viernes, 30 de enero de 2015

Capítulo 7 de mi novela MARPLATEROS



EL RANCHO DE LA GRETA
Los sucesos que voy a contar los viví en mi infancia, pero el secreto que encerraban lo conocí de grande, cuando mi madre, un día que te­nía ganas de hablar de asuntos innombrables, derribó mi capacidad de asombro de un solo chicotazo informativo.

Yo tenía ocho años. A la vuelta de casa, a unos treinta metros del almacén del turco Anis, había una casilla muy pobre y destartalada con piso de tierra apisonada, donde vivía una familia que se aislaba hurañamente del vecindario. La vivienda, oculta por una maraña de ligustro jamás recortado, era bastante grande, con muchas habitaciones, y se alzaba en medio de un amplio terreno con sauces llorones, una huerta con maizal y zapallos, y un gallinero en los fondos.

A esa vivienda los chicos la conocíamos como el rancho de la Greta, por una chiquita de mi edad, amiguita nuestra de juegos callejeros, morochita y escuálida, que era la menor de siete hermanos, cinco mujeres y dos varones, que vivían allí.

Mis padres me habían prohibido pisar ese rancho, pero yo iba igual, como lo ha­cían otros chicos del barrio, llevados por la misma Greta. Jugábamos entre los choclos y trepábamos a los sauces. Algunas veces, cuando anochecía, entrábamos en la casa.  A mí me encantaba, porque como no tenían luz eléctrica encendían faroles a querosén. La luminosidad mortecina de esos velones sobre el piso de tierra creaba un fascinante clima de casita de cuento de hadas.

La madre era doña Emérita, una mujer muy avejentada, flaca y canosa, con aspecto de bruja, siempre desarreglada, siempre chirusa, con medias caídas y enaguas que le sobresalían por debajo del impresentable vestido de franela gris. Mientras yo y algún otro amiguito jugábamos con la Greta en una especie de amplio comedor donde siempre estaba reunida la familia, la escuchábamos a Emérita despotricar contra alguna persona. Siempre estaba rezongando contra alguien o hablando mal de alguien.

El padre, en cambio, Hermes Radviuk, un serbio que había venido de joven a la Argentina, era un tipo bonachón de unos sesenta años, no mal parecido para su edad, siempre sonriente y con una mirada serena y bondadosa que inspiraba confianza. No se le conocía ocupación alguna, aunque se decía que era predicador de una secta religiosa escindida de la Iglesia Mormona. Los sábados la casilla quedaba vacía porque todos concurrían a un templo de la calle 9 de julio, frente a la estación de trenes. 

Los hermanos trabajaban en modestos oficios, excepto la Greta y la que le seguía en edad, Mabel, que ten­dría por entonces doce o trece años. Juliana, la mayor de las mujeres, era doméstica con cama adentro, así que aparecía por la casilla solamente los sábados por la tarde. La segunda, cuidaba a una anciana por las mañanas. La del medio, Nora, la más bonita de las cinco, según mi parecer de entonces, había estudiado corte y confección en la academia “Teniente” y cosía para afuera, pero como no tenía máquina de coser, debía hacer las costuras a mano, puntada tras puntada durante interminables horas de trabajo. Norita era la preferida del padre, según me comentó un día la Greta, y parece que esa predilección creaba ciertas tensiones con sus hermanas más grandes.

A los dos varones, que eran los mayores y que no andarían muy lejos de los cuarenta, yo los veía muy poco en la casilla. Durante el día trabajaban, uno de peón de albañil, y el otro de enlazador de perros en la perrera municipal. Regresaban a la casilla al atardecer. En verano se daban cada tanto un baño afuera, junto a la bomba sapo y dentro de un corralito de chapa que cubría sus desnudeces hasta la cintura. Siempre alguna de las hermanas, entre risas, jarana y miraditas indiscretas, los enjuagaba desde la cabeza con un recipiente con agua previamente calentada en la cocina de leña. Para la higiene de las mujeres, había un pequeño cobertizo de chapa pegado a la letrina. Los dos varones se afeitaban afuera, frente al espejo de un botiquín colgado bajo el alero. Se peinaban con brillantina Glostora, se perfumaban, se empilchaban y sa­lían, hechos unos dandis, cada uno por su lado.

Don Hermes Radviuk parecía un gran señor. Las hijas y la mujer lo atendían como a un califa, le cebaban mate, le alcanzaban algo de comer, le enfriaban la cerveza en una palangana con hielo y le iban a comprar El Gráfico todos los martes. Él, por su parte, nunca movía un dedo por nadie, sólo estaba allí para beber, dar paternales consejos y recibir atenciones, aunque era notable el trato amoroso que tenía en todo momento con las hijas. Hasta cuando las reprendía lo hacía en tono cariñoso e indulgente. A veces pedía que le alcanzaran un libro religioso y leía algunos pasajes en voz alta. Y había que ver con que respeto las hijas escuchaban esas lecturas, cómo lo mimaban, lo abrazaban, jugueteaban con él y procuraban complacerlo en sus mínimos deseos. Una vez vi que dos de las chicas le estaban poniendo medias de lana, cada una con un pie entre sus amorosas manos, mientras él viejo, apoltronado en su desvencijado sillón, escuchaba concentrado un partido de futbol por los auriculares de una radio a galena. Percibí que había siempre como una competencia por ganarse el apego del viejo.

Otra curiosidad que noté es que las tres hijas más grandes, aún cuando sólo salían de la casilla para trabajar o hacer algún mandado, se acicalaban lo mejor que su pobreza les permitía, se peinaban entre ellas, se pintaban las uñas y se maquillaban. Nora era siempre la mejor vestida porque se confeccionaba sus propios vestidos. Sólo la vieja, que era la única que fregaba ropa en el piletón, regaba la huerta y le daba maíz a las gallinas, se mostraba desarreglada y hasta maloliente.

En realidad yo entraba muy de vez en cuando en la casilla, y siempre permanecía poco tiempo, así que mis recuerdos de lo que pasaba allí dentro son necesariamente fragmentarios. En cambio con la Greta, que era bastante vaguita y le gustaba jugar con los varones, nos encontrábamos todos los días en la calle, para cazar mariposas, encerrar luciérnagas en frascos de vidrio o pescar renacuajos en el zanjón cuneta siempre inundado de Colón. Ella era un varoncito más para nuestra pequeña pandilla.

Los marginales merodeadores

En el barrio merodeaban siempre cinco dementes. Uno era Norris, un repulsivo sujeto de ojos saltones enrojecidos, tez morena infernalmente picada de viruela y nariz aplastada cuyos orificios exudaban unas velas verdosas que se le encharcaban y encostraban encima del labio superior que le sobresalía como un hocico. Jamás hablaba con nadie, pero tenía la mala costumbre de pararse frente a las personas y permanecer inmóvil como una figura de cera de un museo del horror. Los que padecían este acoso le daban limosna para que se esfumara cuanto antes.

