a luz.
Cuando nuestro grupo pudo acercarse al diminuto altar semicircular que cubre un poco recargadamente el lugar sagrado, me arrodillé, besé la estrella e introduje mi mano en la abertura del centro para acariciar la roca en el punto donde el frágil cuerpito de Dios tocó este mundo por primera vez.
Creo, aunque no estoy seguro, que fue en el instante mismo de tocar la roca cuando cierto estupor, que algunos considerarán alucinatorio y otros, éxtasis religioso, me sacó bruscamente de mi estado de conciencia.
Todo se volvió confuso y ambiguo: cesaron los murmullos, la luz se fue muriendo y el entorno mutó repentinamente. Ya no estaban los demás peregrinos, desaparecieron las carpetas bordadas, los objetos de culto, los gobelinos floreados, los frisos y pisos de mármol, los restos de mosaicos bizantinos y los candelabros colgantes de los griegos. Era otra vez la cueva desnuda, el mítico establo de Belén en su solitaria y oscura rusticidad, tal como debieron de verla María y José, los pastores y los Magos de Oriente. Me pareció adivinar la silueta de un buey, o tal vez era una vaca. Sombras movedizas delataban la cercanía de alguna lámpara de aceite. El lugar olía a humedad y a heno fermentado.
Volví a la realidad empujado por la multitud que me apartó casi en vilo para que otros pudieran venerar la estrella.
Atribuí el incidente al encierro sin ventilación, y lo habría olvidado si a la noche no hubiera ocurrido lo que ocurrió.
Al mediodía visitamos el Campo de los pastores, almorzamos en un moderno restaurant de Belén y regresamos a Jerusalén.
Esa misma tarde salimos nuevamente para Belén, con varias horas de anticipación para ocupar la mejor ubicación en la larga y lenta fila que hay que sobrellevar para acceder a la basílica de Santa Catalina.
En la crónica que redacté para el diario La Capital escribí que Belén es una ciudad palestina desde el acuerdo de 1994, que su  población es de algo menos de cuarenta mil habitantes, de los cuales cinco mil son cristianos, y que está a escasos diez kilómetros de Jerusalén.
Tengan la paciencia de leer algunos de los pasajes descriptivos de esa nota periodística para entender mejor lo que estoy narrando:

“Por controles de seguridad, y debido a la gran cantidad de peregrinos llegados de todo el mundo, debimos esperar durante horas bajo la llovizna y el frio hasta que pudimos entrar en la basílica de Santa Catalina, adyacente a la gruta de la Natividad.
“A las doce de la noche las campanas de Belén anuncian que ha llegado la Navidad. Comienza la Misa de Nochebuena presidida por el patriarca latino de Jerusalén, monseñor Fouad Twal, con la concelebración de todos los obispos de Israel, Palestina y Jordania. Están presentes el nuncio apos­tóli­co, los prelados de otras iglesias cristianas, representantes de todos los credos, incluidos judíos no ortodoxos, y hasta el presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mohmed Abbas.
“En los minutos previos se han escuchado en el templo todos los idiomas, se han contemplado exóticas vestimentas (como los uniformes de la Guardia Turca, las túnicas grises de los nigerianos o los vistosos kimonos de peregrinas japonesas católicas), y se ha observado el mosaico viviente de todas las etnias y todas las nacionalidades, clara demostración de la universalidad de la Iglesia Católica.  
“La Misa se oficia en árabe. Las lecturas y la homilía del patriarca se repiten en varios idiomas, incluido el español. Vibran arrolladores los acordes del Magníficat y del Gloria in Excelsis Deo, entonados por voces maravillosas acompañadas por órgano y cuerdas.
“(…)
“Cuando la Misa ha cumplido su liturgia llega el momento más enternecedor: el patriarca toma amorosamente al pequeño recién nacido y con él en sus brazos encabeza, junto a los prelados concelebrantes, la procesión hacia la gruta del Nacimiento. Lo preceden cientos de sacerdotes y diáconos revestidos con casullas blancas, que avanzan en doble fila por el pasillo central del templo cantando el impactante Adestes Fidelis.
“La procesión llega hasta el acceso a la gruta donde nació Jesús. El patriarca desciende por escalinatas de piedra para depositar al niño sobre la estrella de plata que indica el lugar exacto donde la virgen Ma­ría dio a luz. Toda la ceremonia es imponente y profundamente emotiva, pero el momento culminante del traslado del pequeño Dios conmueve hasta las lágrimas”.

