jueves, 14 de febrero de 2013

SUGESTIVAS SEMEJANZAS ENTRE SAN PEDRO Y JOSEPH RATZINGER



CUANDO EL PRIMER PAPA QUISO RENUNCIAR Y JESÚS NO SE LO CONSINTIÓ

Jesús le dijo a Pedro aquella mañana frente al Mar de Galilea:

“Cuando eras joven hacías lo que querías, en la vejez, en cambio, otros ceñirán tus manos y te llevarán adonde no querrás ir. Deberás cumplir ese destino para gloria de mi Padre. Ahora sígueme”.


Siento un gran respeto y admiración por el Papa Benedicto XVI, y me inclino a pensar que su renuncia obedece a su soledad, a las intrigas palaciegas, a los increíbles errores cometidos (tal vez por la ineficacia o intencionalidad de la burocracia vaticana) y a su timidez y mansedumbre que lo inhiben de enfrentar a sus detractores internos con la fuerza con que lo haría otro cardenal más joven, ambicioso y de temperamento enérgico.



Una decisión irreprochablemente honesta, pero también muy personal. Y uno se pregunta: ¿tiene derecho el Vicario de Cristo de anteponer sus limitaciones y padecimientos personales a su misión trascendental? Para el mundo moderno, sí, tiene derecho. Incuestionablemente. El dilema es saber qué piensa Dios. Y esa duda, que ni el propio Joseph Aloisius Ratzinger en la soledad de su aislamiento futuro podrá dilucidar, me recordó que estando yo en Tierra Santa, en 2008, una homilía de nuestro guía espiritual me hizo pensar en el fallecido papa Juan Pablo II, que a pesar de sus agobiantes padecimientos, siguió arrastrando su pesada cruz con una determinación conmovedora. Se había hablado mucho de la eventual renuncia de Juan Pablo II por su calamitoso estado de salud. Sin embargo siguió hasta el final.



Aquel pensamiento me inspiró un cuento que se publicó en mi libro Historias de Tierra Santa y que recrea el momento en que tanto Pedro como todos los demás apóstoles quisieron olvidar a Jesús (ya crucificado) y seguir con sus vidas normales, en una humana reacción de agotamiento y debilidad moral. El cuento se llama: El día que Pedro quiso olvidarlo todo y dijo: me voy a pescar.



Como en estos días coinciden dos acontecimientos significativos para el Cristianismo: el tiempo de Cuaresma y la renuncia de un papa (por primera vez en seiscientos años) ofrezco la lectura de ese cuento que no es otra cosa que una ficción libre inspirada en un episodio del Evangelio de  san Juan y que podría movilizar alguna reflexión.


(Hacer clic en el título para leer el cuento)