Otro era “Piojito”, un vagabundo de larga barba y melena, que se echaba a dormir ahí donde lo agarraba la noche, a veces bajo un alero, en el porche de una casa, o directamente al sereno. Iba siempre vestido con sobretodo largo y mugriento, sombrero de ala ancha caída y zapatos destrozados. Llevaba invariablemente una vara para ahuyentar a los perros sueltos. Se rascaba el cuerpo constantemente porque estaba infectado de piojos. Nunca pedía ni hablaba con nadie, pero las señoras del barrio, al verlo acercarse, entraban a buscar algo para darle, un sándwich, o una fruta, que él tomaba extendiendo el brazo lo más que podía para no contagiar sus piojos ni ofender con sus emanaciones.

Los otros personajes eran el loco Félix, que tendría quince o dieci­séis años y sus dos hermanos mayores, mellizos gemelos, los tres infradotados. Vivían en los fondos de un bar de la calle Brown, en una pieza que el dueño les facilitaba.

Los mellizos eran lustrabotas y estaban siempre juntos, cada uno con su cajita de pomadas y cepillos. Eran muy parecidos entre sí, con idéntico gesto adusto y la mirada perdida, pero uno de ellos mandoneaba y maltrataba al otro. ¡No seas pavo!, le gritaba el mandamás delante de la persona que se estaba lustrando los zapatos. ¡Infeliz! Hacé esto, hacé aquello, agarrá la otra pomada, mirá que sos tarado… Éste es un lelo, le explicaba al sorprendido cliente.

El loco Félix, en cambio, era simpático y sociable. Vagabundeaba por el barrio siempre sonriendo y a veces hablando solo. Cuando los chicos lo cruzábamos le pe­díamos que cantara y bailara. No había que rogarle mucho, sacaba de sus bolsillos cuatro maderitas alargadas y con dos en cada mano, hábilmente sostenidas entre sus dedos a modo de castañuelas, producía un repiqueteo con el que bailaba grotescamente mientras cantaba una copla monótona: “El loco Félix, el loco Félix / El loco Félix, el loco Félix…” Esa era toda la letra, y  la repetía hasta que, cansado, daba por terminado el show.

Aunque parezca mentira, tocaba los palillos sorprendentemente bien, con un tamborileo potente y rítmico. La gente se paraba para verlo, se reía de sus astracanadas, lo aplaudía y le daba unas monedas.

Estas cinco personas incapaces, recorrían diariamente las manzanas que circundaban mi casa. Siempre daban vuelta por ahí. Eran muy jóvenes todos, aunque Piojito y Norris parecían viejos de tan deteriorados que estaban.

Cinco retardados mentales concentrados en un perímetro tan reducido era demasiado, pero yo era muy chico para asombrarme de esa banalidad.

La revelación

Una noche, posiblemente más tarde que otras veces, entro por mi cuenta al rancho de la Greta y me veo ante una escena desacostumbrada. En el comedor alumbrado a querosén están solamente el viejo y los dos varones, enfrascados en una discusión. No entiendo el motivo del entredicho, pero nombran a la hermana de trece años: “¡Basta, viejo, tenés que frenarla con la Mabel, es muy pendeja todavía!”, le dice uno de los hijos. “¡Y vos que te metés, palurdo! ¡Que te importa, si ella está conforme y me lo anda pidiendo!”, le contesta el viejo visiblemente alterado pero en voz baja como para que no lo escuchen desde las habitaciones. “¡Es mi hermana, cómo no me va a importar!” “Ah, tu hermana, ¿eh?, tu hermana…, mirá vos, ¿y desde cuándo te importan tus hermanas? ¿Y tus otros hermanos, los que rajamos de acá, te importan? Bueno… tus hermanos, por llamarlos de alguna manera, porque yo nunca pude averiguar quién carajo los engendró. Miren, no me hagan hablar, que con ustedes tengo muchas cuentas pendientes… Los hijos, alteradísimos, hablan a la vez, pero el padre los hace callar autoritariamente: “¡No se hable más del asunto! ¡No se hable más del asunto! ¡No se hable más del asunto!”

Cada vez que repite esta orden, don Hermes, sentado con aire de magistrado en su sillón patriarcal, levanta muy alto su brazo derecho con la mano abierta hacia mí y lo deja caer palmeando ruidosamente el apoyabrazos, una y otra vez, como acentuando la autoridad de sus palabras, gesto tal vez propio de un predicador que sermonea a sus fieles. Esa mano movediza y crispada me provocó una vaga e inexplicable para mí sensación de angustia.

En eso los tres descubren mi presencia y hacen silencio. Uno de los hermanos me pregunta de mala manera: “¿Y vos, qué carajo querés?” “Nada, nada, la buscaba a la Greta, nomás”. “La Greta ya se acostó, así que mandate a mudar, y no vuelvas a entrar acá sin pedir permiso, ¿entendiste, mocoso?”.  

Me fui más atemorizado de lo que el episodio merecía. Ya no volví  jamás a esa casilla.

Como dije, mi madre me contó muchos años más tarde, cuando yo ya peinaba canas, la verdad de los sucesos de esa casilla, sucesos que alguna gente del barrio conocía pero que nadie quería mencionar. Según esa versión, que más tarde complementé con datos que le pude sacar a don Elías, uno de los antiguos vecinos a quien, hasta su muerte reciente, seguí viendo de vez en cuando por el centro, don Hermes se acostaba con sus tres hijas mayores. Y si debiera guiarme por las palabras que escuché en la discusión de aquella noche, el viejo se disponía a iniciar a la Mabel, de trece años, porque esa era la edad de noviciado que fijaba el reglamento de la secta a la que pertenecían.

Las mujeres no habían sido nunca obligadas ni violentadas por el viejo, simplemente se acostumbraron desde la adolescencia a turnarse para dormir con él, y lo curioso es que lo hacían de buena gana. A veces se peleaban entre ellas por celos, ya que todas querían ser la favorita de Hermes, y, según don Elías ―aunque su testimonio es en este aspecto poco creíble, porque uno se pregunta ¿y cómo lo supo él?― las irritaba escuchar tras las delgadas paredes de madera del rancho las exclamaciones placenteras de la que en esos momentos fornicaba con el padre. ¿Pero, y la madre, doña Emérita?, le pregunté a mamá, y después a don Elías. Ambos coincidieron: la madre consentía esas relaciones porque ella también las había tenido con sus hijos varones cuando estos eran adolescentes, todo conforme a los preceptos endogámicos de su religión.

