miércoles, 2 de septiembre de 2015

De mi novela LAS MANDRÁGORAS HAN DADO OLOR (Advertencia: este texto puede herir los sentimientos de personas religiosas muy sensibles)


Capítulo 22
LAS TRIBULACIONES DE
MONSEÑOR BONETTO

El superior general quedó pálido e inmóvil. Griselda Teleman acababa de retirarse indignada. Le temblaban las manos y sentía una ingrata opresión en el pecho. Es verdad que la exaltada docente no había llegado al insulto (aunque había estado en el límite del desquicio), pero las cosas que le dijo fueron tan duras e hirientes, y las acusaciones tan oprobiosas, que lo habían aplastado como nunca antes en su vida. No ignoraba que los cargos eran fundados, sabía que él y la Orden habían actuado mal con el profesor Argenta, con la joven que acababa de retirarse y con las honorables autoridades de los Institutos de Mar del Plata.
Comprendía ahora que se había dejado llevar por su ambición personal y por los envolventes designios del régimen de corrupción en cuyo mecanismo triturador se había introducido para ser un engranaje secundario más. Claro, en principio él lo había hecho con el sano propósito de colaborar con un gobierno que había producido transformaciones tan importantes para el país. ¿Acaso no había que hacer algo con los excesos de los obispos que ponían en peligro esas reformas que el doctor Menem —el segundo Roca de la historia, según él lo creía con sinceridad—, estaba llevando a cabo con tanto patriotismo y valor personal?
El plan, ciertamente, no ha sido ético. ¿Pero acaso en política el fin no ha justificado siempre los medios? No, eso es horrible, no puede aceptarse, es inmoral... He ahí la diferencia entre Maquiavelo y el gran pensador católico Jacobo Maritain. Maquiavelo pretendía en política el éxito inmediato. Maritain, en cambio, sostenía sabiamente que el gobernante que sacrificaba todo al deseo de ver con sus propios ojos el triunfo de la política es un mal gobernante y pervierte la política, porque mide el tiempo de maduración del bien político conforme a los breves años de su propio y personal tiempo individual.
Pero si el plan hubiera pasado inadvertido, si esa joven no hubiera descubierto la trama secreta, el abuso contra aquellas buenas personas habría significado tal vez un mal menor frente a los graves peligros (¡males mucho peores!) que gracias a Dios hemos logrado conjurar a tiempo. Lo malo es que se supo... Pero Bonetto sabía que había procedido mal, lo sentía en lo profundo de su corazón, y eso lo angustiaba. Era un hombre de Dios, estaba obligado a discernir entre el recto camino y la conducta tortuosa e impropia.
Llamó a su secretario y le ordenó que cancelara su viaje al Sur, porque no se sentía bien. Se recluyó en sus aposentos privados y ordenó que nadie lo molestara. El antiguo pero amplio y bien amueblado departamento del cuarto piso, que era la vivienda permanente del superior general, estaba totalmente a oscuras. Encendió un velador de luz tenue, tomó un ansiolítico, se sirvió un whisky y se arrojó en su sillón predilecto para relajarse y reflexionar sobre todo aquello que había comenzado a perturbarlo espantosamente.
Hizo algunas llamadas telefónicas a distintas personalidades y finalmente quedó en silencio, con el segundo vaso de whisky en la mano y la mirada perdida. Recordó su infancia. Su madre, tan bondadosa y tierna, orgullosa de que su hijo tuviera vocación religiosa. Y era una vocación auténtica, amaba a la gente y siempre trataba de ayudar a quienes lo necesitaban. El seminario no le había resultado una carga. Fueron años felices, entregados a Dios y al estudio, con el sueño indeclinable de ser un día sacerdote y docente. Amaba la enseñanza y le encantaba la compañía de los jóvenes a quienes siempre aconsejaba correctamente. Recordaba que en todo momento tuvo buenos sentimientos, siempre fue honesto con las personas, leal con los amigos y afectuoso con sus familiares. Siempre había sabido perdonar las ofensas y había sido incapaz de una venganza o de un acto indebido. Bueno, casi siempre...