Ahora viene la parte que no escribí. Sé que me aventuro en los extramuros de la ciencia del len­guaje, donde las palabras son ineficaces y las descripciones, irremediablemente imprecisas. 
Empezaré por una nimiedad: yo había intentado acercarme al pasillo central para fotografiar al patriarca con la imagen del pequeño Dios en brazos, pero por la multitud de peregrinos que intentaban hacer lo mismo me resultó imposible.
Y fue entonces cuando se repitió le experiencia psíquica de la mañana, aunque esta vez el efecto resultó más intenso y duradero. De pronto, ―y no tengo para esto ni explicación ni recuerdos previos―, aparecí en el medio del pasillo central. Había vallas que conte­nían al público, y sin embargo allí estaba yo, parado sobre la alfombra y a no más de dos metros del refulgente dorado del atuendo episcopal.
La pequeña imagen tallada en cedro policromado resplandecía de humildad, y esa humildad parecía opacar el frenético oro ceremonial resaltado por los reflectores de la televisión palestina. Yo iba retrocediendo a medida que el patriarca avanzaba. Recuerdo vivamente haberlo mirado a los ojos con fijeza insolente porque pre­sumía que el patriarca se distraía de aquél rito tan significativo para la cristiandad. Tal vez él estaba preocupado por la guerra a punto de estallar en la franja de Gaza. (Y esto es comprensible: el bombardeo israelí comenzó dos días después, el 27 de diciembre). Entretanto, con la sonrisa del pastor benevolente que tolera en su rebaño cierto humano e incorregible fetichismo, dirigía miradas indulgentes a quienes estiraban la mano para tocar la imagen. El pequeño Dios resplande­cía, y recuerdo haber pensado, acaso prejuiciosamente, que la sencillez extrema de ese Dios que se hizo carne sufriente para salvarnos, contrastaba con aquel boato de capa y mitra doradas, y cruz y gemelos de oro, fastuosidad  inoportuna para aquella ocasión de tributo a la simplicidad que es el rasgo dominante de la Navidad. Jesús resplande­cía de humildad, resplande­cían sus manitas entrelazadas, sus piernitas encogidas. Él me miraba con dulce atención. Fue maravilloso sentirlo en mis brazos; yo avanzaba y el patriarca estaba ahora frente a mí contemplando la bella reliquia. Él cami­naba hacia atrás y yo avanzaba. Cuando iba llegando con mi preciosa carga a la escalinata de la gruta el patriarca y los demás dignatarios voltearon con una reverencia y comenzaron a bajar.


Pero antes de contarles cómo sigue esta historia, permítanme que haga algunas acotaciones desde la distancia de los más tres años transcurridos.
Recuperé mi conciencia dentro de la combi, cuando ya cruzábamos por cuarta vez la frontera palestino israelí rumbo a Jerusalén.
Durante mucho tiempo dudé de mi cordura, pensé hasta en el “síndrome de Jerusalén”, enfermedad mental pasajera que lleva a muchos peregrinos al hospital psiquiátrico de Herzog, pero ahora he comenzado a creer que no fue así, que se trató de un suceso prodigioso que me involucró solamente a mí en medio de aquella multitud.
Me he preguntado muchas veces si el lugar sagrado que señala la estrella de plata, vértice en donde Jesús tomó contacto con nuestro mundo, es un pasaje de comunicación con la Divinidad, una puerta por la cual es posible transmigrar hacia la eternidad y luego regresar a las finitudes de esta vida. Y me he preguntado si al atravesar esa barrera situada en la enigmática estrella de plata, es posible descubrir, o sentir, que todas las personas de este mundo confluimos en un solo ser, en una gran fuerza espiritual, una unidad sobrenatural, cosmogónica, integrada a otra unidad superior y central, tal vez esa que llamamos, sin comprender, el misterio Trinitario. Todos en uno, en un espíritu puro, liberados de nuestras cargas, contradicciones y miserias terrenales.
Si acaso ese umbral existe debió de abrirse hace dos milenios, y por alguna razón no se ha vuelto a cerrar. Si yo llegué a cruzarlo por unos segundos, ¿fue por mero accidente?  La pregunta es retórica porque para la fe cristiana las casualidades no existen.
Releo lo que llevo escrito y me decepciono. Tengo deseos de borrar todo. Sin embargo mi corazón me dice que no me detenga, que siga adelante. Y eso haré.


