DELICIAS DEL CUARTEL
Tener que presentarse por primera vez en la guardia de un cuartel con
la cédula de de incorporación en el bolsillo nunca fue una perspectiva grata.
El mundo se te caía encima. Pero cuando
había transcurrido un año y salías por esa misma guardia para no volver, las
lágrimas te cosquilleaban los mofletes.
Hablo de 1962, cuando yo tenía veinte años y el servicio militar era
obligatorio. Por suerte ya no lo es, pero habría que ver si esa abolición,
acelerada por la penosa muerte del soldado Carrasco, ha hecho generaciones
mejores que las nuestras.
Contaré algunas anécdotas antes de ir a la historia principal.
Cierta vez contraje una fuerte gripe y el médico de la base me mandó a
la cama. Durante varios días permanecí en la cuadra (el dormitorio colectivo de
los soldados) en reposo, con una fiebre altísima. Estaba muy desmejorado y,
según decían, mi apariencia era lamentable.
Una de esas noches febriles me despierto sobresaltado al oír murmullos
alrededor mío. ¿Y qué veo? Cuatro velas encendidas en cada esquinero de la
cama, una sábana blanca sobre mi cuerpo, a modo de mortaja, y en la penumbra,
amontonados alrededor mío, decenas de llorosos soldados rezando sobre mi
“cadáver”. ¡Me estaban velando los desgraciados!
Cómo habrá sido de efectiva la cargada que hasta un recluta peón de
campo a quien apodábamos “la vaca” por lo bruto, se me rió todo el año en la
cara. A la vaca todos le tomábamos el pelo, pero desde que me hicieron aquella
candonga, cada vez que yo intentaba gastarlo me lanzaba su mugido guasón: “A
vo’ te velaron, vo’ no pasá agosto”. Con lo cual me paraba en seco porque los
demás milicos estallaban en carcajadas. Debí aceptar que había perdido
definitivamente mi derecho de burlarme de aquel rumiante.
Pero había otro soldado más bruto que él, morocho, feo, corpulento y
musculoso al que de entrada apodamos “Ñancul” por su parecido con el personaje
de Dante Quinterno. Su lenguaje era tan pobre que apenas estaba un escalón más
arriba de la mudez. Cuando al día siguiente de nuestra incorporación se nos
ordenó ir a darnos la primera ducha colectiva, Ñancul se escondió detrás de uno
de los cofres de la cuadra. Todos nos desvestimos obedeciendo al toque las
órdenes e indicaciones que nos daba a los gritos el cabo de semana, tomamos
cada uno toalla y jabón y corrimos desnudos hasta la barraca de las duchas
donde nos esperaban una nube de vapor y ruidosos chorros de agua caliente.
Terminado el baño, volvimos a la cuadra para ponernos ropa interior limpia y un
mameluco de fajina. Estábamos en esos quehaceres cuando uno de los muchachos
descubrió que Ñancul no se había bañado y se mantenía escondido. Cuando lo
interrogamos nos confesó con sus pocas palabras que nunca se había bañado en su
vida.
No faltó quien le llevara la alcahuetería al oficial de semana, más por
diversión que por maldad. Por suerte el oficial también lo tomó a risa, y como
Ñancul se negaba a desvestirse y hacer la experiencia iniciática de quitarse la
mugre del cuerpo, el superior encontró una solución expeditiva (nunca mejor
aplicado aquello de manu militari):
juntó a cuatro soldados de buena contextura física y les ordenó que lo
desvistieran al paisano y lo llevaran por la fuerza bajo la ducha.
Entre los cuatro no podían con él, parecía un toro furioso. Finalmente,
mientras todos nos matábamos de la risa, lograron arrastrarlo hasta meterlo vestido
debajo del agua. Los cuatro soldados se empaparon pero lograron finalmente
desvestirlo. Ñancul, amansado por la temperatura agradable del agua, cesó su
resistencia y comenzó a enjabonarse por sí mismo. Después se reía como un chico
de ocho años, y nunca más le esquivó a la higiene.