Estaba el recuerdo de Dorita, claro. Él era un joven sacerdote recién ordenado cuando aquella catequista lo sedujo inesperadamente. Sonrió con emoción. Ella se le había declarado. Pobre Dorita, era de una pureza total, creyente y bondadosa. Pero el joven sacerdote la había deslumbrado. Tenía su pinta, pero él nunca había dado lugar a situaciones comprometedoras. Y la verdad es que la chica lo atraía y a veces lo perturbaba. Finalmente la joven, tan inocente y tímida como parecía, había tomado la iniciativa. Se lo dijo directamente: No puedo dejar de pensar en usted, padre. Necesito que me ayude a sacarme este pecado de encima, que Dios me perdone. Ante la sorpresa de Segismundo que había quedado sin palabras, le pidió que la confesara ahí mismo, en la sala de lectura de la Orden, para poder quitarse esa atormentadora carga de su conciencia. Y el joven sacerdote, confundido y nervioso, en lugar de derivarla a otro sacerdote como debió habérselo aconsejado el sentido común, aceptó lo que la enamorada le pedía. Se puso la estola litúrgica y se sentó tembloroso en una silla. Dorita se arrodillo junto a él con la mirada fija en el piso y le dijo que estaba terriblemente enamorada de él, que no podía tener un minuto de paz y que la dominaban fantasías eróticas que transformaban sus sueños en escenas infernales que la llenaban de culpa. Le contó algunos de esos sueños, y el pobre Bonetto sintió que la testosterona aceleraba sus incursiones novedosas por todos los rincones de su cuerpo. Había hecho un esfuerzo por dominar la inquietud carnal que lo oprimía. En cierto punto, advirtió con alarma que el acto sacramental de la confesión se estaba distorsionando escandalosamente; eso no era más que una escena de amor pasional inadmisible para los votos sacerdotales. Quiso resistirse e intentó concentrarse en su solemne misión de confesor. Pero en lugar de cortar todo aquello e imponerle a Dorita una penitencia de manera de disipar la peligrosa situación (o tal vez —siempre tuvo esta duda—, impulsado por una libido inconsciente) le requirió a la joven detalles de sus malos pensamientos, y ella le dijo que lo soñaba desnudo, que acariciaba y besaba sus genitales, que los dos se entregaban desesperadamente a coitos interminables, y que estos malos pensamientos la llevaban a masturbarse todas las noches; que sabía que lo que le estaba sucediendo era una cosa espantosa, que era creyente y quería cumplir con las leyes de Dios, que necesitaba confesar todos esos pecados, comulgar y tratar de sacarse esa obsesión de su mente.
“¡Ayúdeme, padre Segismundo!”, le había implorado mientras en un gesto convulsivo abrazaba las piernas de Bonetto.
Mientras recordaba esos lejanos pero siempre presentes sucesos, el superior general bebió un largo trago de whisky. Qué curioso, habían transcurrido más de cincuenta años desde aquel episodio y le parecía tan cercano en el tiempo. Evocaba con nitidez las escenas que siguieron. Ella, entre llantos, suspiros y gestos involuntarios había acercado su mano al pene del joven sacerdote. Cuando sintió debajo de la sotana la formidable erección que aquél había tenido contra su voluntad, perdió la cabeza y le pidió que la hiciera suya.
Lo demás sucedió vertiginosamente. Aún con la estola colocada sobre su cuello, se arrojó al piso y desfloró a medías a la catequista en un acto que había durado segundos. Fue la primera y única vez que había poseído a esa mujer. Los dos se arrepintieron enseguida. La chica desapareció del colegio y no volvió a saber nada de ella. Él debió recluirse en un retiro espiritual para poder sobrellevar la culpa, y, lo que le resultó aún más difícil, sacarse a aquella mujer de su cabeza, propósito que nunca había logrado totalmente.
Con la ayuda de otro cura que lo asistió espiritualmente, pudo regresar a la normalidad sacerdotal con algún alivio de conciencia. Pero nunca fue la misma persona. Sabía que así como había cedido ante la tentación de la carne una vez, lo haría muchas otra veces en su vida, y esto lo aterraba.
Sin embargo su vocación sacerdotal no ofrecía fisuras y ese temor a recaer no lo hizo dudar a la hora de seguir adelante por el camino elegido.
Pero el episodio cambió su vida. Los fugaces instantes de intensa voluptuosidad que había vivido con Dorita no se borraban nunca de su mente. Se esforzó entonces en el estudio y en su carrera dentro de la Orden de San Orán. Obtuvo su doctorado en teología y pronto ocupó importantes cátedras y cargos administrativos en la orden. Pasaron los años, fue director en distintos institutos del interior, y, ya en la madurez, fue designado superior general de la Congregación para la República Argentina. Ahora había pasado los setenta años y se sentía satisfecho con todo lo realizado en su vida, pero...ah, aun hoy, en la vejez, recuerda los momentos pasionales vividos aquella tarde en su juventud y no puede evitar excitarse como cuando tenía veinte años. Una vez le había preguntado a un cardenal italiano de ochenta y nueve años en qué momento de nuestra vejez nos veíamos liberados de la tiranía del sexo. Y el anciano purpurado le había contestado: “Todavía no lo sé”.
