viernes, 3 de febrero de 2017

TRES MENSAJES PARA ALEJO TERBONER

Cuento de Enrique Arenz



Primer mensaje

De:         “Alejandro Terboner”
Para:       Alejo <alejoterboner@gmail.com>
Enviado:  Jueves, 4 de febrero de 3043
Asunto:   Muy importante.

Basílica de Luján
Alejo, confío en que tu espíritu abierto y tu atracción por los sucesos extraños te harán leer hasta el final esta carta cuyo objetivo es ponerte sobre aviso acerca de ciertos acontecimientos que deberás evitar.
Empezaré por decirte que estoy en el año 3043.
Sí, Alejo, leíste bien: año 3043, cuarto milenio. Este mensaje viene desde tu futuro, y en el momento de escribirlo ¡tengo 1.083 años de edad!
Trataré de explicarme. Alrededor de 2035 la ciencia logró derrotar a casi todas las enfermedades físicas, entre ellas la vejez, que, como vos sabés, es un trastorno de la salud que interrumpe el proceso de renovación celular. Yo ya tenía setenta y cinco años cuando el envejecimiento fue vencido mediante un ingenioso procedimiento monoclonal basado en la lectura del genoma humano. ¡Extraordinario hallazgo que nos dio nada menos que la inmortalidad! A mí me agarró un poco tarde, y por eso quedé con mi aspecto de galán más que maduro; pero lo importantes es que mi declinación se detuvo. Para entonces eran muy pocas las patologías invencibles: algunas formas raras de cáncer, el mal de Reig, la esclerosis múltiple y dos o tres más cuyas curas demoraron todavía un siglo. 
En aquellos primeros tiempos quienes pudimos pagar nuestro estudio genético y  posterior tratamiento —inicialmente sólo accesible para los muy pudientes— quedamos para siempre como estábamos.
Los niños tuvieron prioridad, crecieron y llegaron a su pleno desarrollo, pero a partir de los veinte años cesaron en su evolución natural y, por supuesto, nunca envejecieron.
Para abreviar: hoy vivimos en un mundo de jóvenes “veinteañeros” con unos cuantos con la apariencia de treinta o cuarenta y algunos veteranos de cincuenta, sesenta o más años (“viejos primigenios”, se nos denomina oficialmente), donde no hay enfermedades fisiológicas ni malestares serios. Como te imaginarás, tampoco hay problemas económicos en un mundo donde no se necesitan muchos hospitales ni  hacen falta obras sociales ni cajas de jubilación, y con una tecnología tan avanzada que los trabajos rutinarios, pesados o desagradables los hacen los robots y las máquinas automáticas. Hasta la burocracia estatal fue derrotada por las hipercomputadoras que hacen todas las tareas oficiales, tramitan expedientes electrónicos y resuelven los problemas administrativos sin necesidad de funcionarios públicos.
La gente igual suele morir, y lo hace por una de estas causas:
Por accidente. Cuando vivís siglos, un día errás un escalón, te distraés al cruzar una calle o pisás el jabón en la bañera. 
Por homicidio. Los crímenes no han podido desterrarse de la sociedad. Es que en una larga vida activa se pierden los amigos y se ganan multitudes de enemigos.
Por ajusticiamiento. Todos los países debieron restablecer la pena de muerte, que se aplica cuando fracasan los intentos de rehabilitación de los criminales.
Por causa de las guerras. Esa tragedia tampoco pudo eliminarse totalmente. Ahora vivimos un período de paz y de libertades civiles, pero tuvimos cinco guerras mundiales espantosas y padecimos regímenes genocidas peores que los del siglo veinte.
Por suicidio asistido. Esta causa de muerte merece un comentario especial. Cuando ganamos la inmortalidad comprobamos lo que ya se sospechaba en la antigüedad: la vida interminable puede ser tediosa, dolorosa y hasta insoportable. A mí eso todavía no me sucedió porque me la paso cambiando de actividades y estudiando nuevas carreras, a veces obsesivamente. Ya llevo acumulados trece títulos universitarios y domino casi todos los idiomas. Pero a las personas sencillas que han perdido los siglos sin hacer nada creativo, a los mediocres, a los timoratos y a esa especie tan abundante de ignorantes contumaces a quienes el paso de los siglos sólo los ayuda a organizar su ignorancia pero no a ser más sabios o a entender el sentido de la vida, tarde o temprano les viene una terrible depresión. La neuropsiquiatría cognitiva los alivia transitoriamente, pero tarde o temprano toman la sabia decisión de irse de este mundo, y para ello la ley prevé un sistema de eutanasia voluntaria.
Los viejos primigenios somos pasto mojado para esas guadañas. Por eso nos han declarado grupo en extinción, y hasta quieren preservarnos, como si fuéramos una suerte de dinosaurios vivientes.
Te preguntarás cómo resolvimos el problema de la superpoblación. No fue sencillo: primero construimos ciudades aéreas encima de los océanos, y después colonizamos Marte y varios satélites de Júpiter y Saturno, en cuyas inhóspitas superficie generamos previamente una atmósfera respirable y abundante vida vegetal. Te cuento que hasta ahora no encontramos a nadie en el Universo. No digo que no haya otras civilizaciones en el espacio infinito. Pero si las hay, todavía no las hemos visto. Aún existen las organizaciones de estudiosos del llamado fenómeno ovni, cuyos siempre entusiastas miembros hablan y escriben sobre contactos, abducciones y otros extraños sucesos. Eso sí, los supuestos extraterrestres siguen volando en su anticuado plato volador, un modelo que ya debieran haber renovado.
