sábado, 17 de julio de 2010

Otro capítulo de mi novela MARPLATEROS

CARNE COCIDA


Lo que vi pudo haber sido una alucinación.
Me sucedió en el frigorífico Santa Elena, en la sección de carne cocida para exportación a Estados Unidos conocida como ANUSA (Antropología naturista para los Estados Unidos), el único lugar prohibido de la planta.
Mi trabajo en el frigorífico consistía en pesar en una báscula los camiones jaula que llegaban con hacienda para la faena, y luego, ya vacíos, vol­verlos a pesar para determinar los kilos vivos descargados en los corrales. Estábamos en 1973 y acababa de asumir la fórmula triunfante Cámpora-Solano Lima al grito de “¡Cámpora al gobierno, Perón al poder!”. Tiempos difíciles.
Yo solía recorrer todas las instalaciones por razones de trabajo, a veces para guiar a visitantes extranjeros a quienes debía explicar el proceso de faenado que se realizaba de noche.
En ese deambular diario veía trabajar a los carniceros de la sección desposte general, en el sector donde se preparaban los cortes para exportación, pero no conocía el interior de ANUSA. Allí despostaban las medias reses de toro, cuya carne fibrosa se cocía al vapor, se la preparaba con aderezos, adobos y caldos de fórmula secreta, se la enlataba y se la exportaba íntegramente a los Estados Unidos. Todo el proceso se completaba entre esas cuatro celosas paredes.
El encargado de ANUSA era el señor Julián Arangúren, el único que poseía la fórmula para la elaboración de este alimento proteico según el gusto y las exigencias de ciertos consumidores norteamericanos.
Nos hicimos muy amigos porque teníamos similares ideas políticas. Había nacido y estudiado en Mar del Plata, pero estuvo muchos años trabajando en Miami. Se murmuraba que era o había sido agente de la CIA, aunque esas eran habladurías de corraleros y estibadores envidiosos.
Este experto no era empleado del frigorífico sino de la empresa norteamericana que compraba toda la producción de carne cocida. Una cláusula del contrato imponía esa supervisión personalizada que debía ser independiente de las autoridades del frigorífico.
Él me explicó que las carnes termoprocesadas sur­gieron a raíz de las barreras sanitarias que los Estados Unidos habían levantado por la aftosa. Tras el encuentro de los presidentes Frondizi y Kennedy en 1961, y luego de que estudios técnicos bilaterales demostraron que la carne cocida a más de 80 grados centígrados no tenía ningún riesgo sanitario, se le abrió a la Argentina ese importante mercado.
Con su casco y su guardapolvos siempre blanquísimos, el señor Arangúren revisaba y controlaba todos y cada uno de los pasos de la preparación y enlatado del producto. Trabajaban con él unas veinte personas que pertenecían a la planta del frigorífico, pero que estaban bajo sus órdenes directas, afectadas exclusivamente a ese contrato de exportación que era el negocio más rentable que tenía la empresa marplatense.
El producto envasado con el logo del Frigorífico Santa Elena se embarcaba de inmediato y no quedaba ni una lata para consumo local. (Una sola vez, y como excepción, el señor Arangúren me dio a probar en un platito un poco de esa carne cocida. Ah, que producto exquisito, tierno, de sabor homogéneo y aroma embriagante. Una verdadera delicatesen).
Pero volvamos a la misteriosa A­NUSA. Cuando yo necesitaba ha­blar con el señor Arangúren debía tocar un timbre y esperar que alguien desde el interior abriera la media puerta superior. Entonces lo veía al señor Aranguren en su pequeña oficina de mamparas vidriadas. Desde allí me hacía señas para que lo esperara afuera. Nos encontrábamos en la playa externa del frigorífico donde yo le hacía saber el motivo de mi requerimiento, habitualmente razones burocráticas aduaneras o referidas al transporte del producto.
Él, en cambio, solía visitarme muy asiduamente en la cabina de la báscula donde yo permanecía la mayor parte del tiempo pesando camiones y llenando unas interminables planillas de estadísticas que exi­gía la Junta Nacional de Carnes.
Era un hombre afable, de estatura más bien baja, buen conversador y muy culto. Nunca hablaba de su trabajo en ANUSA. Lo más que me dijo fue que se trataba de una organización de medicina oncológica alternativa, una especie de homeopatía vanguardista que había logrado grandes progresos en el tratamiento del cáncer mediante regímenes alimentarios especiales.
Hablábamos en cambio de política. Los dos simpatizábamos con las ideas alberdianas de libertad económica y división de poderes y, lógicamente, estábamos preocupados por los montoneros que rodeaban al presidente Cámpora. Nos indignaba que en Mar del Plata estos insurgentes casi adolescentes hubieran tomado los dos hospitales públicos y la por entonces estatal Radio Atlántica, donde montaban guardias intimidatorias con metralletas en mano.
Precisamente, en el frigorífico trabajaba como comprador de ha­cien­da el ex capitán Pereyra Vellado, que, según se decía, aunque yo nunca lo creí, era el instructor militar de la Organización Montoneros en Mar del Plata.
 Él y yo pertenecíamos al mismo departa­mento y compartíamos la oficina principal. Si bien él salía al campo a seleccionar y comprar ha­cie­n­da para la em­presa, pasaba horas en esa oficina consultando precios por teléfono y acordando entrevistas con los ganaderos; y por esa simple proximidad laboral se había creado entre nosotros una cierta amistad. Nos atraíamos como se atraen los polos opuestos, cautivados por el solo hecho de estar cada uno en las antípodas ideológicas del otro.
Era un hombre muy egocéntrico, de carácter fuerte, autoritario, con ideas izquierdistas extremas y certezas inconmovibles sobre la manera y forma en que había que arreglar el mundo.
Pero siempre se mostró respetuoso de mis divergencias. Recuerdo que yo intentaba, como mero ejercicio dialéctico, hacerle entender mis convicciones a favor del “podrido” mundo capitalista. Pereyra Vellado enro­jecía, se insertaba el casete de todo buen marxista-leninista que lleva, por añadidura, el contrapeso de ser también peronista y de “la Tendencia” (supuestamente, porque él nunca lo dijo), y me largaba su perorata: que la clase dominante, que la oligarquía terrateniente, que la sinarquía internacional, que el imperia­lismo yanqui, que la liberación nacional. Había que bancarse esa retahí­la de lugares comunes y superficialidades escritas en todo libro rojo, desde el de Mao, hasta el catecismo tercermundista.
Este ex militar había sido dado de baja de su fuerza, ignoro en qué circunstancias y bajo qué cargos. No obstante usurpaba el título militar que ya no le pertenecía, y cuando todavía gobernaba el general Lanusse, antes de las elecciones del 11 de marzo de 1973, se presentaba telefónicamente con un arrogante: “Habla el capitán Pereyra Vellado”. Cuando asumió Cámpora, el tono se hizo más campechano: “Habla Vellado”, o lo que era más graciosos para quienes lo escuchábamos: “Habla el compañero Vellado”.
Pero a pesar de todo era un tipo agradable, al menos lo era conmigo, un poco loquito pero tratable, y yo podía intercambiar pareceres con él e incluso discutir apasionadamente sin que jamás llegáramos a enojarnos.
 Su vinculación con Montoneros pareció confirmarse un año y medio más tarde, cuando ya había caído Cámpora y estaba en el poder el general Perón con su secretario, brujo y lugarteniente José López Rega. De la efímera “patria socialista” habíamos pasado, sin transición ni respiro, a una especie de patria sindical, fascista y corporativa donde entraron a tallar la CNU, la Juventud Sindical Peronista y la Triple A., el “Somaten” creado, o, al menos, “sugerido”, por el propio Perón. Pereyra Vellado fue asesinado por un supuesto comando de extrema derecha. Lo sacaron de su casa a las tres de la madrugada, lo llevaron desnudo y maniatado hasta un descampado donde lo golpearon salvajemente y lo fusilaron.
Yo nunca me convencí de que ese crimen fuera una represalia de la derecha por la participación de Pereyra Vellado en la “Orga” Montoneros. A mí me daba la impresión de que él se desentendía de la lucha armada de los grupos irregulares. Estaba en cambio preocupado por algo que sucedía dentro del frigorífico. Nunca supe qué. Una vez me confió que había visto y escuchado cosas espeluznantes (esa fue la palabra que usó, pero hay que tener en cuenta que era un tipo siempre exagerado en sus expresiones). “No me pida detalles ―me dijo enigmático―, no quiero comprometerlo. Lo único que le digo es que si puedo probar lo que sospecho no me voy a callar ni disfrazado de oso carolina”.


