CARTA DE UN MILLONARIO
AL PAPA FRANCISCO
Por Enrique Arenz
El 13 de junio se publicó en La Vanguardia de Cataluña declaraciones del papa Francisco en las que, sorpresivamente, demostró un desconocimiento abrumador de la economía moderna, y cayó en viejos prejuicios ya abandonados hasta por la izquierda. Un empresario argentino, desconcertado, le escribió la siguiente carta:
Santidad:
Me llamo Emiliano Pomeriggio y soy
dueño de una moderna fábrica de artículos de plástico. Empecé de abajo,
trabajando honradamente doce horas diarias, y al cabo de veinte años de
esfuerzo me hice millonario.
No le diré que soy un católico
practicante porque le mentiría, pero respeto profundamente a la Iglesia
Católica y me siento orgulloso de que un compatriota esté al frente de ella.
Quiero contarle que me inicié en
la actividad industrial muy joven, con
un pequeño tallercito instalado en un galpón de la casa de mis padres. Inventé y
confeccioné yo mismo algunas herramientas, y compré a crédito y con la ayuda de
mis padres materias primas y máquinas básicas. En algunos meses ya estaba
fabricando pequeños muebles para baño y recipientes para el hogar. Necesité muy
pronto ayuda técnica y vendedores para que recorrieran comercios minoristas.
Tomé a tres empleados que pronto fueron ocho. Naturalmente, estaban todos en
negro. ¿Cómo podría tenerlos en blanco si apenas podía pagar mis aportes como
monotributista, condición mínima para poder facturar a mis primeros clientes?
El asunto era muy simple: mis
empleados necesitaban el trabajo y yo los necesitaba a ellos. Les pagué el
salario que pude y que ellos aceptaron con mi promesa de ir mejorándolo poco a
poco. Los contraté en negro con toda naturalidad y sin remordimientos, porque de
lo contrario yo no habría podido lograr nada, debido a que en la Argentina,
salvo que uno tenga un gran capital a su disposición, es imposible iniciarse en
la actividad empresarial cumpliendo con todos los requisitos legales y fiscales.
Im-po-si-ble.
Soy creativo y entusiasta, logré
fabricar artículos muy originales de buena calidad y bonitos colores. Prosperé,
gané una importante cartera de clientes, alquilé un local grande y entonces sí,
fui blanqueando gradualmente a mis empleados más antiguos. A esta altura comencé a
preocuparme de que mis buenos operarios me dejaran para irse con mis
competidores. Es que el personal capacitado es el
capital más importante con que cuenta un empresario. Hablo de los empresarios
serios, no de los corruptos que en la Argentina inventan sociedades fantasmas
para hacer oscuros negocios financieros o conseguir contratos del Estado.
Como el negocio creció, llegó un
momento en que tenía a mi cargo doscientos veinte empleados, entre obreros,
administrativos y vendedores, todos en
blanco.
Para resumir: hoy, veinte años
después de aquel duro comienzo, soy un empresario exitoso que da empleo a quinientos
trabajadores. Con sus familias suman unas mil ochocientas personas. Todos
vivimos del trabajo que hacemos día a día en mi modernísima fábrica de
plásticos.
Les pago el salario que marcan los
convenios colectivos, que es poco, lo reconozco. A veces quisiera pagarles más,
no sólo porque se lo merecen sino también porque no quiero que se me vayan, pero
si les pagara mejor tendría que subir el precio de mis productos y eso me sacaría
de la competencia. Mis márgenes de utilidad son mínimos y debo competir con
otros fabricantes y con productos importados. De manera que pago en salarios lo
que la productividad de mi fábrica me permite pagar. Sueño con comprar máquinas
más modernas con las cuales aumentar el rendimiento de cada hora de trabajo y,
en consecuencia, también los sueldos, pero hoy en nuestro país eso sería una
locura, una azarosa aventura, un acto de irresponsabilidad.
Tanta es mi preocupación por el
futuro de mi empresa que en lugar de aumentar la producción cuando hubo más
demanda, he optado por aumentar los precios siguiendo el ritmo de la inflación,
y ahora que las ventas han caído porque estamos en recesión, se me presenta la
sombría perspectiva de tener que reducir mi personal, o, en el mejor de los
casos, si el sindicato lo permite, recortar los sueldos para no despedir a
nadie. Por de pronto ya he dejado de tomar gente en reemplazo de los que se
jubilan o se van voluntariamente.