Descendí peldaño a peldaño, con infinito cuidado, mirando dón­de ponía cada pie. Y al tomar tan elementales precauciones no podía dejar de ver esas sandalias sencillas, sandalias de madera con correas de cuero que pisaban suavemente cada escalón. Sandalias palestinas que protegían unos pies de niña, pies pequeños, extremadamente delicados. Yo vigilaba que el ruedo del vestido de lana y el largo manto azul hecho con pelo de cabra no fuera a provocar algún tropiezo. El patriarca y los obispos se apartaron reverentes para que el niño, acunado por tan amorosos brazos, completara su camino hasta el lugar del Nacimiento.
Entonces se cumplió una vez más el rito milenario repetido en cada iglesia cristiana de cualquier rincón del mundo en la noche más esperada del año, ceremonia sencilla, enternecedora, destinada a exaltar y preservar intacto por los siglos de los siglos el mensaje de la Navidad, mensaje de amor, de igualdad y, sobre todo, de humildad, que cambió el mundo para siempre.
Sólo que esta vez fue diferente en Belén.
María se arrodilló y depositó al Hijo de Dios sobre la estrella de plata.

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Otros cuentos de Navidad del autor:  Cuentos de Navidad
Leer crónica: Testimonios desde Tierra Santa


viernes, 18 de julio de 2014

EL HOMBRE QUE LE GANABA AL CASINO

Cap. 9 de la novela MARPLATEROS de Enrique Arenz

EL HOMBRE QUE LE GANABA 
AL CASINO


En 1947, cuando yo tenía cinco años, Archibaldo era un próspero hombre de negocios, siempre vestido con trajes Braudo, cuellos duros, anteojos negros de armazón dorado, corbatas de seda natural y zapatos combinados en negro y blanco. Tenía un Packard modelo 46, negro, reluciente, con cromados espectaculares y tapizados en cuero rojo.
Este muchacho estaba casado con una chica del barrio y tenía dos hijos varones un poco más grandes que yo. Simpático y conversador, se ha­bía hecho amigo de mis padres que vivían al lado de sus suegros, en la calle Guido a metros de Belgrano. Recuerdo que en la cuadra de mi casa, donde nací y viví hasta que nos mudamos a Colón, los vecinos se admiraban de la prosperidad de aquel ex mozo del Hotel Nogaró que había hecho tanta plata vendiendo terrenos.
La primera vez en mi vida que subí a un automóvil fue al Packard de Archibaldo. Me llevó a pasear junto a sus hijos por la costa. Nunca olvidé la poderosa impresión que recibí al contemplar desde el auto el mar infinito y las playas colmadas de bañistas que, por la distancia, parecían seres diminutos. Mi imaginación me hizo creer que se trataba de gnomos jugueteando con las olas. Hasta hoy conservo una huella de gratitud hacia Archibaldo por aquel asombroso paseo.
Un día Archibaldo se sincera con mi padre ―esto lo supe décadas más tarde― y le confiesa que el dinero grande no lo gana vendiendo lotes sino en el casino, gracias a una martingala que él mismo había inventado. Mi padre no puede creer lo que oye. Archibaldo le dice que necesita un ayudante, alguien de confianza a quien entregarle las fichas que va ganando, porque tiene un problema: le cuesta resistir la tentación de jugarse esas ganancias en apuestas de riesgo.
Archibaldo estaba confesando ser un jugador compulsivo, nada menos, si bien aseguraba haber canalizado su adicción creando una manera, lenta y tediosa pero relativamente segura, de ganar en las mesas de ruleta. Pero no estaba libre de las recaídas incontrolables, y de hecho eso le estaba sucediendo con demasiada frecuencia. ¡Cuántas veces había perdido todo lo ganado apostando locamente al ocho o al once, que eran sus números predilectos!
Y le pide a papá que acepte ser su ayudante.
Mi padre, que nunca creyó en el juego ni en las martingalas ni en ninguna variante fácil de ganar dinero, declinó el honor. Y para sacárselo de encima le sugirió que hablara con Palmiro, un solterón del barrio, muy buen tipo y muy decente que justamente andaba haciendo changas como electricista porque no tenía un empleo fijo.
Archibaldo lo entrevistó y enseguida se pusieron de a­cuer­do.
El trabajo de Palmiro era así: los dos entraban al casino por separado. Palmiro debía ubicarse en una determinada mesa, lo más concurrida posible, mirando el juego de los demás. Archibaldo se instalaba en otra mesa suficientemente alejada de la de Palmiro, pedía color de diez centavos, y comenzaba a trabajar. Cada tanto Archibaldo abandonaba su mesa, se dirigía a donde estaba Palmiro y le depositaba en el bolsillo del saco una o dos fichas de las de más alto valor, que en esa época si no me equivoco eran de diez pesos. Y se encaminaba a otra mesa, igualmente alejada de Palmiro.
