EL RANCHO DE LA GRETA
Los sucesos que voy a contar los viví en mi infancia, pero el secreto que encerraban lo conocí de grande, cuando mi madre, un día que tenía ganas de hablar de asuntos innombrables, derribó mi capacidad de asombro de un solo chicotazo informativo.
Yo tenía ocho años. A la vuelta de casa, a unos treinta metros del almacén del turco Anis, había una casilla muy pobre y destartalada con piso de tierra apisonada, donde vivía una familia que se aislaba hurañamente del vecindario. La vivienda, oculta por una maraña de ligustro jamás recortado, era bastante grande, con muchas habitaciones, y se alzaba en medio de un amplio terreno con sauces llorones, una huerta con maizal y zapallos, y un gallinero en los fondos.
A esa vivienda los chicos la conocíamos como el rancho de la Greta, por una chiquita de mi edad, amiguita nuestra de juegos callejeros, morochita y escuálida, que era la menor de siete hermanos, cinco mujeres y dos varones, que vivían allí.
Mis padres me habían prohibido pisar ese rancho, pero yo iba igual, como lo hacían otros chicos del barrio, llevados por la misma Greta. Jugábamos entre los choclos y trepábamos a los sauces. Algunas veces, cuando anochecía, entrábamos en la casa. A mí me encantaba, porque como no tenían luz eléctrica encendían faroles a querosén. La luminosidad mortecina de esos velones sobre el piso de tierra creaba un fascinante clima de casita de cuento de hadas.
La madre era doña Emérita, una mujer muy avejentada, flaca y canosa, con aspecto de bruja, siempre desarreglada, siempre chirusa, con medias caídas y enaguas que le sobresalían por debajo del impresentable vestido de franela gris. Mientras yo y algún otro amiguito jugábamos con la Greta en una especie de amplio comedor donde siempre estaba reunida la familia, la escuchábamos a Emérita despotricar contra alguna persona. Siempre estaba rezongando contra alguien o hablando mal de alguien.
El padre, en cambio, Hermes Radviuk, un serbio que había venido de joven a la Argentina, era un tipo bonachón de unos sesenta años, no mal parecido para su edad, siempre sonriente y con una mirada serena y bondadosa que inspiraba confianza. No se le conocía ocupación alguna, aunque se decía que era predicador de una secta religiosa escindida de la Iglesia Mormona. Los sábados la casilla quedaba vacía porque todos concurrían a un templo de la calle 9 de julio, frente a la estación de trenes.
Los hermanos trabajaban en modestos oficios, excepto la Greta y la que le seguía en edad, Mabel, que tendría por entonces doce o trece años. Juliana, la mayor de las mujeres, era doméstica con cama adentro, así que aparecía por la casilla solamente los sábados por la tarde. La segunda, cuidaba a una anciana por las mañanas. La del medio, Nora, la más bonita de las cinco, según mi parecer de entonces, había estudiado corte y confección en la academia “Teniente” y cosía para afuera, pero como no tenía máquina de coser, debía hacer las costuras a mano, puntada tras puntada durante interminables horas de trabajo. Norita era la preferida del padre, según me comentó un día la Greta, y parece que esa predilección creaba ciertas tensiones con sus hermanas más grandes.
A los dos varones, que eran los mayores y que no andarían muy lejos de los cuarenta, yo los veía muy poco en la casilla. Durante el día trabajaban, uno de peón de albañil, y el otro de enlazador de perros en la perrera municipal. Regresaban a la casilla al atardecer. En verano se daban cada tanto un baño afuera, junto a la bomba sapo y dentro de un corralito de chapa que cubría sus desnudeces hasta la cintura. Siempre alguna de las hermanas, entre risas, jarana y miraditas indiscretas, los enjuagaba desde la cabeza con un recipiente con agua previamente calentada en la cocina de leña. Para la higiene de las mujeres, había un pequeño cobertizo de chapa pegado a la letrina. Los dos varones se afeitaban afuera, frente al espejo de un botiquín colgado bajo el alero. Se peinaban con brillantina Glostora, se perfumaban, se empilchaban y salían, hechos unos dandis, cada uno por su lado.
Don Hermes Radviuk parecía un gran señor. Las hijas y la mujer lo atendían como a un califa, le cebaban mate, le alcanzaban algo de comer, le enfriaban la cerveza en una palangana con hielo y le iban a comprar El Gráfico todos los martes. Él, por su parte, nunca movía un dedo por nadie, sólo estaba allí para beber, dar paternales consejos y recibir atenciones, aunque era notable el trato amoroso que tenía en todo momento con las hijas. Hasta cuando las reprendía lo hacía en tono cariñoso e indulgente. A veces pedía que le alcanzaran un libro religioso y leía algunos pasajes en voz alta. Y había que ver con que respeto las hijas escuchaban esas lecturas, cómo lo mimaban, lo abrazaban, jugueteaban con él y procuraban complacerlo en sus mínimos deseos. Una vez vi que dos de las chicas le estaban poniendo medias de lana, cada una con un pie entre sus amorosas manos, mientras él viejo, apoltronado en su desvencijado sillón, escuchaba concentrado un partido de futbol por los auriculares de una radio a galena. Percibí que había siempre como una competencia por ganarse el apego del viejo.
Otra curiosidad que noté es que las tres hijas más grandes, aún cuando sólo salían de la casilla para trabajar o hacer algún mandado, se acicalaban lo mejor que su pobreza les permitía, se peinaban entre ellas, se pintaban las uñas y se maquillaban. Nora era siempre la mejor vestida porque se confeccionaba sus propios vestidos. Sólo la vieja, que era la única que fregaba ropa en el piletón, regaba la huerta y le daba maíz a las gallinas, se mostraba desarreglada y hasta maloliente.
En realidad yo entraba muy de vez en cuando en la casilla, y siempre permanecía poco tiempo, así que mis recuerdos de lo que pasaba allí dentro son necesariamente fragmentarios. En cambio con la Greta, que era bastante vaguita y le gustaba jugar con los varones, nos encontrábamos todos los días en la calle, para cazar mariposas, encerrar luciérnagas en frascos de vidrio o pescar renacuajos en el zanjón cuneta siempre inundado de Colón. Ella era un varoncito más para nuestra pequeña pandilla.
Los marginales merodeadores
En el barrio merodeaban siempre cinco dementes. Uno era Norris, un repulsivo sujeto de ojos saltones enrojecidos, tez morena infernalmente picada de viruela y nariz aplastada cuyos orificios exudaban unas velas verdosas que se le encharcaban y encostraban encima del labio superior que le sobresalía como un hocico. Jamás hablaba con nadie, pero tenía la mala costumbre de pararse frente a las personas y permanecer inmóvil como una figura de cera de un museo del horror. Los que padecían este acoso le daban limosna para que se esfumara cuanto antes.
Otro era “Piojito”, un vagabundo de larga barba y melena, que se echaba a dormir ahí donde lo agarraba la noche, a veces bajo un alero, en el porche de una casa, o directamente al sereno. Iba siempre vestido con sobretodo largo y mugriento, sombrero de ala ancha caída y zapatos destrozados. Llevaba invariablemente una vara para ahuyentar a los perros sueltos. Se rascaba el cuerpo constantemente porque estaba infectado de piojos. Nunca pedía ni hablaba con nadie, pero las señoras del barrio, al verlo acercarse, entraban a buscar algo para darle, un sándwich, o una fruta, que él tomaba extendiendo el brazo lo más que podía para no contagiar sus piojos ni ofender con sus emanaciones.
Los otros personajes eran el loco Félix, que tendría quince o dieciséis años y sus dos hermanos mayores, mellizos gemelos, los tres infradotados. Vivían en los fondos de un bar de la calle Brown, en una pieza que el dueño les facilitaba.
Los mellizos eran lustrabotas y estaban siempre juntos, cada uno con su cajita de pomadas y cepillos. Eran muy parecidos entre sí, con idéntico gesto adusto y la mirada perdida, pero uno de ellos mandoneaba y maltrataba al otro. ¡No seas pavo!, le gritaba el mandamás delante de la persona que se estaba lustrando los zapatos. ¡Infeliz! Hacé esto, hacé aquello, agarrá la otra pomada, mirá que sos tarado… Éste es un lelo, le explicaba al sorprendido cliente.
El loco Félix, en cambio, era simpático y sociable. Vagabundeaba por el barrio siempre sonriendo y a veces hablando solo. Cuando los chicos lo cruzábamos le pedíamos que cantara y bailara. No había que rogarle mucho, sacaba de sus bolsillos cuatro maderitas alargadas y con dos en cada mano, hábilmente sostenidas entre sus dedos a modo de castañuelas, producía un repiqueteo con el que bailaba grotescamente mientras cantaba una copla monótona: “El loco Félix, el loco Félix / El loco Félix, el loco Félix…” Esa era toda la letra, y la repetía hasta que, cansado, daba por terminado el show.
Aunque parezca mentira, tocaba los palillos sorprendentemente bien, con un tamborileo potente y rítmico. La gente se paraba para verlo, se reía de sus astracanadas, lo aplaudía y le daba unas monedas.
Estas cinco personas incapaces, recorrían diariamente las manzanas que circundaban mi casa. Siempre daban vuelta por ahí. Eran muy jóvenes todos, aunque Piojito y Norris parecían viejos de tan deteriorados que estaban.
Cinco retardados mentales concentrados en un perímetro tan reducido era demasiado, pero yo era muy chico para asombrarme de esa banalidad.
La revelación
Una noche, posiblemente más tarde que otras veces, entro por mi cuenta al rancho de la Greta y me veo ante una escena desacostumbrada. En el comedor alumbrado a querosén están solamente el viejo y los dos varones, enfrascados en una discusión. No entiendo el motivo del entredicho, pero nombran a la hermana de trece años: “¡Basta, viejo, tenés que frenarla con la Mabel, es muy pendeja todavía!”, le dice uno de los hijos. “¡Y vos que te metés, palurdo! ¡Que te importa, si ella está conforme y me lo anda pidiendo!”, le contesta el viejo visiblemente alterado pero en voz baja como para que no lo escuchen desde las habitaciones. “¡Es mi hermana, cómo no me va a importar!” “Ah, tu hermana, ¿eh?, tu hermana…, mirá vos, ¿y desde cuándo te importan tus hermanas? ¿Y tus otros hermanos, los que rajamos de acá, te importan? Bueno… tus hermanos, por llamarlos de alguna manera, porque yo nunca pude averiguar quién carajo los engendró. Miren, no me hagan hablar, que con ustedes tengo muchas cuentas pendientes… Los hijos, alteradísimos, hablan a la vez, pero el padre los hace callar autoritariamente: “¡No se hable más del asunto! ¡No se hable más del asunto! ¡No se hable más del asunto!”
Cada vez que repite esta orden, don Hermes, sentado con aire de magistrado en su sillón patriarcal, levanta muy alto su brazo derecho con la mano abierta hacia mí y lo deja caer palmeando ruidosamente el apoyabrazos, una y otra vez, como acentuando la autoridad de sus palabras, gesto tal vez propio de un predicador que sermonea a sus fieles. Esa mano movediza y crispada me provocó una vaga e inexplicable para mí sensación de angustia.
En eso los tres descubren mi presencia y hacen silencio. Uno de los hermanos me pregunta de mala manera: “¿Y vos, qué carajo querés?” “Nada, nada, la buscaba a la Greta, nomás”. “La Greta ya se acostó, así que mandate a mudar, y no vuelvas a entrar acá sin pedir permiso, ¿entendiste, mocoso?”.
Me fui más atemorizado de lo que el episodio merecía. Ya no volví jamás a esa casilla.
Como dije, mi madre me contó muchos años más tarde, cuando yo ya peinaba canas, la verdad de los sucesos de esa casilla, sucesos que alguna gente del barrio conocía pero que nadie quería mencionar. Según esa versión, que más tarde complementé con datos que le pude sacar a don Elías, uno de los antiguos vecinos a quien, hasta su muerte reciente, seguí viendo de vez en cuando por el centro, don Hermes se acostaba con sus tres hijas mayores. Y si debiera guiarme por las palabras que escuché en la discusión de aquella noche, el viejo se disponía a iniciar a la Mabel, de trece años, porque esa era la edad de noviciado que fijaba el reglamento de la secta a la que pertenecían.
Las mujeres no habían sido nunca obligadas ni violentadas por el viejo, simplemente se acostumbraron desde la adolescencia a turnarse para dormir con él, y lo curioso es que lo hacían de buena gana. A veces se peleaban entre ellas por celos, ya que todas querían ser la favorita de Hermes, y, según don Elías ―aunque su testimonio es en este aspecto poco creíble, porque uno se pregunta ¿y cómo lo supo él?― las irritaba escuchar tras las delgadas paredes de madera del rancho las exclamaciones placenteras de la que en esos momentos fornicaba con el padre. ¿Pero, y la madre, doña Emérita?, le pregunté a mamá, y después a don Elías. Ambos coincidieron: la madre consentía esas relaciones porque ella también las había tenido con sus hijos varones cuando estos eran adolescentes, todo conforme a los preceptos endogámicos de su religión.
Pero el omnisciente don Elías fue más lejos, me aseguró que los hermanos varones, cuando regresaban a la casilla después de haber bailado hasta pasada la medianoche, ardiendo por los juegos audaces de chicas difíciles, a veces se metían subrepticiamente en la cama de alguna de las hermanas, quienes accedían a complacerlos, aunque siempre con la exigencia casi incumplible de hacerlo en silencio, para que el padre no se fuera a enterar, porque la secta no aprobaba semejante degeneración entre hermanos, salvo que se casaran, como manda Jehová.
Supongo que Greta, mi amiguita de la infancia a quién dejé de ver pocos años después, cuando nos fuimos del barrio, habrá ocupado alguna vez el lugar que le correspondía como la amante más joven y preferida de su padre, y, ocasionalmente, de sus hermanos.
Si he de aceptar estos hechos como auténticos, y a su vez los relaciono con fragmentos de la discusión entre padre e hijos que escuché aquella noche, los cabos sueltos se atan solos y las conclusiones salen a la luz como lagartijas al mediodía.
Puedo entonces entender una rareza nunca aclarada: por qué alrededor de mi casa de la avenida Colón, o mejor dicho, alrededor del rancho de la Greta, que quedaba a la vuelta, deambulaban como sombras sin alma cinco dementes abandonados a la buena de Dios.
Enrique Arenz 2009 - Derechos reservados. Prohibida su reproducción
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