AL CASINO
En 1947, cuando yo tenía
cinco años, Archibaldo era un próspero hombre de negocios, siempre vestido con
trajes Braudo, cuellos duros, anteojos negros de armazón dorado, corbatas de
seda natural y zapatos combinados en negro y blanco. Tenía un Packard modelo
46, negro, reluciente, con cromados espectaculares y tapizados en cuero rojo.
Este muchacho estaba
casado con una chica del barrio y tenía dos hijos varones un poco más grandes
que yo. Simpático y conversador, se había hecho amigo de mis padres que vivían
al lado de sus suegros, en la calle Guido a metros de Belgrano. Recuerdo que en
la cuadra de mi casa, donde nací y viví hasta que nos mudamos a Colón, los
vecinos se admiraban de la prosperidad de aquel ex mozo del Hotel Nogaró que
había hecho tanta plata vendiendo terrenos.
La primera vez en mi vida
que subí a un automóvil fue al Packard de Archibaldo. Me llevó a pasear junto a
sus hijos por la costa. Nunca olvidé la poderosa impresión que recibí al
contemplar desde el auto el mar infinito y las playas colmadas de bañistas que,
por la distancia, parecían seres diminutos. Mi imaginación me hizo creer que se
trataba de gnomos jugueteando con las olas. Hasta hoy conservo una huella de
gratitud hacia Archibaldo por aquel asombroso paseo.
Un día Archibaldo se
sincera con mi padre ―esto lo supe décadas más tarde― y le confiesa que el
dinero grande no lo gana vendiendo lotes sino en el casino, gracias a una
martingala que él mismo había inventado. Mi padre no puede creer lo que oye.
Archibaldo le dice que necesita un ayudante, alguien de confianza a quien
entregarle las fichas que va ganando, porque tiene un problema: le cuesta
resistir la tentación de jugarse esas ganancias en apuestas de riesgo.
Archibaldo estaba confesando
ser un jugador compulsivo, nada menos, si bien aseguraba haber canalizado su
adicción creando una manera, lenta y tediosa pero relativamente segura, de
ganar en las mesas de ruleta. Pero no estaba libre de las recaídas
incontrolables, y de hecho eso le estaba sucediendo con demasiada frecuencia.
¡Cuántas veces había perdido todo lo ganado apostando locamente al ocho o al
once, que eran sus números predilectos!
Y le pide a papá que
acepte ser su ayudante.
Mi padre, que nunca creyó
en el juego ni en las martingalas ni en ninguna variante fácil de ganar dinero,
declinó el honor. Y para sacárselo de encima le sugirió que hablara con
Palmiro, un solterón del barrio, muy buen tipo y muy decente que justamente
andaba haciendo changas como electricista porque no tenía un empleo fijo.
Archibaldo lo entrevistó
y enseguida se pusieron de acuerdo.
El trabajo de Palmiro era
así: los dos entraban al casino por separado. Palmiro debía ubicarse en una
determinada mesa, lo más concurrida posible, mirando el juego de los demás.
Archibaldo se instalaba en otra mesa suficientemente alejada de la de Palmiro,
pedía color de diez centavos, y comenzaba a trabajar. Cada tanto Archibaldo
abandonaba su mesa, se dirigía a donde estaba Palmiro y le depositaba en el
bolsillo del saco una o dos fichas de las de más alto valor, que en esa época
si no me equivoco eran de diez pesos. Y se encaminaba a otra mesa, igualmente
alejada de Palmiro.
Iba y venía, iba y venía.
Los bolsillos de Palmiro se iban llenando de fichas de distinto color, pero de
similar denominación.
El trabajo duraba unas
dos horas, a veces tres. A una señal de Archibaldo, Palmiro debía pasar por la
caja, canjear todas las fichas que tenía en sus bolsillos y abandonar
inmediatamente el casino. Tenía prohibido Palmiro devolverle a Archibaldo, dentro
de la sala de juego, una sola ficha ni facilitarle dinero, aunque éste se lo
suplicara o se lo ordenara, porque ese era el peligroso momento en que la
adicción de Archibaldo se despertaba con ardiente sed de emociones.
Archibaldo y Palmiro se
reunían luego en un café del centro. Palmiro rendía cuentas y se llevaba su
parte.
Trabajaron así durante
varias semanas sin ningún problema.
Un día Palmiro se
entretenía mirando los profundos escotes de dos atractivas mujeres que se
agachaban frente a él para hacer sus apuestas cuando sorpresivamente lo rodean
tres personas que se identifican discretamente como policías y le piden que los
acompañe a la gerencia. Palmiro se alarma ante tan inesperado requerimiento,
pero como sabe que no ha hecho nada incorrecto, acompaña mansamente a los
policías. Mientras camina por la roja alfombra flanqueado por los policías sus
ojos se cruzan con la mirada lejana y estupefacta de Archibaldo. Se alegra de
que su patrón lo haya visto en tan incómoda situación y descuenta que se va a
ocupar de asistirlo. Intenta hacerle señas pero Archibaldo desaparece entre el
público.
Cuando entran en la
gerencia le ordenan que vacíe sus bolsillos sobre el escritorio. Sorprendido,
Palmiro pregunta qué es lo que pasa. “Vacíe sus bolsillos”, le repiten en un
tono que no admite réplicas. Palmiro, ahora atemorizado y con manos
temblorosas, se apresura a poner todas las fichas sobre el escritorio.
Los policías las examinan
sin apuro una por una, observan sus números de serie, consultan unas
anotaciones que tienen en una libretita, se miran entre ellos y le dicen a
Palmiro.
―Está arrestado.
Palmiro siente que el
corazón se le paraliza, está a punto de desmayarse, lo dejan que se siente en
una silla. Pregunta con voz vacilante cuál es el motivo por el que lo detienen,
pero los agentes se niegan a darle respuestas. Cuando se repone, lo sacan por
una puerta lateral y lo suben a un patrullero.
Ese día era viernes, así
que se tragó el sábado y el domingo en un calabozo sin que nadie le diera la
más mínima explicación. Esperó ansiosamente la llegada de Archibaldo, pero éste
no apareció nunca.
El lunes lo conducen
temprano a la oficina del comisario. El funcionario está comiendo galletitas
mientras un preso le ceba mate. Con la boca llena le señala las fichas
secuestradas y le hace un gesto de interrogación.
―Son mías, las gané en la
ruleta.
―Mire, señor ―le contestó
el comisario un poco atorado por la sequedad de las galletitas―…dame otro mate,
Pascual…, son fichas de diez pesos, todas de distintos colores (tose y escupe
migas ensalivadas), ¿no es un poco raro?
Palmiro se limpia
disimuladamente la cara. No sabe qué contestar.
―A usted lo detectamos el
miércoles pasado cuando cambió fichas como éstas. El cajero avisó que una de
esas fichas había sido sustraída de una mesa. ¡Pascual, calentá el agua! Qué
boludo es este tipo… Hace tiempo que algunos apostadores fuertes vienen
denunciando que les desaparecen fichas de sus apuestas. ¿Cómo se daban cuenta
esos tirifilos? Porque cuando acertaban un número el pagador les pagaba un
pleno menos de los que ellos estaban seguros de haber apostado. A estos
ricachos timberos no les llevamos mucho l’apunte porque están siempre nerviosos
y alterados, pero se nos juntaron varias quejas similares. Entonces tendimos
una trampa con fichas previamente registradas por su numeración, y bueno, aquí
está usted con varias de esas fichas en sus bolsillos.
Palmiro sintió que la
tierra se le movía bajo los pies. Trató de defenderse diciendo la verdad.
―Las fichas me las dio un
tal Archibaldo que me paga para que se las guarde, porque si no, se las juega.
Él dice que gana con una martingala que inventó…, si eso no es legal, yo lo
ignoraba…, no tengo nada que ver con ningún robo de fichas. Les puedo dar el
domicilio de esta persona…
―Tomaremos nota de todo en el sumario, no se
preocupe, pero le advierto que a usted lo estuvimos vigilando en la sala y no
vimos a nadie que le entregue fichas. En cambio lo vimos a usted merodeando por
las mesas, mirando mujeres, nunca juega, nunca pide color pero siempre se
presenta en las cajas a cobrar un montón de fichas grandes de distintos
colores. No sabemos cómo lo hace, pero es evidente que usted ha estado
sustrayendo fichas de las mesas de ruleta.
Lo devolvieron al
calabozo. El pobre Palmiro declaró todo lo que sabía, como le aconsejó el
abogado de pobres y ausentes que a las cansadas apareció para asistirlo, y días
más tarde el juez lo dejó en libertad condicional.