Iba y venía, iba y venía. Los bolsillos de Palmiro se iban llenando de fichas de distinto color, pero de similar denominación.
El trabajo duraba unas dos horas, a veces tres. A una señal de Archibaldo, Palmiro debía pasar por la caja, canjear todas las fichas que tenía en sus bolsillos y abandonar inmediatamente el casino. Tenía prohibido Palmiro devolverle a Archibaldo, den­tro de la sala de juego, una sola ficha ni facilitarle dinero, aunque éste se lo suplicara o se lo ordenara, porque ese era el peligroso momento en que la adicción de Archibaldo se despertaba con ardiente sed de emociones.
Archibaldo y Palmiro se reunían luego en un café del centro. Palmiro rendía cuentas y se llevaba su parte.
Trabajaron así durante varias semanas sin ningún problema.
Un día Palmiro se entretenía mirando los profundos escotes de dos atractivas mujeres que se agachaban frente a él para hacer sus apuestas cuando sorpresivamente lo rodean tres personas que se identifican discretamente como policías y le piden que los acompañe a la gerencia. Palmiro se alarma ante tan inesperado requerimiento, pero como sabe que no ha hecho nada incorrecto, acompaña mansamente a los policías. Mientras camina por la roja alfombra flanqueado por los policías sus ojos se cruzan con la mirada lejana y estupefacta de Archibaldo. Se alegra de que su patrón lo haya visto en tan incómoda situación y descuenta que se va a ocupar de asistirlo. Intenta hacerle señas pero Archibaldo desaparece entre el público.
Cuando entran en la gerencia le ordenan que vacíe sus bolsillos sobre el escritorio. Sorprendido, Palmiro pregunta qué es lo que pasa. “Vacíe sus bolsillos”, le repiten en un tono que no admite réplicas. Palmiro, ahora atemorizado y con manos temblorosas, se apresura a poner todas las fichas sobre el escritorio.
Los policías las examinan sin apuro una por una, observan sus números de serie, consultan unas anotaciones que tienen en una libretita, se miran entre ellos y le dicen a Palmiro.
―Está arrestado.
Palmiro siente que el corazón se le paraliza, está a punto de desmayarse, lo dejan que se siente en una silla. Pregunta con voz vacilante cuál es el motivo por el que lo detienen, pero los agentes se niegan a darle respuestas. Cuando se repone, lo sacan por una puerta lateral y lo suben a un patrullero.
Ese día era viernes, así que se tragó el sábado y el domingo en un calabozo sin que nadie le diera la más mínima explicación. Esperó ansiosamente la llegada de Archibaldo, pero éste no apareció nunca.
El lunes lo conducen temprano a la oficina del comisario. El funcionario está comiendo galletitas mientras un preso le ceba mate. Con la boca llena le señala las fichas secuestradas y le hace un gesto de interrogación.
―Son mías, las gané en la ruleta.
―Mire, señor ―le contestó el comisario un poco atorado por la sequedad de las galletitas―…dame otro mate, Pascual…, son fichas de diez pesos, todas de distintos colores (tose y escupe migas ensalivadas), ¿no es un poco raro?
Palmiro se limpia disimuladamente la cara. No sabe qué contestar.
―A usted lo detectamos el miércoles pasado cuando cambió fichas como éstas. El cajero avisó que una de esas fichas había sido sustraída de una mesa. ¡Pascual, calentá el agua! Qué boludo es este tipo… Hace tiempo que algunos apostadores fuertes vienen denunciando que les desaparecen fichas de sus apuestas. ¿Cómo se daban cuenta esos tirifilos? Porque cuando acertaban un número el pagador les pagaba un pleno menos de los que ellos estaban seguros de haber apostado. A estos ricachos timberos no les llevamos mucho l’apunte porque están siempre nerviosos y alterados, pero se nos juntaron varias quejas similares. Entonces tendimos una trampa con fichas previamente registradas por su numeración, y bueno, aquí está usted con varias de esas fichas en sus bolsillos.
Palmiro sintió que la tierra se le movía bajo los pies. Trató de defenderse diciendo la verdad.
―Las fichas me las dio un tal Archibaldo que me paga para que se las guarde, porque si no, se las juega. Él dice que gana con una martingala que inventó…, si eso no es legal, yo lo ignoraba…, no tengo nada que ver con ningún robo de fichas. Les puedo dar el domicilio de esta persona…
