ESTA VEZ FUE DIFERENTE EN BELÉN
(Del libro Mágica Navidad: 24 cuentos para leer
en diciembre, de Enrique Arenz)
(Escribí este cuento como cierre de mi libro Mágica Navidad. El número veinticuatro. Una vez publicado un amigo me preguntó: "¿Pero es verdad que te pasó eso?" Había logrado bloquear la incredulidad de un lector inteligente, ambición de todo narrador de historias extraordinarias. Entonces descubrí que es un cuento fantástico con todos los atributos propios del género y no un cuento de Navidad clásico. A quienes hayan leído Axolotl, de Julio Cortázar, no se les escaparán ciertas similitudes. Los invito a dejarse llevar por la imaginación).
Lo que voy a contar aquí me lo guardé durante tres
años.
En el prólogo de mi libro Historias de Tierra Santa, y en una crónica periodística, Testimonios desde Tierra Santa, que
escribí para el diario La Capital
de Mar del Plata, conté mis impresiones durante
el inolvidable peregrinaje que hicimos mi esposa y yo a Israel, Cisjordania y
Roma en la Navidad de 2008, pero omití cuidadosamente la menor alusión a lo que
voy a revelar ahora.
Todo comenzó en la ciudad de Belén en la fría y
nublada mañana del 24 de diciembre de 2008, y alcanzó su clímax pasada la
medianoche de ese día, al finalizar la misa de Nochebuena celebrada por el
patriarca latino de Jerusalén en la iglesia de Santa Catalina, adyacente a la
Gruta de la Natividad.
En la mañana del 24 nuestro pequeño grupo de
viajeros atravesó la militarizada frontera palestino israelí para visitar la
basílica de la Natividad, construida encima de la gruta donde nació Jesús de
Nazaret.
En el interior del santuario latía silenciosa una
muchedumbre que debió agacharse para pasar por la pequeña “puerta de la
humildad”. Hubo que tener paciencia, bajar paso a paso por antiquísimas
escaleras de piedra y avanzar muy lentamente para poder contemplar durante unos
pocos segundos la estrella de plata de catorce puntas que indica el lugar
exacto donde la Virgen María dio a luz.
Cuando nuestro grupo pudo acercarse al diminuto
altar semicircular que cubre un poco recargadamente el lugar sagrado, me
arrodillé, besé la estrella e introduje mi mano en la abertura del centro para
acariciar la roca en el punto donde el frágil cuerpito de Dios tocó este mundo
por primera vez.
Creo, aunque no estoy seguro, que fue en el instante
mismo de tocar la roca cuando cierto estupor, que algunos considerarán alucinatorio
y otros, éxtasis religioso, me sacó bruscamente de mi estado de conciencia.
Todo se volvió confuso y ambiguo: cesaron los
murmullos, la luz se fue muriendo y el entorno mutó repentinamente. Ya no
estaban los demás peregrinos, desaparecieron las carpetas bordadas, los objetos
de culto, los gobelinos floreados, los frisos y pisos de mármol, los restos de
mosaicos bizantinos y los candelabros colgantes de los griegos. Era otra vez la
cueva desnuda, el mítico establo de Belén en su solitaria y oscura rusticidad,
tal como debieron de verla María y José, los pastores y los Magos de Oriente.
Me pareció adivinar la silueta de un buey, o tal vez era una vaca. Sombras
movedizas delataban la cercanía de alguna lámpara de aceite. El lugar olía a
humedad y a heno fermentado.
Volví a la realidad empujado por la multitud que me
apartó casi en vilo para que otros pudieran venerar la estrella.
Atribuí el incidente al encierro sin ventilación, y
lo habría olvidado si a la noche no hubiera ocurrido lo que ocurrió.
Al mediodía visitamos el Campo de los pastores,
almorzamos en un moderno restaurant de Belén y regresamos a Jerusalén.
Esa misma tarde salimos nuevamente para Belén, con
varias horas de anticipación para ocupar la mejor ubicación en la larga y lenta
fila que hay que sobrellevar para acceder a la basílica de Santa Catalina.
En la crónica que redacté para el diario La Capital escribí que
Belén es una ciudad palestina desde el acuerdo de 1994, que su población es de algo menos de cuarenta mil
habitantes, de los cuales cinco mil son cristianos, y que está a escasos diez
kilómetros de Jerusalén.
Tengan
la paciencia de leer algunos de los pasajes descriptivos de esa nota
periodística para entender mejor lo que estoy narrando:
“Por controles de
seguridad, y debido a la gran cantidad de peregrinos llegados de todo el mundo,
debimos esperar durante horas bajo la llovizna y el frio hasta que pudimos
entrar en la basílica de Santa Catalina, adyacente a la gruta de la Natividad.
“A las doce de la
noche las campanas de Belén anuncian que ha llegado la Navidad. Comienza la
Misa de Nochebuena presidida por el patriarca latino de Jerusalén, monseñor
Fouad Twal, con la concelebración de todos los obispos de Israel, Palestina y
Jordania. Están presentes el nuncio apostólico, los prelados de otras iglesias
cristianas, representantes de todos los credos, incluidos judíos no ortodoxos,
y hasta el presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mohmed Abbas.
“En los minutos
previos se han escuchado en el templo todos los idiomas, se han contemplado
exóticas vestimentas (como los uniformes de la Guardia Turca, las túnicas
grises de los nigerianos o los vistosos kimonos de peregrinas japonesas católicas),
y se ha observado el mosaico viviente de todas las etnias y todas las
nacionalidades, clara demostración de la universalidad de la Iglesia
Católica.
“La Misa se oficia
en árabe. Las lecturas y la homilía del patriarca se repiten en varios idiomas,
incluido el español. Vibran arrolladores los acordes del Magníficat y del Gloria in Excelsis Deo, entonados por voces maravillosas
acompañadas por órgano y cuerdas.
“(…)
“Cuando la Misa ha
cumplido su liturgia llega el momento más enternecedor: el patriarca toma
amorosamente al pequeño recién nacido y con él en sus brazos encabeza, junto a
los prelados concelebrantes, la procesión hacia la gruta del Nacimiento. Lo
preceden cientos de sacerdotes y diáconos revestidos con casullas blancas, que
avanzan en doble fila por el pasillo central del templo cantando el impactante Adestes
Fidelis.
“La procesión llega
hasta el acceso a la gruta donde nació Jesús. El patriarca desciende por
escalinatas de piedra para depositar al niño sobre la estrella de plata que
indica el lugar exacto donde la virgen María dio a luz. Toda la ceremonia es
imponente y profundamente emotiva, pero el momento culminante del traslado del
pequeño Dios conmueve hasta las lágrimas”.
Ahora
viene la parte que no escribí. Sé que me
aventuro en los extramuros de la ciencia del lenguaje, donde las palabras son
ineficaces y las descripciones, irremediablemente imprecisas.
Empezaré
por una nimiedad: yo había intentado acercarme al pasillo central para
fotografiar al patriarca con la imagen del pequeño Dios en brazos, pero por la
multitud de peregrinos que intentaban hacer lo mismo me resultó imposible.
Y fue entonces cuando se repitió le experiencia
psíquica de la mañana, aunque esta vez el efecto resultó más intenso y
duradero. De pronto, ―y no tengo para esto ni explicación ni recuerdos
previos―, aparecí en el medio del pasillo central. Había vallas que contenían
al público, y sin embargo allí estaba yo, parado sobre la alfombra y a no más
de dos metros del refulgente dorado del atuendo episcopal.
La pequeña imagen tallada en cedro policromado
resplandecía de humildad, y esa humildad parecía opacar el frenético oro
ceremonial resaltado por los reflectores de la televisión palestina. Yo iba
retrocediendo a medida que el patriarca avanzaba. Recuerdo vivamente haberlo
mirado a los ojos con fijeza insolente porque presumía que el patriarca se
distraía de aquél rito tan significativo para la cristiandad. Tal vez él estaba
preocupado por la guerra a punto de estallar en la franja de Gaza. (Y esto es
comprensible: el bombardeo israelí comenzó dos días después, el 27 de
diciembre). Entretanto, con la sonrisa del pastor benevolente que tolera en su
rebaño cierto humano e incorregible fetichismo, dirigía miradas indulgentes a
quienes estiraban la mano para tocar la imagen. El pequeño Dios resplandecía,
y recuerdo haber pensado, acaso prejuiciosamente, que la sencillez extrema de
ese Dios que se hizo carne sufriente para salvarnos, contrastaba con aquel
boato de capa y mitra doradas, y cruz y gemelos de oro, fastuosidad inoportuna para aquella ocasión de tributo a
la simplicidad que es el rasgo dominante de la Navidad. Jesús resplandecía de
humildad, resplandecían sus manitas entrelazadas, sus piernitas encogidas. Él
me miraba con dulce atención. Fue maravilloso sentirlo en mis brazos; yo
avanzaba y el patriarca estaba ahora frente a mí contemplando la bella
reliquia. Él caminaba hacia atrás y yo avanzaba. Cuando iba llegando con mi
preciosa carga a la escalinata de la gruta el patriarca y los demás dignatarios
voltearon con una reverencia y comenzaron a bajar.
Pero antes de contarles cómo sigue esta historia,
permítanme que haga algunas acotaciones desde la distancia de los más tres años
transcurridos.
Recuperé mi conciencia dentro de la combi, cuando ya
cruzábamos por cuarta vez la frontera palestino israelí rumbo a Jerusalén.
Durante mucho tiempo dudé de mi cordura, pensé hasta
en el “síndrome de Jerusalén”, enfermedad mental pasajera que lleva a muchos
peregrinos al hospital psiquiátrico de Herzog, pero ahora he comenzado a creer
que no fue así, que se trató de un suceso prodigioso que me involucró solamente
a mí en medio de aquella multitud.
Me he preguntado muchas veces si el lugar sagrado
que señala la estrella de plata, vértice en donde Jesús tomó contacto con
nuestro mundo, es un pasaje de comunicación con la Divinidad, una puerta por la
cual es posible transmigrar hacia la eternidad y luego regresar a las finitudes
de esta vida. Y me he preguntado si al atravesar esa barrera situada en la
enigmática estrella de plata, es posible descubrir, o sentir, que todas las
personas de este mundo confluimos en un solo ser, en una gran fuerza
espiritual, una unidad sobrenatural, cosmogónica, integrada a otra unidad
superior y central, tal vez esa que llamamos, sin comprender, el misterio
Trinitario. Todos en uno, en un espíritu puro, liberados de nuestras cargas,
contradicciones y miserias terrenales.
Si acaso ese umbral existe debió de abrirse hace dos
milenios, y por alguna razón no se ha vuelto a cerrar. Si yo llegué a cruzarlo
por unos segundos, ¿fue por mero accidente?
La pregunta es retórica porque para la fe cristiana las casualidades no
existen.
Releo lo que llevo escrito y me decepciono. Tengo
deseos de borrar todo. Sin embargo mi corazón me dice que no me detenga, que
siga adelante. Y eso haré.
Descendí peldaño a peldaño, con infinito cuidado,
mirando dónde ponía cada pie. Y al tomar tan elementales precauciones no podía
dejar de ver esas sandalias sencillas, sandalias de madera con correas de cuero
que pisaban suavemente cada escalón. Sandalias palestinas que protegían unos
pies de niña, pies pequeños, extremadamente delicados. Yo vigilaba que el ruedo
del vestido de lana y el largo manto azul hecho con pelo de cabra no fuera a
provocar algún tropiezo. El patriarca y los obispos se apartaron reverentes
para que el niño, acunado por tan amorosos brazos, completara su camino hasta
el lugar del Nacimiento.
Entonces se cumplió una vez más el rito milenario
repetido en cada iglesia cristiana de cualquier rincón del mundo en la noche
más esperada del año, ceremonia sencilla, enternecedora, destinada a exaltar y
preservar intacto por los siglos de los siglos el mensaje de la Navidad,
mensaje de amor, de igualdad y, sobre todo, de humildad, que cambió el mundo
para siempre.
Sólo que esta vez fue diferente en Belén.
María se arrodilló y depositó al Hijo de Dios sobre
la estrella de plata.
- Prohibida su reproducción
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