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MEMORIA PROFUNDA
“Un escritor no es nada sin imaginación,
pero tampoco sin memoria”
Juan Marcé
(Premio
Cervantes 2008)
Una
tarde muy fría de 1949 un chico de siete años llega al colegio Don Bosco de la
mano de su abuelo, quien lo deja en la puerta y se va tranquilo. Cuando el
abuelo se aleja, el chico sale nuevamente a la calle y corre.
Escaparse
de la escuela le produce el vértigo de un salto al vacío, pero siente que ya no
podrá soportar los cien kilos que le oprimen el pecho cuando está en el aula.
En el
otro extremo del tiempo, en el año 2008, un escritor de sesenta y cinco años,
algo deprimido, molesto y sin ganas de trabajar, enciende la computadora para
continuar la novela que inició cinco meses atrás. Se había propuesto buscar en
su memoria profunda los recuerdos de los hechos que vivió desde muy pequeño,
para transformarlos en materia narrativa.
El chico
que se acaba de escapar de la escuela no había podido comenzar el primer grado
inferior por culpa de una escarlatina que se complicó. Su madre, preocupada por
ese año perdido, decidió enseñarle a leer y escribir. Después de todo, su
inteligente hijo estudiaba el piano desde los cuatro años, cuando doña Carmen,
la profesora de música que enseñaba en el departamento de abajo, lo escuchó
tocar de oído una melodía ejecutada minutos antes por uno de sus alumnos.
El
escritor no pudo sacar inicialmente mucho de su memoria profunda. Había
comenzado a trabajar con recuerdos ligeros de cuando él tenía nueve años,
imágenes claras que no se hacían rogar, que bajaban dóciles al teclado y se
acomodaban en la pantalla; y mientras escribía fueron aparecieron personajes,
unos reales, otros dudosos y no pocos totalmente imaginarios.
Se sorprendió
cuando algunas descripciones sencillas derivaban en insospechadas situaciones.
Se dijo, si yo me sorprendo, probablemente también lo hará el lector. Y siguió
tejiendo con entusiasmo esas historias que iban emergiendo de sus recuerdos,
anécdotas tal vez contaminadas con otros sucesos que permanecían sepultados a
mayor profundidad.
El chico
empezó a estudiar el piano a los cuatro años, y al poco tiempo ya conocía la
notación musical en las claves de sol y de fa, y podía leer el pentagrama y
tocar piezas sencillas.
La madre
había reflexionado con inobjetable lógica: si aprendió teoría y solfeo sin
saber leer y escribir, ¿por qué no haría lo mismo con el alfabeto que es menos
complicado que la música?
Y
acertó. El chiquito, no bien se recuperó de su enfermedad, comenzó a aprender
el abecedario y los números. No habían pasado ni seis meses que ya leía de
corrido, sabía sumar y restar y conocía las primeras tablas de multiplicar.
El
escritor fue recorriendo a los saltos distintos capítulos de su vida. Para
adelante y para atrás, pasando desordenadamente por todas las etapas de su
vida, la niñez, la adolescencia y la adultez. Todos eran recuerdos diáfanos que
adoptaban rápidamente la forma literaria. Pero ¿y la memoria profunda que él se
proponía explorar a cara de perro?
La madre
del chico, cuando al año siguiente llegó el momento de inscribirlo en la
escuela, fue con él hasta el Colegio Don Bosco, pidió hablar con el director y
le dijo:
―Vea,
padre, mi hijo ya cumplió siete años y debería estar en primero superior, pero
el año pasado se me enfermó y no pudo iniciar el primero inferior…
―Qué
pena ―comentó el director.
―El
asunto es que se pierde un año…
―Y
bueno, qué le vamos a hacer, no es tan grave...
―Es que
así como usted lo ve, padre, sabe leer y escribir.
―¿Ah,
sí?, mire qué bien…
―Lo que
yo querría pedirle es que me lo anote en primero superior.
―¿Saltear
el primero inferior? No…, hija, eso no es posible…, ni aconsejable.
―Por
favor, padre, tómele una prueba, lee como una persona grande, va a ver, va a
ver.
Como la
mamá tenía toda la actitud de estar dispuesta a salirse con la suya, el
sacerdote, con cara de pedirle paciencia al Señor, metió su mano en el bolsillo
de la sotana y sacó, acaso con pecadora intención, un misal de letra diminuta.
