AMORES EN CONTRAMANO
Nunca aprendí a tocar el violín, nunca pude dominar la difícil técnica del arco, jamás pude arrancarle al instrumento una nota feliz. Pero ese fracaso se debió a mi falta de aplicación, porque tuve un notable profesor, el maestro Emilio Napolitano, autor del ballet Apurímac y ex director artístico del Teatro Colón de Buenos Aires, que hizo conmigo todo lo humanamente posible.
Cuando el maestro Miguel Sebastiani, que había sido mi segundo profesor de piano, supo que yo estaba estudiando el violín, me invitó entusiasmado a tocar con él las sencillas sonatas para dos violines de Beethoven. Fui a su casa con el estuche bajo el brazo, nos sentamos uno frente al otro ante sendos atriles, afinamos los instrumentos y nos pusimos a tocar. No habíamos avanzado ni cuatro compases cuando Sebastiani, horrorizado, interrumpió el ensayo y me dijo consternado: “Pero yo creí que usted sabía tocar el violín”.
En resumen no saqué mucho provecho de mi paso por el Conservatorio pero hice nuevos amigos, y con ellos comienza la historia que voy a contar.
Con un grupo de diez compañeros jóvenes, cuatro chicas y seis muchachos, decidimos fundar una sociedad cultural que denominamos Club musical marplatense.
Dos de las chicas, Nadia y Esther, me gustaban muchísimo. Las dos tenían unos años más que yo y eran muy diferentes entre sí: Nadia era seria, no muy bonita pero misteriosamente atractiva, inteligente y de fuerte personalidad. Esther, en cambio, era hermosa, dulce y de temperamento más bien retraído. A mí me cautivaban las dos, y hasta es posible que mi entusiasmo por participar en esa iniciativa se debiera más a la perspectiva de estar en contacto cotidiano con ellas que a razones culturales.
Éramos todos solteros y sin compromisos sentimentales. Nos reuníamos asiduamente, íbamos juntos a la playa, organizábamos actividades artísticas muy interesantes y hacíamos frecuentes tertulias musicales tanto en la casa de Nadia como en la de Esther, porque las dos tenían piano.
De las dos mujeres, solo Esther me daba algunos indicios de interés en mi persona. Nadia, en cambio, aunque me apreciaba mucho como amigo, no me dejaba el menor resquicio por donde filtrar mis intenciones.
Me gustaban las dos pero terminé inclinándome por Nadia, la que menos bola me daba. Empecé experimentando una rara perturbación y con el tiempo terminé dramáticamente enamorado de ella.
Las cosas comenzaron a complicarse. Los inseparables diez integrantes del grupo teníamos siempre pretexto para juntarnos, debatíamos sobre música y artes plásticas y a veces no estaba ausente la política, aunque procurábamos evitarla para no dividirnos. En el devenir de los días comienzan a surgir ciertos pequeños incidentes que involucran a tres varones del grupo, yo entre ellos: discusiones, actitudes extrañas, algunos roces verbales.
Poco a poco se fue entreviendo cuál era el problema. El problema era Nadia. Los tres estábamos enamorados de la misma mujer. Mientras Nadia parecía no tener la menor idea de lo que se incubaba a su alrededor, todos los demás empezaban a darse cuenta del conflicto.
De los tres candidatos, uno quedaba descartado. El otro era Franco, con quien yo tenía una muy buena relación.
Cuando las cosas se pusieron insostenibles, yo me acerqué a Franco y le propuse que habláramos. Fuimos absolutamente sinceros. Los dos reconocimos estar enamorados de Nadia. Nos comprometimos a competir con honorabilidad, sin actitudes arteras ni recursos impropios. Que triunfara el que supiera conquistar el corazón de Nadia.
Pasó el tiempo, el grupo se siguió reuniendo y nosotros, los contrincantes secretos, nos esmerábamos en dirigirle a Nadia nuestros mejores flechazos.
Pero las cosas no iban ni para adelante ni para atrás. Ansioso, decido ganarle de mano a Franco. Le digo a Nadia que tengo que hablar con ella y la invito a tomar un café.
Cuando nos encontramos en una confitería me doy cuenta, no sé bien si por su mirada, por su expresión o por su actitud distante, que me equivoqué, que ella no estaba precisamente esperando una declaración de amor. Me sentí derrotado antes de abrir la boca. Tan seguro estuve de mi fracaso que, extrañamente, quise hablar con ella de mi propio desengaño.
Fui directo al grano, le dije que en el grupo había un clima extraño, un cierto malestar, y que eso se debía a que dos de nosotros estábamos enamorados de ella. No hablé del tercero para no complicar las cosas. “Yo soy uno”, le dije. Pareció sorprenderse, pero se mantuvo inmutable y en silencio.
Nunca voy a entender por qué actué así: en lugar de intentar una respuesta positiva, y, en todo caso, esperar su decisión sea cual fuere, me di por vencido antes de tiempo y hasta le anuncié que había otro pretendiente. ¡Hay que ser imbécil! Le dije ―me da vergüenza escribirlo― que yo comprendía que ella no sentía lo mismo por mí y que sólo deseaba que me lo confirmara. ¡Le estaba pidiendo que me dijera que no! ¡Que me remachara el rechazo que yo había intuido!
Me
miró con afecto y me dijo que yo tenía razón, ella no se sentía sentimentalmente
atraída hacia mí, y que lo lamentaba. No quería causarme una pena, pero…
Yo
le agradecí su manera piadosa de rechazarme, le pedí disculpas y quedé en silencio.
Nadia también quedó callada y extrañamente ensimismada. Pedimos otro café y
quedamos los dos sin hablar. Hasta que ella no aguantó más y me preguntó:
―Enrique… ¿Quién es el otro?
La miré durante unos segundos. Vi una gran ansiedad en sus ojos.
―Franco ―le contesté por fin.
―¿Franco?
Asentí con la cabeza. Yo descontaba que ese “otro” iba a correr con más desventaja que yo. Estaba seguro de que Franco no podía superarme ni en ese terreno ni en ningún otro. Pero además yo había observado que Nadia no le dedicaba a él ni una mirada especial, ni un trato diferencial, ni siquiera le sonreía como la dulce Esther me sonreía a veces a mí.
Ella no dijo nada ni dejó traslucir nada. Nos despedimos como buenos amigos, comprometiéndonos a mantener reserva absoluta sobre todo lo conversado.
Pasaron varios días sin que el grupo se reuniera. Una noche, bastante tarde, yo ando caminando por el centro y veo estacionado el inconfundible Fiat 1500 del padre de Franco. Cómo observo que hay personas en el asiento delantero me acerco para saludar.
Cuando llego casi a la ventanilla lo veo a Franco besándose interminablemente con una mujer. Me resisto a pensar lo que sospecho, deseo irme y no mirar nada. Pero en ese momento las cabezas se separan y reconozco a la mujer: era Nadia. ¡Nadia besándose con Franco! Avergonzado, me fui rápidamente para que no me vieran.
Nunca me sentí tan estúpido. Nadia, aunque nunca lo había demostrado, estaba enamorada de Franco y yo actué de involuntario celestino anoticiándola de que su amado estaba perdiendo la cabeza por ella.
Fue tan demoledora esta revelación que quise recuperar terreno tratando de seducir a la hermosa y dulce Esther. Después de todo ella era la belleza que siempre me gustó, así que era cuestión de buscar el consuelo por ese lado. Cuando tuve la oportunidad de estar a solas con ella le dije que la amaba. ¿Saben qué me contestó?
―Ah, no, Enrique. Vos tuviste un problema con Nadia y ahora querés reemplazarla conmigo. No me parece que eso sea correcto.
Quedé mudo y avergonzado. Todos en el grupo se habían enterado de lo ocurrido, incluyéndola a Esther que probablemente había estado interesada en mí, pero que no estaba dispuesta a ser la suplente de otra, a ocupar un segundo lugar en mi lista.
En un par de semanas me habían rechazado dos mujeres: una me hizo sentir la punzada del desengaño. La otra me dio una merecida lección y tajeó dolorosamente mi amor propio.
―Enrique… ¿Quién es el otro?
La miré durante unos segundos. Vi una gran ansiedad en sus ojos.
―Franco ―le contesté por fin.
―¿Franco?
Asentí con la cabeza. Yo descontaba que ese “otro” iba a correr con más desventaja que yo. Estaba seguro de que Franco no podía superarme ni en ese terreno ni en ningún otro. Pero además yo había observado que Nadia no le dedicaba a él ni una mirada especial, ni un trato diferencial, ni siquiera le sonreía como la dulce Esther me sonreía a veces a mí.
Ella no dijo nada ni dejó traslucir nada. Nos despedimos como buenos amigos, comprometiéndonos a mantener reserva absoluta sobre todo lo conversado.
Pasaron varios días sin que el grupo se reuniera. Una noche, bastante tarde, yo ando caminando por el centro y veo estacionado el inconfundible Fiat 1500 del padre de Franco. Cómo observo que hay personas en el asiento delantero me acerco para saludar.
Cuando llego casi a la ventanilla lo veo a Franco besándose interminablemente con una mujer. Me resisto a pensar lo que sospecho, deseo irme y no mirar nada. Pero en ese momento las cabezas se separan y reconozco a la mujer: era Nadia. ¡Nadia besándose con Franco! Avergonzado, me fui rápidamente para que no me vieran.
Nunca me sentí tan estúpido. Nadia, aunque nunca lo había demostrado, estaba enamorada de Franco y yo actué de involuntario celestino anoticiándola de que su amado estaba perdiendo la cabeza por ella.
Fue tan demoledora esta revelación que quise recuperar terreno tratando de seducir a la hermosa y dulce Esther. Después de todo ella era la belleza que siempre me gustó, así que era cuestión de buscar el consuelo por ese lado. Cuando tuve la oportunidad de estar a solas con ella le dije que la amaba. ¿Saben qué me contestó?
―Ah, no, Enrique. Vos tuviste un problema con Nadia y ahora querés reemplazarla conmigo. No me parece que eso sea correcto.
Quedé mudo y avergonzado. Todos en el grupo se habían enterado de lo ocurrido, incluyéndola a Esther que probablemente había estado interesada en mí, pero que no estaba dispuesta a ser la suplente de otra, a ocupar un segundo lugar en mi lista.
En un par de semanas me habían rechazado dos mujeres: una me hizo sentir la punzada del desengaño. La otra me dio una merecida lección y tajeó dolorosamente mi amor propio.
Enrique Arenz 2009 - Derechos reservados. Prohibida su reproducción
La novela Marplateros fue editada en 2009 y está agotada. (Sólo se puede comprar en Mar del Plata, en la librería Fray Mocho) Puede bajarse gratuitamente de la página web del autor haciendo clic en el ícono PDF en la siguiente dirección:
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