sábado, 2 de febrero de 2013

La lección de un maestro


LUIS N. FABRIZIO, UN POLÍTICO HONORABLE QUE SE DEDICÓ 
A ESCRIBIR
por Enrique Arenz 

Luis Nuncio Fabrizio
Daba gusto conversar con él. Además de culto, amable y buena persona, era un auténtico demócrata respetuoso de las ideas y opiniones de los demás. Uno podía sentarse a tomar un café con este socialista convencido y hablar de política sin que el menor atisbo de intolerancia amenazara con arruinar el encuentro.
Si había un pluralista cultor del diálogo, ese era Fabrizio. Tenía la viva curiosidad por conocer el pensamiento de su ocasional interlocutor y tomaba seriamente su punto de vista. Y poseía una rara habilidad: cuando el apasionamiento del otro amagaba con poner algo tensa la conversación, cambiaba de tema de manera suave, respetuosa, casi imperceptible. A veces con sentido del humor, que era su mejor barrera a la incipiente tirantez. El intercambio de ideas y la destreza para evitar asperezas o discusiones, eran en él un arte superior. Hablar mal de alguien o mostrar la sangre de alguna de sus heridas no era música de su repertorio. Disfrutaba de la conversación amigable, ya fuera con peronistas, marxistas o liberales como yo.
Nos conocíamos del barrio, Colón y La Pampa, donde él tenía su carpintería. Habrá sido en 1957 o 58, aunque por entonces yo era un adolescente y por eso no tuvimos un trato muy cercano. Cuando desilusionado por ciertas ingratitudes y negaciones se alejó de la política activa y comenzó a escribir ficciones fue cuando nos hicimos amigos y comenzamos a vernos cotidianamente.
Nunca antes él había escrito narraciones, aunque sí ensayos políticos y muchas buenas notas periodísticas. Su iniciación en el cuento y la novela fue una sorpresa para mí, y presumo que también para muchos de sus amigos. Estaba entusiasmadísimo con su nuevo oficio, pero tenía la suficiente humildad como para saber que necesitaba aprender muchas cosas. Concurrió al taller literario de Marcela Predieri, y más tarde se unió a un grupo de escritores independientes que buscaba saludablemente el hábito de la corrección incansable y el perfeccionamiento técnico de la escritura.
Si siempre había escrito bien, con claridad, sencillez y buena prosa, aprender el oficio de la escritura creativa de la mano de un taller prestigioso no podía sino producir, en un hombre inteligente y buen lector como Fabrizio, una notable y rápida transformación. ¡Pero lo destacable, la gran lección que nos dio a todos, es que cuando comenzó esta gran aventura literaria ya tenía cerca de ochenta años!
Si a lo largo de su vida Fabrizio fue un político honorable, gerente de varias empresas comerciales y, sobre todo, un esforzado trabajador que dejó varios dedos de su mano derecha entre el aserrín de una sierra de carpintería; si fue, además, un hombre íntegro a la hora de reconocer y hacerse cargo de errores y desaciertos en algunas decisiones políticas que involucraron a muchos y no solamente a él, ¿qué debiéramos decir de sus últimos diez años? Que fue sencillamente ejemplar: en la vejez encaró la vida con una nueva pasión, una nueva perspectiva para canalizar su sensibilidad social: la literatura.
En su libro La redención alcanzada. Una historia de Mar del Plata, publicado hace siete años, Luis Fabrizio exhibe sorprendentemente el potencial de su capacidad narradora. Ese libro es la mejor demostración de que no hay edad para iniciarse en la creación artística si se tiene entusiasmo “juvenil”, ganas de alcanzar metas difíciles y tenacidad en el trabajo, virtudes que por un prejuicio generalizado el mundo suele dar por extinguidas en la gente mayor.
La enfermedad traicionera que lo invalidó en los últimos años nos ha privado no solo del amigo dolorosamente ausente en la mesa de café, sino de las historias que tenía dando vueltas en su cabeza y que proyectaba escribir y publicar. Eso se ha perdido, pero no lo que dejó publicado que siempre releeremos, sus cuentos aparecidos en La Capital que seguramente se reeditarán ni su admirable ejemplo de amor por la vida productiva y el trabajo entusiasta. Su lección nos ayudará a reírnos de nuestros cotidianos tropiezos y a no caer en el desaliento
ni en el rencoroso rumiar de ingratitudes e imposturas.

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Información complementaria para saber a qué me refiero cuando hablo de ingratitudes e imposturas:
Luis Fabrizio fue diputado provincial y nacional, concejal municipal, delegado municipal del Puerto y dos veces intendente de Mar del Plata por el entonces Socialismo Democrático. Fue un hombre de bien y un político de gran vocación por servir a su comunidad. Ganó la Intendencia Municipal en 1973, cuando solamente en dos ciudades de la provincia de Buenos Aires, una de ellas Mar del Plata, el peronismo resultó derrotado. En 1976 fue desalojado por el golpe militar, y en 1981, nombrado nuevamente al frente de la comuna por el mismo gobierno que lo había sacado. Haber aceptado ese ofrecimiento siempre lo mortificó, y reconoció públicamente que fue una equivocación de la que él se declaró único responsable. Sin embargo, había sido una multitudinaria asamblea del socialismo local la que lo autorizó y lo instó casi por unanimidad a asumir ese compromiso. Por su parte el Partido Socialista en el orden nacional, presidido por Américo Ghioldi, lo presionó para que accediera a volver al cargo que había ganado anteriormente por el voto popular. Muchos socialistas regresaron felices de la mano de Fabrizio a sus puestos de altos funcionarios municipales, pero luego, ya en democracia y con la unificación del Socialismo Democrático con el Popular, algunos de esos correligionarios lo culparon acremente por la pérdida del capital político de ese partido como consecuencia de aquella errónea determinación colectiva. Era tal su hombría de bien que cargó en silencio sobre sus espaldas una "culpa" que era de todo el Socialismo Democrático y no solamente suya.
El colmo fue cuando no hace mucho el Partido Socialista difundió un listado de los muchos intendentes socialistas que había tenido la ciudad, desde el primero que fue don Teodoro Bronzini en 1919. Una larga lista, casi todos buenos intendentes. No estaba el nombre de Fabrizio. Jamás le escuché una palabra de reproche.

Se permite su reproducción