Capítulo 22
LAS TRIBULACIONES DE
MONSEÑOR BONETTO
El superior general quedó pálido e inmóvil. Griselda Teleman
acababa de retirarse indignada. Le temblaban las manos y sentía una ingrata
opresión en el pecho. Es verdad que la exaltada docente no había llegado al
insulto (aunque había estado en el límite del desquicio), pero las cosas que le
dijo fueron tan duras e hirientes, y las acusaciones tan oprobiosas, que lo
habían aplastado como nunca antes en su vida. No ignoraba que los cargos eran
fundados, sabía que él y la Orden habían actuado mal con el profesor Argenta,
con la joven que acababa de retirarse y con las honorables autoridades de los
Institutos de Mar del Plata.
Comprendía ahora que se había dejado llevar por su ambición
personal y por los envolventes designios del régimen de corrupción en cuyo
mecanismo triturador se había introducido para ser un engranaje secundario más.
Claro, en principio él lo había hecho con el sano propósito de colaborar con un
gobierno que había producido transformaciones tan importantes para el país.
¿Acaso no había que hacer algo con los excesos de los obispos que ponían en
peligro esas reformas que el doctor Menem —el segundo Roca de la historia,
según él lo creía con sinceridad—, estaba llevando a cabo con tanto patriotismo
y valor personal?
El plan, ciertamente, no ha sido ético. ¿Pero acaso en política
el fin no ha justificado siempre los medios? No, eso es horrible, no puede
aceptarse, es inmoral... He ahí la diferencia entre Maquiavelo y el gran
pensador católico Jacobo Maritain. Maquiavelo pretendía en política el éxito inmediato.
Maritain, en cambio, sostenía sabiamente que el gobernante que sacrificaba todo
al deseo de ver con sus propios ojos el triunfo de la política es un mal
gobernante y pervierte la política, porque mide el tiempo de maduración del
bien político conforme a los breves años de su propio y personal tiempo
individual.
Pero si el plan hubiera pasado inadvertido, si esa joven no
hubiera descubierto la trama secreta, el abuso contra aquellas buenas personas
habría significado tal vez un mal menor frente a los graves peligros (¡males
mucho peores!) que gracias a Dios hemos logrado conjurar a tiempo. Lo malo es
que se supo... Pero Bonetto sabía que había procedido mal, lo sentía en lo
profundo de su corazón, y eso lo angustiaba. Era un hombre de Dios, estaba
obligado a discernir entre el recto camino y la conducta tortuosa e impropia.
Llamó a su secretario y le ordenó que cancelara su viaje al
Sur, porque no se sentía bien. Se recluyó en sus aposentos privados y ordenó
que nadie lo molestara. El antiguo pero amplio y bien amueblado departamento
del cuarto piso, que era la vivienda permanente del superior general, estaba
totalmente a oscuras. Encendió un velador de luz tenue, tomó un ansiolítico, se
sirvió un whisky
y se arrojó en su sillón predilecto para relajarse y reflexionar
sobre todo aquello que había comenzado a perturbarlo espantosamente.
Hizo algunas llamadas telefónicas a distintas personalidades
y finalmente quedó en silencio, con el segundo vaso de whisky en la mano y la mirada perdida. Recordó su infancia. Su
madre, tan bondadosa y tierna, orgullosa de que su hijo tuviera vocación
religiosa. Y era una vocación auténtica, amaba a la gente y siempre trataba de
ayudar a quienes lo necesitaban. El seminario no le había resultado una carga.
Fueron años felices, entregados a Dios y al estudio, con el sueño indeclinable
de ser un día sacerdote y docente. Amaba la enseñanza y le encantaba la compañía
de los jóvenes a quienes siempre aconsejaba correctamente. Recordaba que en
todo momento tuvo buenos sentimientos, siempre fue honesto con las personas,
leal con los amigos y afectuoso con sus familiares. Siempre había sabido
perdonar las ofensas y había sido incapaz de una venganza o de un acto indebido.
Bueno, casi siempre...
Estaba el recuerdo de Dorita, claro. Él era un joven sacerdote
recién ordenado cuando aquella catequista lo sedujo inesperadamente. Sonrió con
emoción. Ella se le había declarado. Pobre Dorita, era de una pureza total,
creyente y bondadosa. Pero el joven sacerdote la había deslumbrado. Tenía su
pinta, pero él nunca había dado lugar a situaciones comprometedoras. Y la
verdad es que la chica lo atraía y a veces lo perturbaba. Finalmente la joven,
tan inocente y tímida como parecía, había tomado la iniciativa. Se lo dijo
directamente: No puedo dejar de pensar en usted, padre. Necesito que me ayude a
sacarme este pecado de encima, que Dios me perdone. Ante la sorpresa de Segismundo
que había quedado sin palabras, le pidió que la confesara ahí mismo, en la sala
de lectura de la Orden, para poder quitarse esa atormentadora carga de su
conciencia. Y el joven sacerdote, confundido y nervioso, en lugar de derivarla
a otro sacerdote como debió habérselo aconsejado el sentido común, aceptó lo
que la enamorada le pedía. Se puso la estola litúrgica y se sentó tembloroso en
una silla. Dorita se arrodillo junto a él con la mirada fija en el piso y le
dijo que estaba terriblemente enamorada de él, que no podía tener un minuto de
paz y que la dominaban fantasías eróticas que transformaban sus sueños en
escenas infernales que la llenaban de culpa. Le contó algunos de esos sueños, y
el pobre Bonetto sintió que la testosterona aceleraba sus incursiones novedosas
por todos los rincones de su cuerpo. Había hecho un esfuerzo por dominar la inquietud
carnal que lo oprimía. En cierto punto, advirtió con alarma que el acto sacramental
de la confesión se estaba distorsionando escandalosamente; eso no era más que
una escena de amor pasional inadmisible para los votos sacerdotales. Quiso
resistirse e intentó concentrarse en su solemne misión de confesor. Pero en
lugar de cortar todo aquello e imponerle a Dorita una penitencia de manera de
disipar la peligrosa situación (o tal vez —siempre tuvo esta duda—, impulsado
por una libido inconsciente) le requirió a la joven detalles de sus malos
pensamientos, y ella le dijo que lo soñaba desnudo, que acariciaba y besaba sus
genitales, que los dos se entregaban desesperadamente a coitos interminables, y
que estos malos pensamientos la llevaban a masturbarse todas las noches; que
sabía que lo que le estaba sucediendo era una cosa espantosa, que era creyente
y quería cumplir con las leyes de Dios, que necesitaba confesar todos esos
pecados, comulgar y tratar de sacarse esa obsesión de su mente.
“¡Ayúdeme, padre Segismundo!”, le había implorado mientras
en un gesto convulsivo abrazaba las piernas de Bonetto.
Mientras recordaba esos lejanos pero siempre presentes sucesos,
el superior general bebió un largo trago de whisky. Qué curioso, habían transcurrido más de cincuenta años
desde aquel episodio y le parecía tan cercano en el tiempo. Evocaba con nitidez
las escenas que siguieron. Ella, entre llantos, suspiros y gestos involuntarios
había acercado su mano al pene del joven sacerdote. Cuando sintió debajo de la
sotana la formidable erección que aquél había tenido contra su voluntad, perdió
la cabeza y le pidió que la hiciera suya.
Lo demás sucedió vertiginosamente. Aún con la estola colocada
sobre su cuello, se arrojó al piso y desfloró a medías a la catequista en un
acto que había durado segundos. Fue la primera y única vez que había poseído a
esa mujer. Los dos se arrepintieron enseguida. La chica desapareció del colegio
y no volvió a saber nada de ella. Él debió recluirse en un retiro espiritual
para poder sobrellevar la culpa, y, lo que le resultó aún más difícil, sacarse
a aquella mujer de su cabeza, propósito que nunca había logrado totalmente.
Con la ayuda de otro cura que lo asistió espiritualmente, pudo
regresar a la normalidad sacerdotal con algún alivio de conciencia. Pero nunca
fue la misma persona. Sabía que así como había cedido ante la tentación de la
carne una vez, lo haría muchas otra veces en su vida, y esto lo aterraba.
Sin embargo su vocación sacerdotal no ofrecía fisuras y ese
temor a recaer no lo hizo dudar a la hora de seguir adelante por el camino
elegido.
Pero el episodio cambió su vida. Los fugaces instantes de intensa
voluptuosidad que había vivido con Dorita no se borraban nunca de su mente. Se
esforzó entonces en el estudio y en su carrera dentro de la Orden de San Orán.
Obtuvo su doctorado en teología y pronto ocupó importantes cátedras y cargos
administrativos en la orden. Pasaron los años, fue director en distintos
institutos del interior, y, ya en la madurez, fue designado superior general de
la Congregación para la República Argentina. Ahora había pasado los setenta
años y se sentía satisfecho con todo lo realizado en su vida, pero...ah, aun
hoy, en la vejez, recuerda los momentos pasionales vividos aquella tarde en su
juventud y no puede evitar excitarse como cuando tenía veinte años. Una vez le
había preguntado a un cardenal italiano de ochenta y nueve años en qué momento
de nuestra vejez nos veíamos liberados de la tiranía del sexo. Y el anciano
purpurado le había contestado: “Todavía no lo sé”.
¡El hedonismo! Instinto antiguo como el hombre mismo que
había sido reprimido por casi todas las corrientes filosóficas. El placer es
siempre rechazado, menospreciado, reducido en provecho de otros valores
considerados más trascendentales. Recordaba conceptos polémicos del semiólogo
Rolan Barthes quien afirmaba que el rival victorioso del hedonismo es el deseo
pero nunca el placer, el deseo tendría una dignidad epistémica pero el placer
no. Se diría que la sociedad rechaza de tal manera el goce que no puede sino
producir epistemologías de la ley, nunca de su ausencia o de su nulidad. Es
llamativa esta permanencia filosófica del deseo en tanto nunca es satisfecho. Y
se preguntaba el intelectual francés: ¿El deseo no denotaría una idea de clase?
Presunción de una prueba bastante grosera aunque muy notoria: lo popular no
conoce el deseo, sólo placeres.
La maldita política... Se había metido mucho con funcionarios
y legisladores del gobierno menemista. ¿Por qué lo había hecho? Para ayudar;
uno cree en ciertas ideas y... Pero también he sido ambicioso. Señor, sé que
hoy, como aquélla tarde con Dorita, no soy digno ni siquiera de hablarte. Creo
que he procedido mal. ¿Pero procedí realmente mal? Si, sin duda, usé miserablemente
a ese pobre hombre y a otros dignos docentes de nuestra Orden. Además, todo
tuvo como objetivo remover al correcto obispo de Mar del Plata. Es horrible lo
que hemos hecho... Pero el fin era bueno, yo al menos en ese momento estaba convencido
de que los planes del canciller eran una cuestión de Estado muy importante. Y
creo que los objetivos alcanzado son satisfactorios. Y yo tengo posibilidades
de ser designado Secretario de Cultos, y con esa autoridad podré ser útil a la
gente y a mi Iglesia. Lo malo es que esta chica lo ha descubierto todo y yo me
siento avergonzado por eso... Además, ella podría denunciarlo públicamente y
entonces... No, tal vez no se atreva, se expondría a perder su empleo. Ella ha
de tener, como todos, sus ambiciones y, sobre todo, sus necesidades materiales.
Pero lo hicimos bien, salió todo tan limpio, tan bien planificado que, por
momentos me he sentido orgulloso de mi capacidad. Al fin y al cabo la Iglesia
es una organización eminentemente política donde imperan las pasiones, los
egoísmos, las ambiciones como en toda organización humana. Aunque... se dice
que Dios nos quiere a los sacerdotes en el mundo, pero no del mundo... ¡Pero si
hasta San Francisco debió enfrentarse a la curia Romana y actuar en
consecuencia políticamente! La historia de la Iglesia es un compendio de luchas
intestinas y personalidades enfrentadas.
Se sirvió otro whisky.
Su mente vagaba ahora anárquicamente. Pensó en Dorita. Tan rápido había sido
todo que ni siquiera atinó a desvestirla. Se rió amargamente. Si él no llegó a
sacarse ni la sotana, apenas si se había bajado los pantalones... no, fue
Dorita quien le desprendió el cinturón, le desabrochó la bragueta y le bajó los
pantalones. ¡A ella ni la bombacha llegó a quitarle! Se la corrió para un
costado y la penetró a medías. La eyaculación había sido inmediata. Pobre
Dorita, tan desesperada que estaba y seguramente no tuvo tiempo de sentir nada.
El profesor Argenta es una buena persona, no debí exponerlo... Lo que más lo
horrorizó de aquella inesperada aventura es que manchó con semen la estola
litúrgica, y ese hecho sacrílego lo atormentó
toda su vida. Tenía guardada esa estola aún con las marcas delatoras. Un
hombre creyente como él no podía perdonarse el haber perpetrado ese ultraje.
Se sirvió el cuarto whisky. Estaba casi ebrio. Los objetos de la sala en penumbras
habían comenzado a dar vueltas. Los estantes de la biblioteca repleta de libros
parecían oscilar en movimientos ondulantes. Se acordaba de su madre, de Dorita,
de los sacerdotes que había tenido que dejar en el camino para escalar
posiciones. ¡Qué obsesión por alcanzar mayores jerarquías dentro de la Orden!
Es que o bien pensaba en las mujeres o concentraba todos sus esfuerzos en su
perfeccionamiento intelectual y en sus ascensos dentro de la estructura de su
Congregación. Muy de tanto en tanto, cuando viajaba al exterior, solía caer en
la tentación de tener contacto con alguna prostituta. Siempre buscaba mujeres
maduras para sentirse más seguro y evitar problemas. Había pasado ya los
cincuenta años cuando conoció en Roma a una tal Celina que uno de los conserjes
del hotel le había recomendado. La recibió en su habitación con muy poca luz,
como era su costumbre, por lo cual no observó nada anormal. Cuando ella ya se
había vestido para retirarse y Segismundo la miró por primera vez a los ojos
para pagarle, tuvo un sobresalto. Esa mujer tenía un asombroso parecido con
Dorita, aunque con treinta años más. No se atrevió a interrogarla. Celina
pareció ruborizarse, bajó la mirada, guardó el dinero en su cartera y se fue
con un saludo en italiano casi inarticulado. ¿Era Dorita? Nunca lo supo,
probablemente no, pero la sospecha de que hubiese sido ella lo atenaceaba desde
entonces.
Entretanto había adquirido respetabilidad y poder dentro de
la Orden. Pero claro, ya había llegado al pináculo y no era posible avanzar
más. Por eso se interesaba en la política. Tengo que poner límites a mi
ambición, esta vez me he excedido... ¿Pero acaso no me he excedido otras veces?
No fue fácil llegar a superior general, y para lograrlo y evitar que otros me
hagan a un lado tuve que usar estrategias a veces inescrupulosas. Si, he sido
un inescrupuloso, que Dios me perdone... Tengo que rezarle a la Virgen.
Se levantó con dificultad, y tambaleando se dirigió hacia el
reclinatorio que frente a una pequeña imagen de la Virgen de los desamparados,
de la cual Segismundo era devoto, ocupaba un pedestal de mármol en un ángulo de
la amplia biblioteca. Se arrodilló y comenzó a orar. Permaneció así durante
algunos minutos. Levantó la vista para mirar a la Virgen y tuvo un sobresalto.
En lugar de la estatuilla de la Virgen se erguía, sobre la plataforma, un
repugnante escuerzo de color violáceo que lo llenó de espanto. Era un ser de
horribles facciones que respiraba ruidosamente y lo miraba con ojos feroces y
la boca entreabierta de la que se escurría una baba espumosa y amarillenta.
Quedó paralizado mirando esa figura horrorosa. Trató de tranquilizarse. Sabía
que no se debe mezclar el alcohol con antidepresivos porque pueden provocar
visiones distorsionadas. Allí hay una imagen de la Virgen de los desamparados,
y yo, por una mala jugada de mi mente conturbada, creo estar viendo una figura
horrenda. Seguramente es mi estado de ánimo mezclado con este desarreglo que he
hecho...
—Yo no lo creo —dijo el escuerzo con una voz ronca y desagradable.
—¿Quién... es usted? —balbució monseñor Bonetto.
—Soy un representante de Satanás y ha venido en nombre de mi
Señor para decirte que en el Infierno estamos todos muy orgullosos de vos.
—¡Soy un hombre de Dios! ¡No tengo nada que ver con ustedes,
malditos... batracios, o lo que sean! —gritó Bonetto exaltado.
El escuerzo rió a carcajadas.
—Has hecho, querido Bonetto, demasiados méritos para pasar a
este lado. Estás muy lejos de ese Innombrable de quien te sentís uno de sus
ministros en la Tierra.
—Soy un pecador, pero eso no me hace merecedor del Infierno.
—¿Pecador? Vaya...
—Lo de Dorita fue un momento de debilidad... Y he pagado esa
falta con un remordimiento permanente.
—Amigo mío, lo de Dorita fue un acto humano, Nadie es
castigado por esa nimiedad. Has hecho otras cosas peores con las cuales nos has
honrado sobremanera.
—¿Qué he hecho que me aparte del Señor y me arroje a ustedes,
malditos espantajos?
—Has hecho preciosidades, verdaderas delicattessen: has traicionado, has mentido, has conspirado, has abusado
de las buenas personas, te has ofrecido como instrumento de los políticos
corruptos, has tenido ambiciones desmedidas, has pisado la honra de los demás
para trepar. ¡Cuánto te amamos, Segismundo, has sido un trepador hijo de puta!
—¡Basta, maldito súcubo, bicho inmundo, te voy a aplastar!
Bonetto tomó un candelabro y golpeó ferozmente al escuerzo
que comenzó a proferir gritos de dolor y a despedir haces luminosos y olores
tan penetrantes y fétidos que hicieron vomitar a Bonetto sobre la bien cuidada
alfombra. Cuando el superior general se sintió aliviado de sus violentos
espasmos estomacales, se produje un profundo silencio. Se incorporó y miró
hacia el piso donde debió de haber caído el animalejo reventado a golpes. Sobre
la alfombra, partida en veinte pedazos, yacía la estatuilla de la Virgen.
Bonetto, desesperado, se arrojó sobre los trozos de yeso y, llorando, le pidió perdón a la madre de Dios.
Enrique Arenz 1999 - Derechos reservados. Prohibida su reproducción
La novela Las mandrágoras han dado olor fue editada en 1999 y está agotada. Puede bajarse gratuitamente de la página web del autor haciendo clic en el ícono PDF en la siguiente dirección: