Primer mensaje
De: “Alejandro Terboner”
Para: Alejo <alejoterboner@gmail.com>
Enviado: Jueves, 4 de febrero de 3043
Asunto: Muy importante.
Basílica de Luján |
Alejo, confío en que tu espíritu abierto y tu atracción por los sucesos extraños te harán leer hasta el final esta carta cuyo objetivo es ponerte sobre aviso acerca de ciertos acontecimientos que deberás evitar.
Empezaré por decirte que estoy en el año 3043.
Sí, Alejo, leíste bien: año 3043, cuarto milenio. Este mensaje viene desde tu futuro, y en el momento de escribirlo ¡tengo 1.083 años de edad!
Trataré de explicarme. Alrededor de 2035 la ciencia logró derrotar a casi todas las enfermedades físicas, entre ellas la vejez, que, como vos sabés, es un trastorno de la salud que interrumpe el proceso de renovación celular. Yo ya tenía setenta y cinco años cuando el envejecimiento fue vencido mediante un ingenioso procedimiento monoclonal basado en la lectura del genoma humano. ¡Extraordinario hallazgo que nos dio nada menos que la inmortalidad! A mí me agarró un poco tarde, y por eso quedé con mi aspecto de galán más que maduro; pero lo importantes es que mi declinación se detuvo. Para entonces eran muy pocas las patologías invencibles: algunas formas raras de cáncer, el mal de Reig, la esclerosis múltiple y dos o tres más cuyas curas demoraron todavía un siglo.
En aquellos primeros tiempos quienes pudimos pagar nuestro estudio genético y posterior tratamiento —inicialmente sólo accesible para los muy pudientes— quedamos para siempre como estábamos.
Los niños tuvieron prioridad, crecieron y llegaron a su pleno desarrollo, pero a partir de los veinte años cesaron en su evolución natural y, por supuesto, nunca envejecieron.
Para abreviar: hoy vivimos en un mundo de jóvenes “veinteañeros” con unos cuantos con la apariencia de treinta o cuarenta y algunos veteranos de cincuenta, sesenta o más años (“viejos primigenios”, se nos denomina oficialmente), donde no hay enfermedades fisiológicas ni malestares serios. Como te imaginarás, tampoco hay problemas económicos en un mundo donde no se necesitan muchos hospitales ni hacen falta obras sociales ni cajas de jubilación, y con una tecnología tan avanzada que los trabajos rutinarios, pesados o desagradables los hacen los robots y las máquinas automáticas. Hasta la burocracia estatal fue derrotada por las hipercomputadoras que hacen todas las tareas oficiales, tramitan expedientes electrónicos y resuelven los problemas administrativos sin necesidad de funcionarios públicos.
La gente igual suele morir, y lo hace por una de estas causas:
Por accidente. Cuando vivís siglos, un día errás un escalón, te distraés al cruzar una calle o pisás el jabón en la bañera.
Por homicidio. Los crímenes no han podido desterrarse de la sociedad. Es que en una larga vida activa se pierden los amigos y se ganan multitudes de enemigos.
Por ajusticiamiento. Todos los países debieron restablecer la pena de muerte, que se aplica cuando fracasan los intentos de rehabilitación de los criminales.
Por causa de las guerras. Esa tragedia tampoco pudo eliminarse totalmente. Ahora vivimos un período de paz y de libertades civiles, pero tuvimos cinco guerras mundiales espantosas y padecimos regímenes genocidas peores que los del siglo veinte.
Por suicidio asistido. Esta causa de muerte merece un comentario especial. Cuando ganamos la inmortalidad comprobamos lo que ya se sospechaba en la antigüedad: la vida interminable puede ser tediosa, dolorosa y hasta insoportable. A mí eso todavía no me sucedió porque me la paso cambiando de actividades y estudiando nuevas carreras, a veces obsesivamente. Ya llevo acumulados trece títulos universitarios y domino casi todos los idiomas. Pero a las personas sencillas que han perdido los siglos sin hacer nada creativo, a los mediocres, a los timoratos y a esa especie tan abundante de ignorantes contumaces a quienes el paso de los siglos sólo los ayuda a organizar su ignorancia pero no a ser más sabios o a entender el sentido de la vida, tarde o temprano les viene una terrible depresión. La neuropsiquiatría cognitiva los alivia transitoriamente, pero tarde o temprano toman la sabia decisión de irse de este mundo, y para ello la ley prevé un sistema de eutanasia voluntaria.
Los viejos primigenios somos pasto mojado para esas guadañas. Por eso nos han declarado grupo en extinción, y hasta quieren preservarnos, como si fuéramos una suerte de dinosaurios vivientes.
Te preguntarás cómo resolvimos el problema de la superpoblación. No fue sencillo: primero construimos ciudades aéreas encima de los océanos, y después colonizamos Marte y varios satélites de Júpiter y Saturno, en cuyas inhóspitas superficie generamos previamente una atmósfera respirable y abundante vida vegetal. Te cuento que hasta ahora no encontramos a nadie en el Universo. No digo que no haya otras civilizaciones en el espacio infinito. Pero si las hay, todavía no las hemos visto. Aún existen las organizaciones de estudiosos del llamado fenómeno ovni, cuyos siempre entusiastas miembros hablan y escriben sobre contactos, abducciones y otros extraños sucesos. Eso sí, los supuestos extraterrestres siguen volando en su anticuado plato volador, un modelo que ya debieran haber renovado.
Entonces, y por ahora, somos como los dueños de las galaxias. Hoy tenemos más de veinte planetas en proceso de precolonización con territorios distribuidos entre todas las naciones. Yo sigo en la Tierra por derecho de antigüedad (es más, aún vivo en nuestra casa de la ciudad de Luján, que hice restaurar no sé cuántas veces), pero los chicos de ahora, aunque nazcan aquí, deben trasladarse a algunos de los planetas colonizados. Te digo que nadie se hace problema porque es fácil y rápido comunicarse y viajar por el espacio.
Y ahora te cuento lo más asombroso: recientemente, gracias al desarrollo de lo que en el siglo XX se conocía como “mecánica cuántica” hemos logrado que ciertas partículas subatómicas (similares a los fotones o a los quarks, pero mucho más pequeñas) superen la velocidad de la luz, con lo cual podemos también viajar a través del tiempo, aunque por ahora tan sólo “virtualmente”. Veamos: Einstein sostenía que para la lógica de Dios tenía que haber una velocidad cósmica límite, que ese límite era la velocidad de la luz, y que por eso no sería posible superarla. Bueno, en cierto modo, materialmente hablando, esa teoría se ha confirmado, y hasta ahora nuestros intentos de sobrepasar esa marca cósmica sumando velocidades sobre sucesivas plataformas en movimiento y mediante el uso de reactores de fusión nuclear que se alimentan de las partículas de hidrógeno que vagan por el espacio, han fracasado, aunque logramos, ¡fijate vos, Alejo!, alcanzar el 99 por ciento de esa velocidad.
Pero ya en tu época se había observado que los impulsos eléctricos en las viejas computadoras iban casi a la velocidad de la luz. Pues bien, partiendo de esa simple observación, la ciencia halló la forma de proyectar las partículas subatómicas de las que te hablaba a velocidades superiores a las de la luz.
¡Imaginate nuestra sorpresa cuando comprobamos que estas ondas perforaban el tiempo y regresaban como un rebote desde el futuro! Nos costó casi un siglo ordenar todo eso y lograr direccionar esas partículas hacia un tiempo-espacio futuro determinado, recoger el eco, decodificarlo, por así decirlo, y proyectarlo directamente a nuestro cerebro en forma de imágenes intronodosinácticas.