Entonces, y por ahora, somos como los dueños de las galaxias. Hoy tenemos más de veinte planetas en proceso de precolonización con territorios distribuidos entre todas las naciones. Yo sigo en la Tierra por derecho de antigüedad (es más, aún vivo en nuestra casa de la ciudad de Luján, que hice restaurar no sé cuántas veces), pero los chicos de ahora, aunque nazcan aquí, deben trasladarse a algunos de los planetas colonizados. Te digo que nadie se hace problema porque es fácil y rápido comunicarse y viajar por el espacio.
Y ahora te cuento lo más asombroso: recientemente, gracias al desarrollo de lo que en el siglo XX se conocía como “mecánica cuántica” hemos logrado que ciertas partículas subatómicas (similares a los fotones o a los quarks, pero mucho más pequeñas) superen la velocidad de la luz, con lo cual podemos también viajar a través del tiempo, aunque por ahora tan sólo “virtualmente”. Veamos: Einstein sostenía que para la lógica de Dios tenía que haber una velocidad cósmica límite, que ese límite era la velocidad de la luz, y que por eso no sería posible superarla. Bueno, en cierto modo, materialmente hablando, esa teoría se ha confirmado, y hasta ahora nuestros intentos de sobrepasar esa marca cósmica sumando velocidades sobre sucesivas plataformas en movimiento y mediante el uso de reactores de fusión nuclear que se alimentan de las partículas de hidrógeno que vagan por el espacio, han fracasado, aunque logramos, ¡fijate vos, Alejo!, alcanzar el 99 por ciento de esa velocidad.
Pero ya en tu época se había observado que los impulsos eléctricos en las viejas computadoras iban casi a la velocidad de la luz. Pues bien, partiendo de esa simple observación, la ciencia halló la forma de proyectar las partículas subatómicas de las que te hablaba a velocidades superiores a las de la luz.
¡Imaginate nuestra sorpresa cuando comprobamos que estas ondas perforaban el tiempo y regresaban como un rebote desde el futuro! Nos costó casi un siglo ordenar todo eso y lograr direccionar esas partículas hacia un tiempo-espacio futuro determinado, recoger el eco, decodificarlo, por así decirlo, y proyectarlo directamente a nuestro cerebro en forma de imágenes intronodosinácticas.
Yo quise saber qué pasaría conmigo dentro de otros mil años, así que me asomé a esa dimensión. Los resultados fueron decepcionantes: apenas una fugaz y borrosa imagen que duró una fracción de segundos. He recordado después, que Freud sostenía que la pulsión de muerte se sustrae a la percepción si no está coloreada de erotismo... ¡viejo embrollón! Bueno, en definitiva ignoro si en otros mil años estoy muerto o no. Mejor así, porque me ahorré el disgusto de ver mi transmutación; porque el tiempo, aunque no nos envejece biológicamente, nos va cambiando, nos vuelve como cansados, taciturnos, malos, desconfiados, temerosos y abúlicos. Rasgos, miradas, gestos y mezquindades delatan ese implacable deterioro emocional, aún sin que la piel pierda lozanía. Se sabe si un hombre tiene veinte años reales o tiene cien, quinientos, mil años. Muchos viejos primigenios, por ejemplo (no es mi caso, al menos por ahora), han dejado de reír y hasta de sonreír, y si alguna vez lo intentan... ¡Dios mío!, es mejor mirar para otro lado!
Pero el último hallazgo científico basado en el mismo principio —todavía secreto, y al cual pude acceder porque colaboro como ingeniero de redes intergalácticas con el equipo de investigadores que trabaja en el proyecto—, consiste en enviar textos escritos hacia el pasado, como éste que estás recibiendo en tu pantalla. Esta es la primera prueba que realizamos con un destinatario identificable. Si todo sale bien, vas a tener este mensaje en la bandeja de entrada de tu correo electrónico (en tu computadora y en el formato de los antiguos E-mails) el domingo 3 de febrero de 2008.
Antes de explicarte por qué elegí esa fecha precisa, quiero completarte este informe sobre el primer siglo del cuarto milenio. Te voy a contar algo sobre las religiones y la sexualidad humana, asuntos que sé te interesan particularmente.
Empecemos por las religiones. Lo que te voy a decir tiene el propósito de aliviarte en ese conflicto de conciencia que te viene torturando estos últimos años, desde que ciertos impulsos personales te inducían a abandonar tu fuerte vocación religiosa.
Nuestra Iglesia Católica, que ejerce predominio en la mayoría de las culturas occidentales, ha adaptado su doctrina a las ideas y los conocimientos de estos tiempos. Lo mismo ha hecho el Judaísmo y las otras Iglesias Cristianas. Con decirte que  hace ya quinientos años que la homosexualidad es aceptada como una opción natural y legítima, y las parejas gay hasta reciben el sacramento matrimonial.
Otra novedad es que la Iglesia instituyó el sacerdocio femenino. Pero curiosamente algo que siempre creímos que cambiaría no cambió: el celibato sacerdotal sigue siendo obligatorio en la Iglesia católica.