Lo abrió por el medio y se lo alcanzó al aspirante.
―A ver,
leeme desde acá.
El
escritor revisa las historias escritas hasta ese momento. No están mal, pero
falta algo. ¿Dónde, cómo y cuándo se acoplan todas esas historias? ¿Cuál es el
secreto que las une? No hay respuesta. Tenía temporalmente cerrado el acceso a
su memoria profunda, y sin bajar a ese subsuelo no sabría por qué estaba
escribiendo lo que estaba escribiendo; o, lo que era todavía más misterioso (si
bien literariamente secundario): por qué él era la persona que era.
El chico
tomó el misal y comenzó a leer de corrido, sin vacilaciones, con perfecta
dicción y hasta con las pausas indicadas por los signos de puntuación. Leyó,
leyó y leyó. Casi una página entera de letrita microscópica. Hasta que el
sacerdote, abrumado por ese alarde evolutivo, le sacó el libro, sonrió nervioso
y le dijo a la ansiosa señora que el chico era evidentemente muy inteligente y
que, bueno, que está bien, lo vamos a anotar para que empiece directamente en
el primer grado superior.
Los
padres del chico estaban comprensiblemente orgullosos de él, no solamente ya
tocaba Los cadetes de San Martín en
el piano sino que a los siete añitos leía y escribía como un adulto, y
recuperaría el año escolar perdido.
En
aquellos tiempos los avances psicopedagógicos se reducían a no pegarles más a
los chicos con el puntero y a no ponerlos en un rincón del aula con las orejas
de burro. Toda una evolución de los nuevos tiempos de posguerra, pero
insuficiente. No había jardines de infantes ni salitas preescolares que
adaptaran suavemente a los chicos a la vida en un aula conducida por un maestro
desconocido y poblada por muchedumbres de chicos de la misma edad. Se empezaba
directamente en el primer grado inferior, y eso ya era de por sí difícil y
traumático.
El
escritor le teme a esos momentos de desaliento. Sabe que si cede puede
permanecer meses y hasta años sin escribir una línea. Se pregunta
desconcertado: “¿Tengo en mis manos una novela no convencional, como me lo
había propuesto, o tan sólo una colección de narraciones independientes?”
Suspende la escritura por unos días y se dedica a tocar el piano. Las
maravillosas suites inglesas de Bach, sobre todo la 2 y la 3, alguna sonata de
Beethoven, y los estudios de Chopin. Pasa horas perfeccionando su técnica. Se
considera un buen pianista, pero nada más que eso. Le habría gustado tocar
como Marta Argerich, o como Glenn Gould, pero desde muy joven tuvo la lucidez
de comprender que por mucho que se esforzara nunca iba a llegar tan lejos.
Podía ser bueno pero nunca iba a ser el mejor, y si no podía ser el mejor no le
interesaba seguir esforzándose. Pero al pasar los sesenta años ―y luego de
haber permanecido sin tocar una tecla durante décadas― había descubierto que
podía mejorar su técnica con ejercitaciones metódicas y gran concentración.
Había vuelto a estudiar el piano todos los días durante un par de horas. Cuando
no escribe, estudia el piano. Ya no lo hace para ser el mejor sino por el
placer de superarse a sí mismo. Había descubierto que a cualquier edad puede
uno perfeccionar su arte, ser cada día un poco más hábil que el día anterior.
Si
resultaba difícil para cualquier chico empezar el primer grado inferior, aún
con la presencia de sus padres que los primeros días entraban con él en el
aula, y que lloraba a moco suelto y era consolado hasta que se aclimataba,
¡cómo habría de ser saltearse olímpicamente ese primer año, ser brutalmente
trasplantado del único mundo que el chico conocía: su casa, sus padres, sus
hermanitos y el piano de doña Carmen, a un ámbito desconocido y aterrador, y
obligado a convivir con un grupo de nuevos compañeros avispados que ya habían
pasado el chubasco de la adaptación. Ese salto gigantesco, sin transición, sin
anestesia, que seguramente no habrían recomendado ni Sarmiento ni Pestalozzi,
tenía que ser, inevitablemente, una experiencia desgarradora.