Pero el omnisciente don Elías fue más lejos, me aseguró que los hermanos varones, cuando regresaban a la casilla después de haber bailado hasta pasada la medianoche, ardiendo por los juegos audaces de chicas difíciles, a veces se metían subrepticiamente en la cama de alguna de las hermanas, quienes accedían a complacerlos, aunque siempre con la exi­gencia casi incumplible de hacerlo en silencio, para que el padre no se fuera a enterar, porque la secta no aprobaba semejante degeneración entre hermanos, salvo que se casaran, como manda Jehová.

Supongo que Greta, mi amiguita de la infancia a quién dejé de ver pocos años después, cuando nos fuimos del barrio, habrá ocupado alguna vez el lugar que le correspondía como la amante más joven y preferida de su padre, y, ocasionalmente, de sus hermanos.

Si he de aceptar estos hechos como auténticos, y a su vez los relaciono con fragmentos de la discusión entre padre e hijos que escuché aquella noche, los cabos sueltos se atan solos y las conclusiones salen a la luz como lagartijas al mediodía.

Puedo entonces entender una rareza nunca aclarada: por qué alrededor de mi casa de la avenida Colón, o mejor dicho, alrededor del rancho de la Greta, que quedaba a la vuelta, deambulaban como sombras sin alma cinco dementes abandonados a la buena de Dios.
Enrique Arenz 2009 - Derechos reservados. Prohibida su reproducción

La novela Marplateros fue editada en 2009 y está agotada. (Sólo se puede comprar en Mar del Plata, en la librería Fray Mocho) Puede bajarse gratuitamente de la página web del autor haciendo clic en el ícono PDF en la siguiente dirección: http://www.enriquearenz.com.ar/libro_marplateros.html#.U2F0aFc_Q4M
 

martes, 16 de diciembre de 2014

Otro de mis cuentos de Navidad


Me llamo Camila Ritordo, soy contadora pública. Cuando sucedió lo que voy a contar yo tenía treinta y cinco años, vivía en Tandil y ejercía mi profesión
en forma independiente.


Mi novio me había dejado después de diez años de accidentada relación. A los pocos meses falleció mi madre. Quedé sola.

Pero descubrí que vivir en soledad no es tan malo para una mujer. Al contrario, es hasta fascinante, siempre que una se organice y esquive la mortal rutina. Comencé a disfrutar de mi hogar: cocinaba, invitaba a mis amigas, cambiaba periódicamente la decoración y los colores de cada ambiente.

Claro, hasta que llegó diciembre.

Aclararé que yo no era una mujer religiosa (aunque sí, ambiguamente supersticiosa, de esas que encienden velas a santos no reconocidos y queman sahumerios frente a una estatuilla del Buda), pero fui educada en una familia católica y, seas o no creyente, la Navidad es la fiesta en la que todos necesitamos una familia.

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sábado, 11 de octubre de 2014

La chica de los pajaritos. Capítulo 6 de "Marplateros"


LA CHICA DE LOS PAJARITOS


 “El hombre admira a la mujer que lo hace pensar, le agrada la que lo hace reír y llega a querer a la que lo hiere.
Pero se enamora de la que lo lisonjea”.

Nellie B. Stull
Consejera matrimonial


Salí del servicio militar el 27 de diciembre de 1963. Mi urgencia fue encontrar un trabajo de pianista para aprovechar la temporada que se iniciaba.
Tuve suerte, me ofrecieron tocar en un circo que se estaba instalando en la esquina de Luro y San Juan, el Circo Music Hall de París. Era una carpa como la de cualquier circo pequeño, pero en lugar de la clásica pista circular tenía un gran escenario.
La orquesta que me contrató iba a tocar también como jazz, los fines de semana y los días de carnaval, en un boliche de la avenida Independencia conocido como La cueva de la sirena,
Tocar bajo la carpa de un circo fue una experiencia apasionante.
Dos saxofones,  clarinete, dos trompetas, batería y piano; esa era la composición de la orquesta circense. Se puede decir que nos dimos la mano arriba del palco porque apenas si ensayamos pocos minutos antes del debut, pero cuando se es buen profesional los ajustes se hacen sobre la marcha. Tocábamos al costado del proscenio pero a un nivel más bajo. Desde esa ubicación debíamos acompañar a los distintos números con llamadas de trompetas, redobles de tambor, suaves melodías, marchas militares y música de jazz.
Era un buen espectáculo. Actuaban cantantes, un ballet, malabaristas, contorsionistas, un notable prestidigitador, el internacionalmente famoso amaestrador de pájaros Tomy Bicker, que manejaba maravillosamente en el escenario a decenas de aves, y el número más popular de todos: el “Dúo de dos”, integrado por dos comediantes ya famosos en esa época: Beto Cabrera y Mario Sánchez, quienes cantaban y hacían chistes en catarata que el público festejaba a las carcajadas.
En el escenario trabajaba una joven bellísima, de veintitrés años,  Samantha, que actuaba de partenaire tanto del mago como del amaestrador de pájaros, dos cuadros muy interesantes a cuya jerarquía contribuía sin duda esta muchacha con su atractivo excepcional. En ambos números ella aparecía vestida con mallas o polleritas ultracortas. Calzaba medias de red y zapatos con tacos aguja que realzaban la esbeltez de sus piernas.
Todos en la orquesta esperábamos que apareciera Samantha en el escenario para disfrutar de su simpatía y de la visión gratificante de su cuerpo delgado de contornos lúbricos. La llamábamos “La chica de los pajaritos”. Era demasiado bonita para que uno se le animara con algún avance. Por otra parte se comentaba que tenía una relación amorosa con el maestro de ceremonias, un tal Sergio M., un señor elegante, de alrededor de cuarenta años, vestido con impecable smoking y dotado de carisma y gran personalidad.
―Buenas tardes, ¡asesinos de la música!― nos saludaba Mario Sánchez cuando sa­lía al escenario junto a Beto Cabrera en la primera de sus rutinas cómicas, y nosotros le contestábamos con un sonoro acorde disonante, que provocaba risas en el público.
En una de sus actuaciones más aplaudidas, Mario, que entonces era delgado, ha­cía una caracterización notable de Charles Chaplin. En ese número no había diálogos, sólo mímica, acción, silencios, expresiones y la música incidental que aportábamos nosotros. En el pequeño drama, Carlitos le ofrecía una flor a una dama de la que estaba enamorado. La mujer tomaba la flor, la contemplaba con curiosidad, la olía con cierta indiferencia, y de pronto, con un gesto despectivo que acompañaba nuestro baterista con un golpe de platillo, la arrojaba al piso y hacía mutis. En ese momento, y para acentuar la honda tristeza de Carlitos, yo ejecutaba en el piano el lieder de Schubert Serenata.
Carlitos, con una expresión tristísima que recordaba las películas mudas del verdadero Chaplin, se agachaba lentamente para levantar la flor y contemplarla largamente mientras la melodía de Schubert acentuaba la atmósfera de intensa tristeza. La escena era impactante, y la música de piano resultaba una combinación perfecta para darle realce dramático. Finalmente Carlitos se retiraba de la escena con su bastón y su tranco característico, y la orquesta arrancaba con Candilejas, que se prolongaba en un crescendo de gran emotividad. La excelente actuación de Mario Sánchez, la melancólica Serenata en el piano y el final de Candilejas a toda orquesta, emocionaban a los espectadores y arrancaban estruendosos aplausos. Era sorprendente el momento mágico que se lograba con tan sencillos elementos escénicos.
Un día de finales de enero llego temprano para la primera función y  me pongo a practicar un poco el piano. Se me ocurre repasar la Serenata de Schubert, ya que era mi único solo de piano, y siempre la responsabilidad de un solista conlleva una cierta inseguridad. Concentrado en mi interpretación veo que alguien se acerca por mi derecha y se queda escuchándome. Cuando termino, miro a ver quién está a mi lado y me llevo la gran sorpresa: es Samantha ¡y está llorando!
Ella se seca rápidamente los ojos, sonríe y me dice:
―Discúlpeme, lo escuché tocar desde mi camarín, está justo detrás del piano, del otro lado de esa lona. Siempre lo escucho cuando toca la Serenata y lloro como una estúpida.
―Bueno, es una melodía muy dulce…
―Pero usted la toca con tanto sentimiento… La he escuchado otras veces y nunca me conmovió de esa manera, seguramente usted es el responsable.
Quedé, como se decía antes, de una pieza. No supe qué responderle mientras mis mejillas ardían traicioneramente.
―Bueno ―dijo ella con una sonrisa, fingiendo no ver el bermellón delator―, tengo que ir a maquillarme. Otro día charlamos.
Me impresionaron tanto las palabras de esa preciosura respecto de mi música que ya no pude dejar de pensar en ella.
Durante esa función esperé ansiosamente que Samantha saliera a escena. En un momento de su actuación, al final de un acto de prestidigitación en que ella hacía una reverencia al público y señalaba con su mano al mago, giró levemente su cabeza hacia su derecha y manteniendo su sonrisa teatral me dirigió una fugaz mirada.
A partir de ese momento quedé enamorado de Samantha, pero no sabía cómo conducirme con ella. Comencé a ir al circo media hora antes de la función para tocar el piano exclusivamente para ella, que sabía  estaba maquillándose en su camarín lona por medio. Tocaba distintas piezas, pero siempre incluía, a modo de mensaje explícito, una versión de Serenata.
Pasaron varios días hasta que ella volvió junto al piano para conversar conmigo. Nos presentamos, nos tuteamos y hablamos como viejos amigos. Me contó que era bailarina y que estaba tratando de integrar algún ballet en Buenos Aires o en el exterior. Dijo que estudiaba clásico, pero que su pasión era el flamenco. Yo le toqué un trozo de Viva Cádiz, que le hizo levantar los brazos y balancearlos con  gracia gitana.
A partir de entonces la chica de los pajaritos venía todos los días a conversar conmigo unos minutos antes de su sesión de maquillaje, y yo aprovechaba para tocar algunos trozos de Albéniz, de Granados o de Manuel de Falla. Practicaba en mi casa desesperadamente para tener cada día un trozo distinto lo mejor ejecutado posible para deleitarla, y ella me lo agradecía con su mirada de cálida admiración.
Yo seguía sin saber qué hacer. Para peor la había visto conversando con Sergio, sin sonrisas entre ellos pero sí con una expresión de intimidad que se parecía mucho al trato matrimonial.
Eso me desalentó y me mantuvo a distancia de Samantha, más allá de los fugaces encuentros diarios al lado del piano y de las miradas cálidas que ella me seguía prodigando desde el escenario.
En el circo las cosas empezaron a ir mal. Ya estábamos en febrero y había caído abruptamente la asistencia de público. Apenas si se llenaban tres o cuatro filas de plateas los sábados y domingos, y los demás días menos.
El administrador nos llamó para darnos la mala noticia de que se veía obligado a prescindir de la orquesta por razones de economía. En adelante, las funciones se animarían con música grabada.
Ese era nuestro último día en el circo, aunque por suerte todavía teníamos el contrato de La Cueva de la Sirena. Al terminar la segunda función, fui al camarín de Samantha para despedirme, pero como Sergio estaba en ese momento con ella, simplemente los saludé a los dos y no pude decir otra cosa que adiós y buena suerte.
Esa noche, mientras tocaba en el boliche, yo no dejaba de pensar que no volvería a ver a Samantha, a pesar de que ella me había dado todas las señales posibles para demostrarme su interés. Me sentía rabioso conmigo mismo por no haberla invitado a salir, a tomar un café para charlar sobre música y sobre su soñada carrera de bailarina flamenca. ¡Qué imbécil que había sido! ¡Esa timidez de siempre!
Esa noche no pude dormir. Al levantarme debí aceptar que mi metejón era tremendo. Y yo había dejado pasar el tiempo sin hacer nada.
Caminé y pensé. Tenía que remediar mi torpeza, porque ella estaba interesada en mí y yo iba a desaparecer de su vida como si no me importara, cuando en realidad era lo único que me importaba. No conocía su número telefónico ni su domicilio.
De pronto, una lucecita genial iluminó mi cavernoso desaliento.
Fui a una florería, encargué un bellísimo presente floral con jarrón de cerámica y rosas rojas que me costó un platal, solicité que lo llevaran esa misma tarde al circo dentro del horario de la primera función a nombre de la señorita Samantha. Escribí en la tarjeta: “Samantha, quiero que recibas este obsequio como agradecimiento por el inmenso bien que me hiciste al darme tu amistad. Con amor, Enrique”. Y, por supuesto, anoté mi número de teléfono debajo.
Me quedé esa tarde en mi casa con una ansiedad de locos. Ya había pasado la hora en que terminaba la primera función cuando sonó el teléfono. “Es para vos, una chica…”, me anunció mi madre.
La emoción me cerró la garganta y casi no pude decir “hola”. Era Samantha, estaba feliz y emocionada por el agasajo sorpresivo que acababa de recibir. Dijo que se sintió como una gran estrella del espectáculo cuando le llevaron las flores a su camarín, que me lo agradecía tanto, que cómo se me había ocurrido un gesto tan refinado, tan caballeresco.
La conversación fue corta. Quedamos en encontrarnos el lunes a la noche para tomar una copa y charlar como amigos. El lugar del encuentro fue la confitería Montecarlo que estaba en Rivadavia y Corrientes.      
 Me sentí tan orgulloso y eufórico que hasta les avisé a mis amigos para que fueran a espiar discretamente mi “levante” desde la puerta del bar, ya que una mujer de esas características era para exhibirla.
Apareció elegantemente vestida con pollera corta, blusa de seda y tacos altos, un collar con pequeñas piedras verdes y muchas pulseras. Tenía un maquillaje sencillo, los ojos muy delineados y el cabello suelto. Era toda una modelo. Tomamos un par de whiskys, charlamos durante dos horas animadamente, pero no salía nada para concretar. Hasta que ella, inteligentemente, me preguntó si me gustaba bailar. “No bailo muy bien”, le confesé. “Pero sabrás bailar boleros, música lenta…”. “Eso sí”. “Bueno, para mí es suficiente”, y sonrió como animándome a tomar alguna vez la iniciativa. Entonces me decidí: “¿Y si vamos a bailar?” “¿Ahora…?” “Sí…” “¿Por qué no?”
Fuimos a Avalón, un sótano oscuro y elegante que estaba cerca de allí, creo que en la calle Santa Fe.
Pedimos una copa y fuimos enseguida a la pista.
Bailamos apretados, nos besamos y nos acariciamos sin excesos por ser el primer día, como se estilaba en esos tiempos. Esa misma noche la acompañé hasta la esquina del edificio céntrico donde vivía temporariamente. Un poco inquieta, como nerviosa, no quiso que fuera hasta la puerta de entrada. Quedamos en vernos a la noche siguiente.
En esta segunda cita la invité a cenar. Charlamos, nos tomamos las manos y finalmente la miré a los ojos y le dije tiernamente: “Samantha, quiero poseerte”.  Quedó impresionada por esa forma de requerirla, lo vi en sus ojos. Me miró largamente y en silencio, como procesando mis palabras. Finalmente sonrió y me dijo: “Y yo quiero ser tuya”. Ahí nomás tomamos un taxi y fuimos directamente a un hotel.
Cuando esa noche regresé a mi casa, no podía creer todo lo que sucedió en esos dos intensos días. Le había enviado flores al circo, me telefoneó agradecida, nos encontramos en una confitería, fuimos a bailar como dos enamorados, al día siguiente la invité a cenar, y jalonamos esa maravillosa escalada en la cama de un hotel. Ah, si esa cama y esas paredes hablaran.
Mi conclusión de ese momento, diría mejor, mi asombroso descubrimiento, fue que había seducido a una bella mujer nada más que con la música del piano, y eso para mí era novedoso y extremadamente halagador.
Nuestro romance fue tumultuoso, ardiente e inolvidable, pero duró poco. Un día ella me cuenta sobre su intimidad con Sergio, de quien estaba temporalmente apartada pero sin haber roto aún, y me dice que él estaba enterado de nuestra relación, que ha­bía visto las flores en su camarín, y que estaba al tanto de nuestros encuentros posteriores, por lo cual, me dijo con dolorosa honestidad, prefería volverse a Buenos Aires para tratar de recomponer la relación, porque lo amaba y no quería dejarlo. Y me confesó con brutal sinceridad que a mí me necesitaba sexualmente. Me lo dijo así de clarito: “te quiero sexualmente y te necesito sexualmente”. 
En cierto modo eso me halagó, porque ¿a qué hombre no le gusta ser objeto sexual de una mujer bella, y que ésta se declare conforme con los servicios recibidos? Pero al mismo tiempo me dañaba porque yo había llegado a amarla, y ella, ahora lo sabía, nunca me ha­bía correspondido.
Quedé atolondrado y sin palabras hasta el día de su partida.
No volvió nunca a Mar del Plata, pero nos escribíamos todas las semanas. Durante años fui cada tanto a Buenos Aires para encontrarme con ella. Nos alojábamos en el Hotel Mundial de Congreso y pasábamos buenos momentos juntos, pero siempre como a escondidas, ella se mostraba muy ansiosa y no quería que saliéramos a caminar por la ciudad. Apenas si íbamos a comer, a veces a El Tropezón, de Callao, a veces al restaurant del Savoy, en la calle Florida. Como excepción aceptaba que nos embarcábamos en El Tigre para almorzar en alguna isla del Paraná de las Palmas. Ocasionalmente aceptaba que la llevara al Patio Andaluz o al teatro Tabarís para escucharlo a Osvaldo Pugliese. Y era habitual que estando tomados de la mano ella se soltara, ansiosa, tensa, como si viera o creyera ver a alguien entre la multitud.
En sus cartas me contaba sus intentos por entrar en un cuerpo de baile. Hasta que un día ―fue en 1966, yo ya estaba tocando en la orquesta Marabú, de la que hablaré más adelante― me dice que por fin la contrataron en una compañía para bailar en Europa, y que viaja a la semana siguiente.
Me entristeció, pero para mí fue como un alivio.
Su partida fue una providencial oportunidad para liberarme de esa obsesión que me quitaba muchas energías y me impedía concentrarme en otras cosas. Así que le escribí, le dije que me entristecía que se fuera pero que le deseaba lo mejor en su carrera, que la felicitaba y la alentaba a seguir en sus proyectos. No le pregunté, ni lo quise saber, si Sergio la acompañaba en su viaje, tal vez sí, tal vez no. Solamente le pedí que me escribiera desde Europa.
Pasó un año antes de recibir una carta de ella. Estaba en los Emiratos Árabes, bailando en el teatro de un jeque petrolero forrado en dólares. En esa carta, que fue la última, me expresaba su gratitud por haberla comprendido y me confesaba algo que yo ni siguiera había sospechado: No había sido por la música que ella se había sentido atraída hacia mí.
Cuando Samantha lloraba con la Serenata de Schubert, era por la tristeza que esa melodía romántica le causaba en momentos en que iba a perder a Sergio. Mi música melancólica la acercaba a su amado y la alentaba a tratar de reconstruir esa relación tambaleante.
Samantha se sintió atraída hacia mí no por mi música sino por mis palabras. Al principio por lo que le escribí en la tarjeta de las rosas, y después por haber pronunciado una frase anodina que, según parece, me distinguió favorablemente entre todos los hombres que alguna vez pretendieron llevarla a la cama: “Quiero poseerte”, le dije, y eso la cautivó. ¿Qué quieren que les diga?
Conservo esa carta fechada en Abu Dhabi el 3 de febrero de 1967. Cada vez que la releo me cuesta aceptar que estuve tan equivocado durante tanto tiempo. ¡Seduje a una hermosa mujer con el piano!, me repetía orgulloso. Pero para la hermosa Samantha sólo fui una especie de consuelo, un juguete de ocasión, un amiguito joven que la hacía disfrutar en la cama probablemente más que el hombre a quien verdaderamente amaba. Y que la desatendía porque tal vez, y sólo tal vez, estaba interesado en otra mujer.
Fueron simples y humildísimas palabras las causantes de mi seducción. Jamás hubiera creído que con tan poca cosa se le podía hacer perder la cabeza a una mujer enamorada de otro hombre. ¡No con música, con palabras, con chamullo!

  •  Prohibida su reproducción
La novela Marplateros fue editada en 2009 y está agotada. (Sólo se puede comprar en Mar del Plata, en la librería Fray Mocho) Puede bajarse gratuitamente de la página web del autor haciendo clic en el ícono PDF en la siguiente dirección: http://www.enriquearenz.com.ar/libro_marplateros.html#.U2F0aFc_Q4M

martes, 23 de septiembre de 2014

Otro capítulo de mi novela Marplateros


La orquesta Marabú, testigo y 
víctima de un suceso misterioso

A los veintidós, fui invitado por unos excelentes músicos a integrar una nueva orquesta de tangos que llevaría el nombre de un mítico cabaret porteño: “Marabú”. Fue, de lejos, la mejor orquesta de tangos que brilló en los clubes y escenarios de Mar del Plata.

Esos instrumentistas talentosos merecen ser recordados con nombre y apellido: Ernesto Scorziello y Daniel Moreno, bandoneonistas de fraseo elegante y digitación perfecta; José De Pilato, violinista de sonoridad pasional arrebatadora, Duilio Graziani, violinista de melancólico ensueño en los registros medios, además de compositor y letrista de fecunda creatividad; Ildo Ferreira, un contrabajista que sostenía al conjunto con la acompasada potencia de sus graves profundos; y Roberto Gorga, excepcional vocalista que cantaba (y aún lo hace) La Cumparsita y Alma de bohemio como ningún cantante argentino lo hizo nunca. ¿Y quién hacía los arreglos? Uno de los mejores arregladores argentinos, orquestador de Carlos Di Sarli y de otras orquestas porteñas: Fredy Scorticatti.

Adoptamos un estilo audazmente vanguardista sin descuidar el ritmo bailable. Nuestro repertorio era un lujoso abanico de compositores modernos: Astor Piazzola en primer lugar (éramos todos fanáticos del gran innovador), Horacio Salgán, Osvaldo Pugliese, Aníbal Troilo, Eduardo Rovira, Emilio Balcarce, Julián Plaza, Virgilio Expósito y Atilio y Héctor Stamponi. Pero también incorporamos una extensa lista de bellos tangos clásicos magistralmente orquestados por Scorticatti.

Con entusiasmo y determinación perfeccionista iniciamos los ensayos en 1964, y en poco tiempo subimos descollantes a los palcos musiqueros.

Fuimos muy unidos entre nosotros, si bien por un desgaste natural del mismo trabajo, y también por la influencia de cierto extraño suceso que me propongo narrar, tuvimos peripecias y desencuentros que nos llevaron a la separación.

Comenzamos con buenas perspectivas laborales. Duilio Graziani fue nuestro representante, y gracias a su empeño y don de gentes tuvimos una chorrera de contratos. En un verano llegamos a hacer “triplete”, lo que en la jerga del ambiente significa tocar en tres lugares a la vez, corriendo de un salón a otro, y de éste a un tercero, sin el menor descanso, girando locamente en una calesita infernal, hasta que, extenuados y con las manos doloridas, ha­cíamos el último chan chan a las cuatro de la mañana.

La cima de nuestras ambiciones artísticas pareció llegar cuando nos contrataron para tocar durante todo un verano en un restaurant bailable que se inauguró en el primer piso del club Quilmes, previo exigente casting ante el director artístico, el célebre empresario y representante porteño de artistas don Isaías Seildman,

Este restaurant fue una exitosa iniciativa comercial nunca antes explorada en Mar del Plata. Rápidamente se puso de moda y el público llenaba todo el espacio, a veces hasta el hacinamiento. El éxito se justificaba por las estrellas contratadas: actuaban Los cinco latinos, Domingo Federico, Mr. Chassman y su muñeco Chirolita y muchos otros números de gran popularidad en esa época.

Pero ahí empezaron nuestros problemas.

Compartíamos un camarín con un alemán de unos setenta años que presentaba un perrito amaestrado, un Fox Terrier llamado Sigfrido, que hacía las delicias del público. El  perrote exhibía notables destrezas en el escenario, pero lo más simpático era el  final: el adiestrador le ordenaba: “¡Adentro Sigfrid!” y el animalito se zambullía con un gracioso saltito en el interior de un bolso, el alemán corría la cremallera y se lo llevaba. Era infalible: el público hacía exclamaciones, reía y aplaudía a rabiar.

El alemán se llamaba Jaime Talsendorff, usaba una peluca pelirroja y se te­ñía los bigotes del mismo color. En el camarín soltaba al perrito que se acomodaba en un rincón y no molestaba a nadie, salvo que alguien se le acercara, porque entonces gru­ñía a modo de advertencia. Como a mí me encantan los perros, yo siempre le hablaba y él me escuchaba atentamente. A los pocos días ya se me acercaba amigablemente y permitía que lo acariciara. Recuerdo que un día (ahora me da escalofríos porque lo relaciono con lo que pasó después), intento reacomodarle el collar que se le había desabrochado. Se lo quito con la intención de ajustárselo correctamente y veo que tiene grabados en el dorso varias letras y un número de más de diez dígitos. No hice ningún comentario porque tuve la sensación de estar descorriendo algún velo prohibido. 

Jaime Talsendorff parecía una buena persona. Tenía hacia nosotros un trato amigable y cortés, aunque no era muy conversador. Una vez entró al camarín con una jovencita de no más de veinte años. Nos la presentó por su nombre: Cristina. Pensamos inicialmente que se trataba de una hija, o acaso una nieta, hasta que los sorprendimos en cierta gestualidad más que sospechosa.

Una noche estoy solo en el camarín cuando lo veo entrar al alemán  tambaleante, muy agitado y pálido. “¿Qué le pasa, don Jaime, se siente mal?” Me contesta que está muy asustado porque lo acababan de amenazar. “¿Quién lo amenazó?”, le pregunto alarmado. Balbucea confusamente: “Es un asunto… un problema que tengo con una persona…” “¿Puedo ayudarlo en algo?”. Negó con la cabeza y se sentó a una mesa que usábamos para dejar los instrumentos. Veo que sus manos tiemblan convulsivamente, apoya los codos en la mesa, se toma la cara con las manos y comienza a respirar ruidosamente, como si estuviera con un ataque de asma.

En eso entran Graziani y De Pilato. Cuando lo ven a don Jaime en esa posición  me interrogan con la mirada. Los llevo afuera y les digo lo que sé.

―¿Que alguien lo amenazó?

―Fue lo que me dijo.

―Lo vi en el bar hace un rato hablando con una mujer ―comentó Graziani―; no la tal Cristina, la jovencita que anda con él, otra.

―¿Una de pantalones blancos muy ajustados? ―preguntó De Pilato.

―Esa misma, una veterana de unos cincuenta años, fortachona. Y si les digo que me pareció que discutían... 

Era nuestro turno de subir al escenario.

Cuando entramos en el camarín para tomar las partituras y los instrumentos, el alemán, sin levantar la cabeza nos suplica casi en un susurro: “Por favor, no me dejen solo”. “Tenemos que tocar, don Jaime, ¿quiere que llamemos a alguien?” No nos contestó.

Escuchamos los aplausos y debimos salir para el escenario a las corridas. Comenzamos a tocar. Entre un tango y otro Graziani se arrima al piano y me dice que la misteriosa mujer de los pantalones blancos está en ese momento hablando con un hombre de traje oscuro y corbata en la punta del mostrador. Miro hacia dónde me indica Duilio y veo a una mujer que habla con un sujeto.

Mientras toco, observo los movimientos de la mujer. Habla y gesticula. Está notoriamente nerviosa. Se baja de la banqueta, vuelve a sentarse, mueve los brazos, bebe toda su copa y pide otra. El hombre la escucha atentamente.

Debo concentrarme en la ejecución de un complicado solo de piano y dejo de observar a la mujer. Cuando vuelvo a mirar hacia el mostrador ella y su acompañante han desaparecido. Esa entrada la terminamos con La Cumparsita. Nos lucimos todos con nuestros solos y con las espectaculares variaciones de los bandoneones, y por último Roberto Gorga entona con su voz caudalosa las estrofas finales: “Si supieras, que aun dentro de mi alma, conservo aquel recuerdo, que tuve para ti…”

Estrepitosos aplausos saludan la proeza vocal de Roberto. Cuando regresamos al camarín vemos que Jaime está todavía sentado a la mesa, pero ahora con la cara apoyada sobre un brazo, como si estuviera durmiendo. “¿Cómo se siente don Jaime?”, le preguntamos. No contesta. Nos quedamos unos segundos inmóviles, sin saber qué hacer. Me acerco al alemán y le toco el hombro. En ese momento comienza a inclinarse hacia un costado, tratamos de sujetarlo pero se nos desploma pesadamente sobre el piso. Avisamos al administrador y rápidamente llegó un médico. Don Jaime estaba muerto; paro cardiorespiratorio, dijo el médico.

Unos camilleros sacaron el cuerpo con una velocidad y un disimulo pasmosos y el espectáculo continuó sin que el público y los otros artistas se enteraran del incidente. Nos quedamos todos alelados, inmóviles, extremadamente impresionados. No po­dí­amos creer lo que había pasado. “¿Y el perro?”, preguntó alguien. Sigfrido no estaba, había desaparecido con el bolso que lo transportaba.

Hicimos la última entrada de esa noche a desgano y muy alterados.

Al día siguiente Graziani, De Pilato y yo, nos reunimos en el bar de la Asociación de Músicos para comentar lo sucedido.

―No pude dormir en toda la noche, la puta que lo parió― comentó Graziani―. No puedo creer que este orquitis se nos haya muerto así.

―¿Se murió o lo mataron?― pregunté yo. 

―El médico dijo que murió por un paro cardíaco ―comentó José.

―¿Y qué pasó con el perro?, alguien se lo llevó.

―Sí, lo del perro es un misterio… ―dijo De Pilato.

―Miren, no sé lo que piensan ustedes ―intervine―, yo le vi la cara de angustia cuando me dijo que lo habían amenazado. Algo pasó. Creo  que tendríamos que ir a la Policía y denunciar lo que sabemos.

―¿Ir a la Policía? ¿Estás en pedo? ¿Qué le vamos a decir? ―se alarmó Graziani―. A ver si todavía nos involucran a nosotros.

―Es que para mí fue un asesinato… ―dije convencido.

―Mirá ―comentó razonablemente Graziani―, si dicen que espichó de un ataque, espichó de un ataque, ¿para qué vamos a complicar las cosas? Lo que debimos haber hecho, y me arrepiento de no haberlo pensado en ese momento, es avisar sobre su estado antes de irnos a tocar. ¿Cómo no nos dimos cuenta de que el viejo estaba con una crisis cardíaca?

No insistí con mis suposiciones. Al fin y al cabo el único que escuchó los temores de don Jaime fui yo y nadie más.

En el Quilmes, de la muerte de Jaime nadie quería hablar, ni la gente del bar, ni el director artístico ni los otros artistas. Era como si el pobre viejo y su perrito no hubieran existido nunca.

Al día siguiente leo en el diario La Prensa de Buenos Aires un título llamativo: “Muere por causas naturales un criminal nazi que se ocultaba en la Argentina”. Una antigua fotografía muestra al oficial de la SS fallecido: aparenta tener unos cincuenta años, vestido pulcramente con el uniforme de la Gestapo y con la cruz de hierro orgullosamente exhibida en el cuello. Su nombre era Dieter; no recuerdo el apellido. La noticia despierta mi interés por una razón política: hacía pocos años, en 1960, agentes Israelíes habían secuestrado en Buenos Aires a Adolf Eichman y todavía no se habían aplacado las tensiones diplomáticas y las polémicas desatadas por ese operativo ilegal que había humillado a la Argentina. Además, se sabía que Josef Mengele había vivido en la Argentina hasta 1962, cuando Alemania solicitó su extradición.

Recuerdo haber mirado la fotografía con escaso interés. Los nazis son todos iguales, se parecen al actor norteamericano Christopher Plummer. El sujeto tenía una mirada dura y usaba anteojos sin armazón.

Soy un pésimo fisonomista pero tengo la rara cualidad de observar espontáneamente pequeños detalles en el rostro de las personas, rasgos nimios, casi imperceptibles para el común de las personas. Viendo esa fotografía no se me podían escapar ni el levísimo estrabismo en el ojo izquierdo, ni el párpado derecho mínimamente caído que mostraba el nazi. Esos rasgos me helaron la sangre: ¡ese oficial era el viejo Jaime Talsendorff, aunque más delgado, con veinte años menos, sin bigote y sin su bonachona sonrisa!

Ansioso leo todo el artículo y con asombro me entero de que en la Gestapo se dedicaba a amaestrar perros de gran porte para atacar a soldados enemigos en el frente. Usaba a los judíos de los campos de exterminio como señuelos para que sus perros practicaran diariamente sus habilidades carniceras. Se había ocultado en la Argentina desde 1946 con un nombre falso y pasaporte argentino. La nota decía que lo habían encontrado muerto en su casona de San Isidro, donde vivía en total soledad. Pero lo más sorprendente es que se mencionaban lingotes de oro que, según el Centro Simón Wiesenthal,  el nazi ten­dría escondidos y que habrían sido traídos desde Austria por quien fuera su superior, Adolf Eichman. Esos lingotes estarían en alguna caja de seguridad para asistir económicamente a otros criminales de guerra, y su depositario ¡era el alemán que había trabajado con nosotros en el Quilmes!

Hablé con los músicos de la orquesta y les mostré la fotografía. Ninguno encontró el menor parecido entre ese nazi y don Jaime. Me miraron y se rieron como si yo estuviera desvariando.

Con los años fui sacando mis conclusiones: La mujer misteriosa era la pareja o una amante de Jaime, tal vez una amante enfurecida de quien el viejo quería desprenderse porque tenía una amiguita joven. La mujer mayor sabía quién era Jaime, y tras el desaire le habría exigido una parte de los lingotes escondidos. ¿Se imaginan a un alemán siendo infiel con sus superiores y cediendo un solo gramo de ese oro? Si hubo extorsión él se habrá negado, entonces ella lo amenazó con delatarlo. Es probable que Jaime, ingenuo desconocedor de los alcances del resentimiento femenino, no la creyera capaz de cumplir sus amenazas, hasta que comprobó aterrado que había agentes del Mosad en el Quilmes.

No descarto que Jaime haya muerto de de un paro cardíaco; tampoco que lo hayan matado con algún procedimiento indetectable. Hasta me inclino a creer que el médico, los camilleros y el director artístico del Quilmes, que era judío, formaron parte del complot. Era un criminal de guerra y merecía ser juzgado y castigado, pero no a costa de violar por segunda vez la soberanía de la Argentina.

Este acontecimiento no fue inocuo para la orquesta Marabú. Todo nos empezó a salir mal; circunstancias inexplicables comenzaron a perjudicarnos.

Por empezar, no pudimos cobrar el último cheque firmado por Isaías Seildman cuando terminó nuestro contrato. No tenía fondos, y el representante ya había abandonado la ciudad dejando un tendal.

Una vez fuimos a Ayacucho para animar un baile de campo. Durante el viaje se desprendió el contrabajo de Ferreira que estaba atado al portaequipaje del auto de Gorga, uno de los dos automóviles en los que viajábamos (el otro era el taxímetro de Scorziello). El paquidérmico instrumento salió volando y los que viajábamos en el auto de atrás, lo vimos venir como un bólido sobre nosotros. Por esquivarlo, Scorziello dio un volantazo y fuimos a parar a un zanjón, mientras el contrabajo aterrizaba a los panzazos sobre la banquina encharcada. Por fortuna el único herido fue el valioso instrumento que quedó parcialmente destruido. “Mirálo vos, si parece un rinoceronte”, comentó Graziani que siempre nos hacía reír con sus humoradas, aunque el pobre Ildo, sin ganas de chacotear, echaba miradas compungidas sobre su desdichado instrumento.

El auto de Scorziello quedó inutilizado, no pudimos llegar a Ayacucho, nos perdimos el puchero de gallina que nos habían preparado y, hambrientos, tuvimos que pasar la noche al costado del camino. El accidente tuvo una misteriosa e inquietante peculiaridad: Graziani venía con la ventanilla abierta, sujetando con una mano, y por precaución, el portaequipaje donde viajaba bien amarrado el contrabajo. Nunca pudo explicarse cómo desapareció ese portaequipaje de debajo de su mano sin que él lo notara.

Hubo en la vida afectiva de algunos de nosotros, la mía y alguna otra, desencantos y fracasos que repercutieron en la orquesta.

¿Tuvo algo que ver en todos estos contratiempos aquella fatídica noche del Quilmes? ¿Fuimos responsables de la muerte de don Jaime por negligencia o inacción? No tengo respuestas para estas preguntas. Cuando los responsables culposos de una muerte son muchos, la carga individual se diluye y uno cree que puede olvidar el asunto y dormir tranquilo. Pero siempre se paga, de una forma o de otra.

A partir de ese suceso la orquesta no volvió a ser la misma. Tuvimos menos trabajo, comenzaron nuestras discusiones, se acentuaron ciertos reproches por la disminución de los contratos y se resintió el diálogo que siempre había fluido amigablemente entre nosotros. Hubo un prometido contrato para tocar en Tandil que nunca se concretó. Finalmente el entusiasmo que nos había sostenido languideció y se extinguió. La maravillosa orquesta Marabú, la mejor orquesta de tango que tuvo Mar del Plata, se desintegró para siempre.

Y como si los infortunios siguieran persiguiéndonos, poco después de que la orquesta se disolviera, la carpeta que contenía las partes de piano de los valiosos arreglos de Scorticatti desapareció misteriosamente. La búsqueda se prolongó por más de treinta años, porque siempre teníamos la fantasía de reunirnos alguna vez para tocar el repertorio. Jamás apareció.

Salvo el contrabajista Ferreira, que se había desvinculado de la orquesta mucho antes de su disolución, para regresar a su casa del Gran Buenos Aires con su famoso perro Fatiga, todos los demás seguimos siendo amigos, y cada tanto nos encontramos para charlar. Nunca volvimos a mencionar el nombre de Jaime Talsendorff, ni siquiera cuando recordamos las anécdotas vividas en esos años. Y yo estoy seguro de que cuando ellos lean este relato, que es absolutamente fiel a lo sucedido, van a jurar que no se acuerdan de nada.

Pero yo sé que la sombra de Jaime Talsendorff está omnipresente en cada uno de nuestros esporádicos encuentros.

Hasta el día de hoy yo me sigo preguntando si no debí afrontar la responsabilidad de denunciar lo que sabía. Que no era mucho, pero que a lo mejor hubiera alcanzado  para torcer el curso de nuestra mala suerte, si es que en ella queremos ver la gravitación de algún fenómeno extraordinario.

Y también, ¿por qué no?, para impedir que abandonaran el país los agentes extranjeros involucrados en esta segunda operación ilegal que jamás tomó estado público. O al menos, para lograr que el gobierno argentino incautara los lingotes de oro que alguien se llevó con Sigfrido. Y gracias al collar de Sigfrido.

  • Prohibida su reproducción. 

La novela Marplateros fue editada en 2009 y está agotada. (Sólo se puede comprar en Mar del Plata, en la librería Fray Mocho) Puede bajarse gratuitamente de la página web del autor haciendo clic en el ícono PDF en la siguiente dirección: http://www.enriquearenz.com.ar/libro_marplateros.html#.U2F0aFc_Q4M