Archibaldo, por su parte,
desapareció con su familia el mismo día que arrestaban a Palmiro. No se
despidió ni siquiera de sus suegros, y nadie volvió a saber de él hasta que
años más tarde su esposa regresó a la casa de sus padres con sus dos hijos. Se
había separado de Archibaldo.
Ella misma, llorando,
contaba a quien quisiera escucharla lo que había pasado.
Lo habían descubierto en
un casino del interior, no estoy seguro si era Córdoba o Bariloche, robando
fichas de las mesas. Fueron directamente a él porque la Policía ya estaba
alertada por las declaraciones de Palmiro.
Archibaldo tenía ahora
como ayudante a una mujer joven. Los investigadores lo observaron día tras día
pacientemente, lo veían apostar unas pocas fichitas de diez centavos en el paño,
y de pronto, zas, se iba al encuentro de la ayudante y le introducía una ficha
de diez pesos en el amplio bolsillo de su abrigo. Lo ven hacer lo mismo en una
mesa y en otra, pero no saben cómo diablos lo hace.
Hasta que una noche,
mientras él está distribuyendo sus fichitas de diez centavos en un tapete
recargado de fichas de alto valor, una mano fuerte como la de un gorila toma la
suya por la muñeca, se la hace girar lentamente y, oh sorpresa, en la palma
luce una ficha de diez pesos pegada con un fuerte pegamento.
Esa era la “martingala”
de Archibaldo: buscaba las mesas donde algún jugador compulsivo estuviera
desparramando por todo el paño pilas de fichas del máximo valor. Luego, en el
preciso momento en que cantaban el no va más, ponía apresuradamente algunas
fichitas de diez centavos en proximidades de la pila más alta, apoyaba
delicadamente sobre ella la palma de su mano untada con pegamento y la retiraba
tranquilamente con la primera ficha de la pila adherida a su piel.
Cuando lo pescaron,
Archibaldo reaccionó velozmente, le dio un fuerte empujón al policía y huyó del
casino. El agente trastabilló, rodó por una escalera y sufrió varias fracturas
y conmoción cerebral, por lo que Archibaldo tuvo captura recomendada no
solamente por simple hurto, sino por resistencia a la autoridad y lesiones
graves. En la confusión también se escabulló su joven ayudante.
Lo arrestaron meses más
tarde en el Uruguay, cuando estaba robando fichas en uno de los casino
uruguayos. Fue condenado a una pena leve de prisión, pero cuando purgó la
sentencia lo extraditaron a la Argentina, donde un juez lo esperaba impaciente no sólo por las
lesiones al policía o los robos a los casinos sino porque tenía una condena
condicional por estafa y un pedido de captura por homicidio en riña. Nadie conocía
en Mar del Plata este lado oscuro de la vida glamorosa del simpático
Archibaldo. Todo el dinero que había acumulado se le fue en su defensa y en
resarcimientos varios, de manera que se quedó en la miseria y abandonado por su
esposa.
Nunca supo Archibaldo
cómo lo descubrieron en el Uruguay, porque había perfeccionado acabadamente sus
métodos. Era más selectivo, buscaba pacientemente a jugadores nerviosos, de
esos que dejan caer las fichas en cataratas sobre el tapete y que ignoran las
cantidades que apilan por todos lados.
Su esposa, entretanto,
aseguraba compungida que lo abandonó por la deshonra que había significado para
ella y para sus hijos enterarse de que Archibaldo era un delincuente.
Pero costaba creerle,
costaba aceptar que ella no conocía el prontuario de Archibaldo y el origen
delictivo de la fortuna que aquél le ponía a su disposición para que la gastara
con mano rota.
Circuló otra versión:
Archibaldo mantenía una secreta relación sentimental con su joven ayudante,
quien era la mejor amiga de su esposa. Cuando ésta se enteró de la doble
traición los denunció anónimamente. Ella también perdió hasta el último
centavo, en un santiamén mandó al tacho su dispendiosa vida, pero, ah, eso sí,
se dio el gusto de mandarlos a los dos a la cárcel.
- Prohibida su reproducción
La novela Marplateros fue editada en 2009 y está agotada. Puede bajarse gratuitamente en formato PDF haciendo clic en el final de la reseña que encontrarán en la siguiente dirección:
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