sábado, 22 de enero de 2022

LA LIBERTAD INDIVIDUAL Y EL ESTADO, SEGÚN LA SANA DOCTRINA LIBERAL


Fragmento del Cap. 5º del libro "Libertad: un sistema de fronteras móviles", de Enrique  Arenz (1986)

Los límites del Estado han sido siempre un motivo de discusión, ya que de la misma manera con que algunos pretenden llevar su poder hasta extremos en que el hombre se transforma en su siervo, otros pretenden negar toda forma de autoridad política, aduciendo que el menor atisbo de coerción gubernamental implica pérdida de libertad.

Ninguna de ambas posiciones es aceptable. Es más, constituyen las dos caras de una misma moneda totalitaria: el colectivismo y el anarquismo.

Von Mises se encargó de aclarar, con estas palabras los fundamentos del orden jurídico en un sistema de libertad: “Mientras el gobierno, es decir, el aparato social de autoridad y mando, limita sus facultades de coerción y violencia a impedir la actividad antisocial, la libertad individual prevalece intacta. Esta coerción no limita la libertad del hombre, pues aunque éste decidiera prescindir del orden jurídico y el gobierno, no podría al mismo tiempo disfrutar de las ventajas de la cooperación social, y actuar sin frenos obedeciendo a sus instintos de violencia y rapacidad”.

En efecto, cuando las personas delegan la defensa de su libertad en una organización social, no renuncian a dicha libertad, ya que lo que quieren es precisamente preservarla. A lo que renuncian es a la irracionalidad y a la violencia. Por eso nadie puede ser libre si no se desenvuelve en un medio social donde todas las personas hayan pactado cooperar entre sí para ser libres.

Es obvio que los gobiernos carecerían de toda justificación moral si las personas no tuvieran aquellos instintos de rapacidad y violencia que los llevan a enfrentar permanentemente entre sí. De no existir reglas estipuladas de convivencia y una fuerza defensiva organizada, los más fuertes e inescrupulosos terminarían por someter a los más débiles e indefensos. La justificación moral de todo gobierno se nutre en un derecho natural de todo ser viviente: usar de la fuerza para defenderse de las acciones destructivas de los demás.

Nadie pone en duda que el derecho más elemental e incuestionable de todo ser humano es el derecho a vivir y a conservar la propia existencia. Este derecho, lógicamente, implica el uso de los medios adecuados para la obtención del sustento y la preservación de la vida y la salud. (Recuérdese que hay una sola cosa que una persona puede hacer sin medios: dejarse morir). Ahora bien, si admitimos el presupuesto del derecho a la vida y al uso de los medios idóneos para defenderla, fácilmente deducimos que el hombre es libre para elegir, usar y disponer de una variedad ilimitada e imponderable de dichos medios con los cuales ha de conservar la vida, ponerla a cubierto de futuros riesgos, asegurar la supervivencia y bienestar de los hijos, acumular reservas para la vejez y eventuales enfermedades y, finalmente, alcanzar fines superiores. Nadie puede razonablemente negarle al hombre tales lógicas atribuciones, con lo cual queda claramente perfilado su derecho natural e inalienable a poseer bienes y disponer libremente de ellos. He aquí el sentido de la propiedad privada.

Pero la propiedad privada sería ilusoria si no se la protegiera en forma efectiva mediante el orden jurídico. Los más fuertes y violentos impedirían este derecho a los más débiles y terminarían por apropiarse de todo. La vida humana se extinguiría en el planeta.

En todos los tiempos han existido hombres pacíficos y hombres violentos. Personas buenas y personas malas. Los pacíficos han intentado vivir en comunidad, trabajando, creando e intercambiando libremente el fruto de su trabajo. Pero los violentos, han utilizado sus energías destructoras para imponer su voluntad a sus semejantes y apropiarse por la fuerza de las energías creadoras de los demás.

He aquí, en esta realidad de la condición humana, la primera amenaza a la libertad del ser humano. Caín impone su violencia homicida sobre el pacífico Abel. El Antiguo Testamento nos muestra descarnadamente esta trágica circunstancia que habrá de acompañar eternamente el destino del hombre: la libertad y su amenaza permanente. El hombre pacífico frente a su tirano, el hombre violento.

Como se recordará, Leonard Read define a esta realidad como “el único problema social que existe”, ya que todo lo demás queda en la jurisdicción de lo creativo y lo individual.