Entre los ciento cincuenta reclutas de aquella clase de 1942 había unos
veinte analfabetos que aprendieron a leer y escribir en la escuelita que
atendía un maestro del cuartel al que ayudaban dos soldados de nuestra clase
que también eran maestros. Tuvimos un compañero de origen social muy humilde a
quien en la enfermería le detectaron una blenorragia muy avanzada. Fue
temporariamente aislado y recibió la atención médica que nunca había tenido.
Claro, le quedó para siempre el apodo excesivo de “Sífilis”.
Hubo, además, cuatro o cinco muchachos que aprendieron a usar cubiertos
en el comedor del Destacamento. Cuatro soldados tenían pareja e hijos pero no
estaban legalmente casados. El capellán de la base y el jefe de la sección
Tropa los presionaron para que formalizaran. Se les arregló todo en el Registro
Civil, se organizó una boda conjunta, y, por supuesto, eso era innegociable, se
hizo una ceremonia religiosa ante el altar de la Virgen de Loreto, para la cual
el capellán los había preparado, catecismo, bautismo, comunión y todo eso. Como
premio por su buena voluntad les dieron licencias especiales para que
estuvieran con sus familias, ahora constituidas ante Dios y la Ley.
Se decía que el servicio militar obligatorio era un año perdido, pero
mi experiencia personal no me dejó esa certeza. Es verdad que más de la mitad
de ese tiempo nos obligaban a cumplir modestos trabajos y servicios ajenos a la
preparación militar. Cuando no se trataba de pintar la casa o la oficina de algún
oficial, había que hacerle de chofer a otro, o desmalezar el campo con guadañas
desafiladas y machetes oxidados, o encubrir las pillerías de algún suboficial
corrupto, como uno que nos hacía preparar sándwiches
con el queso y el dulce de batata del depósito de provisiones y luego nos
mandaba a vendérselos a los mismos soldados que debieron recibirlos
gratuitamente. O aquel otro que mandaba a sus soldados a robar nafta de las
avionetas privadas estacionadas en el hangar del aeroparque.
Pero aún así, nunca pensé que fuera tiempo perdido, porque esos pobres
muchachos a los que se educaba y se los ayudaba a subir un peldaño en la escala
social no iban a tener, fuera de allí, oportunidad de lograr ese invalorable
avance. Y para quienes teníamos educación y veníamos de buenas familias, esa
convivencia integradora con jóvenes de condición tan diferente a la nuestra,
nos ayudaba, primero, a valorar lo que habíamos recibido de la vida, tan
mezquina con otros, y luego, a formarnos como personas más tolerantes y solidarias.
Se vivían en el cuartel experiencias tan ricas e inusitadas que
ampliaban extraordinariamente nuestra percepción del mundo real, y nos ayudaban
a desarrollar las mejores potencialidades juveniles.
Pero vayamos a la historia que me propongo contar.
En el cuartel alguien robaba las pertenencias de los soldados. Un día
ese ladrón es sorprendido desvalijando un cofre. El que lo descubre es un cabo
a quien llamaremos Ubaldo. El ladrón resulta ser un soldado al que apodaremos
Ramiro. Lo vemos a Ramiro salir corriendo de la cuadra haciendo cuerpo a tierra
y saltos de rana con el cabo Ubaldo detrás dándole órdenes de viva voz:
“¡Cuerpo a tierra! ¡Carrera marrrr! ¡Cuerpo a tierra! ¡Carrera marrrr!”. Así, a
las corridas y panzazos, lo va llevando hasta un descampado utilizado para los
ejercicios de orden cerrado mientras nos grita a nosotros: “¡Este bípedo
plumudo es el ladrón de los cofres, lo acabo de agarrar con las manos en la
masa!”
No lo podíamos creer. Ramiro era un compañero insospechado, alto,
pintón, simpático, oriundo de Balcarce, de buena relación con todos. Y había
resultado ser el ladrón que durante meses nos hurtaba efectos personales y
dinero. El cabo Ubaldo, justiciero implacable, lo bailó durante toda la tarde.
Fue tan excesivo el castigo que Ramiro tuvo que ser llevado a la enfermería esa
misma noche. En esos tiempos el superior siempre tenía razón, así que cuando el
cabo Ubaldo informó al capitán el motivo del baile, éste solamente le recordó
que esa clase de castigos estaban prohibidos por el reglamento, y que la
próxima vez tuviera más cuidado.
El soldado Ramiro estaba tan mal que debió ser llevado en avión al
Hospital Militar de Buenos Aires donde permaneció en tratamiento médico durante
más de un mes. Cuando regresó lo miramos todos como a un despreciable ratero y
nadie lamentó lo que le había sucedido.
A partir de su reincorporación a la base, este soldado no habló más con
nadie, cumplía silenciosamente con sus quehaceres en los talleres mecánicos
dónde lo habían asignado, hacía las guardias que le tocaban y permanecía en
hermético silencio durante el desayuno y las comidas. En las horas de descanso
en que nos permitían ir a la cantina, él sólo fumaba y miraba Ruta 66 por televisión. Por otra parte
nosotros nos habíamos acostumbrado a no dirigirnos a él salvo que fuera
indispensable por razones de servicio.
El cabo Ubaldo, por su parte, era un sujeto cruel y autoritario. Cada
tanto lo teníamos como suboficial de semana y debíamos soportar durante siete
días sus abusivos e ilegales correctivos. Por ejemplo, por conversar durante la
noche cuando ya se habían apagado las luces llegó a escarmentarnos de la
siguiente manera: se hacía despertar por el imaginaria a las dos de la mañana,
ordenaba encender todas las luces, nos despertaba al grito de “¡Al pie de la
cama!”, nos hacía calzar las zapatillas de fajina y nos sacaba en ropa interior al patio para
hacer violentos ejercicios bajo un frío glacial. Nos mataba durante quince o
veinte minutos y nos volvía a mandar a la cama. A las cuatro de la mañana
volvía a despertarnos y otra vez afuera, a correr, saltar y caer en flexión y
hacer saltos de rana hasta el agotamiento.
Un día nos enteramos de que este miserable no se había presentado en la
base. Al no ser localizado fue declarado desertor y las autoridades militares
pidieron su captura a la Policía. Para nuestro alivio nunca más supimos de él.
Un día me toca hacer guardia con el soldado Ramiro en el puesto 3, el
más alejado y solitario de la base. Era una noche pesada que preanunciaba
tormenta. Cuando uno hace guardia en un páramo con un único compañero, es
imposible ignorarlo. Además yo quería tener algún diálogo con él, por
curiosidad más que por razones humanitarias. Para los fumadores ―yo lo era en
esa época―, quedarse sin cigarrillos en el cuartel era poco menos que una
tragedia. Yo sabía que Ramiro andaba corto de dinero y que nadie le iba a
ofrecer un cigarrillo, así que le convidé uno de los míos. Se tiró encima del
paquete. Me lo agradeció casi con emoción. Aspiró dos o tres bocanadas de humo
y sonrió aliviado. Entonces le hablé.
―¿Supiste algo del hijo de puta del cabo Ubaldo?
―No… ni me interesa.
―Fue muy jodido con vos…
Se encogió de hombros.
―La pasaste muy mal ese día que te bailó ―insistí.
―No solo me bailó, también me golpeó y me fracturó dos costillas.
―Ah, pero eso nunca lo supimos. ¿Y no le hicieron nada a ese cabrón?
―No quise firmar una denuncia, ¿para qué?
―Pero, decime Ramiro, no te ofendas, ¿él te vio realmente afanando?
―Hijo de puta, eso es lo peor, me hizo pasar por ladrón y yo jamás
toqué nada de nadie.
―Pero… ¿entonces?