 ―Tomaremos nota de todo en el sumario, no se preocupe, pero le advierto que a usted lo estuvimos vigilando en la sala y no vimos a nadie que le entregue fichas. En cambio lo vimos a usted merodeando por las mesas, mirando mujeres, nunca juega, nunca pide color pero siempre se presenta en las cajas a cobrar un montón de fichas grandes de distintos colores. No sabemos cómo lo hace, pero es evidente que usted ha estado sustrayendo fichas de las mesas de ruleta.
Lo devolvieron al calabozo. El pobre Palmiro declaró todo lo que sabía, como le aconsejó el abogado de pobres y ausentes que a las cansadas apareció para asistirlo, y días más tarde el juez lo dejó en libertad condicional.
Archibaldo, por su parte, desapareció con su familia el mismo día que arrestaban a Palmiro. No se despidió ni siquiera de sus suegros, y nadie volvió a saber de él hasta que años más tarde su esposa regresó a la casa de sus padres con sus dos hijos. Se había separado de Archibaldo.
Ella misma, llorando, contaba a quien quisiera escucharla lo que había pasado.
Lo habían descubierto en un casino del interior, no estoy seguro si era Córdoba o Bariloche, robando fichas de las mesas. Fueron directamente a él porque la Policía ya estaba alertada por las declaraciones de Palmiro.
Archibaldo tenía ahora como ayudante a una mujer joven. Los investigadores lo observaron día tras día pacientemente, lo veían apostar unas pocas fichitas de diez centavos en el paño, y de pronto, zas, se iba al encuentro de la ayudante y le introducía una ficha de diez pesos en el amplio bolsillo de su abrigo. Lo ven hacer lo mismo en una mesa y en otra, pero no saben cómo diablos lo hace.
Hasta que una noche, mientras él está distribuyendo sus fichitas de diez centavos en un tapete recargado de fichas de alto valor, una mano fuerte como la de un gorila toma la suya por la muñeca, se la hace girar lentamente y, oh sorpresa, en la palma luce una ficha de diez pesos pegada con un fuerte pegamento.
Esa era la “martingala” de Archibaldo: buscaba las mesas donde algún jugador compulsivo estuviera desparramando por todo el paño pilas de fichas del máximo valor. Luego, en el preciso momento en que cantaban el no va más, ponía apresuradamente algunas fichitas de diez centavos en proximidades de la pila más alta, apoyaba delicadamente sobre ella la palma de su mano untada con pegamento y la retiraba tranquilamente con la primera ficha de la pila adherida a su piel.
Cuando lo pescaron, Archibaldo reaccionó velozmente, le dio un fuerte empujón al policía y huyó del casino. El agente trastabilló, rodó por una escalera y sufrió varias fracturas y conmoción cerebral, por lo que Archibaldo tuvo captura recomendada no solamente por simple hurto, sino por resistencia a la autoridad y lesiones graves. En la confusión también se escabulló su joven ayudante.
Lo arrestaron meses más tarde en el Uruguay, cuando estaba robando fichas en uno de los casino uruguayos. Fue condenado a una pena leve de prisión, pero cuando purgó la sentencia lo extraditaron a la Argentina, donde un  juez lo esperaba impaciente no sólo por las lesiones al policía o los robos a los casinos sino porque tenía una condena condicional por estafa y un pedido de captura por homicidio en riña. Nadie conocía en Mar del Plata este lado oscuro de la vida glamorosa del simpático Archibaldo. Todo el dinero que había acumulado se le fue en su defensa y en resarcimientos varios, de manera que se quedó en la miseria y abandonado por su esposa.
Nunca supo Archibaldo cómo lo descubrieron en el Uruguay, porque había perfeccionado acabadamente sus métodos. Era más selectivo, buscaba pacientemente a jugadores nerviosos, de esos que dejan caer las fichas en cataratas sobre el tapete y que ignoran las cantidades que apilan por todos lados.
Su esposa, entretanto, aseguraba compungida que lo abandonó por la deshonra que había significado para ella y para sus hijos enterarse de que Archibaldo era un delincuente. 
Pero costaba creerle, costaba aceptar que ella no conocía el prontuario de Archibaldo y el origen delictivo de la fortuna que aquél le ponía a su disposición para que la gastara con mano rota.
Circuló otra versión: Archibaldo mantenía una secreta relación sentimental con su joven ayudante, quien era la mejor amiga de su esposa. Cuando ésta se enteró de la doble traición los denunció anónimamente. Ella también perdió hasta el último centavo, en un santiamén mandó al tacho su dispendiosa vida, pero, ah, eso sí, se dio el gusto de mandarlos a los dos a la cárcel.