Yo quise saber qué pasaría conmigo dentro de otros mil años, así que me asomé a esa dimensión. Los resultados fueron decepcionantes: apenas una fugaz y borrosa imagen que duró una fracción de segundos. He recordado después, que Freud sostenía que la pulsión de muerte se sustrae a la percepción si no está coloreada de erotismo... ¡viejo embrollón! Bueno, en definitiva ignoro si en otros mil años estoy muerto o no. Mejor así, porque me ahorré el disgusto de ver mi transmutación; porque el tiempo, aunque no nos envejece biológicamente, nos va cambiando, nos vuelve como cansados, taciturnos, malos, desconfiados, temerosos y abúlicos. Rasgos, miradas, gestos y mezquindades delatan ese implacable deterioro emocional, aún sin que la piel pierda lozanía. Se sabe si un hombre tiene veinte años reales o tiene cien, quinientos, mil años. Muchos viejos primigenios, por ejemplo (no es mi caso, al menos por ahora), han dejado de reír y hasta de sonreír, y si alguna vez lo intentan... ¡Dios mío!, es mejor mirar para otro lado!
Pero el último hallazgo científico basado en el mismo principio —todavía secreto, y al cual pude acceder porque colaboro como ingeniero de redes intergalácticas con el equipo de investigadores que trabaja en el proyecto—, consiste en enviar textos escritos hacia el pasado, como éste que estás recibiendo en tu pantalla. Esta es la primera prueba que realizamos con un destinatario identificable. Si todo sale bien, vas a tener este mensaje en la bandeja de entrada de tu correo electrónico (en tu computadora y en el formato de los antiguos E-mails) el domingo 3 de febrero de 2008.
Antes de explicarte por qué elegí esa fecha precisa, quiero completarte este informe sobre el primer siglo del cuarto milenio. Te voy a contar algo sobre las religiones y la sexualidad humana, asuntos que sé te interesan particularmente.
Empecemos por las religiones. Lo que te voy a decir tiene el propósito de aliviarte en ese conflicto de conciencia que te viene torturando estos últimos años, desde que ciertos impulsos personales te inducían a abandonar tu fuerte vocación religiosa.
Nuestra Iglesia Católica, que ejerce predominio en la mayoría de las culturas occidentales, ha adaptado su doctrina a las ideas y los conocimientos de estos tiempos. Lo mismo ha hecho el Judaísmo y las otras Iglesias Cristianas. Con decirte que hace ya quinientos años que la homosexualidad es aceptada como una opción natural y legítima, y las parejas gay hasta reciben el sacramento matrimonial.
Otra novedad es que la Iglesia instituyó el sacerdocio femenino. Pero curiosamente algo que siempre creímos que cambiaría no cambió: el celibato sacerdotal sigue siendo obligatorio en la Iglesia católica.
Las principales religiones monoteístas siguen prometiendo otra vida después de la muerte, pero los creyentes le hacemos pito catalán. La vida eterna está aquí y ahora. Dios le dio a su criatura pensante la inteligencia y la voluntad para dominar la naturaleza, vencer con la ciencia todas las dificultades y lograr la prolongación interminable de la vida biológica. El fuego de la espada bíblica se apagó y pudimos regresar al Edén, por lo tanto no hay, no puede haber, otra vida. Y esta revelación salta con uñas y dientes desde el sentido común: si resulta insoportable para muchos (y creo que a la larga ha de serlo para todos) vivir eternamente y con todas las comodidades en este mundo, ¿quién podría soportar una vida eterna en situación incorpórea? Esa sí que sería una existencia intolerable por lo aburrida.
Entonces, cuando nos cansamos de vivir aquí lo que queremos es simplemente terminar con la vida, no pasar a otra también interminable y tediosa, con la desventaja de que una vez en ella ya no podríamos abandonarla voluntariamente.
Te preguntarás, a todo esto, que pensamos acerca de Dios. Pues bien, somos más creyentes y religiosos que en tu época. Es que se ha impuesto definitivamente la teoría del “creacionismo o diseño inteligente”, de la que ya hablábamos en el siglo XXI, y según la cual la estructura celular es demasiado perfecta para ser obra del azar. No destronamos a Darwin, ya que nadie niega que las especies evolucionaron, simplemente desideologizamos el darvinismo e iluminamos su lado oscuro. En breves palabras, sabemos lo siguiente acerca de Dios:
Es el creador del Universo y de todo lo que existe dentro de él.
Es omnisciente y omnipotente.
Es infinitamente inteligente y sabio, y de estas dos condiciones absolutas deriva la más grande de sus cualidades: Dios es justo y su Justicia es perfecta.
No es, sin embargo, como creíamos en tu época, misericordioso, en el sentido humano del término, siempre relativo, inestable y condicional. Un dios misericordioso no podría serlo a medias, y la misericordia en términos absolutos no siempre sería compatible con la Justicia perfecta cuyo valor filosófico es superior a aquélla, porque un acto de conmiseración hacia una persona, una familia o un pueblo, puede implicar una injusticia para otros. Dios decide y hace lo que debe hacer sin equivocarse, sin sensiblería ni vehemencias. Y los premios y castigos se reciben en vida.
Dios es omnisciente, pero, atención, su omnisciencia no le permite saber lo que va a ocurrirles a los seres humanos individual o colectivamente. El libre albedrío que nos dio al crearnos nos hace únicos responsables de nuestros actos y sus consecuencias. Nosotros construimos nuestro destino con el pensamiento y las acciones. No puede saber el Creador lo qué va a hacer cada hijo suyo al día siguiente. Si alguien tiene el arrebato de matar a un semejante, Dios se entera en el momento de la decisión, no puede anticiparlo ni prevenirlo, porque en ese caso restaría sentido y significación a la libertad que nos otorgó. Si una persona, por su imprudencia o su intemperancia, se expone o expone a otros a un accidente, Él nada puede hacer. Cuando nos hizo libres, coartó su propia facultad de tomar injerencia en nuestras conciencias y en nuestras determinaciones personales. Nos señaló el camino al darnos la Ley, pero nos dejó en libertad de elegir entre lo que está bien y lo que está mal, entre lo correcto y lo incorrecto. A veces, eso sí, escucha un ruego, o atiende un pedido de la Virgen María, nuestra madre celestial, que sí es misericordiosa e indulgente, y decide intervenir para torcer un suceso. En este caso se trata de un milagro que, como siempre sucedió, se realiza como excepción, más que nada como prueba de la existencia de la voluntad divina y como luz de esperanza para los débiles y desdichados.
Dios vivió siempre, y esto no es difícil de comprender racionalmente. Antes de crear el Universo el tiempo no existía, por lo tanto Dios no pudo tener un comienzo, ya que algo que “comienza” supone la existencia previa de los parámetros del tiempo; y como el Universo un día cesará de expandirse y se contraerá hasta extinguirse, es sencillo deducir que Dios tampoco tendrá un fin, ya que “finalizar” implica una acotación en el tiempo, y el tiempo se habrá extinguido con el Universo. Por eso mismo se ha especulado que la omnipotencia de Dios tiene un límite: no puede poner fin a su propia existencia. Es decir, Dios no puede “suicidarse” (si exceptuamos, claro, el sacrificio de la Cruz). Estuvo siempre y deberá estar siempre, aún cuando el Universo desaparezca y todo vuelva a ser la Nada. Entendámonos, la Nada salvo la esencia pura que es precisamente Dios. Se supone que cuando esto ocurra creará otro Universo y todo comenzará nuevamente. Tal vez ya hizo ese ciclo muchas veces; es más, tal vez no haya un solo Universo sino muchos Universos paralelos, cada uno con sus leyes perfectas, que, como fuegos artificiales, surgen, brillan y se apagan ante la mirada divertida del Creador.
Vayamos ahora a la sexualidad. Después de dos mil cuatrocientos años de prohibición sexual, un Papa pidió perdón, el erotismo se humanizó y el séptimo Mandamiento quedó confirmado en su significado original: una condenación del adulterio.
Las religiones han aceptado también el control de la natalidad por métodos no abortivos.
Por otra parte se terminaron hace siglos las discusiones sobre la orientación sexual de las personas. Está claro que hay solamente dos sexos, femenino y masculino; pero la ciencia ha demostrado que todos los humanos somos bisexuales por herencia genética de nuestro remoto origen hermafrodita, aun cuando la mayoría desarrollamos desde niños una preferencia por el sexo opuesto (antes llamados heterosexuales), y una minoría por su propio sexo (antes llamados homosexuales). Pero clasificar a las personas como heterosexuales y homosexuales en términos absolutos era conceptualmente erróneo. Ahora sabemos que todos tenemos naturales inclinaciones tanto hacia uno como hacia el otro sexo, aunque en dosis o proporciones muy variadas. Hay grados intermedios en las preferencias sexuales que van desde la ambivalencia hasta la clara definición, aunque nunca esta definición es categórica. Es decir, no hay hombres ciento por ciento hombres ni mujeres ciento por ciento mujeres. Yo, por ejemplo, nunca me permití una experiencia homosexual, pero reconozco que fue por negación prejuiciosa, porque en ocasiones he tenido fantasías extrañas. Pero en mi caso esas fantasías se relacionaron siempre con muchachos afeminados, de atractivo similar al de las mujeres, jamás con hombres de clara masculinidad, por lo cual debo aceptar que he sido un bisexual, pero con preferencia dominante por el sexo opuesto.
Hoy el matrimonio gay es algo normal y muy estable. Pero la libertad imperante y la búsqueda de la felicidad llega aún más lejos: es cada vez más frecuente que dos matrimonios gay, uno entre mujeres y otro entre hombres, convivan con el propósito de experimentar entre los cuatro todas las variables y potencialidades de la sexualidad. En fin, cada uno diseña su intimidad como quiere, la humanidad ha cultivado la tolerancia, y las religiones ya no se meten en la cama de los fieles.
Pero ahora voy a sorprenderte. Cuando la prohibición sexual pasó a la historia, se puso de moda el régimen opcional de la castidad. Los médicos la recomiendan, los terapeutas comportamentales dicen que fortalece la templanza y el autodominio, y las religiones la siguen considerando una virtud y la aconsejan como ejercicio espiritual para la formación del carácter. ¿Qué tal?
Bien, creo que ya logré interesarte en lo que te estoy diciendo. Ha llegado el momento, difícil para mí, y también lo va a ser para vos, de explicarte por qué estás recibiendo esta carta en tu computadora exactamente el 3 de febrero de 2008.
Dos días después de esa fecha, el martes siguiente, recibí una invitación telefónica de mi amigo Goicochea para pasar unos días en su estancia de San Andrés de Giles. Te ofrecí venir conmigo para que pudiéramos hablar a solas durante el viaje. Querías decirme algo importante. Tenías (tenés) dieciocho años, pero eras apegado a mí como un chico. Me confiabas todo, tus ilusiones, tus problemas, tus inquietudes más íntimas. Y yo te defraudé ese día con mi incomprensión. En el camino me hablaste de tu decisión personal, me puse loco, discutimos, te grité, y mi alteración provocó un accidente en la ruta en el que vos, querido hijo, perdiste la vida. Tu madre no lo soportó y falleció un año más tarde. He vivido más de mil años con esta terrible culpa. Yo jamás volví a casarme.
Cuando comenzamos a trabajar en este proyecto, descubrí que había vivido siglos soñando con una oportunidad semejante. “La esperanza es una memoria que desea”, escribió Balzac. Me aferré a esa idea con desesperación, hasta que estuvimos en condiciones de hacer la primera prueba. Les rogué a mis colegas que me dejaran advertirte del accidente. Aceptaron por el afecto que me tienen y por ser un viejo primigenio, pero me advirtieron que si logro evitar tu injusta muerte acaso se produzcan cambios en la historia del último milenio.
Si vos vivís y elegís tener hijos (no lo sé, es una conjetura en cierto modo desmentida por tu decisión, aunque podrías cambiar) todos tus descendientes formarán una pirámide gigantesca que necesariamente habrán de producir cambios drásticos en la sociedad. ¿Qué pasará conmigo? No lo sé. He vivido en soledad este largo milenio y de pronto me encontraría rodeado por una familia multitudinaria. Existe la posibilidad de que si vos y tu madre sobreviven, yo desaparezca. O tal vez ustedes se desarrollen en otra dimensión (se habla de la posible existencia de varias historias alternativas o realidades paralelas) y no nos encontremos nunca... o acaso, ¿por qué no?, yo mismo sea proyectado a esa otra realidad. No lo sé. Me advirtieron que este experimento es riesgoso y por eso no se va a repetir.
No ignoro lo difícil que ha de ser para vos creer en todo esto, ¡sobre todo si me tenés ahí, haciendo mi vida cotidiana junto a vos!. Le he pedido a nuestra Virgen de Luján que ilumine tu corazón. La idea es que me convenzas de suspender el viaje con cualquier pretexto. Si no acepto, no viajes ese día conmigo. ¡Por favor, Alejo, no lo hagas!
Una alternativa es que viajes conmigo pero no me digas una palabra de tu decisión personal. Te voy a fallar, hijo, porque yo no estoy preparado, en ese momento, para semejante noticia.
Si logro convencerte del peligro que te acecha, podrás, junto a tu madre, seguir viviendo para acceder, años más tarde, al tratamiento privilegiado que mi fortuna podrá facilitarnos a los tres. ¡Seremos de los primeros en alcanzar la vida eterna!.
Un abrazo de tu padre que te ama desde el fondo del tiempo.
Segundo mensaje
Asunto: Urgente para Alejo (hijo)
Alejo, hijo querido, siempre tuve buena memoria, pero ha pasado tanto tiempo... Cuando te envié el mensaje anterior (que ahora te reenvío por archivo adjunto y que te ruego abras ya mismo y leas detenidamente, ¡es muy importante!) recordé, aunque vagamente, que dos días antes de hacer cierto viaje fatídico, vi en nuestra computadora un mail dirigido a en nuestra común dirección familiar. Ahora me doy cuenta de que eso que vi era mi primer mensaje desde el futuro dirigido a vos. Lo abrí porque a mí también me llamaban “Alejo”. ¡Qué imbécil! Cuando leí las primeras líneas creí que era una de esas publicidades tan molestas que se remitían a los correos electrónicos utilizando el nombre de los usuarios. “Alejo, empezaré por decirte que estoy en el año tres mil y pico...”, ¡pero por favor!, ¿qué me querrán vender, algún celular futurista?”, me dije fastidiado. ¡Y borré el Mail sin leerlo como hacía siempre que me llegaban esas basuras! A vos en cambio te interesaba todo y seguramente lo habrías leído. Por eso te reenvío el texto que por mi torpeza no pudiste ver.
Último mensaje
Asunto: Muy urgente para Alejo (hijo)
Este es el último mensaje que te mando, porque el sistema va a ser desactivado definitivamente. Por favor, hijo, abrí el archivo que te adjunto por tercera vez. El primer mensaje lo borré estúpidamente yo mismo. Luego recordé que semanas posteriores a cierto accidente que quiero que evites, vi un mensaje dirigido a vos que debió de ser el segundo ¡y que había sido abierto! No sé si leíste todo el archivo o comenzaste a hacerlo y lo tomaste en broma. Lo cierto es que el mensaje llegó a tus manos pero el accidente se produjo de todas maneras. ¿Qué sucedió?
Me autorizaron a hacer un último intento, pero esta vez haré que lo recibas con mucha anticipación, dos meses antes de un viaje que hicimos juntos a la estancia de Goycochea.
Aunque... no me engañaré a mí mismo. Creo recordar... estábamos almorzando, ¿o cenando...?, no, estábamos almorzando, cuando me preguntaste si yo te había escrito un mensaje raro firmado como “tu padre”. Yo lo negué y vos lo atribuiste a algún amigo bromista, y como el archivo era muy extenso ni lo leíste. ¡Claro, seguramente cuando dos meses más tarde viste el otro mensaje, con ese antecedente ya no le prestaste ninguna atención!
Me siento descorazonado como no lo había estado nunca. Es que ahora me convenzo de que no podemos cambiar los hechos irreversibles de nuestro pasado. Pero si tu destino fue morir en ese accidente, y el de tu madre morir de pena, el mío es vivir eternamente con esta pena en mi corazón, y ahora, casi once siglos más tarde, remitirte estos desesperados pero inútiles mensajes de advertencia. Pero alivia mi dolor saber que llegan a vos, que los estás viendo en tu pantalla, que los estás tomando en broma, que quizás te he divertido un poco. Y eso es para mí como si estuvieras vivo en alguna parte.
* * *
Epílogo
Luján, un día impreciso del año 3043
Luján, un día impreciso del año 3043
Luján conservaba del pasado, además del calor, los museos, los peregrinos mirando vidrieras sin apuro, y las fachadas originales de muchas de las casas con zaguán y puerta cancel construidas a principios del siglo XX. En una de esas antiguas residencias vivía el profesor Alejandro Terboner, sin otra compañía que los recuerdos y miles de libros de papel que se desintegraban en los estantes.
Dejó el laboratorio y se dirigió hacia la basílica de Nuestra Señora de Luján. Ese día se cumplía un nuevo aniversario de la muerte de Alejo y tenía necesidad de visitar el santuario para meditar y orar. Le llamó la atención que hubiera comenzado una misa, no en el camarín, como era habitual los días de semana a esa hora, sino en el Altar Mayor. Contrariado, no quiso participar de la ceremonia, por lo cual se refugió, un poco sigilosamente, en el pequeño altar lateral de Santa Ana, adyacente al crucero oriental. Se sentó en el reclinatorio frente a la imagen de San Joaquín, que apoyado en su báculo de mármol pareció mirarlo sin su habitual adustez. Se sentía más cerca de la Virgen hablándole en soledad que participando de una liturgia cargada de símbolos y convenciones que, aunque respetaba y a veces aceptaba, no terminaba de conformar a su mente analítica.
Desde allí veía de soslayo al sacerdote que oficiaba ante el Altar Mayor. Ahora comprendía
que esa ilusión suya de cambiar el pasado sólo podía germinar en un alma
torturada. Su hijo y su esposa no iban a volver a la vida. ¿Se justifica seguir
viviendo en estas condiciones?; miró distraídamente los movimientos del
oficiante; la celebración alcanzaba su máxima solemnidad: la Eucaristía. Aunque
no quería concentrarse en la Misa, igual se arrodilló como manda la ceremonia
para ese momento sagrado; otra vez esa somnolencia depresiva; “Esta es la sangre de Cristo”; la voz
del sacerdote martillaba sus oídos con una sonoridad hipnótica. Los extraño,
los extraño terriblemente...; “¡Jesucristo
ha resucitado; éste es el milagro de la fe!”. Alejandro Terboner había
girado levemente la cabeza (sin pensarlo, fue como un acto reflejo) y sus ojos
se clavaron en la Hostia consagrada que el sacerdote elevaba con gesto de
profunda unción. Le pareció que el sacerdote ya no era la misma persona, aunque
no pudo distraerse en esa observación porque diferentes escenas comenzaron a
superponerse vertiginosamente y un repentino estupor vino a borrar de su mente
las cavilaciones que lo habían agobiado segundos antes. Todo pareció
desvanecerse a su alrededor. Todo, excepto el símbolo del divino cuerpo que
resplandecía en lo alto con una blancura radiante y sobrecogedora. “Este es el Cordero de Dios que quita los pecados
del mundo. Bienvenidos a la mesa del Señor”.
Terboner sonrió con ufanía cuando su hija Alejandra, con hábito blanco y humeral verde, avanzó con el copón entre sus delicadas manos para comulgar a los feligreses que habían formado un semicírculo frente a la pequeña Virgen de Luján.
Cuando la misa terminó buscó con la mirada a su ex esposa para saludarla, como lo hacía cortésmente todos los domingos, más allá de que ella, diez años más joven que él (años primigenios, se entiende), más otros veinte entregados en el quirófano y algún adicional perdido a fuerza de gimnasia y cosmetología, ya se había casado cinco veces desde que se divorciaron hacía casi seiscientos años.
Después de todo seguían siendo los padres de Alejo, aquel muchachito amado que un día ya muy lejano tomó la decisión de cambiar de sexo, y que ahora, para orgullo de ambos, era la madre Alejandra de la basílica de Luján.
Prohibida su reproducción por cualquier medio
(Publicado en el libro No confíes en tu biblioteca)
Prohibida su reproducción por cualquier medio
(Publicado en el libro No confíes en tu biblioteca)