Según hemos visto, el derecho a la vida y a conservar la propia existencia, implica necesariamente el derecho a la libre elección de los medios con los cuales lograr tales primarios fines. No cabe pues duda de que la libertad individual es un derecho anterior al hombre mismo ya que proviene de su Creador que lo dotó de la voluntad de vivir y del instinto de la supervivencia. La libertad, sin embargo (y esto también lo dijimos), sólo es posible en un contexto de organización social, ya que el hombre primitivo jamás pudo ejercerla. Es, por lo tanto, un derecho que requiere el voluntario propósito de cultivarlo (la conciencia del hombre libre es, en rigor, un estado cultural), un derecho que exige una clara convicción de su conveniencia social y, sobre todo, una firme decisión de preservarlo. La manera moderna de ejercer la libertad individual (sobre todo en el plano económico que es donde alcanza su máxima significación social) constituye, como afirmamos al principio de este capítulo, la gran conquista de la civilización occidental. Pero una conquista constantemente amenazada y puesta en tela de juicio. Por ello la libertad es un derecho que debe ser defendido todos los días, un derecho ligado a la vida misma que -al igual que ésta- se halla expuesta a mil peligros y acechanzas.

Por esta razón la libertad no es posible sin los medios adecuados para defenderla. Ahora bien, cualquiera tiene el derecho moral de impedir las acciones destructivas de los demás. Pero, por las razones que analizaremos a continuación, la persona pacífica no puede enfrentar por sí misma a los seres violentos que amenazan su libertad.

En primer lugar porque la persona pacífica que dedica todas sus energías creativas a su trabajo, no puede estar de vigilante, temeroso de las acechanzas de los demás. Y aunque así lo hiciera, su reducido ámbito de información no le permitiría conocer los peligros que se ciernen sobre su vida y bienes, tramados a veces a mucha distancia.

Porque si cada individuo se hiciera cargo personalmente de su propia defensa, tendríamos en la Argentina 40 millones de tribunales de justicia, cada cual con su propia concepción del derecho.

Porque al hombre sólo le está moralmente permitido usar la “fuerza defensiva” y jamás la “fuerza agresiva”. La diferencia entre ambas es demasiado sutil para que cada cual la interprete a su manera.

Y finalmente el argumento más convincente: porque si se trata de imponerse por el uso de la fuerza, es imprescindible el empleo de las armas, y en este terreno siempre ganan los que las manejan mejor. Entre una persona laboriosa y pacífica y un delincuente, sin duda este último habrá de manejar más hábilmente las armas. Si cada cual estuviese librado a su propia defensa, los delincuentes no tardarían en erigirse en gobernantes y someter por la fuerza agresiva a todos los seres pacíficos.

Con lo cual no podemos sino llegar a la siguiente conclusión: El hombre debe delegar la defensa de su libertad en una organización que utilice con carácter de monopolio la fuerza defensiva, a fin de enfrentar -orgánica y eficientemente- el único problema social que existe: las agresiones de algunos individuos contra la libertad individual. De ahí la necesidad de que exista un gobierno y un orden jurídico.

La organización de un Estado sólo se justifica, entonces, en la necesidad de los individuos de defenderse contra las acciones humanas que inhiben la energía creadora y su libre intercambio. Un gobierno justo deriva de esta única motivación: la necesidad común de todos los hombres de protegerse contra aquellos que quisieran limitar sus posibilidades creativas.

“El principio que justifica la organización, por parte de la sociedad, de una función defensiva -nos advierte Leonard Read-, impone limitaciones a lo que debe realizar dicha organización. En una palabra, la limitación del derecho reside en la propia justificación del derecho. La fuerza es una cosa peligrosa. Por lo tanto, la función organizada de la sociedad es un instrumento peligroso. Contrariamente a lo que algunos sostienen, no es un mal necesario. Siempre que se limite a su debido alcance defensivo, es un bien positivo. Cuando excede sus justas limitaciones y se convierte en una agresión, no es un mal necesario sino un mal, directamente.”

Es simple deducir que las facultades de un Estado están limitadas por los mismos principios que justificaron su creación. Si ningún individuo tiene el derecho de gobernar a otro, mucho menos la asociación de muchos individuos (el Estado) formada precisamente para proteger a sus integrantes de aquellos que aspiran a imponerles su voluntad por la fuerza, podría asumir facultades que el individuo no tiene. Es decir, si yo me organizo junto a otros individuos en una sociedad para evitar que los merodeadores violentos intenten limitar mi libertad, mal puedo aceptar que esa misma sociedad vaya más allá de sus fines y avance sobre los derechos para cuya preservación fue creada.

Podemos, en fin, hacer un resumen de lo expresado hasta aquí diciendo que el ámbito donde la criatura humana puede desarrollar al máximo sus potencialidades creativas e intercambiar libremente sus energías en una cooperación voluntaria que beneficia a todos, es la libertad individual. Como dicha libertad está siempre amenazada, el hombre debe hacer algo para preservarla. El Estado, pues, es la consecuencia de la necesidad del hombre de proteger su libertad. Por tal razón el Estado es una organización subordinada al hombre que tiene, por definición, facultades estrictamente limitadas. Si estos límites defensivos son sobrepasados, cosa que ocurre hoy, lamentablemente, en todos los países del mundo, el individuo pierde independencia y ve interferida y reducida su esfera privada de acción.

(Leer AQUÍ el capítulo completo)

Estos dos ensayos están agotados, pero se pueden bajar gratuitamente del sitio oficial del autor: Enrique Arenz, escritor argentino 
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