¡El hedonismo! Instinto antiguo como el hombre mismo que había sido reprimido por casi todas las corrientes filosóficas. El placer es siempre rechazado, menospreciado, reducido en provecho de otros valores considerados más trascendentales. Recordaba conceptos polémicos del semiólogo Rolan Barthes quien afirmaba que el rival victorioso del hedonismo es el deseo pero nunca el placer, el deseo tendría una dignidad epistémica pero el placer no. Se diría que la sociedad rechaza de tal manera el goce que no puede sino producir epistemologías de la ley, nunca de su ausencia o de su nulidad. Es llamativa esta permanencia filosófica del deseo en tanto nunca es satisfecho. Y se preguntaba el intelectual francés: ¿El deseo no denotaría una idea de clase? Presunción de una prueba bastante grosera aunque muy notoria: lo popular no conoce el deseo, sólo placeres.
La maldita política... Se había metido mucho con funcionarios y legisladores del gobierno menemista. ¿Por qué lo había hecho? Para ayudar; uno cree en ciertas ideas y... Pero también he sido ambicioso. Señor, sé que hoy, como aquélla tarde con Dorita, no soy digno ni siquiera de hablarte. Creo que he procedido mal. ¿Pero procedí realmente mal? Si, sin duda, usé miserablemente a ese pobre hombre y a otros dignos docentes de nuestra Orden. Además, todo tuvo como objetivo remover al correcto obispo de Mar del Plata. Es horrible lo que hemos hecho... Pero el fin era bueno, yo al menos en ese momento estaba convencido de que los planes del canciller eran una cuestión de Estado muy importante. Y creo que los objetivos alcanzado son satisfactorios. Y yo tengo posibilidades de ser designado Secretario de Cultos, y con esa autoridad podré ser útil a la gente y a mi Iglesia. Lo malo es que esta chica lo ha descubierto todo y yo me siento avergonzado por eso... Además, ella podría denunciarlo públicamente y entonces... No, tal vez no se atreva, se expondría a perder su empleo. Ella ha de tener, como todos, sus ambiciones y, sobre todo, sus necesidades materiales. Pero lo hicimos bien, salió todo tan limpio, tan bien planificado que, por momentos me he sentido orgulloso de mi capacidad. Al fin y al cabo la Iglesia es una organización eminentemente política donde imperan las pasiones, los egoísmos, las ambiciones como en toda organización humana. Aunque... se dice que Dios nos quiere a los sacerdotes en el mundo, pero no del mundo... ¡Pero si hasta San Francisco debió enfrentarse a la curia Romana y actuar en consecuencia políticamente! La historia de la Iglesia es un compendio de luchas intestinas y personalidades enfrentadas.
Se sirvió otro whisky. Su mente vagaba ahora anárquicamente. Pensó en Dorita. Tan rápido había sido todo que ni siquiera atinó a desvestirla. Se rió amargamente. Si él no llegó a sacarse ni la sotana, apenas si se había bajado los pantalones... no, fue Dorita quien le desprendió el cinturón, le desabrochó la bragueta y le bajó los pantalones. ¡A ella ni la bombacha llegó a quitarle! Se la corrió para un costado y la penetró a medías. La eyaculación había sido inmediata. Pobre Dorita, tan desesperada que estaba y seguramente no tuvo tiempo de sentir nada. El profesor Argenta es una buena persona, no debí exponerlo... Lo que más lo horrorizó de aquella inesperada aventura es que manchó con semen la estola litúrgica, y ese hecho sacrílego lo atormentó  toda su vida. Tenía guardada esa estola aún con las marcas delatoras. Un hombre creyente como él no podía perdonarse el haber perpetrado ese ultraje.
Se sirvió el cuarto whisky. Estaba casi ebrio. Los objetos de la sala en penumbras habían comenzado a dar vueltas. Los estantes de la biblioteca repleta de libros parecían oscilar en movimientos ondulantes. Se acordaba de su madre, de Dorita, de los sacerdotes que había tenido que dejar en el camino para escalar posiciones. ¡Qué obsesión por alcanzar mayores jerarquías dentro de la Orden! Es que o bien pensaba en las mujeres o concentraba todos sus esfuerzos en su perfeccionamiento intelectual y en sus ascensos dentro de la estructura de su Congregación. Muy de tanto en tanto, cuando viajaba al exterior, solía caer en la tentación de tener contacto con alguna prostituta. Siempre buscaba mujeres maduras para sentirse más seguro y evitar problemas. Había pasado ya los cincuenta años cuando conoció en Roma a una tal Celina que uno de los conserjes del hotel le había recomendado. La recibió en su habitación con muy poca luz, como era su costumbre, por lo cual no observó nada anormal. Cuando ella ya se había vestido para retirarse y Segismundo la miró por primera vez a los ojos para pagarle, tuvo un sobresalto. Esa mujer tenía un asombroso parecido con Dorita, aunque con treinta años más. No se atrevió a interrogarla. Celina pareció ruborizarse, bajó la mirada, guardó el dinero en su cartera y se fue con un saludo en italiano casi inarticulado. ¿Era Dorita? Nunca lo supo, probablemente no, pero la sospecha de que hubiese sido ella lo atenaceaba desde entonces.
