Entre 1954
y 1956, hubo en mi barrio cinco muertes violentas. Las víctimas fueron: Ferdinando
Navaredo, esposo de Anita, mi maestra particular; doña Edelma, una viejita que
vivía sola en una pieza de chapa; los esposos María Esther y don Gregorio, dos
personas de mediana edad, y una quinta que mencionaré al final.
Todos esos crímenes se produjeron en el término de año y medio, o acaso un poco más. Oficialmente se los consideró esclarecidos, pero en el barrio flotaron dudas, rumores y la sensación de que algo estaba mal, y que quienes resultaron condenados no eran los culpables.
Primera víctima: Ferdinando Navaredo
Ferdinando Navaredo era un mocetón de unos treinta años, rubio, de físico atlético (hacía pesas), peluquero de profesión, que se había casado no hacía mucho, después de años de accidentado noviazgo, con Anita Alcaruela una dulce maestra que en verano nos daba clases particulares a mi hermano Ruben y a mí, y a quien los chicos adorábamos.
Anita era la única hija del matrimonio de doña Sara y Belisario Alcaruela. Los tres habitaban una modesta casita en la calle Moreno y Neuquén, en cuyo comedor Anita daba sus clases de apoyo. Cuando se casó, su musculoso marido se fue a vivir a esa casa, junto a sus suegros.
Segunda víctima: Doña Edelma
Por la calle Italia llegando casi a Colón, había un inquilinato con varias piezas construidas con chapas acanaladas. Una de las inquilinas era doña Edelma, una anciana costurera que vivía sola y se la pasaba cambiando cuellos de camisas y reparando prendas para sus clientes del barrio. Ocupaba la habitación que daba a la calle. En la pieza de al lado vivía Gastón Porres, un repartidor de diarios, relativamente joven, algo tonto, cuyos ojos se cruzaban en un estrabismo tan severo que casi no le permitía ver. Sin embargo se las ingeniaba para andar en bicicleta y repartir por la tarde ejemplares del vespertino El Atlántico. Gastón era bebedor, pero buena persona. Cuando terminaba el reparto se iba al boliche a tomar vino y a charlar con cualquiera que estuviera dispuesto a escuchar sus abrumadoras incoherencias. Ya pasada largamente la medianoche volvía a la pieza para dormir la mona hasta el mediodía.
Dos muertos más: los esposos Gregorio y María Esther
Gregorio y María Esther vivían en la calle Alberti entre 1º de Mayo y Marconi. Los dos andaban por los cincuenta años, estaban en una buena posición económica y no tenían hijos.
Los homicidios
Estas personas fueron asesinadas en episodios aparentemente desvinculados entre sí. (Recuérdese que hay un quinto muerto que todavía no he mencionado).
Los hechos fueron así:
Ferdinando empezó dándole un cachetazo a la buena de nuestra maestra cuando todavía eran novios, y ella lo toleró. Tiempo después ya la sometía a violencia cotidiana, incluido, se decía, abuso sexual. ¿Por qué la dulce Anita consintió ese destrato y encima se casó con él? Jamás lo sabremos. Lo conocido es que cuando se casaron todo empeoró. Ya sea por celos, por cuestiones de dinero o por lo que fuere, vuelta a vuelta la insultaba y la golpeaba salvajemente, y lo hacía en la misma casa de sus suegros quienes debían escuchar a través de las paredes, y a veces presenciar, atemorizados y angustiados, estas escenas de violencia en las que no se atrevían a intervenir por la agresividad descontrolada del yerno.
Un día Ferdinando estaba durmiendo la siesta, la dulce Anita tomó un revólver que su padre guardaba en la cómoda, fue hasta el dormitorio y le disparó desde la puerta tres balazos que lo mataron en el acto.
Ella misma llamó a la Policía y se entregó.
El caso conmocionó al barrio y a la ciudad. El diario La Capital publicó un dibujo que reproducía la dramática escena: la pobre Anita, con cara de malvada, empuña y dispara el revólver contra Ferdinando que, indefenso en la cama, levanta los brazos en alto con expresión de pánico en sus ojos. Parecía un cuadro de Goya.
Meses más tarde, doña Edelma cosía dale que dale con su desvencijada y ruidosa máquina desde las siete de la mañana, mientras en la habitación de al lado, dividida por un tabique de chapa, el diariero Gastón Porres, borracho como siempre y presumiblemente ese día con un insoportable dolor de cabeza, trataba de descansar. El ruido infernal de la máquina de coser de doña Edelma lo volvía loco. Se comentaba que Gastón ya la había increpado varias veces para que lo dejara dormir por las mañanas, pero la pobre vieja ¿cuándo iba a coser? Tenía que aprovechar la luz del día desde muy temprano, así que le había dicho que lamentaba molestarlo en sus borracheras pero que ella tenía que ganarse la vida. Además le recordó que cuando él traía alguna puta, ella se despertaba sobresaltada con los ruidos indecentes y los sacudones del tabique, y sin embargo nunca se había quejado.
Pero la anciana no sólo hacía ruido con la máquina, también tosía, ¡y cómo tosía! Yo recuerdo haber pasado por el inquilinato y escuchar, más que el ruido de la máquina, la tos seca, desagradable, perruna de doña Edelma.
Ese día, Gastón, borracho y abombado por el calor de la pieza cuyas chapas se calentaban con el sol de la mañana, irritado, como puede estarlo cualquier persona que vive en ese estado de incomodidad, desesperado por no poder dormir por el ruido de la máquina y la tos de la vieja, se levantó fura de sí, tomó un cuchillo, fue hasta la pieza de al lado, abrió la puerta de una patada y no le dio tiempo a la anciana ni de darse cuenta de lo que sucedía.
Recuerdo como si fuera ayer, haber visto pasar por Colón, frente a mi casa, el jeep de la Seccional Cuarta que se lo llevaba a Gastón Porres esposado en el asiento trasero.
Gregorio y María Esther aparecieron muertos en el living de su casa, ella con dos balazos en el cuerpo y él con uno en la cabeza. En la casa no faltó dinero ni objetos de valor. La investigación policial, convalidada por la Justicia, estableció que Gregorio mató a su esposa y después se suicidó. Se tejieron muchas hipótesis sobre las causas de esta determinación.
Fue concluyente el testimonio de un médico clínico cuyo consultorio estaba en la calle Neuquén, el doctor Villar Albuerne, quien durante muchos años atendió al matrimonio. Este profesional declaró que la pareja atravesaba una prolongada crisis que jamás se cristalizaba en discusiones, reproches o peleas sino en silencios y negaciones. Cada uno se tragaba lo que le molestaba o lo afectaba del otro. Tenían la filosofía de aguantar las insatisfacciones sin exteriorizarlas.
El doctor Villar Albuerne había leído las teorías de Sigmund Freud que todavía no tenían mucha divulgación en la Argentina, y de acuerdo con esos conocimientos, novedosos para la época, sacaba sus conclusiones. Según dijo, Gregorio se quejaba de no tener una vida sexual normal con su mujer. Le contaba en las consultas, que ella se retraía cada vez más. Gregorio, dolido por lo que para él era una suerte de desinterés en su persona, había dejado de molestar a su mujer, tal vez para alegría de ella (estas eran conjeturas del médico), que probablemente pensaba que su marido había perdido la libido. Y según este facultativo, hombre de vasta experiencia en estos asuntos y también bastante misógino por lo que se podía deducir de sus teorías, María Esther habría cumplido el sueño de toda mujer: vivir en compañía de un buen hombre que fuera, en lo posible, impotente. Pero el médico aclaraba enseguida: Gregorio era un tipo todavía joven, fuerte, de buena salud, y la actitud distante y aséptica de su mujer lo hacía muy desdichado.
Pero a su vez, María Esther había soportado por parte de Gregorio una infinidad de actitudes que le desagradaban. Por ejemplo: él nunca quería salir y a ella le encantaba caminar por el centro, ir al cine o al teatro e ir a cenar afuera una vez por semana, ya que estaban en condiciones de darse esos pequeños lujos.
También le gustaba viajar, y a Gregorio no; le encantaban las visitas a las casas de matrimonios amigos, pero a Gregorio estas reuniones lo aburrían mortalmente. A María Esther le desagradaba escuchar por radio los partidos de fútbol que a su marido le iluminaban los domingos, y a su vez a Gregorio le fastidiaban las radionovelas que su mujer escuchaba cuando él dormía la siesta.
Finalmente ella había optado por apagar la radio para no molestarlo, y él decidió privarse de escuchar los partidos de fútbol. Gregorio trataba de pasar los interminables domingos haciendo crucigramas; su mujer, a la hora de la siesta, bordaba y hacía repostería. María Esther evitaba hablar de viajes, de hacer visitas, de ir de paseo o de salir a cenar afuera los sábados. Gregorio se resignaba a no tener fútbol los domingos ni sexo con su esposa nunca.
El médico aportó las extensas fichas clínicas de los esposos en donde se describían todas aquellas intimidades conyugales.
Este testimonio, sumado a otros indicios y pruebas periciales, fue decisivo para que los investigadores llegaran a la conclusión de que se había tratado de un homicidio seguido de suicidio.
Pasaron los años. Nosotros nos mudamos otra vez de barrio y yo empecé a estudiar en la Escuela de Periodismo. En esas aulas me vinculé con varios oficiales de policía retirados que asistían a las clases para llenar sus vacíos existenciales. Dio la casualidad de que uno de esos oficiales, el subcomisario Bertoldo, perteneció a la Brigada de Investigaciones y había participado en la pesquisa de los cuatro homicidios.
Un día trabajábamos en su casa en un ejercicio de redacción de noticia policial cuando salió el tema de los homicidios del barrio Don Bosco. Ahí fue cuando me confió que él tenía otra visión de los hechos, una teoría asombrosa que sin embargo no había podido probar debidamente.
Según esta hipótesis a Ferdinando Navaredo no lo asesinó su esposa Anita sino su suegro, Belisario Alcaruela, enceguecido por el maltrato que su yerno le daba a su pobre hija. El día del hecho no estaban en la vivienda ni Anita ni su madre. Cuando Anita regresó a la casa se encontró con el espantoso cuadro: Ferdinando ensangrentado en la cama y su padre sentado, sollozando sobre la mesa del comedor, con el arma todavía en su mano. Anita conservó la calma, le dijo al padre que se tranquilizara, que ella se haría cargo del homicidio, que era joven y que podía soportar unos años de cárcel. El viejo había quedado tan conmocionado por lo que acababa de hacer que permaneció en silencio mientras su hija le quitaba el arma de la mano, limpiaba las huellas, llamaba a la policía y se entregaba serenamente. Cuando ya anocheciendo regresó la madre, sufrió una crisis nerviosa y debió ser hospitalizada.
Pasaron varios meses de dolor y llanto antes de que la madre de Anita se enterara de que el autor del homicidio había sido Belisario y no su hija. La revelación destruyó el matrimonio: jamás perdonó a su marido por haber permitido que Anita cargara con su culpa.
Según Bertoldo, todo lo sucedido tuvo gravísimas consecuencias psicológicas para Belisario Alcaruela, ya que a partir de esos acontecimientos lo habrían acometido deseos compulsivos de volver a matar.
Una mañana temprano fue hasta el inquilinato de doña Edelma con el pretexto de encargarle un trabajo y la apuñaló. Luego entró sigilosamente a la pieza del diariero, que estaba, como era habitual, borracho y profundamente dormido, y le puso el cuchillo ensangrentado en sus manos.
Otro día pasó por la casa de María Esther y de Gregorio, quienes eran muy amigos de su hija Anita a la que habían ayudado con dinero para su defensa (lo cual demuestra, en contra de la opinión del charlatán del médico Villar Albuerne, que el matrimonio sí tenía cosas y sentimientos en común). Lo hicieron pasar a Belisario con demostraciones de afecto. Éste, sin decir palabra, sacó una pistola, le disparó con precisión un balazo en la sien derecha al hombre y otro balazo en el pecho a la mujer. Limpió la pistola, se la puso a Gregorio en su mano derecha y le oprimió el índice para producir un tercer disparo contra el cadáver de la mujer con la obvia finalidad de asegurar el resultado de la prueba de parafina.
El policía estaba indignado con el médico Villar Albuerne porque su testimonio había desviado el curso de la investigación. Según opinaba este oficial, el hecho de haber matado a su yerno y comprobar lo fácil que resulta echarle las culpas a otro, había despertado en algún rincón de su cerebro al psicópata o asesino serial que sin duda llevaba dormido. Había descubierto el placer de matar por matar y al mismo tiempo hacerle pagar el crimen a un tercero. Era un doble placer que halagaba no sólo a su instinto asesino sino también a su inteligencia maligna.
Este investigador estaba convencido de que Belisario mató a muchas otras personas de esta manera, hasta que años más tarde él mismo fue asesinado por su esposa mediante el expediente de echarle cianuro al mate. La mujer fue rápidamente inculpada porque la policía le encontró el frasquito con el veneno en su cartera.
Este es el quinto crimen que mencioné al principio.
Pero mi amigo el policía no estaba de acuerdo tampoco con los resultados de esa investigación. Belisario, según él, no fue asesinado por su esposa. Se suicidó, y para ello siguió la misma metodología de sus otros crímenes, metodología que le hizo disfrutar, por última vez, aunque ahora anticipadamente, el placer de matar e inculpar a otro. Sólo que esta vez se mató a sí mismo. Echó el cianuro en el mate que le acababa de cebar su esposa, pero antes de sorberlo fue al dormitorio y puso el frasquito en la cartera de ella.
Enrique Arenz 2009 - Derechos reservados. Prohibida su reproducción
Todos esos crímenes se produjeron en el término de año y medio, o acaso un poco más. Oficialmente se los consideró esclarecidos, pero en el barrio flotaron dudas, rumores y la sensación de que algo estaba mal, y que quienes resultaron condenados no eran los culpables.
Primera víctima: Ferdinando Navaredo
Ferdinando Navaredo era un mocetón de unos treinta años, rubio, de físico atlético (hacía pesas), peluquero de profesión, que se había casado no hacía mucho, después de años de accidentado noviazgo, con Anita Alcaruela una dulce maestra que en verano nos daba clases particulares a mi hermano Ruben y a mí, y a quien los chicos adorábamos.
Anita era la única hija del matrimonio de doña Sara y Belisario Alcaruela. Los tres habitaban una modesta casita en la calle Moreno y Neuquén, en cuyo comedor Anita daba sus clases de apoyo. Cuando se casó, su musculoso marido se fue a vivir a esa casa, junto a sus suegros.
Segunda víctima: Doña Edelma
Por la calle Italia llegando casi a Colón, había un inquilinato con varias piezas construidas con chapas acanaladas. Una de las inquilinas era doña Edelma, una anciana costurera que vivía sola y se la pasaba cambiando cuellos de camisas y reparando prendas para sus clientes del barrio. Ocupaba la habitación que daba a la calle. En la pieza de al lado vivía Gastón Porres, un repartidor de diarios, relativamente joven, algo tonto, cuyos ojos se cruzaban en un estrabismo tan severo que casi no le permitía ver. Sin embargo se las ingeniaba para andar en bicicleta y repartir por la tarde ejemplares del vespertino El Atlántico. Gastón era bebedor, pero buena persona. Cuando terminaba el reparto se iba al boliche a tomar vino y a charlar con cualquiera que estuviera dispuesto a escuchar sus abrumadoras incoherencias. Ya pasada largamente la medianoche volvía a la pieza para dormir la mona hasta el mediodía.
Dos muertos más: los esposos Gregorio y María Esther
Gregorio y María Esther vivían en la calle Alberti entre 1º de Mayo y Marconi. Los dos andaban por los cincuenta años, estaban en una buena posición económica y no tenían hijos.
Los homicidios
Estas personas fueron asesinadas en episodios aparentemente desvinculados entre sí. (Recuérdese que hay un quinto muerto que todavía no he mencionado).
Los hechos fueron así:
Ferdinando empezó dándole un cachetazo a la buena de nuestra maestra cuando todavía eran novios, y ella lo toleró. Tiempo después ya la sometía a violencia cotidiana, incluido, se decía, abuso sexual. ¿Por qué la dulce Anita consintió ese destrato y encima se casó con él? Jamás lo sabremos. Lo conocido es que cuando se casaron todo empeoró. Ya sea por celos, por cuestiones de dinero o por lo que fuere, vuelta a vuelta la insultaba y la golpeaba salvajemente, y lo hacía en la misma casa de sus suegros quienes debían escuchar a través de las paredes, y a veces presenciar, atemorizados y angustiados, estas escenas de violencia en las que no se atrevían a intervenir por la agresividad descontrolada del yerno.
Un día Ferdinando estaba durmiendo la siesta, la dulce Anita tomó un revólver que su padre guardaba en la cómoda, fue hasta el dormitorio y le disparó desde la puerta tres balazos que lo mataron en el acto.
Ella misma llamó a la Policía y se entregó.
El caso conmocionó al barrio y a la ciudad. El diario La Capital publicó un dibujo que reproducía la dramática escena: la pobre Anita, con cara de malvada, empuña y dispara el revólver contra Ferdinando que, indefenso en la cama, levanta los brazos en alto con expresión de pánico en sus ojos. Parecía un cuadro de Goya.
Meses más tarde, doña Edelma cosía dale que dale con su desvencijada y ruidosa máquina desde las siete de la mañana, mientras en la habitación de al lado, dividida por un tabique de chapa, el diariero Gastón Porres, borracho como siempre y presumiblemente ese día con un insoportable dolor de cabeza, trataba de descansar. El ruido infernal de la máquina de coser de doña Edelma lo volvía loco. Se comentaba que Gastón ya la había increpado varias veces para que lo dejara dormir por las mañanas, pero la pobre vieja ¿cuándo iba a coser? Tenía que aprovechar la luz del día desde muy temprano, así que le había dicho que lamentaba molestarlo en sus borracheras pero que ella tenía que ganarse la vida. Además le recordó que cuando él traía alguna puta, ella se despertaba sobresaltada con los ruidos indecentes y los sacudones del tabique, y sin embargo nunca se había quejado.
Pero la anciana no sólo hacía ruido con la máquina, también tosía, ¡y cómo tosía! Yo recuerdo haber pasado por el inquilinato y escuchar, más que el ruido de la máquina, la tos seca, desagradable, perruna de doña Edelma.
Ese día, Gastón, borracho y abombado por el calor de la pieza cuyas chapas se calentaban con el sol de la mañana, irritado, como puede estarlo cualquier persona que vive en ese estado de incomodidad, desesperado por no poder dormir por el ruido de la máquina y la tos de la vieja, se levantó fura de sí, tomó un cuchillo, fue hasta la pieza de al lado, abrió la puerta de una patada y no le dio tiempo a la anciana ni de darse cuenta de lo que sucedía.
Recuerdo como si fuera ayer, haber visto pasar por Colón, frente a mi casa, el jeep de la Seccional Cuarta que se lo llevaba a Gastón Porres esposado en el asiento trasero.
Gregorio y María Esther aparecieron muertos en el living de su casa, ella con dos balazos en el cuerpo y él con uno en la cabeza. En la casa no faltó dinero ni objetos de valor. La investigación policial, convalidada por la Justicia, estableció que Gregorio mató a su esposa y después se suicidó. Se tejieron muchas hipótesis sobre las causas de esta determinación.
Fue concluyente el testimonio de un médico clínico cuyo consultorio estaba en la calle Neuquén, el doctor Villar Albuerne, quien durante muchos años atendió al matrimonio. Este profesional declaró que la pareja atravesaba una prolongada crisis que jamás se cristalizaba en discusiones, reproches o peleas sino en silencios y negaciones. Cada uno se tragaba lo que le molestaba o lo afectaba del otro. Tenían la filosofía de aguantar las insatisfacciones sin exteriorizarlas.
El doctor Villar Albuerne había leído las teorías de Sigmund Freud que todavía no tenían mucha divulgación en la Argentina, y de acuerdo con esos conocimientos, novedosos para la época, sacaba sus conclusiones. Según dijo, Gregorio se quejaba de no tener una vida sexual normal con su mujer. Le contaba en las consultas, que ella se retraía cada vez más. Gregorio, dolido por lo que para él era una suerte de desinterés en su persona, había dejado de molestar a su mujer, tal vez para alegría de ella (estas eran conjeturas del médico), que probablemente pensaba que su marido había perdido la libido. Y según este facultativo, hombre de vasta experiencia en estos asuntos y también bastante misógino por lo que se podía deducir de sus teorías, María Esther habría cumplido el sueño de toda mujer: vivir en compañía de un buen hombre que fuera, en lo posible, impotente. Pero el médico aclaraba enseguida: Gregorio era un tipo todavía joven, fuerte, de buena salud, y la actitud distante y aséptica de su mujer lo hacía muy desdichado.
Pero a su vez, María Esther había soportado por parte de Gregorio una infinidad de actitudes que le desagradaban. Por ejemplo: él nunca quería salir y a ella le encantaba caminar por el centro, ir al cine o al teatro e ir a cenar afuera una vez por semana, ya que estaban en condiciones de darse esos pequeños lujos.
También le gustaba viajar, y a Gregorio no; le encantaban las visitas a las casas de matrimonios amigos, pero a Gregorio estas reuniones lo aburrían mortalmente. A María Esther le desagradaba escuchar por radio los partidos de fútbol que a su marido le iluminaban los domingos, y a su vez a Gregorio le fastidiaban las radionovelas que su mujer escuchaba cuando él dormía la siesta.
Finalmente ella había optado por apagar la radio para no molestarlo, y él decidió privarse de escuchar los partidos de fútbol. Gregorio trataba de pasar los interminables domingos haciendo crucigramas; su mujer, a la hora de la siesta, bordaba y hacía repostería. María Esther evitaba hablar de viajes, de hacer visitas, de ir de paseo o de salir a cenar afuera los sábados. Gregorio se resignaba a no tener fútbol los domingos ni sexo con su esposa nunca.
El médico aportó las extensas fichas clínicas de los esposos en donde se describían todas aquellas intimidades conyugales.
Este testimonio, sumado a otros indicios y pruebas periciales, fue decisivo para que los investigadores llegaran a la conclusión de que se había tratado de un homicidio seguido de suicidio.
Pasaron los años. Nosotros nos mudamos otra vez de barrio y yo empecé a estudiar en la Escuela de Periodismo. En esas aulas me vinculé con varios oficiales de policía retirados que asistían a las clases para llenar sus vacíos existenciales. Dio la casualidad de que uno de esos oficiales, el subcomisario Bertoldo, perteneció a la Brigada de Investigaciones y había participado en la pesquisa de los cuatro homicidios.
Un día trabajábamos en su casa en un ejercicio de redacción de noticia policial cuando salió el tema de los homicidios del barrio Don Bosco. Ahí fue cuando me confió que él tenía otra visión de los hechos, una teoría asombrosa que sin embargo no había podido probar debidamente.
Según esta hipótesis a Ferdinando Navaredo no lo asesinó su esposa Anita sino su suegro, Belisario Alcaruela, enceguecido por el maltrato que su yerno le daba a su pobre hija. El día del hecho no estaban en la vivienda ni Anita ni su madre. Cuando Anita regresó a la casa se encontró con el espantoso cuadro: Ferdinando ensangrentado en la cama y su padre sentado, sollozando sobre la mesa del comedor, con el arma todavía en su mano. Anita conservó la calma, le dijo al padre que se tranquilizara, que ella se haría cargo del homicidio, que era joven y que podía soportar unos años de cárcel. El viejo había quedado tan conmocionado por lo que acababa de hacer que permaneció en silencio mientras su hija le quitaba el arma de la mano, limpiaba las huellas, llamaba a la policía y se entregaba serenamente. Cuando ya anocheciendo regresó la madre, sufrió una crisis nerviosa y debió ser hospitalizada.
Pasaron varios meses de dolor y llanto antes de que la madre de Anita se enterara de que el autor del homicidio había sido Belisario y no su hija. La revelación destruyó el matrimonio: jamás perdonó a su marido por haber permitido que Anita cargara con su culpa.
Según Bertoldo, todo lo sucedido tuvo gravísimas consecuencias psicológicas para Belisario Alcaruela, ya que a partir de esos acontecimientos lo habrían acometido deseos compulsivos de volver a matar.
Una mañana temprano fue hasta el inquilinato de doña Edelma con el pretexto de encargarle un trabajo y la apuñaló. Luego entró sigilosamente a la pieza del diariero, que estaba, como era habitual, borracho y profundamente dormido, y le puso el cuchillo ensangrentado en sus manos.
Otro día pasó por la casa de María Esther y de Gregorio, quienes eran muy amigos de su hija Anita a la que habían ayudado con dinero para su defensa (lo cual demuestra, en contra de la opinión del charlatán del médico Villar Albuerne, que el matrimonio sí tenía cosas y sentimientos en común). Lo hicieron pasar a Belisario con demostraciones de afecto. Éste, sin decir palabra, sacó una pistola, le disparó con precisión un balazo en la sien derecha al hombre y otro balazo en el pecho a la mujer. Limpió la pistola, se la puso a Gregorio en su mano derecha y le oprimió el índice para producir un tercer disparo contra el cadáver de la mujer con la obvia finalidad de asegurar el resultado de la prueba de parafina.
El policía estaba indignado con el médico Villar Albuerne porque su testimonio había desviado el curso de la investigación. Según opinaba este oficial, el hecho de haber matado a su yerno y comprobar lo fácil que resulta echarle las culpas a otro, había despertado en algún rincón de su cerebro al psicópata o asesino serial que sin duda llevaba dormido. Había descubierto el placer de matar por matar y al mismo tiempo hacerle pagar el crimen a un tercero. Era un doble placer que halagaba no sólo a su instinto asesino sino también a su inteligencia maligna.
Este investigador estaba convencido de que Belisario mató a muchas otras personas de esta manera, hasta que años más tarde él mismo fue asesinado por su esposa mediante el expediente de echarle cianuro al mate. La mujer fue rápidamente inculpada porque la policía le encontró el frasquito con el veneno en su cartera.
Este es el quinto crimen que mencioné al principio.
Pero mi amigo el policía no estaba de acuerdo tampoco con los resultados de esa investigación. Belisario, según él, no fue asesinado por su esposa. Se suicidó, y para ello siguió la misma metodología de sus otros crímenes, metodología que le hizo disfrutar, por última vez, aunque ahora anticipadamente, el placer de matar e inculpar a otro. Sólo que esta vez se mató a sí mismo. Echó el cianuro en el mate que le acababa de cebar su esposa, pero antes de sorberlo fue al dormitorio y puso el frasquito en la cartera de ella.
Enrique Arenz 2009 - Derechos reservados. Prohibida su reproducción
La novela Marplateros fue editada en 2009 y está agotada. (Sólo se puede comprar en Mar del Plata, en la librería Fray Mocho) Puede bajarse gratuitamente de la página web del autor haciendo clic en el ícono PDF en la siguiente dirección: http://www.enriquearenz.com.ar/libro_marplateros.html#.U2F0aFc_Q4M