Pero le confieso que he ganado mucho dinero y aún
gano, aunque cada vez menos. ¿Y qué creé que hice movido por la precaución y el miedo?
Saqué dinero del país por los muchos caminos legales y no tan legales que
tienen los empresarios para hacerlo, y una parte de ese dinero lo retiré del sistema y lo
guarde en cajas de seguridad. Admito que de mi espíritu empresario ahora ha
quedado muy poco y se ha debilitado mi deseo de agrandarme y desarrollar nuevos
proyectos productivos, porque en estos últimos años de incertidumbre fui
sintiendo cada vez más el temor de perderlo todo. En lo personal vivo bien,
viajo seguido, mando a mis hijos a universidades privadas, y me doy algunos
gustos, creo que merecidamente ganados, pero soy austero, rechazo los lujos, y
en mi vida privada soy un hombre sencillo y nada presuntuoso.
Quisiera poder hacer más por mi
país y por la gente. Quisiera dar trabajo a miles de argentinos para producir
más y exportar mis productos a todo el mundo. Usted no se imagina cómo
quisiera. Quisiera hacerlo para sentirme bien,
para cumplir con mi vocación empresarial y ser el mejor de todos, no por
figuración ni vanidad, porque no practico esas frivolidades ni me siento parte
de la clase alta a la que nunca pertenecí. Simplemente quisiera ser el mejor
por el placer de desarrollar todas mis potencialidades humanas en una actividad
tan importante como es la actividad del empresario: organizador, creador de
nuevos sistemas, ingenioso y soñador. Eso somos los empresarios cuando
trabajamos en libertad y sin incertidumbres políticas y jurídicas.
Tanto que (si usted me perdona el
atrevimiento) muchas veces he fantaseado en lo lindo que sería que la Iglesia
canonizara alguna vez a uno de esos grandes empresarios de la historia, esos innovadores geniales que cambiaron la vida de las personas, porque ellos
también hicieron milagros: crearon riqueza y dieron empleo y dignidad a miles y
miles de personas, a veces en condiciones adversas y venciendo obstáculos
poderosos. Un santo empresario, parece broma, pero ¡qué acto de justicia sería!,
porque no hay benefactor social más grande que un empresario audaz que trabaja
por agrandar sus empresas y tener a su mando más y más personal, aunque a estos
anhelos se los considere vulgarmente fines egoístas y ambiciones desmesuradas.
Santidad, le hablo de todo esto
porque acabo de leer sus declaraciones publicadas en el diario catalán La Vanguardia y, sorprendido, desconcertado y anonadado
por sus conceptos sobre el capitalismo y lo que usted denomina “la idolatría
del dinero”, he tenido la necesidad compulsiva de preguntarle con todo mi
respeto:
¿Si
yo despidiera a todo mi personal, desguazara mi fábrica, vendiera edificio,
máquinas y todas mis propiedades y luego regalara mi dinero para obras de
caridad, estaría yo, creé usted, haciendo una buena acción? ¿Usted vería bien que los
grandes empresarios del mundo se desprendieran de sus empresas para beneficio
de tanta gente que sufre hambre, o les aconsejaría que no lo hagan, que sigan
produciendo y administrando eficientemente sus empresas de manera de seguir
pagando salarios seguros a su gente?
Cuando usted ha sostenido que "ya no se aguanta el sistema económico mundial" no sé exactamente a qué se refirió. Desde ya le digo que no he podido
entender que el mundo capitalista del cual soy parte activa dependa
hoy, como usted ha dicho, de las guerras para sobrevivir. Perdone mi ignorancia
pero por vueltas que le de al asunto en mi confundida cabeza, no alcanzo a entender
cómo es posible que mi empresa puede mantenerse gracias a que se producen
guerras regionales en el mundo. Yo siempre creí, tal vez ingenuamente, no lo
sé, por eso se lo pregunto, que era al contrario, porque los que exportamos padecemos una permanente
angustia ante la posibilidad de que los conflictos bélicos limiten nuestro
comercio, nos impidan importar insumos indispensables y provoquen
pérdidas de los mercados que tan dificultosamente logramos ganar. Yo siempre creí,
tal vez por desconocimiento, que
la paz era el mejor de los climas para el desarrollo del comercio
internacional, por aquello que “si las
mercaderías y las personas cruzan libremente las fronteras de las naciones, no
las cruzarán los ejércitos”.