El
escritor se exaspera ante el silencio de su memoria profunda que no se presta a
la confidencia. Piensa en abandonar el texto, comenzar otra cosa, pero intuye
que algo le será revelado. Lo siente cerca, sabe que en algún lugar de ese
subsuelo se esconde una verdad difícil, tal vez dura, pero literariamente
valiosa.
Piensa
frenéticamente en su niñez. Se acuerda clarito de las primeras clases de piano
que le da doña Carmen. Tiene cuatro años y no ha olvidado los acontecimientos
de esa época. Doña Carmen le señaló un signo escrito con tiza en un pizarrón
pautado y le dijo: “Esta nota se llama Do”. ¡Cómo lo recordaba! Después lo
sentó ante el teclado, le hizo oprimir una tecla central y cuando el dulce
sonido llenó toda la habitación le dijo: “Esta es la tecla Do”. ¡Cómo lo
recordaba!
Para el
chiquilín, tomar contacto con la escuela y con los otros chicos fue una
pesadilla. No conocía a esos compañeritos de su edad que lo miraban como a una
rareza y que se reían de su timidez, de su fragilidad física y,
particularmente, de su ignorancia acerca de la normativa escolar. Para peor el
maestro que le tocó, un joven laico sin experiencia ni personalidad, y
probablemente sin vocación docente, un flaco antipático y detestable, cargado
de hombros y siempre vestido de gris, nunca le prestó la menor atención. Jamás
sospechó que ese alumno retraído estaba en el infierno.
El
primer día de clases no sabía que tenía que formar fila cuando sonaba la
campana, nadie se lo había explicado. Su madre lo dejó con el celador y se fue,
como se hace con un chico de primer grado superior, etapa donde caducan las
contemplaciones y comienza la disciplina. Quedó solito en medio de ese
bullicio. El celador que lo llama por el apellido con tono severo y le pregunta
qué espera para formar con los demás. Si él ni sabía lo que quería decir
“formar”. Tuvieron que tomarlo del brazo y ponerlo en la fila. En el aula, los
otros chicos, crueles como son los chicos con sus compañeritos diferentes, no
perdían ocasión de burlarse de él, de ponerle sobrenombres ridículos y hasta de
atemorizarlo con amenazas de violencia física.
El
escritor no había olvidado el momento en que su madre lo llevó ante el director
del Colegio y este le hizo leer un bodrio de letra chica. También recordaba,
aunque borrosamente, las penurias que debió soportar ese primer año escolar.
Pero eran recuerdos deleznables, no valía la pena hacer una historia con esos
sucesos intrascendentes.
Su madre
siempre le dijo que fue ella quien le enseñó a leer y escribir para recuperar
el año perdido. Pero, ¿por qué no recordaba ni un fragmento de ese aprendizaje?
El chico
vive la escuela como un horror. Como leía y escribía mejor que todos sus
compañeros, podía abstraerse en sus pensamientos sin escuchar las clases ni
participar en nada de lo que allí sucedía. Cuando el maestro, irritado porque
lo veía desatento ―en las rarísimas ocasiones en que se fijaba en él― le exigía
sorpresivamente que leyera un párrafo del libro de lectura, el chico lo leía
con tanta precisión y soltura que el maestro lo dejaba tranquilo.
Permanecía
inmóvil en su pupitre, siempre divagando o haciendo dibujos. En los recreos se
apartaba cautelosamente de sus compañeros, observaba a los chiquitos de primer
grado inferior cuyo maestro era el queridísimo don Bota, un ex seminarista muy
devoto, ya viejo, que vivía en el colegio y desde siempre enseñaba a los más
pequeños. Era admirable cómo don Bota se ocupaba de sus alumnos en los recreos,
jugaba con ellos a la pelota, los alzaba, los hacía reír. “¡Don Bota, don
Bota!” le gritaban todos con respetuosa familiaridad. El chico los mira con
envidia. ¡Cómo le habría gustado tener un maestro como don Bota!
Lleva
bien el cuaderno, hace en casa los deberes y, sobre todo, dibuja mucho. Al
libro de lectura no lo abre jamás, no lo necesita. Por entonces comienza a leer
en su casa las novelas de Tarzán, de
Edgard Rice Burrouhg, editadas por TOR, que le compra su padre en el quiosco
del barrio.