Entretanto había adquirido respetabilidad y poder dentro de la Orden. Pero claro, ya había llegado al pináculo y no era posible avanzar más. Por eso se interesaba en la política. Tengo que poner límites a mi ambición, esta vez me he excedido... ¿Pero acaso no me he excedido otras veces? No fue fácil llegar a superior general, y para lograrlo y evitar que otros me hagan a un lado tuve que usar estrategias a veces inescrupulosas. Si, he sido un inescrupuloso, que Dios me perdone... Tengo que rezarle a la Virgen.
Se levantó con dificultad, y tambaleando se dirigió hacia el reclinatorio que frente a una pequeña imagen de la Virgen de los desamparados, de la cual Segismundo era devoto, ocupaba un pedestal de mármol en un ángulo de la amplia biblioteca. Se arrodilló y comenzó a orar. Permaneció así durante algunos minutos. Levantó la vista para mirar a la Virgen y tuvo un sobresalto. En lugar de la estatuilla de la Virgen se erguía, sobre la plataforma, un repugnante escuerzo de color violáceo que lo llenó de espanto. Era un ser de horribles facciones que respiraba ruidosamente y lo miraba con ojos feroces y la boca entreabierta de la que se escurría una baba espumosa y amarillenta. Quedó paralizado mirando esa figura horrorosa. Trató de tranquilizarse. Sabía que no se debe mezclar el alcohol con antidepresivos porque pueden provocar visiones distorsionadas. Allí hay una imagen de la Virgen de los desamparados, y yo, por una mala jugada de mi mente conturbada, creo estar viendo una figura horrenda. Seguramente es mi estado de ánimo mezclado con este desarreglo que he hecho...
—Yo no lo creo —dijo el escuerzo con una voz ronca y desagradable.
—¿Quién... es usted? —balbució monseñor Bonetto.
—Soy un representante de Satanás y ha venido en nombre de mi Señor para decirte que en el Infierno estamos todos muy orgullosos de vos.
—¡Soy un hombre de Dios! ¡No tengo nada que ver con ustedes, malditos... batracios, o lo que sean! —gritó Bonetto exaltado.
El escuerzo rió a carcajadas.
—Has hecho, querido Bonetto, demasiados méritos para pasar a este lado. Estás muy lejos de ese Innombrable de quien te sentís uno de sus ministros en la Tierra.
—Soy un pecador, pero eso no me hace merecedor del Infierno.
—¿Pecador? Vaya...
—Lo de Dorita fue un momento de debilidad... Y he pagado esa falta con un remordimiento permanente.
—Amigo mío, lo de Dorita fue un acto humano, Nadie es castigado por esa nimiedad. Has hecho otras cosas peores con las cuales nos has honrado sobremanera.
—¿Qué he hecho que me aparte del Señor y me arroje a ustedes, malditos espantajos?
—Has hecho preciosidades, verdaderas delicattessen: has traicionado, has mentido, has conspirado, has abusado de las buenas personas, te has ofrecido como instrumento de los políticos corruptos, has tenido ambiciones desmedidas, has pisado la honra de los demás para trepar. ¡Cuánto te amamos, Segismundo, has sido un trepador hijo de puta!
—¡Basta, maldito súcubo, bicho inmundo, te voy a aplastar!
Bonetto tomó un candelabro y golpeó ferozmente al escuerzo que comenzó a proferir gritos de dolor y a despedir haces luminosos y olores tan penetrantes y fétidos que hicieron vomitar a Bonetto sobre la bien cuidada alfombra. Cuando el superior general se sintió aliviado de sus violentos espasmos estomacales, se produje un profundo silencio. Se incorporó y miró hacia el piso donde debió de haber caído el animalejo reventado a golpes. Sobre la alfombra, partida en veinte pedazos, yacía la estatuilla de la Virgen. Bonetto, desesperado, se arrojó sobre los trozos de yeso y, llorando, le pidió perdón a la madre de Dios.


Enrique Arenz 1999 - Derechos reservados. Prohibida su reproducción

La novela Las mandrágoras han dado olor fue editada en 1999 y está agotada. Puede bajarse gratuitamente de la página web del autor haciendo clic en el ícono PDF en la siguiente dirección: