miércoles, 11 de abril de 2012

Del libro Historias de Tierra Santa:

HERENCIA MALDITA
Cuento de Enrique Arenz
(Esta historia está basada en hechos reales)
En 1982 Ruth Eilsmann era una joven judía de diecinueve años que estudiaba Ciencias Exactas en la Universidad Ben Gurión de Tel Aviv. Sus padres vivían en Jerusalén y pertenecían a una comunidad religiosa ortodoxa.
Una noche, un sujeto armado con un cuchillo la esperó en la escalera solitaria del edificio donde vivía y la violó. Durante días Ruth permaneció encerrada en su departamento, asustada y abatida.
Se esforzó por retomar el curso de su vida normal, volver a la universidad y frecuentar a sus amigos y compañeros de estudio. Poco a poco fue superando las secuelas de su desventura, hasta que descubrió que estaba embarazada.
Desesperada, habló con sus amigas y éstas le recomendaron que abortara. En Israel el aborto es legal en los casos de violación, y esta solución no representa para los judíos un problema religioso ya que el Talmud establece que el feto es parte del cuerpo de la madre hasta el momento del alumbramiento. Con el primer grito, la criatura recibe de Dios el neshamá, o alma, y adquiere los atributos y derechos de un ser humano.
Ruth regresó a Jerusalén para hablar con sus padres.
El mundo tembló alrededor de aquellas buenas personas que  vivían nada más que para honrar a Dios. Su padre lloró desconsolado y su madre estuvo a punto de enfermarse, pero con la ayuda de un rabino se serenaron y trataron de confortar y aconsejar a su hija. No había otra opción que interrumpir el embarazo.
Ruth estuvo de acuerdo. Les pidió que no se preocuparan porque ella tenía amistad con un médico de la universidad que sabría orientarla. Regresó a Tel Aviv.
Universidad hebraica de Jerusalén, donde el autor obtuvo datos para este cuento
Si bien sus padres no se planteaban ningún cuestionamiento de con­ciencia, Ruth no pensaba de la misma manera. Era una mujer culta que estudiaba ciencias y estaba familiarizada con los estudios genéticos preliminares que años más tarde culminarían en el Proyecto Genoma hu­mano desarrollado por los catorce países más avanzados del mundo que tras diez años de investigación probaron lo que muchos científicos ya sostenían: que la vida humana se inicia en la concepción. Sabía, por lo tanto, que esa vida latente ya tenía todos los componentes genéticos para determinar las características físicas y caracterológicas del futuro ser humano.
No era para ella una cuestión religiosa, era un dilema ético basado en conocimientos científicos objetivos.
En Tel Aviv fue a visitar a una amiga católica para pedirle consejo. La amiga no anduvo con vueltas:
―El aborto es un crimen abominable a los ojos de Dios ―le dijo―. Ya hay en tu matriz un niño que tiene derecho a la vida. No debieras siquiera pensar en la alternativa de interrumpir el embarazo.
―¿Y qué puedo hacer? No estoy dispuesta a criar un hijo nacido de una experiencia personal tan espantosa.
―Por supuesto que no ―asintió su amiga―, eso es comprensible, pero hay otra solución. Das al niño en adopción, desde ahora. La familia que lo adopte se hará cargo de tus cuidados médicos y del parto, y se lleva al niño sin que tú lo veas.
―¿Y eso cómo se hace?
―Mira, conozco una organización católica que se ocupa de estos casos. Es una congregación de monjas que te ayudarán sin que tu condición de judía sea ningún problema. Allí no preguntan a nadie en qué cree o deja de creer, las monjitas sólo tratan de salvar vidas de niños por nacer y darles un hogar. Es gente maravillosa.
Ruth no tardó mucho en dejarse convencer. Llevada por su amiga se puso en manos de la congregación. Cuando sus compañeros se enteraron de lo que le suce­día la apoyaron con admiración y demostraciones de solidaridad. Sus padres, inicialmente desconcertados, terminaron aceptando su decisión y la ayudaron en todo. Mientras avanzaba su embarazo siguió estudiando y rindiendo sus exámenes.
El parto fue normal, nació un varón que ella no vio pero cuyo llanto escuchó como un gemidito débil que se alejaba mientras se lo llevaban rápidamente de la sala.
Ruth se graduó y se puso de novia con un profesional de Tel Aviv a quien puso al tanto de todo lo que le había sucedido. Dos años después se casaron y decidieron residir  y trabajar en Jerusalén.
Pasaron veinte años. El matrimonio tuvo dos hijas que ya se habían casado. Una de ellas estaba embarazada. Ruth daba clases en la Universidad Hebrea de Jerusalén.
Un día, al retirarse de la casa de estudios, un joven muy educado y tímido se acerca a ella y le pregunta si es la doctora Ruth Eilsmann.
―Sí, y tú ¿quién eres?
―Me llamo Simón Hernández, soy hijo de españoles radicados en Tel Aviv. Mi padre es gerente de una compañía financiera…
―Mucho gusto ―Ruth le estrechó la mano―. ¿Estás estudiando en Jerusalén?
―No, yo estudio en Tel Aviv…
―Ahá…
―Yo, sólo quería… conocerla, doctora… ―el muchacho se había ruborizado y miraba hacia abajo.
―Bien, me siento halagada, pero no entiendo…
―Doctora, estuve buscándola… usted… es mi madre biológica.
El sobresalto le aceleró el corazón pero no la sorprendió porque siempre supo que ese momento podía llegar. El joven había hecho un esfuerzo para levantar la vista y ahora la miraba con ojos bondadosos, llenos de timidez. Ruth reconoció en esos ojos al hijo que nunca vio y  que había parido ha­cía ya veintidós años. No había olvidado el débil llantito que escuchó antes de que lo apartaran definitivamente de ella.
Los dos quedaron en silencio, confundidos, indecisos. Finalmente Ruth lo invitó a tomar un café en un bar de las inmediaciones.
Simón le contó que siempre supo que era hijo adoptivo. Cuando tuvo veinte años quiso conocer a su madre biológica, y como sus padres ignoraban toda referencia sobre ella decidió salir a buscarla.
Empezó por el primero y único eslabón conocido: la institución que había tramitado su adopción. Naturalmente en la congregación no le dieron ninguna información por las reglas de confidencialidad y reserva absoluta con que se deben canalizar estas adopciones.
Pero Simón estaba dispuesto a llegar hasta su madre. Se relacionó amistosamente con empleados y autoridades de la institución católica y se ofreció como voluntario para ayudarlos en lo que pudiera ser útil. Tratándose de un joven católico a quien la congragación había salvado, le tomaron afecto y confianza. Finalmente, al cabo de mucho tiempo y paciencia, alguien, compadecido por la ansiedad y la determinación que demostraba Simón, le dio reservadamente los escasos datos que se guardaban en los archivos, apenas el nombre y apellido de soltera y fecha de nacimiento de quien era su madre biológica.
La buscó en Tel Aviv y en varias ciudades durante el tiempo que le permitían sus estudios, hasta que la pesquisa lo condujo a Jerusalén.
Cuando Simón terminó de contar el esfuerzo que hizo durante dos años para encontrarla, Ruth estaba llorando en silencio.
―No quiero hacerle daño, doctora…
―No me digas doctora. Por ahora llámame Ruth.
―Estaba obsesionado por conocerla y saber por qué me había abandonado…
―No, pero…
―Está bien, Ruth, finalmente lo supe. Usted fue violada y se negó a abortarme. Eso fue maravilloso, increíble; ahí supe qué buena persona que es. Míreme, Ruth, poseo una vida llena de ilusiones, tengo una novia, pronto me recibo de doctor en biología y mis padres adoptivos han sido extraordinarios. Y todo gracias a usted, Ruth.
―¿Por qué gracias a mí?
―Pudo eliminarme, y habría estado en todo su derecho.
―Sí, es verdad, siempre pensé que Dios me iluminó cuando decidí darte en adopción. Ahora lo compruebo. No sabes qué feliz me siento.
Ruth llevó a Simón a su casa para que lo conociera su esposo. Llamaron a sus hijas y le presentaron al hermano ignoto de cuya existencia ellas jamás habían tenido noticias. Se quedó un par de días en la casa contando a todos su vida y sus proyectos futuros.
Cuando se despidió prometió volver con sus padres adoptivos. Lo hizo varios meses después. Trajo también a su novia.
Pero esta vez Ruth lo notó cambiado. Mientras todos ha­blaban, reían y comentaban sus cosas, él permanecía taciturno, como preocupado y ensimismado. La percepción de Ruth se confirmó cuando el muchacho le pidió hablar a solas. Con su habitual timidez, algunas vacilaciones y leves tartamudeos, le dijo que quería saber quién era su padre.
―Sólo sé que era un marroquí por el acento. No tengo la menor idea de su nombre o domicilio. Jamás volví a verlo. Pero, no te entiendo, Simón, ¿para qué quieres conocer a ese sujeto?
―Para decirle en la cara que me avergüenzo de ser su hijo.
―No tiene sentido, Simón, es mejor que no sepamos jamás quién es y dónde está en este momento.
Cuando Simón se convenció de que su madre no tenía el menor indicio sobre la identidad y el paradero de su violador, no insistió, y para tranquilizarla le prometió que no intentaría descorrer ese velo.
Pero secretamente siguió buscando a su padre.
Un dato suelto lo llevó a otro y éste a otro, hasta que logró conocer el nombre y el apellido del marroquí que había violado a su madre. Se llamaba Sami Awahad y estaba purgando en El Cairo una reclusión perpetua convicto de violaciones y homicidios.
Con el pretexto de investigar un asunto arqueológico para completar su tesis sobre herencia y ADN, viajó a Egipto con una carta de presentación del Ministerio de Cultura de Israel que le consiguió uno de sus profesores. Luego de vencer varios obstáculos burocráticos, logró que le permitieran entrevistarse con el peligroso asesino.
Cuando tuvo al marroquí delante de él, rejilla de seguridad por medio, vio unos ojos hundidos, opacos y muy juntos que lo contemplaban desde una cabeza calva inclinada hacia un costado. Con una mueca entre abúlica e indiferente el sujeto le preguntó qué quería. Simón trató angustiosamente de encontrar en esos rasgos algún asomo de humanidad, pero sólo percibió un golpe de olor rancio.
Sobreponiéndose a las nauseas, Simón le dijo que era hijo suyo y de Ruth Eilsmann, una de las tantas mujeres que él había violado en Israel, y que había planeado matarlo para vengar a su madre, pero que ahora, sabiendo que se pudriría por el resto de su vida en esa siniestra penitenciaría, estaba tranquilo, que desistía de su venganza y que sólo le deseaba el mayor sufrimiento posible entre aquellos muros tenebrosos.
Dicho esto, Simón quedó mirándolo desafiante, con desprecio impertinente. El presidiario lo había escuchado en silencio, calmado, sin el menor signo de sorpresa o alteración. Tras un corto silencio, dijo:
―No sé quién eres, mocoso, no me interesa conocerte, no me dice nada el nombre de tu madre ni la reconocería si la viera porque he olvidado las caras de todas las mujeres que violé. En cuanto a ti, déjame recordarte algo: te guste o no te guste, si es verdad que soy tu padre tienes una deuda conmigo…
―¿Qué puedo deberle a usted, miserable? ¿Acaso afecto, respeto? ¿A una escoria como usted, por haberme engendrado en un acto criminal?
―No me debes ni afecto ni respeto. Sólo gratitud.
El presidiario se levantó perezosamente de su silla y golpeó la puerta del gabinete. Entró el guardia, lo esposó y ya se lo llevaba cuando Simón le gritó:
―¿Gratitud? ¿Qué tengo que agradecerle yo a usted, degenerado hijo de puta? ¡No se vaya, bestia sin alma, contésteme!
El recluso se dio vuelta y, con la mueca de una sonrisa siniestra (ahora sí parecía alterado) asomó su cabeza por la puerta.
―Escúchame imbécil―le dijo―, me debes lo más importante que tienes: la vida, tu puta vida, ni más ni menos. Siempre sabrás que estás en este mundo gracias a que sometí a tu madre y a que no quise cortarle el cuello como a otras mujeres. Pero te voy a decir algo más: también cargarás con mi herencia porque llevas mis genes. Estos genes siempre aparecen en nuestra descendencia generación por medio. Mi abuelo fue un violador serial que murió apedreado por una multitud furiosa; mi padre, en cambio, fue un pobre tipo, inofensivo como seguramente lo eres tú, pero… ay de ti cuando tengas un hijo varón. ¡Esa es la herencia que te dejo!
El marroquí estalló en sonoras carcajadas que se parecían a la tos de los perros. Mientras se alejaba gritaba: “¡Soy tu padre! ¡No lo olvides nunca! ¡Tu padre!, y me verás reaparecer tarde o temprano en tu propia sangre…”
Simón regresó a Tel Aviv con la muerte en el alma. Ha­bría querido equivocarse, habría deseado encontrar en ese depravado la huella así fuera insignificante de una esperanza. Si hasta había alentado la injusta expectativa de que su madre hubiese mentido para borrar los rastros de una relación impropia o equivocada. Llegó a pensar que tal vez el marroquí y su madre pudieron haberse amado, y que la violación no había sido exactamente una violación. Había rumiado enfermizamente que podría tratarse de un hombre normal que cometió un error; incluso, ¿por qué no?, un acto abusivo del que pudo arrepentirse.
Pero los temores y presentimientos que lo obligaron a buscar a su padre biológico se habían confirmado. 
Desde el aeropuerto Ben Gurión fue directamente a la casa de su novia que lo esperaba ansiosa.
Lloraron juntos hasta el alba.
Ahora había que tomar una decisión, porque ella estaba embarazada de dos meses. 

(Este cuento pertenece al libro del autor Historias de Tierra Santa)
Derechos reservados. 
Prohibida su reproducción

lunes, 2 de abril de 2012

EL CELULAR DEL CURA

Cuento de
Enrique Arenz

El sacerdote franciscano Marcos Silva, colombiano de treinta y cinco años, recibió la noticia con la imaginable conmoción. Los médicos de la Orden detectaron en su cerebro una rara forma de neoplasia que no era operable ni respondía a tratamiento conocido alguno. A lo sumo le quedaban dos años de vida, y su final no sería ni rápido ni fácil.
Consultó a varios especialistas en Roma y todas las respuestas fueron coincidentes. Pidió a sus superiores que lo trasladaran a Tierra Santa para terminar allí sus días. Le concedieron su deseo.
En Jerusalén llevó una vida calma. No le exigían nada, sólo debía confesar, dar misa y guiar a pequeños grupos de peregrinos, si es que te­nía voluntad de hacerlo.
Trató de no derrumbarse, de aceptar la voluntad de Dios y de cumplir lo mejor posible su misión pastoral.
La vocación religiosa lo llamó desde muy chico. Sus padres lo apoyaron y lo mandaron al seminario. ¡Qué orgullosos estaban cuando se ordenó en la catedral de Bogotá!
Luego vinieron los viajes por el mundo y los estudios avanzados en el Seminario de Roma (eligió el doctorado en derecho canónico) que aún no había terminado, con la mira puesta en una carrera ascendente dentro de la maravillosa estructura de la Iglesia Católica, donde los curas inteligentes y estudiosos como él, subían paso a paso por los peldaños dorados que conducen a reconocimientos, cargos y dignidades.
Ahora todos esos sueños se habían desintegrado. Una inesperada rebeldía interior le gritaba de pronto que era demasiado joven para resignarse a morir. “No me está pasando a mí, no puede estar pasándome esto a mí”, se decía confundido y angustiado.
Su fe comenzó a debilitarse.
En Tierra Santa recibía de la Orden frecuentes llamadas telefónicas en las que le preguntaban si se sentía con ánimo para acompañar a algún contingente de peregrinos, u oficiar misa en determinado templo. Él siempre acce­día porque no quería ser una carga antes de tiempo, y también porque estar activo lo equilibraba emocionalmente.
Pero lo alarmaba el deterioro progresivo de su fe, tan honda e inconmovible siempre. Primero lo atormentó un raro rencor hacia los designios de la Providencia; después fue una inédita sensación de soledad y desamparo.
Finalmente comenzó a dudar de la existencia misma de Dios, al menos de ese Dios personal, cercano a cada uno de nosotros, ese Dios que nos escucha y nos consuela: Jesús, el Dios de los cristianos que él mismo describía fervorosamente en sus homilías.
Hizo todo lo posible para volver a creer. Sabía que sin una fe sólida,  no podría mantenerse en pie ni afrontar sus últimos momentos. Pero fue inútil. Con su declinación física, la fe se le había ido desmoronando a pedazos.
Con el tiempo sus síntomas se agravaron. Las intensas jaquecas y los picos de fiebre lo invalidaban a veces durante semanas. 


Una mañana lleva a unos pocos peregrinos a la basílica de la Anunciación, en Nazaret, donde deberá celebrar una misa. Se reviste en la sacristía y se dirige al Altar. Mientras som­bríos pensamientos le dicen que su vida ha perdido todo su sentido y significación, observa a lo lejos, en los últimos reclinatorios del templo casi vacío, a cinco mujeres musulmanas que unen sus oraciones en veneración de la Virgen María. Su desánimo se profundiza ante aquella demostración de fe.
Da comienzo a la ceremonia. No puede concentrarse. Sus gestos y palabras son automáticos, casi rutinarios, no hay devoción en su expresión ni en sus ademanes. Llega el momento de la Eucaristía. Los fieles se arrodillan e inclinan la cabeza. En medio de la consagración y cuando el sacerdote se dispone a elevar la hostia para la transubstanciación se oye el sonido insistente y penetrante de un teléfono celular. ¡Es su propio celular! En su desasosiego, el padre Marcos ha olvidado el acto reflejo de apagarlo antes de cada misa.
El sacerdote interrumpe el solemne ritual y busca en el bolsillo de su pantalón el diminuto objeto. Los peregrinos que han sido sorprendidos por el hecho, esperan que lo apague de inmediato. Pero para sorpresa de todos no lo hace, al contrario, se queda varios segundos estático, leyendo aparentemente un mensaje de texto.
Por fin lo apaga y lo regresa a su bolsillo.
Él ha quedado tan confundido como los fieles que aún permanecen de rodillas y hacen movimientos de incomodidad. Vuelve a la ceremonia interrumpida. Eleva la hostia y pronuncia la fórmula sacramental. Está conturbado, no siente la emoción de antes al producir este acto trascendental del sacerdocio. Piensa en San Francisco de Asís que ardía de amor hacia la Eucaristía, con todas las fibras de su ser y tan lleno de estupor que su actitud mística, llevada más allá de todo límite, con­m­o­vía a los demás participantes. Lo sacude el inevitable contraste: ¡él ni siquiera puede ya sentir la presencia viva de Cristo!
Y fue en ese momento cuando sucedió.
Al partir la Hostia consagrada, una gota roja brotó de la grieta y se deslizó suavemente por sus manos.

(Este cuento pertenece al libro del autor Historias de Tierra Santa
Derechos reservados. 
Prohibida su reproducción