En cuanto a reducir la natalidad,
tampoco lo he comprendido, porque si bien las familias modernas prefieren tener
menos hijos que antes, el envejecimiento de las poblaciones son un gran
problema para el comercio y la industria, no un beneficio. Sin nuevas
generaciones no hay empleados calificados ni consumidores futuros, así que no
veo de qué manera puede beneficiar al capitalismo la reducción de la población
mundial. Ese "descartar" a los niños que usted condena.
La Iglesia de hoy considera a los
judíos como nuestros hermanos mayores, y a los protestantes, nuestros hermanos
separados. Nada más justo. Lo apruebo. Pero fíjese usted que ni los judíos ni los protestantes, hasta donde yo sé,
anatematizan el capitalismo ni la actividad empresarial, ni la búsqueda de la
riqueza. Para judíos y protestantes ganar dinero honradamente es un mérito, y
querer ganar más dinero con las inversiones del dinero ya ganado es casi un acto
heroico porque esa actitud virtuosa y valiente abarata los precios y genera nuevos y mejores empleos. Entonces, santo padre, ¿no sería conveniente
que los católicos aprendiéramos algo de nuestros hermanos mayores y nuestros
hermanos separados? Aprender, por ejemplo, a no satanizar el trabajo de los
empresarios exitosos ni descalificar el sistema capitalista que crea el entorno
de la cooperación social voluntaria en libertad y pleno ejercicio de los
derechos humanos.
Por otra parte, si hay millones de
hambrientos en muchos países del mundo, es, a mi modesto entender, por culpa de
sus gobiernos y no de los empresarios ni de los ejércitos supuestamente
sostenedores de ese diabólico capitalismo. Si en esos países localizados
principalmente en Asia, África y América latina hubiera condiciones de
confianza, estabilidad, garantías para las inversiones y respeto irrestricto
por la propiedad privada, además, por supuesto, de honradez en los políticos y funcionarios
públicos, los empresarios de todo el mundo se atropellarían para llegar
primeros a esos lugares paupérrimos con su tecnología, sus capitales y su
experiencia con el propósito de producir
bienes y servicios, y por lo tanto, crear millones y millones de empleos decorosos.
Pero usted sabe que no es así, porque esos países desdichados están gobernados por
reyezuelos déspotas, clérigos fundamentalistas, y tiranos corruptos, fanáticos,
incapaces, dementes, populistas, demagogos y criminales.
Y si hasta en los
países centrales hay hoy desempleo y jóvenes sin futuro es por culpa de los gobiernos que no dejan trabajar libremente a los
empresarios y los abruman con impuestos, reglamentaciones absurdas,
persecuciones y coacciones de todo tipo que desalientan el trabajo productivo e
incitan a otras formas indecentes de ganar dinero. Y las guerras también las provocan los políticos, no los empresarios. Si usted se refería a este sistema de intervenciones y coacciones estatales cuando dijo que ya no se lo aguanta en el mundo, entonces lo he interpretado mal, o tal vez el diario catalán entendió erróneamente el sentido de sus palabras. Sin embargo, como usted no hizo posteriormente ninguna aclaración, creo que no estaba hablando de eso sino de lo otro.
Pero a lo mejor el capitalismo no es como yo lo entiendo y estoy equivocado, porque soy tan sólo un humilde hombre de negocios argentino
que hace equilibrio entre cumplir con la ley y pagar todos los impuestos, y
tratar de evadir aunque sea un poco de sus obligaciones para no perderlo todo y
quedarse en la lona. No tengo la formación intelectual que tiene usted, santidad,
pero le juro que hasta el momento de leer sus declaraciones me sentía en paz con mi conciencia. Yo estaba
convencido de ser un hombre honorable, bondadoso, justo y útil a mi país y a
mis hermanos argentinos.
Ahora usted me ha confundido: ya
no sé si soy esa buena persona o un sinvergüenza que explota a los demás y que para
lograr sus siniestros propósitos hasta llega a alentar guerras de exterminio
para seguir ganando dinero.
Me gustaría, santidad, que me
conteste y me esclarezca estas terribles dudas que sus conceptos sobre la economía mundial
han dejado en mi corazón.
Rezo por usted.
Emiliano Pomeriggio
Empresario argentino, padre de familia y personaje creado por el autor.
(Se permite su reproducción. Se ruego citar este blog
con su correspondiente enlace)
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