Las principales religiones monoteístas siguen prometiendo otra vida después de la muerte, pero los creyentes le hacemos pito catalán. La vida eterna está aquí y ahora. Dios le dio a su criatura pensante la inteligencia y la voluntad para dominar la naturaleza, vencer con la ciencia todas las dificultades y lograr la prolongación interminable de la vida biológica. El fuego de la espada bíblica se apagó y pudimos regresar al Edén, por lo tanto no hay, no puede haber, otra vida. Y esta revelación salta con uñas y dientes desde el sentido común: si resulta insoportable para muchos (y creo que a la larga ha de serlo para todos) vivir eternamente y con todas las comodidades en este mundo, ¿quién podría soportar una vida eterna en situación incorpórea? Esa sí que sería una existencia intolerable por lo aburrida.
Entonces, cuando nos cansamos de vivir aquí lo que queremos es simplemente terminar con la vida, no pasar a otra también interminable y tediosa, con la desventaja de que una vez en ella ya no podríamos abandonarla voluntariamente.
Te preguntarás, a todo esto, que pensamos acerca de Dios. Pues bien, somos más creyentes y religiosos que en tu época. Es que se ha impuesto definitivamente la teoría del “creacionismo o diseño inteligente”, de la que ya hablábamos en el siglo XXI, y según la cual la estructura celular es demasiado perfecta para ser obra del azar. No destronamos a Darwin, ya que nadie niega que las especies evolucionaron, simplemente desideologizamos el darvinismo e iluminamos su  lado oscuro. En breves palabras, sabemos lo siguiente acerca de Dios:
Es el creador del Universo y de todo lo que existe dentro de él.
Es omnisciente y omnipotente.
Es infinitamente inteligente y sabio, y de estas dos condiciones absolutas deriva la más grande de sus cualidades: Dios es justo y su Justicia es perfecta.
No es, sin embargo, como creíamos en tu época, misericordioso, en el sentido humano del término, siempre relativo, inestable y condicional. Un dios misericordioso no podría serlo a medias, y la misericordia en términos absolutos no siempre sería compatible con la Justicia perfecta cuyo valor filosófico es superior a aquélla, porque un acto de conmiseración hacia una persona, una familia o un pueblo, puede implicar una injusticia para otros. Dios decide y hace lo que debe hacer sin equivocarse, sin sensiblería ni vehemencias. Y los premios y castigos se reciben en vida.
Dios es omnisciente, pero, atención, su omnisciencia no le permite saber lo que va a ocurrirles a los seres humanos individual o colectivamente. El libre albedrío que nos dio al crearnos nos hace únicos responsables de nuestros actos y sus consecuencias. Nosotros construimos nuestro destino con el pensamiento y las acciones. No puede saber el Creador lo qué va a hacer cada hijo suyo al día siguiente. Si alguien tiene el arrebato de matar a un semejante, Dios se entera en el momento de la decisión, no puede anticiparlo ni prevenirlo, porque en ese caso restaría sentido y significación a la libertad que nos otorgó. Si una persona, por su imprudencia o su intemperancia, se expone o expone a otros a un accidente, Él nada puede hacer. Cuando nos hizo libres, coartó su propia facultad de tomar injerencia en nuestras conciencias y en nuestras determinaciones personales. Nos señaló el camino al darnos la Ley, pero nos dejó en libertad de elegir entre lo que está bien y lo que está mal, entre lo correcto y lo incorrecto. A veces, eso sí, escucha un ruego, o atiende un pedido de la Virgen María, nuestra madre celestial, que sí es misericordiosa e indulgente, y decide intervenir para torcer un suceso. En este caso se trata de un milagro que, como siempre sucedió, se realiza como excepción, más que nada como prueba de la existencia de la voluntad divina y como luz de esperanza para los débiles y desdichados.
Dios vivió siempre, y esto no es difícil de comprender racionalmente. Antes de crear el Universo el tiempo no existía, por lo tanto Dios no pudo tener un comienzo, ya que algo que “comienza” supone la existencia previa de los parámetros del tiempo; y como el Universo un día cesará de expandirse y se contraerá hasta extinguirse, es sencillo deducir que Dios tampoco tendrá un fin, ya que “finalizar” implica una acotación en el tiempo, y el tiempo se habrá extinguido con el Universo. Por eso mismo se ha especulado que la omnipotencia de Dios tiene un límite: no puede poner fin a su propia existencia. Es decir, Dios no puede “suicidarse” (si exceptuamos, claro, el sacrificio de la Cruz). Estuvo siempre y deberá estar siempre, aún cuando el Universo desaparezca y todo vuelva a ser la Nada. Entendámonos, la Nada salvo la esencia pura que es precisamente Dios. Se supone que cuando esto ocurra creará otro Universo y todo comenzará nuevamente. Tal vez ya hizo ese ciclo muchas veces; es más, tal vez no haya un solo Universo sino muchos Universos paralelos, cada uno con sus leyes perfectas, que, como fuegos artificiales, surgen, brillan y se apagan ante la mirada divertida del Creador.
Vayamos ahora a la sexualidad. Después de dos mil cuatrocientos años de prohibición sexual, un Papa pidió perdón, el erotismo se humanizó y el séptimo Mandamiento quedó confirmado en su significado original: una condenación del adulterio.
Las religiones han aceptado también el control de la natalidad por métodos no abortivos.
Por otra parte se terminaron hace siglos las discusiones sobre la orientación sexual de las personas. Está claro que hay solamente dos sexos, femenino y masculino; pero la ciencia ha demostrado que todos los humanos somos bisexuales por herencia genética de nuestro remoto origen hermafrodita, aun cuando la mayoría desarrollamos desde niños una preferencia por el sexo opuesto (antes llamados heterosexuales), y una minoría por su propio sexo (antes llamados homosexuales). Pero clasificar a las personas como heterosexuales y homosexuales en términos absolutos era conceptualmente erróneo. Ahora sabemos que todos tenemos naturales inclinaciones tanto hacia uno como hacia el otro sexo, aunque en dosis o proporciones muy variadas. Hay grados intermedios en las preferencias sexuales que van desde la ambivalencia hasta la clara definición, aunque nunca esta definición es categórica. Es decir, no hay hombres ciento por ciento hombres ni mujeres ciento por ciento mujeres. Yo, por ejemplo, nunca me permití una experiencia homosexual, pero reconozco que fue por negación prejuiciosa, porque en ocasiones he tenido fantasías extrañas. Pero en mi caso esas fantasías se relacionaron siempre con muchachos afeminados, de atractivo similar al de las mujeres, jamás con hombres de clara masculinidad, por lo cual debo aceptar que he sido un bisexual, pero con preferencia dominante por el sexo opuesto.
Hoy el matrimonio gay es algo normal y muy estable. Pero la libertad imperante y la búsqueda de la felicidad llega aún más lejos: es cada vez más frecuente que dos matrimonios gay, uno entre mujeres y otro entre hombres, convivan con el propósito de experimentar entre los cuatro todas las variables y potencialidades de la sexualidad. En fin, cada uno diseña su intimidad como quiere, la humanidad ha cultivado la tolerancia, y las religiones ya no se meten en la cama de los fieles.
Pero ahora voy a sorprenderte. Cuando la prohibición sexual pasó a la historia, se puso de moda el régimen opcional de la castidad. Los médicos la recomiendan, los terapeutas comportamentales dicen que fortalece la templanza y el autodominio, y las religiones la siguen considerando una virtud y la aconsejan como ejercicio espiritual para la  formación del carácter. ¿Qué tal?
Bien, creo que ya logré interesarte en lo que te estoy diciendo. Ha llegado el momento, difícil para mí, y también lo va a ser para vos, de explicarte por qué estás recibiendo esta carta en tu computadora exactamente el 3 de febrero de 2008.
Dos días después de esa fecha, el martes siguiente, recibí una invitación telefónica de mi amigo Goicochea para pasar unos días en su estancia de San Andrés de Giles. Te ofrecí venir conmigo para que pudiéramos hablar a solas durante el viaje. Querías decirme algo importante. Tenías (tenés) dieciocho años, pero eras apegado a mí como un chico. Me confiabas todo, tus ilusiones, tus problemas, tus inquietudes más íntimas. Y yo te defraudé ese día con mi incomprensión. En el camino me hablaste de tu decisión personal, me puse loco, discutimos, te grité, y mi alteración provocó un accidente en la ruta en el que vos, querido hijo, perdiste la vida. Tu madre no lo soportó y falleció un año más tarde. He vivido más de mil años con esta terrible culpa. Yo jamás volví a casarme.
Cuando comenzamos a trabajar en este proyecto, descubrí que había vivido siglos soñando con una oportunidad semejante. “La esperanza es una memoria que desea”, escribió Balzac. Me aferré a esa idea con desesperación, hasta que estuvimos en condiciones de hacer la primera prueba. Les rogué a mis colegas que me dejaran advertirte del accidente. Aceptaron por el afecto que me tienen y por ser un viejo primigenio, pero me advirtieron que si logro evitar tu injusta muerte acaso se produzcan cambios en la historia del último milenio.
Si vos vivís y elegís tener hijos (no lo sé, es una conjetura en cierto modo desmentida por tu decisión, aunque podrías cambiar) todos tus descendientes formarán una pirámide gigantesca que necesariamente habrán de producir cambios drásticos en la sociedad. ¿Qué pasará conmigo? No lo sé. He vivido en soledad este largo milenio y de pronto me encontraría rodeado por una familia multitudinaria. Existe la posibilidad de que si vos y tu madre sobreviven, yo desaparezca. O tal vez ustedes se desarrollen en otra dimensión (se habla de la posible existencia de varias historias alternativas o realidades paralelas) y no nos encontremos nunca... o acaso, ¿por qué no?, yo mismo sea proyectado a esa otra realidad. No lo sé. Me advirtieron que este experimento es riesgoso y por eso no se va a repetir.
No ignoro lo difícil que ha de ser para vos creer en todo esto, ¡sobre todo si me tenés ahí, haciendo mi vida cotidiana junto a vos!. Le he pedido a nuestra Virgen de Luján que ilumine tu corazón. La idea es que me convenzas de suspender el viaje con cualquier pretexto. Si no acepto, no viajes ese día conmigo. ¡Por favor, Alejo, no lo hagas!
Una alternativa es que viajes conmigo pero no me digas una palabra de tu decisión personal. Te voy a fallar, hijo, porque yo no estoy preparado, en ese momento, para semejante noticia.
Si logro convencerte del peligro que te acecha, podrás, junto a tu madre, seguir viviendo para acceder, años más tarde, al tratamiento privilegiado que mi fortuna podrá facilitarnos a los tres. ¡Seremos de los primeros en alcanzar la vida eterna!.
Un abrazo de tu padre que te ama desde el fondo del tiempo.

Segundo mensaje

Asunto: Urgente para Alejo (hijo)

Alejo, hijo querido, siempre tuve buena memoria, pero ha pasado tanto tiempo... Cuando te envié el mensaje anterior (que ahora te reenvío por archivo adjunto y que te ruego abras ya mismo y leas detenidamente, ¡es muy importante!) recordé, aunque vagamente, que dos días antes de hacer cierto viaje fatídico, vi en nuestra computadora un mail dirigido a en nuestra común dirección familiar. Ahora me doy cuenta de que eso que vi era mi primer mensaje desde el futuro dirigido a vos. Lo abrí porque a mí también me llamaban “Alejo”. ¡Qué imbécil! Cuando leí las primeras líneas creí que era una de esas publicidades tan molestas que se remitían a los correos electrónicos utilizando el nombre de los usuarios. “Alejo, empezaré por decirte que estoy en el año tres mil y pico...”, ¡pero por favor!, ¿qué me querrán vender, algún celular futurista?”, me dije fastidiado. ¡Y borré el Mail sin leerlo como hacía siempre que me llegaban esas basuras! A vos en cambio te interesaba todo y seguramente lo habrías leído. Por eso te reenvío el texto que por mi torpeza no pudiste ver.

 

Último mensaje

Asunto: Muy urgente para Alejo (hijo)
Este es el último mensaje que te mando, porque el sistema va a ser desactivado definitivamente. Por favor, hijo, abrí el archivo que te adjunto por tercera vez. El primer mensaje lo borré estúpidamente yo mismo. Luego recordé que semanas posteriores a cierto accidente que quiero que evites, vi un mensaje dirigido a vos que debió de ser el segundo ¡y que había sido abierto! No sé si leíste todo el archivo o comenzaste a hacerlo y lo tomaste en broma. Lo cierto es que el mensaje llegó a tus manos pero el accidente se produjo de todas maneras. ¿Qué sucedió?
Me autorizaron a hacer un último intento, pero esta vez haré que lo recibas con mucha anticipación, dos meses antes de un viaje que hicimos juntos a la estancia de Goycochea.
Aunque... no me engañaré a mí mismo. Creo recordar... estábamos almorzando, ¿o cenando...?, no, estábamos almorzando, cuando me preguntaste si yo te había escrito un mensaje raro firmado como “tu padre”. Yo lo negué y vos lo atribuiste a algún amigo bromista, y como el archivo era muy extenso ni lo leíste. ¡Claro, seguramente cuando dos meses más tarde viste el otro mensaje, con ese antecedente ya no le prestaste ninguna atención!
Me siento descorazonado como no lo había estado nunca. Es que ahora me convenzo de que no podemos cambiar los hechos irreversibles de nuestro pasado. Pero si tu destino fue morir en ese accidente, y el de tu madre morir de pena, el mío es vivir eternamente con esta pena en mi corazón, y ahora, casi once siglos más tarde, remitirte estos desesperados pero inútiles mensajes de advertencia. Pero alivia mi dolor saber que llegan a vos, que los estás viendo en tu pantalla, que los estás tomando en broma, que quizás te he divertido un poco. Y eso es para mí como si estuvieras vivo en alguna parte.

* * *
Epílogo
Luján, un día impreciso del año 3043

Luján conservaba del pasado, además del calor, los museos, los peregrinos mirando vidrieras sin apuro, y las fachadas originales de muchas de las casas con zaguán y puerta cancel construidas a principios del siglo XX. En una de esas antiguas residencias vivía el profesor Alejandro Terboner, sin otra compañía que los recuerdos y miles de libros de papel que se desintegraban en los estantes.
Dejó el laboratorio y se dirigió hacia la basílica de Nuestra Señora de Luján. Ese día se cumplía un nuevo aniversario de la muerte de Alejo y tenía necesidad de visitar el santuario para meditar y orar. Le llamó la atención que hubiera comenzado una misa, no en el camarín, como era habitual los días de semana a esa hora, sino en el Altar Mayor. Contrariado, no quiso participar de la ceremonia, por lo cual se refugió, un poco sigilosamente, en el pequeño altar lateral de Santa Ana, adyacente al crucero oriental. Se sentó en el reclinatorio frente a la imagen de San Joaquín, que apoyado en su báculo de mármol pareció mirarlo sin su habitual adustez. Se sentía más cerca de la Virgen hablándole en soledad que participando de una liturgia cargada de símbolos y convenciones que, aunque respetaba y a veces aceptaba, no terminaba de conformar a su mente analítica.
Desde allí veía de soslayo al sacerdote que oficiaba ante el Altar Mayor. Ahora comprendía que esa ilusión suya de cambiar el pasado sólo podía germinar en un alma torturada. Su hijo y su esposa no iban a volver a la vida. ¿Se justifica seguir viviendo en estas condiciones?; miró distraídamente los movimientos del oficiante; la celebración alcanzaba su máxima solemnidad: la Eucaristía. Aunque no quería concentrarse en la Misa, igual se arrodilló como manda la ceremonia para ese momento sagrado; otra vez esa somnolencia depresiva; “Esta es la sangre de Cristo”; la voz del sacerdote martillaba sus oídos con una sonoridad hipnótica. Los extraño, los extraño terriblemente...; “¡Jesucristo ha resucitado; éste es el milagro de la fe!”. Alejandro Terboner había girado levemente la cabeza (sin pensarlo, fue como un acto reflejo) y sus ojos se clavaron en la Hostia consagrada que el sacerdote elevaba con gesto de profunda unción. Le pareció que el sacerdote ya no era la misma persona, aunque no pudo distraerse en esa observación porque diferentes escenas comenzaron a superponerse vertiginosamente y un repentino estupor vino a borrar de su mente las cavilaciones que lo habían agobiado segundos antes. Todo pareció desvanecerse a su alrededor. Todo, excepto el símbolo del divino cuerpo que resplandecía en lo alto con una blancura radiante y sobrecogedora. “Este es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Bienvenidos a la mesa del Señor”.