18
TROPIEZOS Y NAUFRAGIOS
“En el juego de las relaciones humanas, las
personas reservadas e impenetrables son los que más pierden”
Daniel Sugarman
Psicólogo
y escritor norteamericano
Yo no
recordaba nada, absolutamente nada, de las lecciones de lectura, escritura y
aritmética que me había impartido en casa mi madre. Lo que se dice, nada. Era
muy extraño porque debió de haber sido casi un año de trabajar todos los días,
seguramente con continuidad, porque había aprendido mucho. Pero ¿por qué no
puedo recordar cómo fueron esas lecciones, cómo fue mi relación con mamá
durante esa enseñanza? ¿En qué momento mamá me enseñó, como doña Carmen las
notas musicales, “esta es la letra E, de Enrique”?
Esta
laguna era tan vasta y tan sostenida en el tiempo, que produjo un chispazo de
alarma en alguno de mis neurotransmisores. Nadie borra un año entero de su
niñez si no es por algo significativo.
Un día
mi abuelo me dejó en la puerta de la escuela y cuando se dio vuelta me escapé. Fue la primera decisión trascendental
de mi vida.
Comencé
a caminar para el lado de la avenida Luro. Nunca antes había estado solo en la
inmensidad de la calle. Me llamó la atención el ruido de los trenes en la
estación. Crucé la avenida imprudentemente, dejé pasar un tranvía, corrí y casi
me atropella un auto. Me metí en la estación y comencé a deambular curioso por
la playa de maniobras.
Una
locomotora detenida junto al andén estaba resoplando humo y vapor. Me quedé
contemplándola fascinado. El maquinista me vio y me sonrió. Yo lo saludé con la
mano. Me invitó a subir a la máquina. No me hice rogar. Trepé dificultosamente
los altos escalones de hierro sin soltar la cartera de cuero de los útiles. De
pronto me encontré metido en el rugido del vapor y vibrando con las
impresionantes trepidaciones de la cabina llena de remaches y palancas.
¿“Querés acompañarme en una maniobras que tengo que hacer?”, me preguntó
amistoso el maquinista. Contesté que sí. “¿No te esperan en tu casa, no?” “No,
señor, tengo tiempo”. “Bueno, vamos a llevar estos vagones hasta la otra vía y
después volvemos”. El maquinista me hizo tirar de la cadena del silbato que me
ensordeció, ¡experiencia apasionante! Luego puso en marcha la locomotora cuyo
fuelle comenzó a soplar acompasadamente sobre el fuego de la caldera que ardía
atronador ante mis deslumbrados ojos. Hasta me dejó manejar la palanca de
marcha en un largo tramo de vía recta. Sentí que estaba en otro mundo.
Cuando
se completó el trayecto el maquinista me hizo bajar. Hubiera querido quedarme
para siempre en esa locomotora maravillosa. Me despedí del maquinista y seguí
caminando por la estación. Ahí cerquita vi una larga formación de vagones de
carga preparada para partir. Inspeccionaba curioso esos vagones cuando observé
que todos tenían en un costado, muy cerca del piso, una rueda parecida al
volante de un auto. Probé haciendo girar una de esas ruedas hacia la derecha y
observé que unas varillas se desplazaban y las zapatillas de los frenos del
vagón se iban cerniendo sobre las ruedas. ¡Eran los frenos! ¡Qué maravilla!
Giré la rueda hasta el tope y comprobé que el vagón quedó con todas sus ruedas
frenadas. Entusiasmado por esa travesura fui hasta el vagón de al lado y
también lo frené. Recorrí uno a uno todos los vagones de la formación, que
serían más de veinte, y los frené a todos, desde el primero hasta el último. En
eso vi que la locomotora conducida por mi amigo maquinista venía marcha atrás
muy lentamente para enganchar esa formación. ¿Qué pasará?, me pregunté excitado
y me quedé en el andén observando las maniobras. Producido el acople, la
locomotora hace sonar el silbato y se pone en marcha, ¡pero sus poderosas
ruedas resbalan sobre los rieles, giran en falso, con extraordinaria velocidad
y metiendo un ruido infernal! El maquinista, desconcertado, detiene la máquina. Lo intenta de nuevo. Otra
vez las ruedas giran locamente y echan chispas con ensordecedor ruido de
fierros y fragua, pero la formación no se mueve. ¡Ni un milímetro!