En esta historia hay otros personajes.
A un empleado de seguridad que se dedicaba a espiarnos le decíamos “Ferocio”, un sujeto solitario y desagradable que no tenía familiares ni amigos. Odioso y desconfiado, estaba en perpetua vigilancia. Husmeaba por todas partes, pendiente siempre de lo que hacía cada trabajador, cada profesional, cada jefe. Hasta los miembros de la familia propietaria llegaron a padecer su fisgoneo compulsivo. No estoy exagerando, un día los dueños tuvieron que llamarle la atención porque estaba investigando a uno de ellos, un sobrino, creo, quien parece que solía llevarse lo que no le pertenecía. Le dijeron con claridad: usted está acá para controlar a los empleados, no para meterse con la familia.
Ferocio era como una sombra negra: por donde uno anduviera, ya fuera dentro de las dependencias y oficinas, o en los corrales, o por los espacios exteriores, per­cibía sobre la nuca el taladro de sus penetrantes ojos. Si uno caminaba por cualquier parte y se daba vuelta de golpe, como lo hacía yo por pura diversión, se encontraba infaliblemente con la mirada de Ferocio, posicionado a pocos metros, estudiando los movimientos del “sospechoso”, observando hacia dónde iba, qué llevaba en sus manos y con quién se encontraba.
Y como para Ferocio todos éramos merodeadores patibularios, no había en la planta quien no lo odiara como a una rata apestosa.
Un día desapareció.
Alguien lo había visto por última vez cuando entraba en mangas de camisa a una cámara frigorífica siguiendo sigilosamente a un abrigado estibador de quien seguramente sospechaba algo. Era casi la hora en que todas las cámaras se cerraban hasta el día siguiente.
¿Qué pasó? Se comentaba que lo despidieron, nunca supimos cuándo ni por qué. Jamás volvimos a verlo, ni en la planta, ni en la calle ni en ningún otro lugar.