Terboner sonrió con ufanía cuando su hija Alejandra, con hábito blanco y humeral verde, avanzó con el copón entre sus delicadas manos para comulgar a los feligreses que habían formado un semicírculo frente a la pequeña Virgen de Luján.
Cuando la misa terminó buscó con la mirada a su ex esposa para saludarla, como lo hacía cortésmente todos los domingos, más allá de que ella, diez años más joven que él (años primigenios, se entiende), más otros veinte entregados en el quirófano y algún adicional perdido a fuerza de gimnasia y cosmetología, ya se había casado cinco veces desde que se divorciaron hacía casi seiscientos años.
Después de todo seguían siendo los padres de Alejo, aquel muchachito amado que un día ya muy lejano tomó la decisión de cambiar de sexo, y que ahora, para orgullo de ambos, era la madre Alejandra de la basílica de Luján.


Prohibida su reproducción por cualquier medio
(Publicado en el libro No confíes en tu biblioteca)

miércoles, 30 de noviembre de 2016

Nuevo cuento de Navidad


No pensé en Paul Auster cuando planeamos nuestra Navidad de 2015 en Nueva York. Pero las experiencias paranormales existen, y eso es lo que me propongo contar.

Nos tocó la semana más cálida de los últimos cien años, con temperaturas insólitas que fluctuaban entre los diez y veinte grados centígrados, con un par de días lluviosos. Rareza meteorológica que acaso presagió los acontecimientos posteriores.

(Seguir leyendo en la página oficial:  Hacer clic aquí)

sábado, 26 de noviembre de 2016

Murió un criminal

MURIÓ FIDEL CASTRO, EL TIRANO QUE ENSANGRENTÓ LA ARGENTINA


 Por Enrique Arenz

Murió el tirano Fidel Castro sin pagar por sus crímenes de lesa humanidad. De todas maneras, la Justicia más temible es la Justicia de Dios, y de esa no va a poder zafar.

Este psicópata delirante no sólo sometió al pueblo cubano a una de las dictaduras más crueles que conoció el mundo, sino que en su megalomanía marxista pretendió exportar su "revolución" a toda América latina, y con esa locura ensangrentó a muchos países, entre ellos a la Argentina.

Porque aunque no se lo escucharemos decir a ningún periodista encumbrado de la radio y la televisión de nuestros días, ni lo leeremos en Clarín, en nuestro país hubo una guerra sucia iniciada por terroristas comandados por este criminal desde Cuba. Y afirmar esto no implica ser indulgentes con los militares que vinieron luego a combatirlos con métodos ilegales.

Hubo en la Argentina una sociedad indefensa sometida al terror de dos violencias armadas: la de los sicarios de Fidel, llamados subversivos, que hacían explotar una bomba cada tres horas y secuestraban, torturaban y mataban todos los días, y la de los militares que asaltaron el poder con la idea preconcebida de asesinar a siete u ocho mil argentinos sin el debido proceso, según lo reveló el propio general Videla al periodista Ceferino Reato. 


La Argentina y el mundo merecen conocer la verdad completa, y hay que exigirla, sin tenerle miedo a la reacción intolerante de los que defienden a los militares como a héroes, y de quienes pretenden que creamos que los subversivos fueron jóvenes idealistas. Ninguno tendrá una página de honor en esa historia cuando se la escriba completa. La Historia no los absolverá de sus recíprocas atrocidades.

Debemos decir  con claridad lo que pasó en aquellos años terribles, empezando por la responsabilidad de Fidel Castro que planeó la insurgencia en toda América del Sur y ordenó los delitos de lesa humanidad que perpetraron aquí sus comandantes Mario Firmenich y Mario Roberto Santucho. 


¿Que ésta es la teoría de los dos demonios? Sí, porque esa es la verdad de lo que nos sucedió.

Cuba se ha librado de un tirano que desde su lecho de enfermo seguía sometiendo a su pueblo. Hoy ese pueblo, tras sesenta años de opresión, puede mirar su futuro con alguna esperanza.


(Se permite su reproducción)

Bibliografía indispensable:

  • La otra parte de la verdad (Nicolás Márquez)
  • Fue Cuba (Juan Baustista Yofre)
  • Disposición final (Ceferino Reato)  

jueves, 8 de septiembre de 2016

De mi novela "Las mandrágoras han dado olor" (Capítulo final)




SANCTA SIMPLICITAS
El reformador Juan Huss, muerto en la hoguera por orden del del Concilio de Constanza.

Por esos días se había producido en Gualeguaychú el enigmático suicidio del empresario Alfredo Yabrán, buscado por la justicia bajo la sospecha de ser el instigador del asesinato del fotógrafo de la revista Noticias José Luis Cabezas, acusación que, para muchos ciudadanos reflexivos, entre ellos don Raimundo Ezequiel Argenta, se parecía más a una gigantesca y tenebrosa operación “político – mediática” que a una persecución judicial con fundamentos jurídicos serios.



A don Raimundo lo apenó mucho la noticia, pero no pudo evitar el alivio egoísta que le produjo ese inesperado acontecimiento por haber borrado de los diarios, con su profundo impacto social, los vestigios periodísticos que cada tanto reaparecían sobre el escándalo de Mar del Plata.


Viajó a Italia, participó con escaso entusiasmo del simposium sobre historia de la Iglesia Católica y pronunció una conferencia en Roma sobre la traicionera inmolación, en 1415, del heresiarca bohemio Juan Huss, inspirador secreto de San Orán de Catanzaro. El profesor argentino deleitó e impresionó a un distinguido auditorio con su muy singular y audaz interpretación de ese desdichado episodio de la historia violenta de la Iglesia del pasado.



“La Iglesia como organización corporativa (no la Iglesia de Cristo, que a veces está en otra parte) siempre manipuló y sometió psicológicamente a la gente —sostuvo en el final de su charla—, generalmente con oscuros objetivos políticos ajenos a su misión pastoral. Casi siempre prefirió dominar, sojuzgar, oprimir, antes que predicar y convencer mansamente como lo hizo Jesús. Cuando ese sabio y santo hombre que fue el teólogo reformador Juan Huss, juzgado y condenado a la hoguera por el Concilio de Constanza (traicioneramente, porque se le había garantizado salvoconducto), ya estaba atado encima del montículo de leña esperando que sus verdugos encendieran el fuego, contempló con tristeza a la multitud de cristianos que se habían reunido para presenciar el espectáculo de su horrible muerte. En eso vio que una anciana se abría paso entre la gente y se acercaba al patíbulo arrastrando los pies. Encorvada y de aspecto pobre y endeble, la viejita llevaba en sus manos un pequeño manojo de leña, seguramente sustraído a las necesidades de su mísero hogar, con el propósito piadoso de contribuir a alimentar el fuego que quemaría al hereje.


“Dice la leyenda que Huss, conmovido por la simpleza de alma de aquella mujer, exclamó: «Sancta simplicitas».



“¿Cuántos de nosotros, a través de los siglos, hemos alimentado, con la misma santa simpleza, las hogueras que han encendido y seguirán encendiendo algunos hombres de nuestra Iglesia para incinerar ideas, destruir reputaciones y transformar en cenizas la libertad humana, todo para alcanzar y conservar el poder en este mundo, tal vez con la estúpida esperanza de usufructuarlo también en el otro?”



Ese fue el remate de su temeraria conferencia, discretamente aplaudida por los siempre temerosos intelectuales católicos y criticada acremente por las autoridades eclesiásticas, quienes se escandalizaron de que un oranita latinoamericano —¡un erudito de la Iglesia! —se atreviera a pensar por sí mismo, osara expresar interpretaciones históricas tan alocadas y, mucho más aún, ¡que desafiara con tamaño desparpajo sus veneradas y milenarias reglas de obediencia!


Estuvo una semana en Roma. Luego viajó por Alemania, Francia, España y el Reino Unido. Apasionado del fútbol, vivió en Francia la angustia y la alegría del triunfo por penales de la selección argentina sobre el equipo de Inglaterra por la Copa Mundial. Fueron dos meses de andanzas por el viejo mundo, tratando inútilmente de olvidar a Griselda cuya evocación lo atormentaba todos los días y todas las noches. Había recordado dolorosa y constantemente el poema 10 de Pablo Neruda, aprendido de memoria en 1956, en ocasión de su primer desengaño amoroso: “Hemos perdido aun este crepúsculo/ Nadie nos vio esta tarde con las manos unidas/ mientras la noche azul caía sobre el mundo (...) Entonces dónde estabas? / Entre qué gentes? / Diciendo qué palabras? / Por qué se me vendrá todo el amor de golpe/ cuando me siento triste, y te siento lejana?”


Finalmente fue a los Estados Unidos y se reunió con sus cuatro hijos con quienes permaneció repartido por otros tres meses, un mes en Minnesota y otros dos meses en Los Ángeles.


En octubre tomó el avión de regreso a Buenos Aires. A los dos días de haberse instalado nuevamente en su departamento, viajó a Mar del Plata. Quería saber cómo iba su proceso judicial, pero lo que más deseaba, casi obsesivamente, era volver a encontrarse con Griselda. No había cambiado su manera de pensar, pero no estaba seguro de poder mantener su decisión si ella volvía a rogarle que no la abandonara.


Era la mañana de un sábado soleado. La llamó por teléfono desde su hotel. Su madre le informó que había ido al centro y que posiblemente regresaría cerca del mediodía. No quiso decirle quién era. Más tarde volvería a llamarla. Aprovechó para ver a su abogado. El letrado le dio buenas noticias: la causa estaba prácticamente inmovilizada desde hacía meses y probablemente se dispondría su sobreseimiento por falta de mérito. Lo puso al tanto del movimiento de padres en defensa de los colegios y le mostró un recorte de periódico que le había guardado.


Reconfortado por estas novedades, salió a caminar por la ciudad para disfrutar de un grato paseo bajo el estimulante sol de primavera. Caminó sin apuro, feliz, excitado como un adolescente, pensando que ese mediodía sorprendería gratamente a Griselda en su casa y que podrían verse quizás esa misma tarde o a la mañana siguiente para tomar el café que se habían prometido la noche de la despedida.



No podía definir ni controlar sus sentimientos, pero estaba emocionado y con deseos irresistibles de ver otra vez a aquella chica. Se decía a sí mismo que su decisión no había cambiado, que de ninguna manera iba a dejarse convencer por Griselda para que reanudaran su truncado idilio. Pero al mismo tiempo experimentaba el contradictorio anhelo de encontrarse con ella para disfrutar de su compañía y de su conversación culta y encantadora. ¿Qué te pasa, Raimundo?, se preguntaba mientras caminaba por la peatonal San Martín, llena de gente a esa hora de la media mañana, ¿Por qué sentís ese vacío en el estómago, como si la estuvieras esperando para irte de nuevo a la cama con ella? ¡Por Dios, Raimundo, no caigas en esto, tenés que ser fuerte! Pero, qué ganas tenía su corazón de oírle decir a Griselda que aún lo amaba, que lo estuvo esperando todos estos meses, que no podía vivir sin él.



Su ansiedad iba en aumento, se detenía a mirar algunas vidrieras pero no prestaba atención a lo que se exhibía en ellas, sólo se miraba en cuanto espejo encontraba y se preguntaba si todavía estaba como ella lo había conocido. No estaba muy seguro, estos cinco meses lo habían desmejorado un poco; sin embargo, todavía tenía intactas su personalidad y su inagotable simpatía, distintivos que Griselda más valoraba en él. Vio en su imaginación la escena del reencuentro, la alegría desbordante de Griselda al verlo, su reproche por haber tardado tanto en volver, sus ojos verdes con el ligero entrecejo dándole ese aire melancólico que tanto lo fascinaba. No tenía una sola fotografía de ella, por eso había tenido que pensarla todos los días para que su rostro y sus atributos no se desdibujaran en su memoria. Recordaba su cuerpo delgado, sus piernas esbeltas y bien formadas, sus tobillos delgados y sus muslos ensanchándose sugestivamente más arriba de su minifalda, su piel blanca y perfumada, sus nalgas perfectas y esos brazos delgados y musculosos que había acariciado hasta la saciedad.



Miró la hora. Eran las once. Muy temprano todavía. Caminaría otro poco por el centro, almorzaría en “Ambos Mundos” y luego la llamaría por teléfono. Recorrió la peatonal San Martín desde el mar hasta la calle San Luis. Cuando ya pasaban de las doce, tomó por Rivadavia en dirección descendente, decidido a comer puchero de gallina. Al llegar a “Ambos Mundos” se detuvo en seco. En la vereda de enfrente entrevió a una mujer joven parecida a Griselda. Estaba parada frente a una vidriera. Otra vez le ocurría como en Buenos Aires, cuando la vio, sin estar seguro, saliendo del despacho del superior general. Los numerosos transeúntes que caminaban desordenadamente por la acera no le permitían mirarla bien. Con el corazón a máxima velocidad cruzó la calle y se acercó a la mujer por detrás. Ya antes de llegar al cordón de la vereda vio en el reflejo de la vidriera que se trataba efectivamente de Griselda. ¡Qué maravilloso encuentro y qué hermosa está!, se dijo emocionado. Quiso sorprenderla y se acercó lentamente por detrás. Iba a tocarle el hombro cuando la mujer volteó la cabeza hacia su derecha como buscando a alguien y llamó:



—Pablo, no te me pierdas, vamos...



Don Raimundo, a centímetros de Griselda, percibiendo ya el exquisito y familiar perfume de su piel, se quedó inmóvil viendo cómo ella estiraba su delgado brazo y tomaba tiernamente de la mano a un joven de aspecto atlético, altísimo, de pelo rubio largo y enrulado. Ambos se dieron vuelta y pasaron delante de él, casi rozándolo, sin reparar en su presencia. Los dos jóvenes se sonreían amorosamente. Hacían una linda pareja. Se notaba que ella estaba embarazada. Raimundo los siguió como un autómata desde un par de metros de distancia, sin poder pensar en nada, sin saber qué hacer. Vio cómo él la tomaba por los hombros, la apretujaba cada tanto contra sí, la besaba y le hablaba todo el tiempo. Ella lo miraba, le sonreía y cada tanto acariciaba su dorada cabellera y apoyaba su cabeza en su hombro. El paso de Raimundo fue decayendo, se fue quedando, hasta que finalmente se detuvo con la mirada cansada y los hombros abatidos, mientras Griselda y su novio se alejaban cada vez más de él, con ese ritmo seguro, audaz y graciosamente saltarín tan propio de las parejas de jóvenes que miran el porvenir con desfachatez y se dirigen hacia la incertidumbre de su destino casi con indiferencia, como si fueran los dueños de la eternidad.

“Yo soy de mi amado, y conmigo tiene su delectación / Ven, oh amado mío, salgamos al campo / Moremos en las granjas / Levantémonos de madrugada / Veamos si brotan las vides, si se descubre la menuda uva / Si han florecido los granados; allí te daré mis amores / Las mandrágoras han dado olor / Y a nuestras puertas hay toda clase de dulces frutas / Nuevas y añejas, que para ti he guardado, amado mío


                                          

  El cantar de los cantares

 (Antiguo Testamento)

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