EL SECRETO DEL TURCO ANÍS
En una esquina de la avenida Colón, en el tramo sin pavimentar que iba de Chaco para el fondo, estaba el almacén del turco Anis Beherija. En ese arrabal polvoriento y aburrido, lleno de zanjones y yuyales, la gente bombeaba el agua a mano, y no pocas casas tenían por único sanitario una letrina en el patio.
Estamos en1951; yo aún no
cumplo los nueve años.
En los atardeceres de
verano, a la hora en que corría un poco de aire, el turco sacaba a la vereda un
banquito y se sentaba apoyando el esqueleto en la ochava sin revocar. Así, expuesto
a la luz, mostraba cataduras que se atenuaban en la semioscuridad del interior
del almacén: la piel cetrina, la cara huesuda siempre sombreada por una cerrada
barba de dos o tres días, sus greñudas cejas y sus ojos llamativamente claros pero
fríos e inexpresivos como los de un molusco.
En esos largos ocios el
turco tomaba mate y liaba sus propios cigarrillos, y cuando no hacía ninguna de
las dos cosas se quitaba las alpargatas y se rascaba concienzudamente los talones.
Mirada laxa, perdida vaya uno a saber en qué inescrutables pensamientos.
El almacén se comunicaba
internamente con un bar anexo que daba a Colón, en donde al anochecer se
juntaban unos sujetos extraños que jugaban al truco o al mus por el vaso de
vino. A los chicos nos encantaba espiar desde la calle a esos personajes
estrafalarios cuyas siluetas apenas distinguíamos bajo el halo miserable de una
lamparita de 25 vatios.
El mostrador del almacén era
de madera y tenía forma de ele. En ese mostrador había una repulsiva campana cazamoscas.
Era de vidrio, con un terrón de azúcar dentro. Las moscas entraban por una abertura, se apiñaban sobre el dulce
cebo y cuando, piponas, volaban para salir, chocaban contra el vidrio y caían en
el agua que contenía la base de la campana. Y ahí se iban amontonando, porque
el turco jamás limpiaba el artefacto. A los chicos nos divertía ver el
mosquerío atrapado, pero los mayores trataban de evitar esa nauseabunda visión.
El turco y sus hábitos eran
blanco fácil de chismes y habladurías. Por ejemplo, se decía que por las noches,
cuando el almacén y el bar se hallaban cerrados y el silencio caía sobre la solitaria
y oscura calle, se podía oír al pasar por la vereda del local el ruido característico
del descorche de las botellas de vino. Un taponazo detrás de otro. Plop… plop… plop.
Un mito jamás probado sostenía que el turco descorchaba las botellas de vino, les
sacaba un poco y luego completaba el contenido con agua. Ese vino hurtado era
el que al día siguiente aplacaba la sed de las esponjas humanas que jugaban a las
cartas en el bar.
El turco también vendía
vino suelto, muy económico y seguramente muy berreta, depositado en dos oscuros
toneles de madera que se codeaban con grandes tambores de aceite comestible, de
vinagre, de lavandina y hasta de querosén, amontonados sin orden ni separación en
el centro del local.
A los chicos que hacíamos
los mandados el turco nos regalaba a modo de incentivo unas pocas pasas de uva.
Dos pasas, a lo sumo tres, esa era toda la dádiva. Menesterosos de golosinas, nos
devorábamos las pasas sin ponernos a pensar que eran tomadas con los mismos
dedos y las mismas uñas que habían trabajado de piedra pómez minutos antes.
¿Por qué compraba la
gente en ese antro? Por una razón de peso (o de “pesos”): Anis Beherija vendía
barato y fiaba a pagar cuando se pudiera, en tiempos en que esa costumbre ya
había sido abolida. Los clientes dejaban sus escrúpulos en la puerta, se surtían
a buen precio, y luego se desquitaban hablando mal del almacenero.
Lo más comentado en el
barrio eran sus peleas con Selma, su robusta concubina. Los hombres del vecindario
la apodaban con doble sentido “la teutona”, porque era alemana, pero también
por sus grandes pechos que ella resaltaba con escotes generosos y pulóveres
ajustados, alardes que encolerizaban a sus mujeres, por lo común desarregladas
y chancletudas.
Selma, abandonada por su
primer marido, era una mujerona de fuerte carácter y mirada fiera que lo
doblaba en volumen corporal al turco. Era muy echada para atrás, no se trataba
con los vecinos ni saludaba a nadie. Permanecía siempre en la vivienda ubicada
detrás del negocio, y cuando tenía que salir se daba el insólito lujo de llamar
un taxi.
Se comentaba que las
grescas eran por el dinero, y algo de cierto habría en ese chisme porque no era
ningún secreto que el turco escondía la plata. Cualquier cliente podía
observar que cuando se quedaba sin cambio sacaba dinero de distintos lugares:
detrás de las botellas de aceite, debajo del frasco de las aceitunas, o en
recovecos de los estantes más altos. Y no lo hacía por los ladrones, en esa
época no se robaba como ahora. Era, se decía, para que la derrochadora de Selma
no lo encontrara.
Y como parece que el
turco le retaceaba hasta lo indispensable para la casa, la teutona explotaba en
recurrentes ataques de furia.
Como yo vivía a pocos
metros del almacén, era el primero en oír los golpes de sillas y mesas que volaban, vasos y
botellas que estallaban contra las paredes y, sobre todo, los gritos descomunales
de la mujer. Yo iba corriendo a sentarme en el escalón de la ochava. A veces
nos juntábamos varios chicos. Pegábamos una oreja en la parte baja de la puerta
para no dejarnos ver a través de los vidrios. ¡Cómo lo insultaba la teutona a Beherija!
Entre otras lindezas le decía, con un duro acento alemán que subía el
termómetro de los escarnios: “vicioso, detgejnerado,
gusano puqtrekfactuo”. Y mil palabras
en furibundo alemán, sonoras y llenas de consonantes que silbaban como latigazos.
Y no eran peleas de dar y recibir, porque el único que cobraba era el turco. Y
sin embargo nunca le oímos una palabra, una réplica, una simple exclamación.
Los gritos eran sólo de la mujer, y los destrozos los provocaba ella.
¡Y que nadie osara pisar
el almacén durante esos encontronazos!
Una vez una nenita entró
por un mandado. Los chicos que estábamos escuchando la trifulca pudimos haberle
advertido que no lo hiciera. ¿Pero nos íbamos a perder la diversión extra? No,
nos hicimos un guiño y nos apartamos para que niña pudiera pasar. Cuando la
puerta se cerró detrás de ella cesó por un segundo el batifondo, pero enseguida
se derramó el vozarrón de la Selma como una montaña de latas vacías: “¡Y vos
que mierda querés, pendetja hija de pujta y la pujta madre que te parió! ¡Andagte
de acá, andaaaaaagte que te voy machtar!”
La nena, pobrecita, aterrorizada
y llorando, salió que no se le veían las piernitas.
Estas reyertas siempre
terminaban en un repentino silencio. Al día siguiente el almacén permanecía cerrado.
A la vuelta, por Bolívar,
vivía Doña Felisa, una mujer flaca, desdentada, de pelo siempre desordenado, que
en los cotilleos de comadres defendía a la teutona: “Si yo tuviera el físico de
doña Selma iban a ver si el Coco me ponía las manos encima ―le oí decir con una
sonrisa cavernosa ―. En cambio a mí el Coco me faja de lo lindo”. Y se cubrió
la caverna para soltar una carcajada. No sé de qué se reiría, tal vez por el orgullo
de hacerle ver a las otras mujeres que el Coco no era un marido estúpido y debilucho
como el turco Anis.
En esos tiempos no estaba
demasiado mal visto pegarle a una mujer. No se hablaba de violencia doméstica
ni de hombres golpeadores. Se escuchaba mucho, eso sí, ―y a mí me lo enseñaron
en casa― que el hombre que le levantaba la mano a una mujer demostraba ser un
cobarde que seguramente no se animaba a enfrentar a otro hombre. Pero nada más
que ese tibio reproche.
En el barrio había un solterón
que le pegaba a su propia madre, y eso sí indignaba a todo el vecindario,
aunque nadie se molestó nunca en denunciarlo. Era una viejita encorvada que
andaba de acá para allá tratando de complacerlo, llevándole el vino y la carne
que el patán le exigía sin darle el dinero suficiente. Temerosa de los castigos
de su hijo, la pobre mujer le suplicarle al carnicero (y esto lo vi yo) que le
diera un poco más de carne por las mismas monedas.
En el almacén solía
aparecer un joven rubio de unos diecisiete o dieciocho años, de bigotito, bien
vestido, con aire sobrador, que permanecía siempre apoyado en el tramo lateral del
mostrador, a veces fumando. No era del barrio ni iba al almacén a comprar, sólo
esperaba que el turco se desocupara. Aparecía por el negocio cada tanto, y
siempre cerca de la hora de cerrar. Yo, que miraba y escuchaba ávidamente todo,
no le perdía movimiento.
Una tarde que voy al
almacén veo al muchachito en su habitual desfachatez. Hay muchos clientes. Mientras
espero mi turno observo todo con atención, y en eso sorprendo en los ojos del
turco una fugaz mirada, diría que entre risueña y amistosa, dirigida al
rubiecito. Me sorprendo porque el turco era un sujeto incapaz de sintonizar con
alguien. Giro la cabeza instintivamente para ver la reacción del muchacho y me
parece descubrir en sus labios los resabios de una sonrisa cómplice, aunque
ahora mira el techo.
No fue más que eso, pero me
intrigó. Pregunté en casa quién era ese presumido que visitaba tan asiduamente
al turco, pero nadie se había fijado en él.
Hasta que una tarde,
cuando me lo vuelvo a encontrar, la curiosidad me domina tan fuertemente que decido
merodear por la vereda para ver si puedo descubrir algo. Está oscureciendo. Sale
la última clienta, el turco echa llave a la puerta, baja la persiana metálica hasta
un poco más de la mitad y apaga las luces.
Apoyo la oreja sobre la parte
inferior de la puerta, como cuando escuchaba las peleas. Por varios minutos sólo
oigo algunas risas y palabras aisladas, casi como susurros, seguidos de largos
silencios. En eso escucho un resoplido extraño que poco a poco se transforma en
una suerte de jadeo que se acelera, hasta que la voz del turco, casi
irreconocible, comienza a rogar, quejumbrosa: “¡Así, así, seguí así, no bares, no
bares, seguí, seguí…! ¡Ah, aaaah…! Acompañado de unos sacudones crujientes que
supongo eran del mostrador.
Silencio total. Al rato oigo
el ruido de la cerradura. Me alejo prudentemente y veo salir al rubio agachado,
por debajo de la persiana, mirando a los costados y acomodándose la ropa.
Yo era muy chico y no
pude descifrar el significado de esos extraños clamores. Menos entendí cuando días
después el turco apareció apuñalado y a la teutona se la llevaron detenida.
En casa no me explicaron
nada. Sólo escuché detrás de las puertas que doña Selma, en uno de sus habituales
arrebatos, lo había malherido al turco, por la plata, repetían, todo por la
plata. No faltaron testigos, buenos ciudadanos, que se ofrecieron para acusarla
de maltratadora del pobre señor Beherija. ¡Y todo por la plata!
Por la plata, sí, pero la
plata se la llevaba el muchachito rubio en cada encuentro con el turco, y el
muchachito rubio resultó ser el hijo de doña Selma.
Reservados todos los derechos
Prohibida su reproducción.
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La novela Marplateros fue editada en 2009 y está agotada. Puede bajarse gratuitamente de la página web del autor haciendo clic en el ícono PDF en la siguiente dirección: http://www.enriquearenz.com.ar/libro_marplateros.html#.U2F0aFc_Q4M