Entre 1954
y 1956, hubo en mi barrio cinco muertes violentas. Las víctimas fueron: Ferdinando
Navaredo, esposo de Anita, mi maestra particular; doña Edelma, una viejita que
vivía sola en una pieza de chapa; los esposos María Esther y don Gregorio, dos
personas de mediana edad, y una quinta que mencionaré al final.
Todos esos
crímenes se produjeron en el término de año y medio, o acaso un poco más. Oficialmente
se los consideró esclarecidos, pero en el barrio flotaron dudas, rumores y la
sensación de que algo estaba mal, y que quienes resultaron condenados no eran los
culpables.
Primera víctima: Ferdinando Navaredo
Ferdinando
Navaredo era un mocetón de unos treinta años, rubio, de físico atlético (hacía pesas), peluquero
de profesión, que se había casado no hacía mucho, después de años de
accidentado noviazgo, con Anita Alcaruela una dulce maestra que en verano nos daba
clases particulares a mi hermano Ruben y a mí, y a quien los chicos adorábamos.
Anita
era la única hija del matrimonio de doña Sara y Belisario Alcaruela. Los tres habitaban
una modesta casita en la calle Moreno y Neuquén, en cuyo comedor Anita daba sus
clases de apoyo. Cuando se casó, su musculoso marido se fue a vivir a esa casa,
junto a sus suegros.
Segunda víctima: Doña Edelma
Por la
calle Italia llegando casi a Colón, había un inquilinato con varias piezas construidas
con chapas acanaladas. Una de las inquilinas era doña Edelma, una anciana costurera
que vivía sola y se la pasaba cambiando cuellos de camisas y reparando prendas
para sus clientes del barrio. Ocupaba la habitación que daba a la calle. En la
pieza de al lado vivía Gastón Porres, un repartidor de diarios, relativamente joven,
algo tonto, cuyos ojos se cruzaban en un estrabismo tan severo que casi no le
permitía ver. Sin embargo se las ingeniaba para andar en bicicleta y repartir
por la tarde ejemplares del vespertino El
Atlántico. Gastón era bebedor, pero buena persona. Cuando terminaba el
reparto se iba al boliche a tomar vino y a charlar con cualquiera que estuviera
dispuesto a escuchar sus abrumadoras incoherencias. Ya pasada largamente la medianoche volvía a la pieza para dormir la
mona hasta el mediodía.
Dos muertos más: los esposos Gregorio y
María Esther
Gregorio
y María Esther vivían en la calle Alberti entre 1º de Mayo y Marconi. Los dos
andaban por los cincuenta años, estaban en una buena posición económica y no tenían
hijos.
Los homicidios
Estas
personas fueron asesinadas en episodios aparentemente desvinculados entre sí.
(Recuérdese que hay un quinto muerto que todavía no he mencionado).
Los
hechos fueron así:
Ferdinando
empezó dándole un cachetazo a la buena de nuestra maestra cuando todavía eran
novios, y ella lo toleró. Tiempo después ya la sometía a violencia cotidiana,
incluido, se decía, abuso sexual. ¿Por qué la dulce Anita consintió ese
destrato y encima se casó con él? Jamás
lo sabremos. Lo conocido es que cuando se casaron todo empeoró. Ya sea por
celos, por cuestiones de dinero o por lo que fuere, vuelta a vuelta la
insultaba y la golpeaba salvajemente, y lo hacía en la misma casa de sus suegros
quienes debían escuchar a través de las paredes, y a veces presenciar,
atemorizados y angustiados, estas escenas de violencia en las que no se atrevían
a intervenir por la agresividad descontrolada del yerno.
Un día
Ferdinando estaba durmiendo la siesta, la dulce Anita tomó un revólver que su
padre guardaba en la cómoda, fue hasta el dormitorio y le disparó desde la puerta
tres balazos que lo mataron en el acto.
Ella
misma llamó a la Policía y se entregó.
El caso
conmocionó al barrio y a la ciudad. El diario La Capital publicó un dibujo que reproducía la dramática escena: la
pobre Anita, con cara de malvada, empuña y dispara el revólver contra
Ferdinando que, indefenso en la cama, levanta los brazos en alto con expresión de
pánico en sus ojos. Parecía un cuadro de Goya.
Meses
más tarde, doña Edelma cosía dale que dale con su desvencijada y ruidosa máquina
desde las siete de la mañana, mientras en la habitación de al lado, dividida
por un tabique de chapa, el diariero Gastón Porres, borracho como siempre y presumiblemente
ese día con un insoportable dolor de cabeza, trataba de descansar. El ruido
infernal de la máquina de coser de doña Edelma lo volvía loco. Se comentaba que
Gastón ya la había increpado varias veces para que lo dejara dormir por las
mañanas, pero la pobre vieja ¿cuándo iba a coser? Tenía que aprovechar la luz
del día desde muy temprano, así que le había dicho que lamentaba molestarlo en
sus borracheras pero que ella tenía que ganarse la vida. Además le recordó que
cuando él traía alguna puta, ella se despertaba sobresaltada con los ruidos
indecentes y los sacudones del tabique, y sin embargo nunca se había quejado.
