SANCTA SIMPLICITAS
El reformador Juan Huss, muerto en la hoguera por orden del del Concilio de Constanza. |
Por esos días se
había producido en Gualeguaychú el enigmático suicidio del empresario Alfredo
Yabrán, buscado por la justicia bajo la sospecha de ser el instigador del
asesinato del fotógrafo de la revista Noticias José Luis Cabezas, acusación que,
para muchos ciudadanos reflexivos, entre ellos don Raimundo Ezequiel Argenta,
se parecía más a una gigantesca y tenebrosa operación “político – mediática”
que a una persecución judicial con fundamentos jurídicos serios.
A don
Raimundo lo apenó mucho la noticia, pero no pudo evitar el alivio egoísta que
le produjo ese inesperado acontecimiento por haber borrado de los diarios, con
su profundo impacto social, los vestigios periodísticos que cada tanto
reaparecían sobre el escándalo de Mar del Plata.
Viajó a
Italia, participó con escaso entusiasmo del simposium
sobre historia de la Iglesia Católica y pronunció una conferencia en Roma sobre
la traicionera inmolación, en 1415, del heresiarca bohemio Juan Huss,
inspirador secreto de San Orán de Catanzaro. El profesor argentino deleitó e
impresionó a un distinguido auditorio con su muy singular y audaz
interpretación de ese desdichado episodio de la historia violenta de la Iglesia
del pasado.
“La Iglesia
como organización corporativa (no la Iglesia de Cristo, que a veces está en
otra parte) siempre manipuló y sometió psicológicamente a la gente —sostuvo en
el final de su charla—, generalmente con oscuros objetivos políticos ajenos a
su misión pastoral. Casi siempre prefirió dominar, sojuzgar, oprimir, antes que
predicar y convencer mansamente como lo hizo Jesús. Cuando ese sabio y santo
hombre que fue el teólogo reformador Juan Huss, juzgado y condenado a la
hoguera por el Concilio de Constanza (traicioneramente, porque se le había
garantizado salvoconducto), ya estaba atado encima del montículo de leña
esperando que sus verdugos encendieran el fuego, contempló con tristeza a la
multitud de cristianos que se habían reunido para presenciar el espectáculo de
su horrible muerte. En eso vio que una anciana se abría paso entre la gente y
se acercaba al patíbulo arrastrando los pies. Encorvada y de aspecto pobre y
endeble, la viejita llevaba en sus manos un pequeño manojo de leña, seguramente
sustraído a las necesidades de su mísero hogar, con el propósito piadoso de
contribuir a alimentar el fuego que quemaría al hereje.
“Dice la
leyenda que Huss, conmovido por la simpleza de alma de aquella mujer, exclamó: «Sancta
simplicitas».
“¿Cuántos de
nosotros, a través de los siglos, hemos alimentado, con la misma santa
simpleza, las hogueras que han encendido y seguirán encendiendo algunos hombres
de nuestra Iglesia para incinerar ideas, destruir reputaciones y transformar en
cenizas la libertad humana, todo para alcanzar y conservar el poder en este
mundo, tal vez con la estúpida esperanza de usufructuarlo también en el otro?”
Ese fue el
remate de su temeraria conferencia, discretamente aplaudida por los siempre
temerosos intelectuales católicos y criticada acremente por las autoridades
eclesiásticas, quienes se escandalizaron de que un oranita latinoamericano —¡un erudito de la Iglesia! —se atreviera a pensar por sí mismo,
osara expresar interpretaciones históricas tan alocadas y, mucho más aún, ¡que desafiara con tamaño desparpajo
sus veneradas y milenarias reglas de obediencia!
Estuvo una
semana en Roma. Luego viajó por Alemania, Francia, España y el Reino Unido.
Apasionado del fútbol, vivió en Francia la angustia y la alegría del triunfo
por penales de la selección argentina sobre el equipo de Inglaterra por la Copa
Mundial. Fueron dos meses de andanzas por el viejo mundo, tratando inútilmente
de olvidar a Griselda cuya evocación lo atormentaba todos los días y todas las
noches. Había recordado dolorosa y constantemente el poema 10 de Pablo Neruda,
aprendido de memoria en 1956, en ocasión de su primer desengaño amoroso: “Hemos
perdido aun este crepúsculo/ Nadie nos vio esta tarde con las manos unidas/
mientras la noche azul caía sobre el mundo (...) Entonces dónde estabas? /
Entre qué gentes? / Diciendo qué palabras? / Por qué se me vendrá todo el amor
de golpe/ cuando me siento triste, y te siento lejana?”
Finalmente
fue a los Estados Unidos y se reunió con sus cuatro hijos con quienes permaneció
repartido por otros tres meses, un mes en Minnesota y otros dos meses en Los
Ángeles.
En octubre
tomó el avión de regreso a Buenos Aires. A los dos días de haberse instalado
nuevamente en su departamento, viajó a Mar del Plata. Quería saber cómo iba su
proceso judicial, pero lo que más deseaba, casi obsesivamente, era volver a
encontrarse con Griselda. No había cambiado su manera de pensar, pero no estaba
seguro de poder mantener su decisión si ella volvía a rogarle que no la
abandonara.
Era la
mañana de un sábado soleado. La llamó por teléfono desde su hotel. Su madre le
informó que había ido al centro y que posiblemente regresaría cerca del
mediodía. No quiso decirle quién era. Más tarde volvería a llamarla. Aprovechó
para ver a su abogado. El letrado le dio buenas noticias: la causa estaba
prácticamente inmovilizada desde hacía meses y probablemente se dispondría su
sobreseimiento por falta de mérito. Lo puso al tanto del movimiento de padres
en defensa de los colegios y le mostró un recorte de periódico que le había
guardado.