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La novela Marplateros fue editada en 2009 y está agotada. Puede bajarse gratuitamente en formato PDF haciendo clic en el final de la reseña que encontrarán en la siguiente dirección: 
https://enriquearenz.com.ar/marplateros/

lunes, 16 de junio de 2014

Luego de lo que dijo Francisco a La Vanguardia



CARTA DE UN MILLONARIO
AL PAPA FRANCISCO
Por Enrique Arenz


El 13 de junio se publicó en La Vanguardia de Cataluña declaraciones del papa Francisco en las que, sorpresivamente, demostró un desconocimiento abrumador de la economía moderna, y cayó en viejos prejuicios ya abandonados hasta por la izquierda. Un empresario argentino, desconcertado, le escribió la siguiente carta:


Santidad:

Me llamo Emiliano Pomeriggio y soy dueño de una moderna fábrica de artículos de plástico. Empecé de abajo, trabajando honradamente doce horas diarias, y al cabo de veinte años de esfuerzo me hice millonario.

No le diré que soy un católico practicante porque le mentiría, pero respeto profundamente a la Iglesia Católica y me siento orgulloso de que un compatriota esté al frente de ella.

Quiero contarle que me inicié en la actividad industrial muy joven, con un pequeño tallercito instalado en un galpón de la casa de mis padres. Inventé y confeccioné yo mismo algunas herramientas, y compré a crédito y con la ayuda de mis padres materias primas y máquinas básicas. En algunos meses ya estaba fabricando pequeños muebles para baño y recipientes para el hogar. Necesité muy pronto ayuda técnica y vendedores para que recorrieran comercios minoristas. Tomé a tres empleados que pronto fueron ocho. Naturalmente, estaban todos en negro. ¿Cómo podría tenerlos en blanco si apenas podía pagar mis aportes como monotributista, condición mínima para poder facturar a mis primeros clientes?

El asunto era muy simple: mis empleados necesitaban el trabajo y yo los necesitaba a ellos. Les pagué el salario que pude y que ellos aceptaron con mi promesa de ir mejorándolo poco a poco. Los contraté en negro con toda naturalidad y sin remordimientos, porque de lo contrario yo no habría podido lograr nada, debido a que en la Argentina, salvo que uno tenga un gran capital a su disposición, es imposible iniciarse en la actividad empresarial cumpliendo con todos los requisitos legales y fiscales. Im-po-si-ble.

Soy creativo y entusiasta, logré fabricar artículos muy originales de buena calidad y bonitos colores. Prosperé, gané una importante cartera de clientes, alquilé un local grande y entonces sí, fui blanqueando gradualmente a mis empleados más antiguos. A esta altura comencé a preocuparme de que mis buenos operarios me dejaran para irse con mis competidores. Es que el personal capacitado es el capital más importante con que cuenta un empresario. Hablo de los empresarios serios, no de los corruptos que en la Argentina inventan sociedades fantasmas para hacer oscuros negocios financieros o conseguir contratos del Estado.

Como el negocio creció, llegó un momento en que tenía a mi cargo doscientos veinte empleados, entre obreros, administrativos y vendedores, todos en blanco.

Para resumir: hoy, veinte años después de aquel duro comienzo, soy un empresario exitoso que da empleo a quinientos trabajadores. Con sus familias suman unas mil ochocientas personas. Todos vivimos del trabajo que hacemos día a día en mi modernísima fábrica de plásticos.

Les pago el salario que marcan los convenios colectivos, que es poco, lo reconozco. A veces quisiera pagarles más, no sólo porque se lo merecen sino también porque no quiero que se me vayan, pero si les pagara mejor tendría que subir el precio de mis productos y eso me sacaría de la competencia. Mis márgenes de utilidad son mínimos y debo competir con otros fabricantes y con productos importados. De manera que pago en salarios lo que la productividad de mi fábrica me permite pagar. Sueño con comprar máquinas más modernas con las cuales aumentar el rendimiento de cada hora de trabajo y, en consecuencia, también los sueldos, pero hoy en nuestro país eso sería una locura, una azarosa aventura, un acto de irresponsabilidad.

Tanta es mi preocupación por el futuro de mi empresa que en lugar de aumentar la producción cuando hubo más demanda, he optado por aumentar los precios siguiendo el ritmo de la inflación, y ahora que las ventas han caído porque estamos en recesión, se me presenta la sombría perspectiva de tener que reducir mi personal, o, en el mejor de los casos, si el sindicato lo permite, recortar los sueldos para no despedir a nadie. Por de pronto ya he dejado de tomar gente en reemplazo de los que se jubilan o se van voluntariamente.

Pero le confieso que he ganado mucho dinero y aún gano, aunque cada vez menos. ¿Y qué creé que hice movido por la precaución y el miedo? Saqué dinero del país por los muchos caminos legales y no tan legales que tienen los empresarios para hacerlo, y una parte de ese dinero lo retiré del sistema y lo guarde en cajas de seguridad. Admito que de mi espíritu empresario ahora ha quedado muy poco y se ha debilitado mi deseo de agrandarme y desarrollar nuevos proyectos productivos, porque en estos últimos años de incertidumbre fui sintiendo cada vez más el temor de perderlo todo. En lo personal vivo bien, viajo seguido, mando a mis hijos a universidades privadas, y me doy algunos gustos, creo que merecidamente ganados, pero soy austero, rechazo los lujos, y en mi vida privada soy un hombre sencillo y nada presuntuoso.

Quisiera poder hacer más por mi país y por la gente. Quisiera dar trabajo a miles de argentinos para producir más y exportar mis productos a todo el mundo. Usted no se imagina cómo quisiera. Quisiera hacerlo para sentirme bien, para cumplir con mi vocación empresarial y ser el mejor de todos, no por figuración ni vanidad, porque no practico esas frivolidades ni me siento parte de la clase alta a la que nunca pertenecí. Simplemente quisiera ser el mejor por el placer de desarrollar todas mis potencialidades humanas en una actividad tan importante como es la actividad del empresario: organizador, creador de nuevos sistemas, ingenioso y soñador. Eso somos los empresarios cuando trabajamos en libertad y sin incertidumbres políticas y jurídicas.

Tanto que (si usted me perdona el atrevimiento) muchas veces he fantaseado en lo lindo que sería que la Iglesia canonizara alguna vez a uno de esos grandes empresarios de la historia, esos innovadores geniales que cambiaron la vida de las personas, porque ellos también hicieron milagros: crearon riqueza y dieron empleo y dignidad a miles y miles de personas, a veces en condiciones adversas y venciendo obstáculos poderosos. Un santo empresario, parece broma, pero ¡qué acto de justicia sería!, porque no hay benefactor social más grande que un empresario audaz que trabaja por agrandar sus empresas y tener a su mando más y más personal, aunque a estos anhelos se los considere vulgarmente fines egoístas y ambiciones desmesuradas.

Santidad, le hablo de todo esto porque acabo de leer sus declaraciones publicadas en el diario catalán La Vanguardia y, sorprendido, desconcertado y anonadado por sus conceptos sobre el capitalismo y lo que usted denomina “la idolatría del dinero”, he tenido la necesidad compulsiva de preguntarle con todo mi respeto:

¿Si yo despidiera a todo mi personal, desguazara mi fábrica, vendiera edificio, máquinas y todas mis propiedades y luego regalara mi dinero para obras de caridad, estaría yo, creé usted, haciendo una buena acción? ¿Usted vería bien que los grandes empresarios del mundo se desprendieran de sus empresas para beneficio de tanta gente que sufre hambre, o les aconsejaría que no lo hagan, que sigan produciendo y administrando eficientemente sus empresas de manera de seguir pagando salarios seguros a su gente?

Cuando usted ha sostenido que "ya no se aguanta el sistema económico mundial" no sé exactamente a qué se refirió. Desde ya le digo que no he podido entender que el mundo capitalista del cual soy parte activa dependa hoy, como usted ha dicho, de las guerras para sobrevivir. Perdone mi ignorancia pero por vueltas que le de al asunto en mi confundida cabeza, no alcanzo a entender cómo es posible que mi empresa puede mantenerse gracias a que se producen guerras regionales en el mundo. Yo siempre creí, tal vez ingenuamente, no lo sé, por eso se lo pregunto, que era al contrario, porque los que exportamos padecemos una permanente angustia ante la posibilidad de que los conflictos bélicos limiten nuestro comercio, nos impidan importar insumos indispensables y provoquen pérdidas de los mercados que tan dificultosamente logramos ganar. Yo siempre creí, tal vez por desconocimiento, que la paz era el mejor de los climas para el desarrollo del comercio internacional, por aquello que “si las mercaderías y las personas cruzan libremente las fronteras de las naciones, no las cruzarán los ejércitos”.