Pero la anciana
no sólo hacía ruido con la máquina, también tosía, ¡y cómo tosía! Yo recuerdo
haber pasado por el inquilinato y escuchar, más que el ruido de la máquina, la
tos seca, desagradable, perruna de doña Edelma.
Ese día,
Gastón, borracho y abombado por el calor de la pieza cuyas chapas se calentaban
con el sol de la mañana, irritado, como puede estarlo cualquier persona que
vive en ese estado de incomodidad, desesperado por no poder dormir por el ruido
de la máquina y la tos de la vieja, se levantó fura de sí, tomó un cuchillo,
fue hasta la pieza de al lado, abrió la puerta de una patada y no le dio tiempo
a la anciana ni de darse cuenta de lo que sucedía.
Recuerdo
como si fuera ayer, haber visto pasar por Colón, frente a mi casa, el jeep de la Seccional Cuarta que se lo llevaba
a Gastón Porres esposado en el asiento trasero.
Gregorio
y María Esther aparecieron muertos en el living de su casa, ella con dos
balazos en el cuerpo y él con uno en la cabeza. En la casa no faltó dinero ni
objetos de valor. La investigación policial, convalidada por la Justicia,
estableció que Gregorio mató a su esposa y después se suicidó. Se tejieron
muchas hipótesis sobre las causas de esta determinación.
Fue concluyente
el testimonio de un médico clínico cuyo consultorio estaba en la calle Neuquén,
el doctor Villar Albuerne, quien durante muchos años atendió al matrimonio.
Este profesional declaró que la pareja atravesaba una prolongada crisis que
jamás se cristalizaba en discusiones, reproches o peleas sino en silencios y
negaciones. Cada uno se tragaba lo que le molestaba o lo afectaba del otro.
Tenían la filosofía de aguantar las insatisfacciones
sin exteriorizarlas.
El
doctor Villar Albuerne había leído las teorías de Sigmund Freud que todavía no
tenían mucha divulgación en la Argentina, y de acuerdo con esos conocimientos,
novedosos para la época, sacaba sus conclusiones. Según dijo,
Gregorio se quejaba de no tener una vida sexual normal con su mujer. Le contaba
en las consultas, que ella se retraía cada vez más. Gregorio, dolido por lo que para él era una suerte de
desinterés en su persona, había dejado de molestar a su mujer, tal vez para
alegría de ella (estas eran conjeturas del médico), que probablemente pensaba
que su marido había perdido la libido. Y según este facultativo, hombre de
vasta experiencia en estos asuntos y también bastante misógino por lo que se podía
deducir de sus teorías, María Esther habría cumplido el sueño de toda mujer: vivir
en compañía de un buen hombre que fuera, en lo posible, impotente. Pero el
médico aclaraba enseguida: Gregorio era un tipo todavía joven, fuerte, de buena
salud, y la
actitud distante y aséptica de su mujer lo hacía muy desdichado.
Pero a
su vez, María Esther había soportado por parte de Gregorio una infinidad de
actitudes que le desagradaban. Por ejemplo: él nunca quería salir y a ella le
encantaba caminar por el centro, ir al cine o al teatro e ir a cenar afuera una
vez por semana, ya que estaban en condiciones de darse esos pequeños lujos.
También
le gustaba viajar, y a Gregorio no; le encantaban las visitas a las casas de matrimonios
amigos, pero a Gregorio estas reuniones lo aburrían mortalmente. A María Esther
le desagradaba escuchar por radio los partidos de fútbol que a su marido le
iluminaban los domingos, y a su vez a Gregorio
le fastidiaban las radionovelas que su mujer escuchaba cuando él dormía la siesta.
Finalmente
ella había optado por apagar la radio para no molestarlo, y él decidió privarse
de escuchar los partidos de fútbol. Gregorio trataba de pasar los interminables
domingos haciendo crucigramas; su mujer, a la hora de la siesta, bordaba y hacía
repostería. María Esther evitaba hablar de viajes, de hacer visitas, de ir de
paseo o de salir a cenar afuera los sábados. Gregorio se resignaba a no tener fútbol
los domingos ni sexo con su esposa nunca.
El
médico aportó las extensas fichas clínicas de los esposos en donde se describían
todas aquellas intimidades conyugales.
Este testimonio,
sumado a otros indicios y pruebas periciales, fue decisivo para que los
investigadores llegaran a la conclusión de que se había tratado de un homicidio
seguido de suicidio.
Pasaron
los años. Nosotros nos mudamos otra vez de barrio y yo empecé a estudiar en la
Escuela de Periodismo. En esas aulas me vinculé con varios oficiales de policía
retirados que asistían a las clases para llenar sus vacíos existenciales. Dio
la casualidad de que uno de esos oficiales, el subcomisario Bertoldo, perteneció
a la Brigada de Investigaciones y había participado en la pesquisa de los
cuatro homicidios.
Un día trabajábamos
en su casa en un ejercicio de redacción de noticia policial cuando salió el
tema de los homicidios del barrio Don Bosco. Ahí fue cuando me confió que él
tenía otra visión de los hechos, una teoría asombrosa que sin embargo no había
podido probar debidamente.
Según
esta hipótesis a Ferdinando Navaredo no lo asesinó su esposa Anita sino su
suegro, Belisario Alcaruela, enceguecido por el maltrato que su yerno le daba a
su pobre hija. El día del hecho no estaban en la vivienda ni Anita ni su madre.
Cuando Anita regresó a la casa se encontró con el espantoso cuadro: Ferdinando
ensangrentado en la cama y su padre sentado, sollozando sobre la mesa del
comedor, con el arma todavía en su mano. Anita conservó la calma, le dijo al
padre que se tranquilizara, que ella se haría cargo del homicidio, que era
joven y que podía soportar unos años de cárcel. El viejo había quedado tan conmocionado
por lo que acababa de hacer que permaneció en silencio mientras su hija le
quitaba el arma de la mano, limpiaba las huellas, llamaba a la policía y se
entregaba serenamente. Cuando ya anocheciendo regresó la madre, sufrió una
crisis nerviosa y debió ser hospitalizada.
Pasaron
varios meses de dolor y llanto antes de que la madre de Anita se enterara de que
el autor del homicidio había sido Belisario y no su hija. La revelación
destruyó el matrimonio: jamás perdonó a su marido por haber permitido que Anita
cargara con su culpa.
Según
Bertoldo, todo lo sucedido tuvo gravísimas consecuencias psicológicas para
Belisario Alcaruela, ya que a partir de esos acontecimientos lo habrían
acometido deseos compulsivos de volver a matar.
Una
mañana temprano fue hasta el inquilinato de doña Edelma con el pretexto de
encargarle un trabajo y la apuñaló. Luego entró sigilosamente a la pieza del diariero,
que estaba, como era habitual, borracho y profundamente dormido, y le puso el
cuchillo ensangrentado en sus manos.
Otro día
pasó por la casa de María Esther y de Gregorio, quienes eran muy amigos de su
hija Anita a la que habían ayudado con dinero para su defensa (lo cual demuestra,
en contra de la opinión del charlatán del médico Villar Albuerne, que el matrimonio
sí tenía cosas y sentimientos en común). Lo hicieron pasar a Belisario con demostraciones
de afecto. Éste, sin decir palabra, sacó una pistola, le disparó con precisión un
balazo en la sien derecha al hombre y otro balazo en el pecho a la mujer. Limpió
la pistola, se la puso a Gregorio en su mano derecha y le oprimió el índice para
producir un tercer disparo contra el cadáver de la mujer con la obvia finalidad
de asegurar el resultado de la prueba de parafina.
El
policía estaba indignado con el médico Villar Albuerne porque su testimonio había
desviado el curso de la investigación. Según opinaba este oficial, el hecho de haber
matado a su yerno y comprobar lo fácil que
resulta echarle las culpas a otro, había despertado en algún rincón de su
cerebro al psicópata o asesino serial que sin duda llevaba dormido. Había
descubierto el placer de matar por matar y al mismo tiempo hacerle pagar el
crimen a un tercero. Era un doble placer que halagaba no sólo a su instinto asesino
sino también a su inteligencia maligna.
Este investigador
estaba convencido de que Belisario mató a muchas otras personas de esta manera,
hasta que años más tarde él mismo fue asesinado por su esposa mediante el
expediente de echarle cianuro al mate. La mujer fue rápidamente inculpada
porque la policía le encontró el frasquito con el veneno en su cartera.
Este es
el quinto crimen que mencioné al principio.
Pero mi
amigo el policía no estaba de acuerdo tampoco con los resultados de esa investigación.
Belisario, según él, no fue asesinado por su esposa. Se suicidó, y para ello
siguió la misma metodología de sus otros crímenes, metodología que le hizo disfrutar,
por última vez, aunque ahora anticipadamente, el placer de matar e inculpar a
otro. Sólo que esta vez se mató a sí mismo. Echó el cianuro en el mate que le
acababa de cebar su esposa, pero antes de sorberlo fue al dormitorio y puso el
frasquito en la cartera de ella.
Enrique Arenz 2009 - Derechos reservados. Prohibida su reproducción
La novela Marplateros
fue editada en 2009 y está agotada. (Sólo se puede comprar en Mar del
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