YA NO LO ESCONDEN
TANTO A DIOS
Por Enrique Arenz
Si la ausencia de Dios produce un vacío terrible en la vida de los no creyentes, ¿qué habría que decir de aquellos que, creyendo, lo esconden a Dios por vergüenza?
Según datos estadísticos, el ochenta por ciento de los argentinos cree en Dios, aunque muchos de los bautizados no vayan casi a misa, algunos se hayan apartado de la Iglesia por distintas causas y otros no se sientan cómodos en ninguna religión. No es novedad, siempre se reconoció la religiosidad del pueblo argentino.
Pero debido a una persistente corriente intelectual de las últimas décadas, en la que universidades, científicos, filósofos, escritores e ideólogos del poder terrenal han ridiculizado sistemáticamente la fe y dado por cierto que el Universo se hizo solo, gracias a la unión azarosa de los elementos que lo componen en un orden perfecto curiosamente casual, la gente sencilla ha ido ocultando su religiosidad por pudor, para estar a la altura de la moderna mundanidad.
Hasta que apareció Francisco parecía que nadie podía presumir de inteligente, de persona culta o de artista talentoso si no se era indiferente ante lo sobrenatural y despreciativo de cualquier expresión de fe religiosa. En Europa lograron que la palabra Dios no se mencionara ni una sola vez en la Constitución Europea, y aquí tuvimos un fuerte movimiento tendiente a suprimir los Crucifijos en los tribunales de Justicia y otros edificios públicos.
Por influencia de esta tendencia antirreligiosa (y en parte también por culpa de la Iglesia que no ha sabido rectificar sus errores más insostenibles) muchos se han ido apartando de Dios. Los varones han sido legión, las mujeres han resistido mejor. Es que la fe en ellas es afín a su natural sensibilidad, tanto que sorprende (y hasta llega a incomodar) encontrarse con una mujer que le dice a uno: "Soy atea, no creo en nada". Por otra parte el agnosticismo, la postura racional de los que "no saben", parece ser patrimonio predominantemente masculino. El agnóstico no toma posición ni a favor ni en contra de lo que ignora: considera que la Divinidad es inaccesible al entendimiento humano y trasciende a toda experiencia. Es una opinión respetable. Ahora bien, por mis observaciones y experiencia afirmaría que no hay casi mujeres agnósticas. Casi todas adscriben a alguna de las dos vertientes de la fe profunda: o creen en Dios (la mayoría), o niegan su existencia (muy pocas).
Cada cual tiene derecho a pensar como quiera, pero la falta de fe es objetivamente, psicológicamente, una gran desventaja para enfrentar la vida. Siempre he aconsejado (a veces con éxito) a mis amigos no creyentes que hagan el esfuerzo introspectivo de hablar con Dios. Les he dicho: pídanle ayuda si la necesitan, fortaleza para enfrentar la adversidad y discernimiento para saber cómo actuar ante una enfermedad, una amenaza, una gran depresión o una pérdida afectiva. El solo hecho de hablar con Dios, aunque no se tenga fe, logra efectos extraordinarios.
El célebre psiquiatra Carl Jung escribió: "Entre todos mis pacientes de más de treinta y cinco años no ha habido uno solo cuyo problema no fuera en última instancia el de hallar una perspectiva religiosa de la vida. Puedo decir que todos ellos se sentían enfermos porque habían perdido lo que las religiones han dado siempre a sus fieles, y que ninguno de ellos se curó realmente sin recobrar esa perspectiva religiosa".
Y otro famoso psiquiatra, el Dr. Abraham Arden Brill, estadounidense de origen austríaco, afirmó: "Todo aquel que es verdaderamente religioso no desarrolla una neurosis".
(Si, ya sé, vayan a contarle esto a los psicólogos y psiquiatras de nuestros días...)
Pero algo extraordinario ha ocurrido en esta Argentina llena de sorpresas, enigmas y contradicciones; la elección del cardenal argentino Jorge Bergoglio como el papa Francisco ha tenido la virtud de “sacar del clóset” la religiosidad oculta de mucha gente, incluyendo a insospechados famosos del espectáculo y la televisión.
En este domingo de Pascua las iglesias católicas de todo el país han rebalsado de fieles como nunca antes. La catedral porteña, la iglesia jesuita San Ignacio de Loyola, las humildes capillas de las villas donde Bergoglio celebraba misa casi secretamente, todos los templos del país, grandes y pequeños, se colmaron de fieles y nuevos visitantes. Me contaron que en la catedral de Mar del Plata, al terminar una de las misas matutinas del domingo de Pascua en la que comulgó el doble de la gente que lo hace habitualmente, los fieles que llenaban el templo de punta a punta irrumpieron en un fuerte aplauso, explosión de alegría absolutamente inédita.
Parecería que muchos de los que se avergonzaban de Dios o lo tenían relegado se sintieron de pronto orgullosos de ser católicos. En esto se percibe una tendencia colectiva a procurar parecerse en algo al papa argentino, aunque cabe la sospecha de que muchos ciudadanos hartos de este gobierno que lleva diez años de fracaso y prepotencia, han vivido la elección de Jorge Bergoglio como una suerte de revancha, una movilización semejante a la del 11 de noviembre. Puede haber una mezcla de ambas cosas. Lo cierto es que el papa Francisco ha sorprendido y conmovido a las personas de bien y ha contagiado su bonhomía a creyentes y no creyentes, católicos y de otras religiones.
Pero este fenómeno se ha dado en todo el mundo. En Estados Unidos los católicos que se habían alejado de la Iglesia decepcionados por la protección que recibieron sacerdotes abusadores, han regresado esperanzados en una tolerancia cero que promete Francisco respecto de esos degenerados. “Hacía tiempo que no veíamos tanta gente en nuestro Vía Crucis”, comentó ante la prensa un emocionado sacerdote de la Iglesia Santa Cruz, en Maryland. Hay noticias similares de España, Italia y lugares tan lejanos como el Japón.
¿Aprenderemos los argentinos a emular los gestos ejemplares de este obispo de Roma que vino del fin del mundo para evangelizar y acariciar el alma de los que sufren? La humildad, la tolerancia, la capacidad de perdonar, de arrepentirse del dolor causado a otros, y el afán de servir a los que están debajo de nosotros son virtudes altamente valiosas para lograr una comunidad mejor, más solidaria y justa. Si asimilamos algo, aunque sea una pequeña partecita de esta deslumbrante conducta, la Argentina podría llegar a cambiar. Toda la humanidad puede cambiar, porque el Papa es la segunda personalidad más influyente del mundo.
Esperemos que al menos la sociedad argentina, dividida, enfrentada, llena de rencores y resentimientos, se reencuentre a sí misma bajo la bendición de Francisco y pueda reconciliarse.
¿Y los intelectuales, los profesores universitarios, los científicos que exploran el espacio sideral y se asoman a los abismos de las partículas subatómicas y no lo han visto a Dios, aunque lo han tenido siempre frente a sus narices? Esos que hablan de superchería, de supersticiones, del opio de los pueblos. Ahora se estarán enterando de lo que ignoraban: que éste es un pueblo mayoritariamente creyente y que fracasaron en su intento de derrotar a las religiones. Lo menos que esperaremos de ellos de aquí en adelante es que respeten a los argentinos no sólo en la pluralidad de sus pensamientos políticos sino también, y primordialmente, en la diversidad de sus creencias religiosas.
(Se permite su reproducción. Se ruega citar este blog)