miércoles, 30 de noviembre de 2016

Nuevo cuento de Navidad


No pensé en Paul Auster cuando planeamos nuestra Navidad de 2015 en Nueva York. Pero las experiencias paranormales existen, y eso es lo que me propongo contar.

Nos tocó la semana más cálida de los últimos cien años, con temperaturas insólitas que fluctuaban entre los diez y veinte grados centígrados, con un par de días lluviosos. Rareza meteorológica que acaso presagió los acontecimientos posteriores.

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sábado, 26 de noviembre de 2016

Murió un criminal

MURIÓ FIDEL CASTRO, EL TIRANO QUE ENSANGRENTÓ LA ARGENTINA


 Por Enrique Arenz

Murió el tirano Fidel Castro sin pagar por sus crímenes de lesa humanidad. De todas maneras, la Justicia más temible es la Justicia de Dios, y de esa no va a poder zafar.

Este psicópata delirante no sólo sometió al pueblo cubano a una de las dictaduras más crueles que conoció el mundo, sino que en su megalomanía marxista pretendió exportar su "revolución" a toda América latina, y con esa locura ensangrentó a muchos países, entre ellos a la Argentina.

Porque aunque no se lo escucharemos decir a ningún periodista encumbrado de la radio y la televisión de nuestros días, ni lo leeremos en Clarín, en nuestro país hubo una guerra sucia iniciada por terroristas comandados por este criminal desde Cuba. Y afirmar esto no implica ser indulgentes con los militares que vinieron luego a combatirlos con métodos ilegales.

Hubo en la Argentina una sociedad indefensa sometida al terror de dos violencias armadas: la de los sicarios de Fidel, llamados subversivos, que hacían explotar una bomba cada tres horas y secuestraban, torturaban y mataban todos los días, y la de los militares que asaltaron el poder con la idea preconcebida de asesinar a siete u ocho mil argentinos sin el debido proceso, según lo reveló el propio general Videla al periodista Ceferino Reato. 


La Argentina y el mundo merecen conocer la verdad completa, y hay que exigirla, sin tenerle miedo a la reacción intolerante de los que defienden a los militares como a héroes, y de quienes pretenden que creamos que los subversivos fueron jóvenes idealistas. Ninguno tendrá una página de honor en esa historia cuando se la escriba completa. La Historia no los absolverá de sus recíprocas atrocidades.

Debemos decir  con claridad lo que pasó en aquellos años terribles, empezando por la responsabilidad de Fidel Castro que planeó la insurgencia en toda América del Sur y ordenó los delitos de lesa humanidad que perpetraron aquí sus comandantes Mario Firmenich y Mario Roberto Santucho. 


¿Que ésta es la teoría de los dos demonios? Sí, porque esa es la verdad de lo que nos sucedió.

Cuba se ha librado de un tirano que desde su lecho de enfermo seguía sometiendo a su pueblo. Hoy ese pueblo, tras sesenta años de opresión, puede mirar su futuro con alguna esperanza.


(Se permite su reproducción)

Bibliografía indispensable:

  • La otra parte de la verdad (Nicolás Márquez)
  • Fue Cuba (Juan Baustista Yofre)
  • Disposición final (Ceferino Reato)  

jueves, 8 de septiembre de 2016

De mi novela "Las mandrágoras han dado olor" (Capítulo final)




SANCTA SIMPLICITAS
El reformador Juan Huss, muerto en la hoguera por orden del del Concilio de Constanza.

Por esos días se había producido en Gualeguaychú el enigmático suicidio del empresario Alfredo Yabrán, buscado por la justicia bajo la sospecha de ser el instigador del asesinato del fotógrafo de la revista Noticias José Luis Cabezas, acusación que, para muchos ciudadanos reflexivos, entre ellos don Raimundo Ezequiel Argenta, se parecía más a una gigantesca y tenebrosa operación “político – mediática” que a una persecución judicial con fundamentos jurídicos serios.



A don Raimundo lo apenó mucho la noticia, pero no pudo evitar el alivio egoísta que le produjo ese inesperado acontecimiento por haber borrado de los diarios, con su profundo impacto social, los vestigios periodísticos que cada tanto reaparecían sobre el escándalo de Mar del Plata.


Viajó a Italia, participó con escaso entusiasmo del simposium sobre historia de la Iglesia Católica y pronunció una conferencia en Roma sobre la traicionera inmolación, en 1415, del heresiarca bohemio Juan Huss, inspirador secreto de San Orán de Catanzaro. El profesor argentino deleitó e impresionó a un distinguido auditorio con su muy singular y audaz interpretación de ese desdichado episodio de la historia violenta de la Iglesia del pasado.