Reconfortado
por estas novedades, salió a caminar por la ciudad para disfrutar de un grato
paseo bajo el estimulante sol de primavera. Caminó sin apuro, feliz, excitado
como un adolescente, pensando que ese mediodía sorprendería gratamente a
Griselda en su casa y que podrían verse quizás esa misma tarde o a la mañana
siguiente para tomar el café que se habían prometido la noche de la despedida.
No podía
definir ni controlar sus sentimientos, pero estaba emocionado y con deseos
irresistibles de ver otra vez a aquella chica. Se decía a sí mismo que su
decisión no había cambiado, que de ninguna manera iba a dejarse convencer por
Griselda para que reanudaran su truncado idilio. Pero al mismo tiempo
experimentaba el contradictorio anhelo de encontrarse con ella para disfrutar
de su compañía y de su conversación culta y encantadora. ¿Qué te pasa,
Raimundo?, se preguntaba mientras caminaba por la peatonal San Martín, llena de
gente a esa hora de la media mañana, ¿Por qué sentís ese vacío en el estómago,
como si la estuvieras esperando para irte de nuevo a la cama con ella? ¡Por
Dios, Raimundo, no caigas en esto, tenés que ser fuerte! Pero, qué ganas tenía su
corazón de oírle decir a Griselda que aún lo amaba, que lo estuvo esperando
todos estos meses, que no podía vivir sin él.
Su ansiedad
iba en aumento, se detenía a mirar algunas vidrieras pero no prestaba atención
a lo que se exhibía en ellas, sólo se miraba en cuanto espejo encontraba y se
preguntaba si todavía estaba como ella lo había conocido. No estaba muy seguro,
estos cinco meses lo habían desmejorado un poco; sin embargo, todavía tenía
intactas su personalidad y su inagotable simpatía, distintivos que Griselda más
valoraba en él. Vio en su imaginación la escena del reencuentro, la alegría
desbordante de Griselda al verlo, su reproche por haber tardado tanto en
volver, sus ojos verdes con el ligero entrecejo dándole ese aire melancólico
que tanto lo fascinaba. No tenía una sola fotografía de ella, por eso había
tenido que pensarla todos los días para que su rostro y sus atributos no se
desdibujaran en su memoria. Recordaba su cuerpo delgado, sus piernas esbeltas y
bien formadas, sus tobillos delgados y sus muslos ensanchándose sugestivamente
más arriba de su minifalda, su piel blanca y perfumada, sus nalgas perfectas y
esos brazos delgados y musculosos que había acariciado hasta la saciedad.
Miró la
hora. Eran las once. Muy temprano todavía. Caminaría otro poco por el centro,
almorzaría en “Ambos Mundos” y luego la llamaría por teléfono. Recorrió la
peatonal San Martín desde el mar hasta la calle San Luis. Cuando ya pasaban de
las doce, tomó por Rivadavia en dirección descendente, decidido a comer puchero
de gallina. Al llegar a “Ambos Mundos” se detuvo en seco. En la vereda de
enfrente entrevió a una mujer joven parecida a Griselda. Estaba parada frente a
una vidriera. Otra vez le ocurría como en Buenos Aires, cuando la vio, sin
estar seguro, saliendo del despacho del superior general. Los numerosos
transeúntes que caminaban desordenadamente por la acera no le permitían mirarla
bien. Con el corazón a máxima velocidad cruzó la calle y se acercó a la mujer
por detrás. Ya antes de llegar al cordón de la vereda vio en el reflejo de la
vidriera que se trataba efectivamente de Griselda. ¡Qué maravilloso encuentro y
qué hermosa está!, se dijo emocionado. Quiso sorprenderla y se acercó
lentamente por detrás. Iba a tocarle el hombro cuando la mujer volteó la
cabeza hacia su derecha como buscando a alguien y llamó:
—Pablo, no
te me pierdas, vamos...
Don
Raimundo, a centímetros de Griselda, percibiendo ya el exquisito y familiar
perfume de su piel, se quedó inmóvil viendo cómo ella estiraba su delgado brazo
y tomaba tiernamente de la mano a un joven de aspecto atlético, altísimo, de
pelo rubio largo y enrulado. Ambos se dieron vuelta y pasaron delante de él,
casi rozándolo, sin reparar en su presencia. Los dos jóvenes se sonreían
amorosamente. Hacían una linda pareja. Se notaba que ella estaba embarazada.
Raimundo los siguió como un autómata desde un par de metros de distancia, sin
poder pensar en nada, sin saber qué hacer. Vio cómo él la tomaba por los
hombros, la apretujaba cada tanto contra sí, la besaba y le hablaba todo el
tiempo. Ella lo miraba, le sonreía y cada tanto acariciaba su dorada cabellera
y apoyaba su cabeza en su hombro. El paso de Raimundo fue decayendo, se fue
quedando, hasta que finalmente se detuvo con la mirada cansada y los hombros
abatidos, mientras Griselda y su novio se alejaban cada vez más de él, con ese
ritmo seguro, audaz y graciosamente saltarín tan propio de las parejas de
jóvenes que miran el porvenir con desfachatez y se dirigen hacia la
incertidumbre de su destino casi con indiferencia, como si fueran los dueños de
la eternidad.
“Yo soy de mi amado, y conmigo tiene su delectación / Ven,
oh amado mío, salgamos al campo / Moremos en las granjas / Levantémonos de
madrugada / Veamos si brotan las vides, si se descubre la menuda uva / Si han
florecido los granados; allí te daré mis amores / Las mandrágoras han dado olor
/ Y a nuestras puertas hay toda clase de dulces frutas / Nuevas y añejas, que
para ti he guardado, amado mío”
El cantar de los cantares
(Antiguo Testamento)
(Prohibida su reproducción por cualquier medio)
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