sábado, 11 de octubre de 2014

La chica de los pajaritos. Capítulo 6 de "Marplateros"


LA CHICA DE LOS PAJARITOS


 “El hombre admira a la mujer que lo hace pensar, le agrada la que lo hace reír y llega a querer a la que lo hiere.
Pero se enamora de la que lo lisonjea”.

Nellie B. Stull
Consejera matrimonial


Salí del servicio militar el 27 de diciembre de 1963. Mi urgencia fue encontrar un trabajo de pianista para aprovechar la temporada que se iniciaba.
Tuve suerte, me ofrecieron tocar en un circo que se estaba instalando en la esquina de Luro y San Juan, el Circo Music Hall de París. Era una carpa como la de cualquier circo pequeño, pero en lugar de la clásica pista circular tenía un gran escenario.
La orquesta que me contrató iba a tocar también como jazz, los fines de semana y los días de carnaval, en un boliche de la avenida Independencia conocido como La cueva de la sirena,
Tocar bajo la carpa de un circo fue una experiencia apasionante.
Dos saxofones,  clarinete, dos trompetas, batería y piano; esa era la composición de la orquesta circense. Se puede decir que nos dimos la mano arriba del palco porque apenas si ensayamos pocos minutos antes del debut, pero cuando se es buen profesional los ajustes se hacen sobre la marcha. Tocábamos al costado del proscenio pero a un nivel más bajo. Desde esa ubicación debíamos acompañar a los distintos números con llamadas de trompetas, redobles de tambor, suaves melodías, marchas militares y música de jazz.
Era un buen espectáculo. Actuaban cantantes, un ballet, malabaristas, contorsionistas, un notable prestidigitador, el internacionalmente famoso amaestrador de pájaros Tomy Bicker, que manejaba maravillosamente en el escenario a decenas de aves, y el número más popular de todos: el “Dúo de dos”, integrado por dos comediantes ya famosos en esa época: Beto Cabrera y Mario Sánchez, quienes cantaban y hacían chistes en catarata que el público festejaba a las carcajadas.
En el escenario trabajaba una joven bellísima, de veintitrés años,  Samantha, que actuaba de partenaire tanto del mago como del amaestrador de pájaros, dos cuadros muy interesantes a cuya jerarquía contribuía sin duda esta muchacha con su atractivo excepcional. En ambos números ella aparecía vestida con mallas o polleritas ultracortas. Calzaba medias de red y zapatos con tacos aguja que realzaban la esbeltez de sus piernas.
Todos en la orquesta esperábamos que apareciera Samantha en el escenario para disfrutar de su simpatía y de la visión gratificante de su cuerpo delgado de contornos lúbricos. La llamábamos “La chica de los pajaritos”. Era demasiado bonita para que uno se le animara con algún avance. Por otra parte se comentaba que tenía una relación amorosa con el maestro de ceremonias, un tal Sergio M., un señor elegante, de alrededor de cuarenta años, vestido con impecable smoking y dotado de carisma y gran personalidad.
―Buenas tardes, ¡asesinos de la música!― nos saludaba Mario Sánchez cuando sa­lía al escenario junto a Beto Cabrera en la primera de sus rutinas cómicas, y nosotros le contestábamos con un sonoro acorde disonante, que provocaba risas en el público.
En una de sus actuaciones más aplaudidas, Mario, que entonces era delgado, ha­cía una caracterización notable de Charles Chaplin. En ese número no había diálogos, sólo mímica, acción, silencios, expresiones y la música incidental que aportábamos nosotros. En el pequeño drama, Carlitos le ofrecía una flor a una dama de la que estaba enamorado. La mujer tomaba la flor, la contemplaba con curiosidad, la olía con cierta indiferencia, y de pronto, con un gesto despectivo que acompañaba nuestro baterista con un golpe de platillo, la arrojaba al piso y hacía mutis. En ese momento, y para acentuar la honda tristeza de Carlitos, yo ejecutaba en el piano el lieder de Schubert Serenata.
Carlitos, con una expresión tristísima que recordaba las películas mudas del verdadero Chaplin, se agachaba lentamente para levantar la flor y contemplarla largamente mientras la melodía de Schubert acentuaba la atmósfera de intensa tristeza. La escena era impactante, y la música de piano resultaba una combinación perfecta para darle realce dramático. Finalmente Carlitos se retiraba de la escena con su bastón y su tranco característico, y la orquesta arrancaba con Candilejas, que se prolongaba en un crescendo de gran emotividad. La excelente actuación de Mario Sánchez, la melancólica Serenata en el piano y el final de Candilejas a toda orquesta, emocionaban a los espectadores y arrancaban estruendosos aplausos. Era sorprendente el momento mágico que se lograba con tan sencillos elementos escénicos.