Otro personaje es Pinino Rocamora, un empleado joven de Contaduría, muy eficiente y confiable que hacía horas extras por la tarde para recibir el dinero recaudado por los cinco repartidores que abastecían de medias reses a las carnicerías de la ciudad.
Pinino vivía solo, no tenía familiares y se comentaba que era homosexual. Durante años fue un empleado modelo que cumplía responsablemente con su trabajo, no faltaba nunca y jamás cometía errores.
Con Pinino no tuve casi trato. Apenas si nos saludábamos. Yo me fui del Frigorífico en 1975, al día siguiente de haber tenido esa visión o alucinación de la que hablé al principio, y antes de que lo mataran a Pereyra Vellado. Meses después me encuentro en la calle con uno de mis ex compañeros y ahí me entero de lo que sucedió: Pinino, en un fin de semana largo de verano, que era cuando más se recaudaba por la venta mayorista de carne, agarró la plata de los repartidores, la metió en su bolso de gimnasia, fichó como todos los días, saludó al portero y desapareció para siempre.
En el frigorífico nadie lo podía creer. Yo tampoco lo creí cuando me lo contaron. En primer lugar porque un hombre decente de toda la vida no se vuelve ladrón de un día para el otro ni defrauda a quienes confían en él. En segundo lugar, porque el dinero de los repartos, por mucho que fuera ese fin de semana, no era tanto como para perder un buen empleo y tener que vivir escondido.


Por último tengo que hablar de los dos policías de la Dirección de Abigeato que prestaban servicios dentro del frigorífico: Pancho y Raúl,  sargento y cabo respectivamente de la policía de la Provincia, el primero un tipo decente, el otro un pícaro. Ocupaban en distintos turnos una pequeña oficina ubicada en el patio de la planta, sobre cuya puerta impresionaba un ostentoso escudo de la Policía.
Sus funciones eran controlar que las marcas de los vacunos descargados en los corrales coincidieran con las marcas dibujadas en las guías municipales de traslado.
El policía decente era demasiado estricto en el cumplimiento de su deber y a veces decretaba la interdicción de reses cuyas marcas eran algo confusas pero claramente no dolosas.
El policía pícaro, en cambio, dejaba pasar cualquier cosa, salvo que el fraude fuera muy notorio. A cambio de estos favores recibía un sobre todos los meses con una pequeña cantidad de dinero que los directivos del frigorífico justificaban asegurando que era una justa compensación por las molestias que el policía se tomaba para solucionar los problemas que se presentaban a diario, y no una coima para que haga la vista gorda ante irregularidades o ilícitos.
Pero si debo contar las cosas tal como eran, en las jaulas que llegaban de todas las estancias y remates ferias de los alrededores, cada tanto venía algún animal de origen más que dudoso, sin que por ello el indulgente sargento Raúl dejara de darle el visto bueno con su aparatosa firma. Una vez que le reproché una de estas excepciones me dijo con humor cínico: “Sabés qué pasa, si no lo dejo pasar yo, arreglan con el comisario”.
Había una extraña relación entre el señor Julián Arangúren y Pancho, el otro policía, el honesto. Me llamaba muchísimo la atención verlos juntos cada tanto en distintos lugares de la planta. Siempre hablaban brevemente y en voz muy baja. Un día, estando yo en la cabina de la báscula, los vi conversando y mirando cautelosamente de reojo. El reflejo del sol en el vidrio de mi cabina me mantenía invisible. Observé que Ferocio los estaba vigilando a pocos metros. Creo que percibieron esa presencia porque enseguida se separaron. En ese preciso momento miro hacia un costado y descubro que desde una oficina lindera a mi cabina, ambas comunicadas visualmente por una ventana de vidrio, Pereyra Vellado también estaba espiándolos, atento, reconcentrado, a través de las tablillas de una cortina americana.
Nunca pude entender esa marginal y semioculta relación entre Arangúren y el sargento Pancho, ni menos aún el interés de Pereyra Vellado en sus misteriosos encuentros. Los tres eran personas muy diferentes, social, económica y culturalmente, y no tenían contactos laborales dentro de la planta.
Un día debo llevarle a Arangúren unas planillas del despachante de aduana y por primera vez hallo la puerta de ANUSA totalmente abierta. Toco el timbre y espero. Como nadie me atiende y veo que la oficina de Arangúren está vacía, me meto atrevidamente en el área empujado por una imprudente curiosidad.
Desconocedor de la distribución interna, me topo en mi recorrida con la sala de desposte donde varios operarios con sus cofias, botas y delantales blancos están descarnando huesos y desgrasando trozos de carne.
En ese momento veo que uno de los operarios levanta la pieza en la que está trabajando. Es un antebrazo humano, ya bastante descarnado, con su mano intacta adherida to­davía al hueso y vuelta hacia mí como haciéndome señas. Sube y baja un par de veces esa mano, y tras un golpe seco de cuchilla va a parar a un canasto de desechos. Fueron tres o cuatro segundos. El carnicero siguió pelando el hueso. Otros diez operarios compartían silenciosamente la misma mesa de acero inoxidable sobre la que despostaban grandes trozos de res.       
Por suerte no me vieron. Horrorizado y con el estómago revuelto, salí del lugar y me recluí en mi cabina hasta que se hizo la hora de irme.
Al día siguiente voy directamente a verlo al sargento Raúl, el po­licía pícaro que era con quien yo tenía más confianza. Le cuento lo que había visto el día anterior y le pregunto si él cree que debo denunciarlo. Se queda mirándome sin decir palabra. Se levanta, cierra la puerta de la oficina que había quedado entreabierta y se sienta lentamente en su butaca. Me dice en voz muy baja y pausada: “Te equivocaste, viejo, lo que viste fue un cuarto tra­sero de ternero que al descarnarse quedan en la punta del hueso como unos flecos de carne y tendones que pueden parecer una mano humana… Dejate de joder, eso fue lo que viste, ¿de qué denuncia me hablás? ¿Estás mamado? No comentes esto con nadie, es el consejo de un amigo. Ahora decime, ¿cómo mierda te metiste en la ANUSA?
Lo veo a Raúl tan nervioso, casi diría, asustado, que permanezco callado, más asustado que él. En ese momento se abre con cierta brusquedad la puerta de la oficina y entra el otro policía, el honesto. Es imposible que haya alcanzado a escuchar nada de lo que habíamos conversado. Sin embargo Raúl lo mira con una palidez mortal. Un leve temblor sacude su labio inferior. El clima se pone tan tenso que me levanto, le hago una broma futbolera a Raúl, que era un sufriente hincha de Racing, y me despido de los policías.
Esa misma tarde mandé el telegrama de renuncia.
Pasaron más de treinta años. El policía honesto fue investigado no hace mucho por presuntas desapariciones forzadas durante la oscura etapa de Isabel Perón. El policía pícaro hace años que está retirado y vive en el campo. Pinino Rocamora y Ferocio jamás volvieron a ser vistos por nadie.
A Julián Aranguren me lo encontré en un café de la peatonal en 1995. Me contó que lo trasladaron a Irak, poco después de la invasión Tormenta del Desierto. Estaba a cargo de una planta cercana a la frontera con Kuwait y continuaba elaborando, aunque esta vez con carne de camello viejo, esa exquisitez termoprocesada que hace el deleite de un sector cada vez más grande de consumidores norteamericanos.

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