En cuanto a reducir la natalidad, tampoco lo he comprendido, porque si bien las familias modernas prefieren tener menos hijos que antes, el envejecimiento de las poblaciones son un gran problema para el comercio y la industria, no un beneficio. Sin nuevas generaciones no hay empleados calificados ni consumidores futuros, así que no veo de qué manera puede beneficiar al capitalismo la reducción de la población mundial. Ese "descartar" a los niños que usted condena.

La Iglesia de hoy considera a los judíos como nuestros hermanos mayores, y a los protestantes, nuestros hermanos separados. Nada más justo. Lo apruebo. Pero fíjese usted que ni los judíos ni los protestantes, hasta donde yo sé, anatematizan el capitalismo ni la actividad empresarial, ni la búsqueda de la riqueza. Para judíos y protestantes ganar dinero honradamente es un mérito, y querer ganar más dinero con las inversiones del dinero ya ganado es casi un acto heroico porque esa actitud virtuosa y valiente abarata los precios y genera nuevos y mejores empleos. Entonces, santo padre, ¿no sería conveniente que los católicos aprendiéramos algo de nuestros hermanos mayores y nuestros hermanos separados? Aprender, por ejemplo, a no satanizar el trabajo de los empresarios exitosos ni descalificar el sistema capitalista que crea el entorno de la cooperación social voluntaria en libertad y pleno ejercicio de los derechos humanos.

Por otra parte, si hay millones de hambrientos en muchos países del mundo, es, a mi modesto entender, por culpa de sus gobiernos y no de los empresarios ni de los ejércitos supuestamente sostenedores de ese diabólico capitalismo. Si en esos países localizados principalmente en Asia, África y América latina hubiera condiciones de confianza, estabilidad, garantías para las inversiones y respeto irrestricto por la propiedad privada, además, por supuesto, de honradez en los políticos y funcionarios públicos, los empresarios de todo el mundo se atropellarían para llegar primeros a esos lugares paupérrimos con su tecnología, sus capitales y su experiencia con el propósito de  producir bienes y servicios, y por lo tanto, crear millones y millones de empleos decorosos. Pero usted sabe que no es así, porque esos países desdichados están gobernados por reyezuelos déspotas, clérigos fundamentalistas, y tiranos corruptos, fanáticos, incapaces, dementes, populistas, demagogos y criminales. 
Y si hasta en los países centrales hay hoy desempleo y jóvenes sin futuro es por culpa de los gobiernos que no dejan trabajar libremente a los empresarios y los abruman con impuestos, reglamentaciones absurdas, persecuciones y coacciones de todo tipo que desalientan el trabajo productivo e incitan a otras formas indecentes de ganar dinero. Y las guerras también las provocan los políticos, no los empresarios. Si usted se refería a este sistema de intervenciones y coacciones estatales cuando dijo que ya no se lo aguanta en el mundo, entonces lo he interpretado mal, o tal vez el diario catalán entendió erróneamente el sentido de sus palabras. Sin embargo, como usted no hizo posteriormente ninguna aclaración, creo que no estaba hablando de eso sino de lo otro.

Pero a lo mejor el capitalismo no es como yo lo entiendo y estoy equivocado, porque soy tan sólo un humilde hombre de negocios argentino que hace equilibrio entre cumplir con la ley y pagar todos los impuestos, y tratar de evadir aunque sea un poco de sus obligaciones para no perderlo todo y quedarse en la lona. No tengo la formación intelectual que tiene usted, santidad, pero le juro que hasta el momento de leer sus declaraciones me sentía en paz con mi conciencia. Yo estaba convencido de ser un hombre honorable, bondadoso, justo y útil a mi país y a mis hermanos argentinos.

Ahora usted me ha confundido: ya no sé si soy esa buena persona o un sinvergüenza que explota a los demás y que para lograr sus siniestros propósitos hasta llega a alentar guerras de exterminio para seguir ganando dinero.

Me gustaría, santidad, que me conteste y me esclarezca estas terribles dudas que sus conceptos sobre la economía mundial han dejado en mi corazón.

Rezo por usted.

Emiliano Pomeriggio
Empresario argentino, padre de familia y personaje creado por el autor.

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