“La Iglesia como organización corporativa (no la Iglesia de Cristo, que a veces está en otra parte) siempre manipuló y sometió psicológicamente a la gente —sostuvo en el final de su charla—, generalmente con oscuros objetivos políticos ajenos a su misión pastoral. Casi siempre prefirió dominar, sojuzgar, oprimir, antes que predicar y convencer mansamente como lo hizo Jesús. Cuando ese sabio y santo hombre que fue el teólogo reformador Juan Huss, juzgado y condenado a la hoguera por el Concilio de Constanza (traicioneramente, porque se le había garantizado salvoconducto), ya estaba atado encima del montículo de leña esperando que sus verdugos encendieran el fuego, contempló con tristeza a la multitud de cristianos que se habían reunido para presenciar el espectáculo de su horrible muerte. En eso vio que una anciana se abría paso entre la gente y se acercaba al patíbulo arrastrando los pies. Encorvada y de aspecto pobre y endeble, la viejita llevaba en sus manos un pequeño manojo de leña, seguramente sustraído a las necesidades de su mísero hogar, con el propósito piadoso de contribuir a alimentar el fuego que quemaría al hereje.


“Dice la leyenda que Huss, conmovido por la simpleza de alma de aquella mujer, exclamó: «Sancta simplicitas».



“¿Cuántos de nosotros, a través de los siglos, hemos alimentado, con la misma santa simpleza, las hogueras que han encendido y seguirán encendiendo algunos hombres de nuestra Iglesia para incinerar ideas, destruir reputaciones y transformar en cenizas la libertad humana, todo para alcanzar y conservar el poder en este mundo, tal vez con la estúpida esperanza de usufructuarlo también en el otro?”



Ese fue el remate de su temeraria conferencia, discretamente aplaudida por los siempre temerosos intelectuales católicos y criticada acremente por las autoridades eclesiásticas, quienes se escandalizaron de que un oranita latinoamericano —¡un erudito de la Iglesia! —se atreviera a pensar por sí mismo, osara expresar interpretaciones históricas tan alocadas y, mucho más aún, ¡que desafiara con tamaño desparpajo sus veneradas y milenarias reglas de obediencia!


Estuvo una semana en Roma. Luego viajó por Alemania, Francia, España y el Reino Unido. Apasionado del fútbol, vivió en Francia la angustia y la alegría del triunfo por penales de la selección argentina sobre el equipo de Inglaterra por la Copa Mundial. Fueron dos meses de andanzas por el viejo mundo, tratando inútilmente de olvidar a Griselda cuya evocación lo atormentaba todos los días y todas las noches. Había recordado dolorosa y constantemente el poema 10 de Pablo Neruda, aprendido de memoria en 1956, en ocasión de su primer desengaño amoroso: “Hemos perdido aun este crepúsculo/ Nadie nos vio esta tarde con las manos unidas/ mientras la noche azul caía sobre el mundo (...) Entonces dónde estabas? / Entre qué gentes? / Diciendo qué palabras? / Por qué se me vendrá todo el amor de golpe/ cuando me siento triste, y te siento lejana?”


Finalmente fue a los Estados Unidos y se reunió con sus cuatro hijos con quienes permaneció repartido por otros tres meses, un mes en Minnesota y otros dos meses en Los Ángeles.


En octubre tomó el avión de regreso a Buenos Aires. A los dos días de haberse instalado nuevamente en su departamento, viajó a Mar del Plata. Quería saber cómo iba su proceso judicial, pero lo que más deseaba, casi obsesivamente, era volver a encontrarse con Griselda. No había cambiado su manera de pensar, pero no estaba seguro de poder mantener su decisión si ella volvía a rogarle que no la abandonara.


Era la mañana de un sábado soleado. La llamó por teléfono desde su hotel. Su madre le informó que había ido al centro y que posiblemente regresaría cerca del mediodía. No quiso decirle quién era. Más tarde volvería a llamarla. Aprovechó para ver a su abogado. El letrado le dio buenas noticias: la causa estaba prácticamente inmovilizada desde hacía meses y probablemente se dispondría su sobreseimiento por falta de mérito. Lo puso al tanto del movimiento de padres en defensa de los colegios y le mostró un recorte de periódico que le había guardado.


Reconfortado por estas novedades, salió a caminar por la ciudad para disfrutar de un grato paseo bajo el estimulante sol de primavera. Caminó sin apuro, feliz, excitado como un adolescente, pensando que ese mediodía sorprendería gratamente a Griselda en su casa y que podrían verse quizás esa misma tarde o a la mañana siguiente para tomar el café que se habían prometido la noche de la despedida.