Un día de finales de enero llego temprano para la primera función y  me pongo a practicar un poco el piano. Se me ocurre repasar la Serenata de Schubert, ya que era mi único solo de piano, y siempre la responsabilidad de un solista conlleva una cierta inseguridad. Concentrado en mi interpretación veo que alguien se acerca por mi derecha y se queda escuchándome. Cuando termino, miro a ver quién está a mi lado y me llevo la gran sorpresa: es Samantha ¡y está llorando!
Ella se seca rápidamente los ojos, sonríe y me dice:
―Discúlpeme, lo escuché tocar desde mi camarín, está justo detrás del piano, del otro lado de esa lona. Siempre lo escucho cuando toca la Serenata y lloro como una estúpida.
―Bueno, es una melodía muy dulce…
―Pero usted la toca con tanto sentimiento… La he escuchado otras veces y nunca me conmovió de esa manera, seguramente usted es el responsable.
Quedé, como se decía antes, de una pieza. No supe qué responderle mientras mis mejillas ardían traicioneramente.
―Bueno ―dijo ella con una sonrisa, fingiendo no ver el bermellón delator―, tengo que ir a maquillarme. Otro día charlamos.
Me impresionaron tanto las palabras de esa preciosura respecto de mi música que ya no pude dejar de pensar en ella.
Durante esa función esperé ansiosamente que Samantha saliera a escena. En un momento de su actuación, al final de un acto de prestidigitación en que ella hacía una reverencia al público y señalaba con su mano al mago, giró levemente su cabeza hacia su derecha y manteniendo su sonrisa teatral me dirigió una fugaz mirada.
A partir de ese momento quedé enamorado de Samantha, pero no sabía cómo conducirme con ella. Comencé a ir al circo media hora antes de la función para tocar el piano exclusivamente para ella, que sabía  estaba maquillándose en su camarín lona por medio. Tocaba distintas piezas, pero siempre incluía, a modo de mensaje explícito, una versión de Serenata.
Pasaron varios días hasta que ella volvió junto al piano para conversar conmigo. Nos presentamos, nos tuteamos y hablamos como viejos amigos. Me contó que era bailarina y que estaba tratando de integrar algún ballet en Buenos Aires o en el exterior. Dijo que estudiaba clásico, pero que su pasión era el flamenco. Yo le toqué un trozo de Viva Cádiz, que le hizo levantar los brazos y balancearlos con  gracia gitana.
A partir de entonces la chica de los pajaritos venía todos los días a conversar conmigo unos minutos antes de su sesión de maquillaje, y yo aprovechaba para tocar algunos trozos de Albéniz, de Granados o de Manuel de Falla. Practicaba en mi casa desesperadamente para tener cada día un trozo distinto lo mejor ejecutado posible para deleitarla, y ella me lo agradecía con su mirada de cálida admiración.
Yo seguía sin saber qué hacer. Para peor la había visto conversando con Sergio, sin sonrisas entre ellos pero sí con una expresión de intimidad que se parecía mucho al trato matrimonial.
Eso me desalentó y me mantuvo a distancia de Samantha, más allá de los fugaces encuentros diarios al lado del piano y de las miradas cálidas que ella me seguía prodigando desde el escenario.
En el circo las cosas empezaron a ir mal. Ya estábamos en febrero y había caído abruptamente la asistencia de público. Apenas si se llenaban tres o cuatro filas de plateas los sábados y domingos, y los demás días menos.
El administrador nos llamó para darnos la mala noticia de que se veía obligado a prescindir de la orquesta por razones de economía. En adelante, las funciones se animarían con música grabada.
Ese era nuestro último día en el circo, aunque por suerte todavía teníamos el contrato de La Cueva de la Sirena. Al terminar la segunda función, fui al camarín de Samantha para despedirme, pero como Sergio estaba en ese momento con ella, simplemente los saludé a los dos y no pude decir otra cosa que adiós y buena suerte.
Esa noche, mientras tocaba en el boliche, yo no dejaba de pensar que no volvería a ver a Samantha, a pesar de que ella me había dado todas las señales posibles para demostrarme su interés. Me sentía rabioso conmigo mismo por no haberla invitado a salir, a tomar un café para charlar sobre música y sobre su soñada carrera de bailarina flamenca. ¡Qué imbécil que había sido! ¡Esa timidez de siempre!
Esa noche no pude dormir. Al levantarme debí aceptar que mi metejón era tremendo. Y yo había dejado pasar el tiempo sin hacer nada.
Caminé y pensé. Tenía que remediar mi torpeza, porque ella estaba interesada en mí y yo iba a desaparecer de su vida como si no me importara, cuando en realidad era lo único que me importaba. No conocía su número telefónico ni su domicilio.
De pronto, una lucecita genial iluminó mi cavernoso desaliento.
Fui a una florería, encargué un bellísimo presente floral con jarrón de cerámica y rosas rojas que me costó un platal, solicité que lo llevaran esa misma tarde al circo dentro del horario de la primera función a nombre de la señorita Samantha. Escribí en la tarjeta: “Samantha, quiero que recibas este obsequio como agradecimiento por el inmenso bien que me hiciste al darme tu amistad. Con amor, Enrique”. Y, por supuesto, anoté mi número de teléfono debajo.
Me quedé esa tarde en mi casa con una ansiedad de locos. Ya había pasado la hora en que terminaba la primera función cuando sonó el teléfono. “Es para vos, una chica…”, me anunció mi madre.
La emoción me cerró la garganta y casi no pude decir “hola”. Era Samantha, estaba feliz y emocionada por el agasajo sorpresivo que acababa de recibir. Dijo que se sintió como una gran estrella del espectáculo cuando le llevaron las flores a su camarín, que me lo agradecía tanto, que cómo se me había ocurrido un gesto tan refinado, tan caballeresco.
La conversación fue corta. Quedamos en encontrarnos el lunes a la noche para tomar una copa y charlar como amigos. El lugar del encuentro fue la confitería Montecarlo que estaba en Rivadavia y Corrientes.      
 Me sentí tan orgulloso y eufórico que hasta les avisé a mis amigos para que fueran a espiar discretamente mi “levante” desde la puerta del bar, ya que una mujer de esas características era para exhibirla.
Apareció elegantemente vestida con pollera corta, blusa de seda y tacos altos, un collar con pequeñas piedras verdes y muchas pulseras. Tenía un maquillaje sencillo, los ojos muy delineados y el cabello suelto. Era toda una modelo. Tomamos un par de whiskys, charlamos durante dos horas animadamente, pero no salía nada para concretar. Hasta que ella, inteligentemente, me preguntó si me gustaba bailar. “No bailo muy bien”, le confesé. “Pero sabrás bailar boleros, música lenta…”. “Eso sí”. “Bueno, para mí es suficiente”, y sonrió como animándome a tomar alguna vez la iniciativa. Entonces me decidí: “¿Y si vamos a bailar?” “¿Ahora…?” “Sí…” “¿Por qué no?”
Fuimos a Avalón, un sótano oscuro y elegante que estaba cerca de allí, creo que en la calle Santa Fe.
Pedimos una copa y fuimos enseguida a la pista.
Bailamos apretados, nos besamos y nos acariciamos sin excesos por ser el primer día, como se estilaba en esos tiempos. Esa misma noche la acompañé hasta la esquina del edificio céntrico donde vivía temporariamente. Un poco inquieta, como nerviosa, no quiso que fuera hasta la puerta de entrada. Quedamos en vernos a la noche siguiente.
En esta segunda cita la invité a cenar. Charlamos, nos tomamos las manos y finalmente la miré a los ojos y le dije tiernamente: “Samantha, quiero poseerte”.  Quedó impresionada por esa forma de requerirla, lo vi en sus ojos. Me miró largamente y en silencio, como procesando mis palabras. Finalmente sonrió y me dijo: “Y yo quiero ser tuya”. Ahí nomás tomamos un taxi y fuimos directamente a un hotel.
Cuando esa noche regresé a mi casa, no podía creer todo lo que sucedió en esos dos intensos días. Le había enviado flores al circo, me telefoneó agradecida, nos encontramos en una confitería, fuimos a bailar como dos enamorados, al día siguiente la invité a cenar, y jalonamos esa maravillosa escalada en la cama de un hotel. Ah, si esa cama y esas paredes hablaran.
Mi conclusión de ese momento, diría mejor, mi asombroso descubrimiento, fue que había seducido a una bella mujer nada más que con la música del piano, y eso para mí era novedoso y extremadamente halagador.
Nuestro romance fue tumultuoso, ardiente e inolvidable, pero duró poco. Un día ella me cuenta sobre su intimidad con Sergio, de quien estaba temporalmente apartada pero sin haber roto aún, y me dice que él estaba enterado de nuestra relación, que ha­bía visto las flores en su camarín, y que estaba al tanto de nuestros encuentros posteriores, por lo cual, me dijo con dolorosa honestidad, prefería volverse a Buenos Aires para tratar de recomponer la relación, porque lo amaba y no quería dejarlo. Y me confesó con brutal sinceridad que a mí me necesitaba sexualmente. Me lo dijo así de clarito: “te quiero sexualmente y te necesito sexualmente”. 
En cierto modo eso me halagó, porque ¿a qué hombre no le gusta ser objeto sexual de una mujer bella, y que ésta se declare conforme con los servicios recibidos? Pero al mismo tiempo me dañaba porque yo había llegado a amarla, y ella, ahora lo sabía, nunca me ha­bía correspondido.
Quedé atolondrado y sin palabras hasta el día de su partida.
No volvió nunca a Mar del Plata, pero nos escribíamos todas las semanas. Durante años fui cada tanto a Buenos Aires para encontrarme con ella. Nos alojábamos en el Hotel Mundial de Congreso y pasábamos buenos momentos juntos, pero siempre como a escondidas, ella se mostraba muy ansiosa y no quería que saliéramos a caminar por la ciudad. Apenas si íbamos a comer, a veces a El Tropezón, de Callao, a veces al restaurant del Savoy, en la calle Florida. Como excepción aceptaba que nos embarcábamos en El Tigre para almorzar en alguna isla del Paraná de las Palmas. Ocasionalmente aceptaba que la llevara al Patio Andaluz o al teatro Tabarís para escucharlo a Osvaldo Pugliese. Y era habitual que estando tomados de la mano ella se soltara, ansiosa, tensa, como si viera o creyera ver a alguien entre la multitud.
En sus cartas me contaba sus intentos por entrar en un cuerpo de baile. Hasta que un día ―fue en 1966, yo ya estaba tocando en la orquesta Marabú, de la que hablaré más adelante― me dice que por fin la contrataron en una compañía para bailar en Europa, y que viaja a la semana siguiente.
Me entristeció, pero para mí fue como un alivio.
Su partida fue una providencial oportunidad para liberarme de esa obsesión que me quitaba muchas energías y me impedía concentrarme en otras cosas. Así que le escribí, le dije que me entristecía que se fuera pero que le deseaba lo mejor en su carrera, que la felicitaba y la alentaba a seguir en sus proyectos. No le pregunté, ni lo quise saber, si Sergio la acompañaba en su viaje, tal vez sí, tal vez no. Solamente le pedí que me escribiera desde Europa.
Pasó un año antes de recibir una carta de ella. Estaba en los Emiratos Árabes, bailando en el teatro de un jeque petrolero forrado en dólares. En esa carta, que fue la última, me expresaba su gratitud por haberla comprendido y me confesaba algo que yo ni siguiera había sospechado: No había sido por la música que ella se había sentido atraída hacia mí.
Cuando Samantha lloraba con la Serenata de Schubert, era por la tristeza que esa melodía romántica le causaba en momentos en que iba a perder a Sergio. Mi música melancólica la acercaba a su amado y la alentaba a tratar de reconstruir esa relación tambaleante.
Samantha se sintió atraída hacia mí no por mi música sino por mis palabras. Al principio por lo que le escribí en la tarjeta de las rosas, y después por haber pronunciado una frase anodina que, según parece, me distinguió favorablemente entre todos los hombres que alguna vez pretendieron llevarla a la cama: “Quiero poseerte”, le dije, y eso la cautivó. ¿Qué quieren que les diga?
Conservo esa carta fechada en Abu Dhabi el 3 de febrero de 1967. Cada vez que la releo me cuesta aceptar que estuve tan equivocado durante tanto tiempo. ¡Seduje a una hermosa mujer con el piano!, me repetía orgulloso. Pero para la hermosa Samantha sólo fui una especie de consuelo, un juguete de ocasión, un amiguito joven que la hacía disfrutar en la cama probablemente más que el hombre a quien verdaderamente amaba. Y que la desatendía porque tal vez, y sólo tal vez, estaba interesado en otra mujer.
Fueron simples y humildísimas palabras las causantes de mi seducción. Jamás hubiera creído que con tan poca cosa se le podía hacer perder la cabeza a una mujer enamorada de otro hombre. ¡No con música, con palabras, con chamullo!

  •  Prohibida su reproducción
La novela Marplateros fue editada en 2009 y está agotada. (Sólo se puede comprar en Mar del Plata, en la librería Fray Mocho) Puede bajarse gratuitamente de la página web del autor haciendo clic en el ícono PDF en la siguiente dirección: http://www.enriquearenz.com.ar/libro_marplateros.html#.U2F0aFc_Q4M