Ramiro se acomodó el FAL en el hombro derecho, se ajustó el casco y
miró a lo lejos un relámpago, “Va a llover…”, murmuró, y después de un corto
silencio me preguntó si quería saber la verdad. Le contesté que sí. “¿Vas a
guardar el secreto de lo que escuches?” Le di mi palabra. Entonces me contó:
―Ubaldo me usaba para hacerle entrar una mina por este mismo puesto. Yo
la esperaba, la hacía pasar y la llevaba en el jeep de la guardia hasta el
Casino de Suboficiales donde se encontraba con el cabo. Eso ocurría una vez por
semana y siempre después de la una de la mañana. El cabo se ocupaba de que yo
dispusiera ese día del vehículo. Después, a eso de las tres, tenía que
levantarla del casino y llevarla hasta la casa, lo cual implicaba un riesgoso
abandono de guardia. Con la mujer habíamos simpatizado y ella siempre
coqueteaba conmigo. A veces, mientras yo manejaba el jeep, se reía de alguna
cosa que me contaba y, como distraídamente, apoyaba su mano sobre mi pierna. Yo
te juro que traté de no darle bola, no quería problemas con el cabo, pero una
noche, que no era la establecida, ella se me aparece por la guardia como a las
dos de la mañana. Me besó en la boca y me dijo e que venía a verme a mí, no al
cabo. Esa noche mi compañero de guardia era el gordo Tomini que, como siempre,
dormía a pata suelta en esta misma garita. No pude resistirme, es una mujer
preciosa, de unos treinta y pico de años, una ninfómana, de esas a las que no
les alcanza un hombre, necesitan varios. No pude pensarlo mucho, le bajé la
caña, como lo habrías hecho vos o cualquiera. Nos echamos dos polvos entre los
yuyos, arriba de la manta que usamos en las guardias, y desde entonces ella
venía un día a acostarse con el cabo y otro a revolcarse conmigo en el pasto.
Hasta que Ubaldo se enteró, no sé cómo, pero siempre sospeché que ella misma
debió de habérselo dicho, tal vez por despecho, por algo de ellos, qué se yo. Y
eso fue lo que pasó.
―No puedo creer que te haya acusado de ladrón nada más que para
vengarse de los cuernos que le pusiste.
―Así fue.
―Pero, viejo, ¿por qué no te defendiste?
―¿Sabés quién era ella?
Permanecí en silencio, expectante.
―La esposa del comodoro.
―¿El jefe de la base?
―No el que está ahora, el anterior.
Pronuncié un apellido.
―Ese mismo.
―Pero si la casa del jefe está…
―Está dentro de la base, si, pero ella salía de los límites por un
agujero en la alambrada y venía hasta aquí bordeando el arroyo mientras el
marido dormía. Si yo hablaba, en lugar de un enemigo iba a tener dos, y al
comodoro yo le tenía más miedo que al cabo. Así que me banqué la injusticia, la
calumnia, el castigo y los golpes de ese mal parido. Algún día me las iba a
pagar.
Por unos minutos quedamos los dos en silencio rodeados por una negrura
electrizada y húmeda. Las brazas de nuestros puchos se intensificaban como
parpadeando, por la ansiedad con que los chupábamos.
―Decime Ramiro, ¿qué le pasó al cabo?
―No sé. Pero te aseguro que el comodoro se enteró de las relaciones de
su esposa con él, no me preguntes cómo.
Por la oscuridad yo casi no podía verle la cara a Ramiro, pero un
sorpresivo relámpago le iluminó una mueca parecida a una sonrisa. Segundos
después vino el trueno ensordecedor. Ramiro continuó:
―Poco después Ubaldo desapareció, lo declararon desertor, y al tiempo
lo trasladaron al comodoro no sé adónde ni me importa un carajo.
Empezó a llover torrencialmente. Nos metimos en la garita. Ramiro volvió a encerrarse en su silencio habitual.
―¡Qué nochecita!― comenté yo, por decir algo.
La novela Marplateros fue editada en 2009 y está agotada. Puede bajarse gratuitamente de la página web del autor haciendo clic en el ícono PDF en la siguiente dirección: http://www.enriquearenz.com.ar/libro_marplateros.html#.U2F0aFc_Q4M