No podía definir ni controlar sus sentimientos, pero estaba emocionado y con deseos irresistibles de ver otra vez a aquella chica. Se decía a sí mismo que su decisión no había cambiado, que de ninguna manera iba a dejarse convencer por Griselda para que reanudaran su truncado idilio. Pero al mismo tiempo experimentaba el contradictorio anhelo de encontrarse con ella para disfrutar de su compañía y de su conversación culta y encantadora. ¿Qué te pasa, Raimundo?, se preguntaba mientras caminaba por la peatonal San Martín, llena de gente a esa hora de la media mañana, ¿Por qué sentís ese vacío en el estómago, como si la estuvieras esperando para irte de nuevo a la cama con ella? ¡Por Dios, Raimundo, no caigas en esto, tenés que ser fuerte! Pero, qué ganas tenía su corazón de oírle decir a Griselda que aún lo amaba, que lo estuvo esperando todos estos meses, que no podía vivir sin él.



Su ansiedad iba en aumento, se detenía a mirar algunas vidrieras pero no prestaba atención a lo que se exhibía en ellas, sólo se miraba en cuanto espejo encontraba y se preguntaba si todavía estaba como ella lo había conocido. No estaba muy seguro, estos cinco meses lo habían desmejorado un poco; sin embargo, todavía tenía intactas su personalidad y su inagotable simpatía, distintivos que Griselda más valoraba en él. Vio en su imaginación la escena del reencuentro, la alegría desbordante de Griselda al verlo, su reproche por haber tardado tanto en volver, sus ojos verdes con el ligero entrecejo dándole ese aire melancólico que tanto lo fascinaba. No tenía una sola fotografía de ella, por eso había tenido que pensarla todos los días para que su rostro y sus atributos no se desdibujaran en su memoria. Recordaba su cuerpo delgado, sus piernas esbeltas y bien formadas, sus tobillos delgados y sus muslos ensanchándose sugestivamente más arriba de su minifalda, su piel blanca y perfumada, sus nalgas perfectas y esos brazos delgados y musculosos que había acariciado hasta la saciedad.



Miró la hora. Eran las once. Muy temprano todavía. Caminaría otro poco por el centro, almorzaría en “Ambos Mundos” y luego la llamaría por teléfono. Recorrió la peatonal San Martín desde el mar hasta la calle San Luis. Cuando ya pasaban de las doce, tomó por Rivadavia en dirección descendente, decidido a comer puchero de gallina. Al llegar a “Ambos Mundos” se detuvo en seco. En la vereda de enfrente entrevió a una mujer joven parecida a Griselda. Estaba parada frente a una vidriera. Otra vez le ocurría como en Buenos Aires, cuando la vio, sin estar seguro, saliendo del despacho del superior general. Los numerosos transeúntes que caminaban desordenadamente por la acera no le permitían mirarla bien. Con el corazón a máxima velocidad cruzó la calle y se acercó a la mujer por detrás. Ya antes de llegar al cordón de la vereda vio en el reflejo de la vidriera que se trataba efectivamente de Griselda. ¡Qué maravilloso encuentro y qué hermosa está!, se dijo emocionado. Quiso sorprenderla y se acercó lentamente por detrás. Iba a tocarle el hombro cuando la mujer volteó la cabeza hacia su derecha como buscando a alguien y llamó:



—Pablo, no te me pierdas, vamos...



Don Raimundo, a centímetros de Griselda, percibiendo ya el exquisito y familiar perfume de su piel, se quedó inmóvil viendo cómo ella estiraba su delgado brazo y tomaba tiernamente de la mano a un joven de aspecto atlético, altísimo, de pelo rubio largo y enrulado. Ambos se dieron vuelta y pasaron delante de él, casi rozándolo, sin reparar en su presencia. Los dos jóvenes se sonreían amorosamente. Hacían una linda pareja. Se notaba que ella estaba embarazada. Raimundo los siguió como un autómata desde un par de metros de distancia, sin poder pensar en nada, sin saber qué hacer. Vio cómo él la tomaba por los hombros, la apretujaba cada tanto contra sí, la besaba y le hablaba todo el tiempo. Ella lo miraba, le sonreía y cada tanto acariciaba su dorada cabellera y apoyaba su cabeza en su hombro. El paso de Raimundo fue decayendo, se fue quedando, hasta que finalmente se detuvo con la mirada cansada y los hombros abatidos, mientras Griselda y su novio se alejaban cada vez más de él, con ese ritmo seguro, audaz y graciosamente saltarín tan propio de las parejas de jóvenes que miran el porvenir con desfachatez y se dirigen hacia la incertidumbre de su destino casi con indiferencia, como si fueran los dueños de la eternidad.

“Yo soy de mi amado, y conmigo tiene su delectación / Ven, oh amado mío, salgamos al campo / Moremos en las granjas / Levantémonos de madrugada / Veamos si brotan las vides, si se descubre la menuda uva / Si han florecido los granados; allí te daré mis amores / Las mandrágoras han dado olor / Y a nuestras puertas hay toda clase de dulces frutas / Nuevas y añejas, que para ti he guardado, amado mío


                                          

  El cantar de los cantares

 (Antiguo Testamento)

(Prohibida su reproducción por cualquier medio)