Veo
bajar a un guarda preocupado que examina los vagones y le grita al maquinista:
“Pero che, estos vagones están todos frenados. ¿Quién fue el chistoso que hizo
esto?” Recuerdo que yo estaba mirando embobado mi hazaña: ¡había paralizado un
tren! ¿Se dan cuenta? Paralizar un tren a los siete años. No sé si dejé
traslucir en mi cara alguna imprudente expresión de picardía, pero vi que mi
amigo el maquinista me estaba mirando fijo desde la locomotora con el entrecejo
fruncido. Entendí que había llegado la hora de hacerme humo y me escapé
corriendo de la estación. Pero estaba feliz. La angustiante fuga del colegio
había derivado en una experiencia maravillosa.
Regresé
a la escuela. Esperé escondido hasta que empezó el último recreo. Me mezclé con
los chicos y cuando sonó la campana ocupé tranquilamente mi pupitre como si
nada. Mis compañeros se dieron cuenta de inmediato que yo recién entraba a
clase y me hacían disimulados gestos de interrogación, pero el estúpido de mi
maestro ni sospechó que yo había estado ausente todo ese tiempo. No sé qué
controles habría en esos tiempos en las escuelas, pero nadie se enteró jamás de
mi rabona.
A partir
de ese día me sentí un poco más confiado en mí mismo. Me había quitado los cien
kilos que me aplastaban el pecho cuando estaba en el aula. Ahora ya no me
angustiaba ir a la escuela, sólo me molestaba y me aburría.
A pesar
de todo, pasé de grado.
Cuando
se hizo el acto de entrega de los certificados, mamá estaba en el salón junto a
otros padres. Empezaron a nombrar a los alumnos que se habían destacado durante
el año. Medallas de oro, medallas de plata, diplomas al alumno ejemplar, al
mejor compañero, por buena conducta, por aptitud religiosa y un montón más de
menciones honoríficas.
Y el
peor escenario para mí: quienes recibían esas distinciones eran los orgullosos
padres o madres presentes.
Por
supuesto, yo no estaba en la lista. Y era consciente de que había pasado de
grado a duras penas, sin ser merecedor de ningún reconocimiento. Sin embargo,
como repartían tantos laureles, soplé la llamita de cierta tonta esperanza: de
que me dieran algo a mí también, nada más que para que mi mamá se llevara
alguna satisfacción. Curioso: sabía que no merecía nada y sin embargo esperé
algo. Aunque, pensándolo bien, tal vez merecía un premio, el premio a la mayor
travesura imaginable en un chico de siete años. Pero ese mérito era secreto, ¡y
lo fue hasta hoy!
Durante
el camino de regreso a casa mamá no dijo una palabra. Cuando llegamos vino la
tormenta: “¿Cómo es posible que no te hayas ganado ni siquiera un diploma como
alumno aplicado?”, me recriminó con la voz quebrada. Me dolió mucho ese
reproche, pero comprendí que la había decepcionado. A ella, pobre, que estaba
convencida de que su hijo mayor era un superdotado.
Me
cambiaron de escuela, pero anduve de mal en peor y finalmente repetí el tercer
grado. Aquel año “recuperado” se tomaba su revancha. Hasta el quinto grado debí
soportar, sin que nadie se enterara, lo que ahora se llama bulliyng, o sea, acoso escolar, hostigamiento de otros chicos,
robos de útiles, burlas, amenazas y hasta agresiones físicas. Me banqué solito
esta situación porque me avergonzaba tener miedo y saberme incapaz de
defenderme.
Con
excepción de mi maestra de sexto grado, la inolvidable y querida Sara Bertrand,
que tenía la rara virtud de transformar a todos sus alumnos en ángeles, porque
ella misma posiblemente lo era, todas mis otras maestras, sin olvidarme del
imbécil de primero superior (y no incluyo aquí a Anita Alcaruela, mi amorosa
maestra particular), absolutamente todas, se ganaron mi eterno rencor.
Con ese
lastre reprobé el examen de ingreso al Colegio Nacional, hice el primer año en
la Escuela Industrial y creo que aprobé dos materias. Recalé en la Escuela de
Cerámica y abandoné a los tres meses. Recién a los quince años, cuando me anoté
en la Escuela de Periodismo, pudo estudiar durante tres fecundos años con
entusiasmo y buenas notas.
Pero fue
siendo adulto cuando obtuve mi título secundario en una categoría técnica.
Esta vez sí: tuve las calificaciones más altas de mi promoción.
Lo
paradojal es que mientras se sucedían todos esos naufragios escolares, yo me
entregaba a una intensa actividad intelectual y cultural, solitaria y
autodidacta. Devoraba libros (a los catorce años ya había leído tratados de
astronomía, todas las novelas de Julio Verne, las de Emilio Salgari y muchas de
Alejandro Dumas), había fabricado un proyector de imágenes que funcionaba,
hacía experimentos de física y de biología, no me perdía un concierto,
componía música, escribía novelas de aventuras, dibujaba historietas y pintaba
con témpera y óleo.
Si todo
en el Universo es consecuencia de algo, si todo deriva de alguna causa anterior
que a su vez fue el efecto de otras causas más antiguas en una larguísima
cadena cuyo primer eslabón es, para los que creemos, el buen Dios, o bien la
mísera casualidad, según los melancólicos ateos, entonces en algún lugar del
casco de esta nave escorada que es mi existencia, había un agujero por donde
estaba entrando el agua.
19
APARECE LA ESCALERA
“La neurosis es un mal menor; pero ese mal
menor es el único que permite escribir”
Roland Barthes
Se me
ocurrió buscar pistas entre las viejas fotografías familiares, ya que no hay
mejor forma de agitar la memoria sedimentada que observar esos congelados
instantes del pasado. Estuve horas revolviendo a desgano un par de desordenadas
cajas. Iba a dejar todo cuando, sorpresivamente, desde el montón de
rectangulitos en blanco y negro saltó como una chispa, un guiño casi
imperceptible.
Era una
fotografía diminuta cuya fecha estaba anotada al dorso: abril de 1948 ¡cuando
yo tenía justamente seis años! Posábamos sonrientes mi mamá, una chica muy
jovencita que inicialmente no reconocí y yo. Detrás de nosotros se ven, con
poca luz, una pared con cuadros, un reloj de péndulo, un armario oscuro y
encima del armario un adorno que me trajo cierta inquietante reminiscencia,
aunque por lo pequeño y difuso no lo pude identificar.
Digitalicé
la fotografía y la amplié en la pantalla de mi computadora todo lo que permitió
su pixelado. Con incredulidad al principio, y con una extraña sensación de
angustia después, descubro que ese adorno es… ¡el tero embalsamado de Anita
Alcaruela, la que había sido mi maestra particular cuatro años más tarde! Sí,
la
misma que unos años después fue condenada por el homicidio de su marido. (ver Capítulo 10 "Homicidios en el barrio"). Ella era la jovencita de la foto. El
detalle del tero embalsamado fue decisivo para precipitar mis recuerdos.
Imposible no reconocer a esa taxidermia irrepetible, de penacho negro, ojos de
vidrio colorados, pecho blanco y amenazantes púas en sus oscuras alas. Esa
inesperada imagen parecía decirme desde la pantalla: “Compañero de infortunios,
¿te acordás de lo que pasó?”
Tuve que
tomarme un par de whiskys (que ayuda
mucho en estos casos) y sentarme en un sillón para soportar lo que se me estaba
viniendo encima. Con un escalofrío que me recorrió el espinazo, supe que estaba
bajando por unas tenebrosas escaleras para enfrentarme con recuerdos feos que
cualquiera, excepto un escritor, preferiría mantener en el piadoso olvido. Me
cuesta horrores narrar el episodio que desenterré gracias a aquella fotografía,
porque el chico de seis años que lo vivió está todavía lastimado y asustado dentro
de mí.
Cuando
mi madre decidió que yo debía aprovechar ese año y aprender a leer y escribir,
la que me enseñó no fue ella, como yo creí siempre, fue Anita Alcaruela, que
acababa de recibirse de maestra en la Escuela Normal.
Papá me
llevaba todas las tardes a su casa en el caño de la bicicleta y me pasaba a
buscar a eso de las siete. Los padres de Anita nunca estaban en la casa porque
atendían una pequeña mercería.
Un día
estaba yo copiando unas palabras de la pizarra cuando suena el timbre. Anita
hace entrar a un hombre joven y le dice muy amistosamente: “Esperame que
enseguida voy”, y lo hace pasar a su
dormitorio, que quedaba en el extremo de un pasillo.
Me da
indicaciones para que practique caligrafía en un cuaderno cuadriculado y se
mete ella también en el dormitorio. A los seis años de edad uno no se asombra
de un comportamiento como ese. ¿Qué podía tener de extraordinario que mi
maestra se encerrara en su habitación para conversar con un amigo, un familiar
o lo que fuera?
Esos
encuentros se repiten de tarde en tarde, pero con distintos hombres. Entran al
dormitorio y salen a los pocos minutos. Yo seguía haciendo mis tareas como si
nada.
Ya
llevaba varios meses estudiando con Anita cuando oigo que uno de sus visitantes
discute con ella en el porche de la casa. Ella le dice que se vaya. El
visitante le responde algo que no entiendo porque tiene una voz muy grave.
“Estoy dando clases”, insiste ella. Finalmente, luego de un breve intercambio
de frases tensas, el hombre entra al comedor, casi con prepotencia, me echa una
mirada de pocos amigos y se dirige resueltamente al dormitorio de Anita. Era un tipo grandote y musculoso a quien no
recordaba haber visto antes. Anita me dice que siga con lo mío y se va tras el
hombre hacia el dormitorio.
Los oigo
hablar, me parece que discuten. “Está bien, pero después te vas”, dice ella. El
hecho en sí era para mí tan rutinario que casi ni les miraba la cara a esas
personas, así que continué con mis ejercicios. No sé cuánto tiempo pudo haber
pasado antes de escuchar el primer grito.
Anita había lanzado un agudo y potente lamento, como de dolor. Unos segundos
de silencio y en seguida los gritos se hacen continuados y desgarradores.
Asustado, no sé qué hacer. Ella sigue gritando. Temblando, me acerco al
dormitorio y entreabro silenciosamente la puerta. Lo que vi fue aterrador: Los
dos estaban desnudos; Anita arrodillada sobre el borde de la cama y el gorila
parado detrás de ella, levemente agachado dándole empujones violentos con su
corpachón peludo. Ella le grita que la deje, que le está haciendo daño: “¡Me
vas a matar, desgraciado, me estás destrozando, pará, pará, no sigas! Ella hace
esfuerzos para zafarse pero el hombre la tiene fuertemente agarrada por debajo
del vientre con un brazo musculoso y tenso mientras con la mano abierta del
otro brazo la golpea brutalmente. La mano se levanta y cae sobre el glúteo con
un sonoro chasquido. Se levanta y cae, una y otra vez. En mi confundida
imaginación creo ver una palma abierta que me saluda cada vez que se alza. Ella
grita, él la sigue embistiendo, con fiereza creciente, gruñendo como una
bestia, hasta que repentinamente se calma y la suelta. Al separarse de ella veo
la desnudez frontal y desmesurada del sujeto, visión que me espanta casi más
que la escena de violencia anterior. Ella queda acurrucada sobre la cama con la
cara hundida en la almohada. El sujeto, sin apuro, comienza a vestirse. Luego toma
la cartera de Anita, le saca dinero y lo mete en su bolsillo. Yo había quedado
paralizado por el miedo. Cuando el hombre se acerca a la puerta del dormitorio
para irse me ve allí parado, se detiene sorprendido, me mira con odio, me
agarra de un brazo, me arrastra hasta el comedor y me arroja sobre el armario
con tal fuerza que hace caer ruidosamente el tero embalsamado. Me dice: “Mocoso
de mierda, ¿qué carajo estás espiando? Te conviene no hablar con nadie de lo
que viste, porque si decís una sola palabra, una sola, ¿sabés lo que te voy a
hacer? ¡Lo mismo que le hice a la puta de tu maestra!”.
El
impacto emocional de aquel suceso debió de ser tan intenso que perdí, creo,
temporalmente la conciencia. Cuando reaccioné temblaba convulsivamente. Anita
estaba a mi lado procurando reanimarme. Recuerdo haber visto el tero sobre la
mesa del comedor. Tenía rota una punta del basamento de madera. Anita no me
habló de lo que pasó, no sé si ella fue consciente de que yo había visto esa
escena de pesadilla, pero debió de escuchar las amenazas que me hizo el tipo.
Me dio media aspirina con un vaso de agua y me hizo recostar en el sillón.
Una hora
después llegó mi papá. Ni Anita ni yo mencionamos lo sucedido. Uno sabe, sin
que se lo enseñen, que en la vida hay cosas de las que no se habla. Ella estaba
tan conmocionada que apenas conversó con papá. Le dijo que yo ya había
adelantado muchísimo y que no era necesario que siguiera tomando clases. Se
despidió de mí con un beso, sin mirarme a los ojos.
Mi
memoria profunda se encargó de esconderme el acceso a ese rincón lóbrego. Pero,
ahora lo sé, fue el agujero en la línea de flotación que causó mis naufragios
en la vida: sin saberlo, yo siempre asocié la violencia degradante de aquella
tarde con el estudio, la escuela y los varones. No me afectó en mi trato con
mujeres, pero siempre le tuve recelo a los hombres, y aún hoy cualquier
desconocido entraña para mí… no sé si una amenaza, tal vez “amenaza” no sea la
palabra más apropiada, pero si una insoportable molestia de la que trato de
apartarme instintivamente, visceralmente.
Por
ejemplo, cuando viajo en micros de larga distancia lo hago únicamente en
butacas individuales; si debo compartir el ascensor con otras personas y hay
algún hombre entre ellas prefiero subir por las escaleras; cuando voy al cine o
a un concierto me siento en la butaca del pasillo pera reducir a la mitad el
riesgo de que un hombre se siente a mi lado. ¡Y no les digo nada cuando en
alguna reunión me encuentro con políticos conocidos, quienes, fieles a su insincera
costumbre de abrazar a todo el mundo, se abalanzan sobre mí con sus brazos en
alto y sus manos “amenazadoramente” abiertas!
Me
acepto con esa neurosis, he podido convivir con ella, a veces, si me lo
propongo, la domino, me ha ayudado a escribir, y hasta me resulta ahora
divertido observarme a mí mismo en esas tontas reacciones. Pero nunca sabré a
cuántos lastimé con esas cortantes aristas de mi personalidad, qué sufrimientos
causé a quienes me han querido y cuántas oportunidades me han hecho perder a lo
largo de mi vida.
Estoy
seguro de que mis padres nunca se enteraron de lo que pasó aquella remota tarde
porque algunos años después volvieron a mandarme a la casa de Anita para
recibir clases de apoyo durante los veranos. Para entonces yo ya había sepultado
aquel recuerdo y ni siquiera conservaba la menor idea de cómo y cuándo aprendí
a leer y escribir.
Y tal vez no sea casual que me hubiera
enamorado de Anita, con ese primeriso y tierno amor que muchos varones sienten
por sus jóvenes maestras cuando son sensibles y ejercen una dulce autoridad.
Tampoco parece descabellado conjeturar ahora que mis fracasos escolares no
fueron sino un pretexto para volver a ella, en un círculo interminable de
inadaptación, naufragio y resurgimiento.
Anita
purgó unos cinco años de cárcel. Cuando recuperó la libertad sus padres ya habían
muerto y su casita de la calle Moreno había sido rematada por la Justicia. Tenía
yo diecisiete años cuando la encontré por pura casualidad en un hotel de la
calle Balcarce. Era domingo, yo tenía mi cita semanal con Yolanda. Nos cruzamos
en un pasillo, no nos reconocimos, nos miramos, seguimos de largo y a los pocos
pasos los dos nos dimos vuelta sorprendidos: “¿Sos vos?”, “¿Es usted?”.
Claro,
yo ya no era el chiquito que iba a su casa ni ella la maestra jovencita de los
veranos. Gratamente sorprendido, la vi sensual y más atractiva que antes.
Curiosidades
de la vida: resultó ser amiga de Yolanda.
Pero en
aquel hotel nadie la conocía como Anita. Ahora tenía un nombre profesional:
Jéssica (*).
(*)
El nombre "Jessica" remite al capítulo 13, La chica del Urquiza,
que yo no incluí entre los transcriptos en este blog porque por su fuerte contenido erótico podría herir la
sensibilidad de algunos de mis lectores. Los que quieran leerlo bajo su
responsabilidad pueden hacerlo en la versión PDF de la novela completa cuya
dirección indico abajo.
Enrique Arenz 2009 - Derechos reservados. Prohibida su reproducción
La novela Marplateros fue
editada en 2009 y está agotada. (Sólo se puede comprar en Mar del
Plata, en la librería Fray Mocho) Puede bajarse gratuitamente de la
página web del autor haciendo clic en el ícono PDF en la siguiente
dirección: