viernes, 30 de enero de 2015

Capítulo 7 de mi novela MARPLATEROS



EL RANCHO DE LA GRETA
Los sucesos que voy a contar los viví en mi infancia, pero el secreto que encerraban lo conocí de grande, cuando mi madre, un día que te­nía ganas de hablar de asuntos innombrables, derribó mi capacidad de asombro de un solo chicotazo informativo.

Yo tenía ocho años. A la vuelta de casa, a unos treinta metros del almacén del turco Anis, había una casilla muy pobre y destartalada con piso de tierra apisonada, donde vivía una familia que se aislaba hurañamente del vecindario. La vivienda, oculta por una maraña de ligustro jamás recortado, era bastante grande, con muchas habitaciones, y se alzaba en medio de un amplio terreno con sauces llorones, una huerta con maizal y zapallos, y un gallinero en los fondos.

A esa vivienda los chicos la conocíamos como el rancho de la Greta, por una chiquita de mi edad, amiguita nuestra de juegos callejeros, morochita y escuálida, que era la menor de siete hermanos, cinco mujeres y dos varones, que vivían allí.

Mis padres me habían prohibido pisar ese rancho, pero yo iba igual, como lo ha­cían otros chicos del barrio, llevados por la misma Greta. Jugábamos entre los choclos y trepábamos a los sauces. Algunas veces, cuando anochecía, entrábamos en la casa.  A mí me encantaba, porque como no tenían luz eléctrica encendían faroles a querosén. La luminosidad mortecina de esos velones sobre el piso de tierra creaba un fascinante clima de casita de cuento de hadas.

La madre era doña Emérita, una mujer muy avejentada, flaca y canosa, con aspecto de bruja, siempre desarreglada, siempre chirusa, con medias caídas y enaguas que le sobresalían por debajo del impresentable vestido de franela gris. Mientras yo y algún otro amiguito jugábamos con la Greta en una especie de amplio comedor donde siempre estaba reunida la familia, la escuchábamos a Emérita despotricar contra alguna persona. Siempre estaba rezongando contra alguien o hablando mal de alguien.

El padre, en cambio, Hermes Radviuk, un serbio que había venido de joven a la Argentina, era un tipo bonachón de unos sesenta años, no mal parecido para su edad, siempre sonriente y con una mirada serena y bondadosa que inspiraba confianza. No se le conocía ocupación alguna, aunque se decía que era predicador de una secta religiosa escindida de la Iglesia Mormona. Los sábados la casilla quedaba vacía porque todos concurrían a un templo de la calle 9 de julio, frente a la estación de trenes. 

Los hermanos trabajaban en modestos oficios, excepto la Greta y la que le seguía en edad, Mabel, que ten­dría por entonces doce o trece años. Juliana, la mayor de las mujeres, era doméstica con cama adentro, así que aparecía por la casilla solamente los sábados por la tarde. La segunda, cuidaba a una anciana por las mañanas. La del medio, Nora, la más bonita de las cinco, según mi parecer de entonces, había estudiado corte y confección en la academia “Teniente” y cosía para afuera, pero como no tenía máquina de coser, debía hacer las costuras a mano, puntada tras puntada durante interminables horas de trabajo. Norita era la preferida del padre, según me comentó un día la Greta, y parece que esa predilección creaba ciertas tensiones con sus hermanas más grandes.

A los dos varones, que eran los mayores y que no andarían muy lejos de los cuarenta, yo los veía muy poco en la casilla. Durante el día trabajaban, uno de peón de albañil, y el otro de enlazador de perros en la perrera municipal. Regresaban a la casilla al atardecer. En verano se daban cada tanto un baño afuera, junto a la bomba sapo y dentro de un corralito de chapa que cubría sus desnudeces hasta la cintura. Siempre alguna de las hermanas, entre risas, jarana y miraditas indiscretas, los enjuagaba desde la cabeza con un recipiente con agua previamente calentada en la cocina de leña. Para la higiene de las mujeres, había un pequeño cobertizo de chapa pegado a la letrina. Los dos varones se afeitaban afuera, frente al espejo de un botiquín colgado bajo el alero. Se peinaban con brillantina Glostora, se perfumaban, se empilchaban y sa­lían, hechos unos dandis, cada uno por su lado.

Don Hermes Radviuk parecía un gran señor. Las hijas y la mujer lo atendían como a un califa, le cebaban mate, le alcanzaban algo de comer, le enfriaban la cerveza en una palangana con hielo y le iban a comprar El Gráfico todos los martes. Él, por su parte, nunca movía un dedo por nadie, sólo estaba allí para beber, dar paternales consejos y recibir atenciones, aunque era notable el trato amoroso que tenía en todo momento con las hijas. Hasta cuando las reprendía lo hacía en tono cariñoso e indulgente. A veces pedía que le alcanzaran un libro religioso y leía algunos pasajes en voz alta. Y había que ver con que respeto las hijas escuchaban esas lecturas, cómo lo mimaban, lo abrazaban, jugueteaban con él y procuraban complacerlo en sus mínimos deseos. Una vez vi que dos de las chicas le estaban poniendo medias de lana, cada una con un pie entre sus amorosas manos, mientras él viejo, apoltronado en su desvencijado sillón, escuchaba concentrado un partido de futbol por los auriculares de una radio a galena. Percibí que había siempre como una competencia por ganarse el apego del viejo.

Otra curiosidad que noté es que las tres hijas más grandes, aún cuando sólo salían de la casilla para trabajar o hacer algún mandado, se acicalaban lo mejor que su pobreza les permitía, se peinaban entre ellas, se pintaban las uñas y se maquillaban. Nora era siempre la mejor vestida porque se confeccionaba sus propios vestidos. Sólo la vieja, que era la única que fregaba ropa en el piletón, regaba la huerta y le daba maíz a las gallinas, se mostraba desarreglada y hasta maloliente.

En realidad yo entraba muy de vez en cuando en la casilla, y siempre permanecía poco tiempo, así que mis recuerdos de lo que pasaba allí dentro son necesariamente fragmentarios. En cambio con la Greta, que era bastante vaguita y le gustaba jugar con los varones, nos encontrábamos todos los días en la calle, para cazar mariposas, encerrar luciérnagas en frascos de vidrio o pescar renacuajos en el zanjón cuneta siempre inundado de Colón. Ella era un varoncito más para nuestra pequeña pandilla.

Los marginales merodeadores

En el barrio merodeaban siempre cinco dementes. Uno era Norris, un repulsivo sujeto de ojos saltones enrojecidos, tez morena infernalmente picada de viruela y nariz aplastada cuyos orificios exudaban unas velas verdosas que se le encharcaban y encostraban encima del labio superior que le sobresalía como un hocico. Jamás hablaba con nadie, pero tenía la mala costumbre de pararse frente a las personas y permanecer inmóvil como una figura de cera de un museo del horror. Los que padecían este acoso le daban limosna para que se esfumara cuanto antes.

Otro era “Piojito”, un vagabundo de larga barba y melena, que se echaba a dormir ahí donde lo agarraba la noche, a veces bajo un alero, en el porche de una casa, o directamente al sereno. Iba siempre vestido con sobretodo largo y mugriento, sombrero de ala ancha caída y zapatos destrozados. Llevaba invariablemente una vara para ahuyentar a los perros sueltos. Se rascaba el cuerpo constantemente porque estaba infectado de piojos. Nunca pedía ni hablaba con nadie, pero las señoras del barrio, al verlo acercarse, entraban a buscar algo para darle, un sándwich, o una fruta, que él tomaba extendiendo el brazo lo más que podía para no contagiar sus piojos ni ofender con sus emanaciones.

Los otros personajes eran el loco Félix, que tendría quince o dieci­séis años y sus dos hermanos mayores, mellizos gemelos, los tres infradotados. Vivían en los fondos de un bar de la calle Brown, en una pieza que el dueño les facilitaba.

Los mellizos eran lustrabotas y estaban siempre juntos, cada uno con su cajita de pomadas y cepillos. Eran muy parecidos entre sí, con idéntico gesto adusto y la mirada perdida, pero uno de ellos mandoneaba y maltrataba al otro. ¡No seas pavo!, le gritaba el mandamás delante de la persona que se estaba lustrando los zapatos. ¡Infeliz! Hacé esto, hacé aquello, agarrá la otra pomada, mirá que sos tarado… Éste es un lelo, le explicaba al sorprendido cliente.

El loco Félix, en cambio, era simpático y sociable. Vagabundeaba por el barrio siempre sonriendo y a veces hablando solo. Cuando los chicos lo cruzábamos le pe­díamos que cantara y bailara. No había que rogarle mucho, sacaba de sus bolsillos cuatro maderitas alargadas y con dos en cada mano, hábilmente sostenidas entre sus dedos a modo de castañuelas, producía un repiqueteo con el que bailaba grotescamente mientras cantaba una copla monótona: “El loco Félix, el loco Félix / El loco Félix, el loco Félix…” Esa era toda la letra, y  la repetía hasta que, cansado, daba por terminado el show.

Aunque parezca mentira, tocaba los palillos sorprendentemente bien, con un tamborileo potente y rítmico. La gente se paraba para verlo, se reía de sus astracanadas, lo aplaudía y le daba unas monedas.

Estas cinco personas incapaces, recorrían diariamente las manzanas que circundaban mi casa. Siempre daban vuelta por ahí. Eran muy jóvenes todos, aunque Piojito y Norris parecían viejos de tan deteriorados que estaban.

Cinco retardados mentales concentrados en un perímetro tan reducido era demasiado, pero yo era muy chico para asombrarme de esa banalidad.

La revelación

Una noche, posiblemente más tarde que otras veces, entro por mi cuenta al rancho de la Greta y me veo ante una escena desacostumbrada. En el comedor alumbrado a querosén están solamente el viejo y los dos varones, enfrascados en una discusión. No entiendo el motivo del entredicho, pero nombran a la hermana de trece años: “¡Basta, viejo, tenés que frenarla con la Mabel, es muy pendeja todavía!”, le dice uno de los hijos. “¡Y vos que te metés, palurdo! ¡Que te importa, si ella está conforme y me lo anda pidiendo!”, le contesta el viejo visiblemente alterado pero en voz baja como para que no lo escuchen desde las habitaciones. “¡Es mi hermana, cómo no me va a importar!” “Ah, tu hermana, ¿eh?, tu hermana…, mirá vos, ¿y desde cuándo te importan tus hermanas? ¿Y tus otros hermanos, los que rajamos de acá, te importan? Bueno… tus hermanos, por llamarlos de alguna manera, porque yo nunca pude averiguar quién carajo los engendró. Miren, no me hagan hablar, que con ustedes tengo muchas cuentas pendientes… Los hijos, alteradísimos, hablan a la vez, pero el padre los hace callar autoritariamente: “¡No se hable más del asunto! ¡No se hable más del asunto! ¡No se hable más del asunto!”

Cada vez que repite esta orden, don Hermes, sentado con aire de magistrado en su sillón patriarcal, levanta muy alto su brazo derecho con la mano abierta hacia mí y lo deja caer palmeando ruidosamente el apoyabrazos, una y otra vez, como acentuando la autoridad de sus palabras, gesto tal vez propio de un predicador que sermonea a sus fieles. Esa mano movediza y crispada me provocó una vaga e inexplicable para mí sensación de angustia.

En eso los tres descubren mi presencia y hacen silencio. Uno de los hermanos me pregunta de mala manera: “¿Y vos, qué carajo querés?” “Nada, nada, la buscaba a la Greta, nomás”. “La Greta ya se acostó, así que mandate a mudar, y no vuelvas a entrar acá sin pedir permiso, ¿entendiste, mocoso?”.  

Me fui más atemorizado de lo que el episodio merecía. Ya no volví  jamás a esa casilla.

Como dije, mi madre me contó muchos años más tarde, cuando yo ya peinaba canas, la verdad de los sucesos de esa casilla, sucesos que alguna gente del barrio conocía pero que nadie quería mencionar. Según esa versión, que más tarde complementé con datos que le pude sacar a don Elías, uno de los antiguos vecinos a quien, hasta su muerte reciente, seguí viendo de vez en cuando por el centro, don Hermes se acostaba con sus tres hijas mayores. Y si debiera guiarme por las palabras que escuché en la discusión de aquella noche, el viejo se disponía a iniciar a la Mabel, de trece años, porque esa era la edad de noviciado que fijaba el reglamento de la secta a la que pertenecían.

Las mujeres no habían sido nunca obligadas ni violentadas por el viejo, simplemente se acostumbraron desde la adolescencia a turnarse para dormir con él, y lo curioso es que lo hacían de buena gana. A veces se peleaban entre ellas por celos, ya que todas querían ser la favorita de Hermes, y, según don Elías ―aunque su testimonio es en este aspecto poco creíble, porque uno se pregunta ¿y cómo lo supo él?― las irritaba escuchar tras las delgadas paredes de madera del rancho las exclamaciones placenteras de la que en esos momentos fornicaba con el padre. ¿Pero, y la madre, doña Emérita?, le pregunté a mamá, y después a don Elías. Ambos coincidieron: la madre consentía esas relaciones porque ella también las había tenido con sus hijos varones cuando estos eran adolescentes, todo conforme a los preceptos endogámicos de su religión.

Pero el omnisciente don Elías fue más lejos, me aseguró que los hermanos varones, cuando regresaban a la casilla después de haber bailado hasta pasada la medianoche, ardiendo por los juegos audaces de chicas difíciles, a veces se metían subrepticiamente en la cama de alguna de las hermanas, quienes accedían a complacerlos, aunque siempre con la exi­gencia casi incumplible de hacerlo en silencio, para que el padre no se fuera a enterar, porque la secta no aprobaba semejante degeneración entre hermanos, salvo que se casaran, como manda Jehová.

Supongo que Greta, mi amiguita de la infancia a quién dejé de ver pocos años después, cuando nos fuimos del barrio, habrá ocupado alguna vez el lugar que le correspondía como la amante más joven y preferida de su padre, y, ocasionalmente, de sus hermanos.

Si he de aceptar estos hechos como auténticos, y a su vez los relaciono con fragmentos de la discusión entre padre e hijos que escuché aquella noche, los cabos sueltos se atan solos y las conclusiones salen a la luz como lagartijas al mediodía.

Puedo entonces entender una rareza nunca aclarada: por qué alrededor de mi casa de la avenida Colón, o mejor dicho, alrededor del rancho de la Greta, que quedaba a la vuelta, deambulaban como sombras sin alma cinco dementes abandonados a la buena de Dios.
Enrique Arenz 2009 - Derechos reservados. Prohibida su reproducción

La novela Marplateros fue editada en 2009 y está agotada. (Sólo se puede comprar en Mar del Plata, en la librería Fray Mocho) Puede bajarse gratuitamente de la página web del autor haciendo clic en el ícono PDF en la siguiente dirección: http://www.enriquearenz.com.ar/libro_marplateros.html#.U2F0aFc_Q4M
 

martes, 16 de diciembre de 2014

Otro de mis cuentos de Navidad


Me llamo Camila Ritordo, soy contadora pública. Cuando sucedió lo que voy a contar yo tenía treinta y cinco años, vivía en Tandil y ejercía mi profesión
en forma independiente.


Mi novio me había dejado después de diez años de accidentada relación. A los pocos meses falleció mi madre. Quedé sola.

Pero descubrí que vivir en soledad no es tan malo para una mujer. Al contrario, es hasta fascinante, siempre que una se organice y esquive la mortal rutina. Comencé a disfrutar de mi hogar: cocinaba, invitaba a mis amigas, cambiaba periódicamente la decoración y los colores de cada ambiente.

Claro, hasta que llegó diciembre.

Aclararé que yo no era una mujer religiosa (aunque sí, ambiguamente supersticiosa, de esas que encienden velas a santos no reconocidos y queman sahumerios frente a una estatuilla del Buda), pero fui educada en una familia católica y, seas o no creyente, la Navidad es la fiesta en la que todos necesitamos una familia.

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sábado, 11 de octubre de 2014

La chica de los pajaritos. Capítulo 6 de "Marplateros"


LA CHICA DE LOS PAJARITOS


 “El hombre admira a la mujer que lo hace pensar, le agrada la que lo hace reír y llega a querer a la que lo hiere.
Pero se enamora de la que lo lisonjea”.

Nellie B. Stull
Consejera matrimonial


Salí del servicio militar el 27 de diciembre de 1963. Mi urgencia fue encontrar un trabajo de pianista para aprovechar la temporada que se iniciaba.
Tuve suerte, me ofrecieron tocar en un circo que se estaba instalando en la esquina de Luro y San Juan, el Circo Music Hall de París. Era una carpa como la de cualquier circo pequeño, pero en lugar de la clásica pista circular tenía un gran escenario.
La orquesta que me contrató iba a tocar también como jazz, los fines de semana y los días de carnaval, en un boliche de la avenida Independencia conocido como La cueva de la sirena,
Tocar bajo la carpa de un circo fue una experiencia apasionante.
Dos saxofones,  clarinete, dos trompetas, batería y piano; esa era la composición de la orquesta circense. Se puede decir que nos dimos la mano arriba del palco porque apenas si ensayamos pocos minutos antes del debut, pero cuando se es buen profesional los ajustes se hacen sobre la marcha. Tocábamos al costado del proscenio pero a un nivel más bajo. Desde esa ubicación debíamos acompañar a los distintos números con llamadas de trompetas, redobles de tambor, suaves melodías, marchas militares y música de jazz.
Era un buen espectáculo. Actuaban cantantes, un ballet, malabaristas, contorsionistas, un notable prestidigitador, el internacionalmente famoso amaestrador de pájaros Tomy Bicker, que manejaba maravillosamente en el escenario a decenas de aves, y el número más popular de todos: el “Dúo de dos”, integrado por dos comediantes ya famosos en esa época: Beto Cabrera y Mario Sánchez, quienes cantaban y hacían chistes en catarata que el público festejaba a las carcajadas.
En el escenario trabajaba una joven bellísima, de veintitrés años,  Samantha, que actuaba de partenaire tanto del mago como del amaestrador de pájaros, dos cuadros muy interesantes a cuya jerarquía contribuía sin duda esta muchacha con su atractivo excepcional. En ambos números ella aparecía vestida con mallas o polleritas ultracortas. Calzaba medias de red y zapatos con tacos aguja que realzaban la esbeltez de sus piernas.
Todos en la orquesta esperábamos que apareciera Samantha en el escenario para disfrutar de su simpatía y de la visión gratificante de su cuerpo delgado de contornos lúbricos. La llamábamos “La chica de los pajaritos”. Era demasiado bonita para que uno se le animara con algún avance. Por otra parte se comentaba que tenía una relación amorosa con el maestro de ceremonias, un tal Sergio M., un señor elegante, de alrededor de cuarenta años, vestido con impecable smoking y dotado de carisma y gran personalidad.
―Buenas tardes, ¡asesinos de la música!― nos saludaba Mario Sánchez cuando sa­lía al escenario junto a Beto Cabrera en la primera de sus rutinas cómicas, y nosotros le contestábamos con un sonoro acorde disonante, que provocaba risas en el público.
En una de sus actuaciones más aplaudidas, Mario, que entonces era delgado, ha­cía una caracterización notable de Charles Chaplin. En ese número no había diálogos, sólo mímica, acción, silencios, expresiones y la música incidental que aportábamos nosotros. En el pequeño drama, Carlitos le ofrecía una flor a una dama de la que estaba enamorado. La mujer tomaba la flor, la contemplaba con curiosidad, la olía con cierta indiferencia, y de pronto, con un gesto despectivo que acompañaba nuestro baterista con un golpe de platillo, la arrojaba al piso y hacía mutis. En ese momento, y para acentuar la honda tristeza de Carlitos, yo ejecutaba en el piano el lieder de Schubert Serenata.
Carlitos, con una expresión tristísima que recordaba las películas mudas del verdadero Chaplin, se agachaba lentamente para levantar la flor y contemplarla largamente mientras la melodía de Schubert acentuaba la atmósfera de intensa tristeza. La escena era impactante, y la música de piano resultaba una combinación perfecta para darle realce dramático. Finalmente Carlitos se retiraba de la escena con su bastón y su tranco característico, y la orquesta arrancaba con Candilejas, que se prolongaba en un crescendo de gran emotividad. La excelente actuación de Mario Sánchez, la melancólica Serenata en el piano y el final de Candilejas a toda orquesta, emocionaban a los espectadores y arrancaban estruendosos aplausos. Era sorprendente el momento mágico que se lograba con tan sencillos elementos escénicos.
Un día de finales de enero llego temprano para la primera función y  me pongo a practicar un poco el piano. Se me ocurre repasar la Serenata de Schubert, ya que era mi único solo de piano, y siempre la responsabilidad de un solista conlleva una cierta inseguridad. Concentrado en mi interpretación veo que alguien se acerca por mi derecha y se queda escuchándome. Cuando termino, miro a ver quién está a mi lado y me llevo la gran sorpresa: es Samantha ¡y está llorando!
Ella se seca rápidamente los ojos, sonríe y me dice:
―Discúlpeme, lo escuché tocar desde mi camarín, está justo detrás del piano, del otro lado de esa lona. Siempre lo escucho cuando toca la Serenata y lloro como una estúpida.
―Bueno, es una melodía muy dulce…
―Pero usted la toca con tanto sentimiento… La he escuchado otras veces y nunca me conmovió de esa manera, seguramente usted es el responsable.
Quedé, como se decía antes, de una pieza. No supe qué responderle mientras mis mejillas ardían traicioneramente.
―Bueno ―dijo ella con una sonrisa, fingiendo no ver el bermellón delator―, tengo que ir a maquillarme. Otro día charlamos.
Me impresionaron tanto las palabras de esa preciosura respecto de mi música que ya no pude dejar de pensar en ella.
Durante esa función esperé ansiosamente que Samantha saliera a escena. En un momento de su actuación, al final de un acto de prestidigitación en que ella hacía una reverencia al público y señalaba con su mano al mago, giró levemente su cabeza hacia su derecha y manteniendo su sonrisa teatral me dirigió una fugaz mirada.
A partir de ese momento quedé enamorado de Samantha, pero no sabía cómo conducirme con ella. Comencé a ir al circo media hora antes de la función para tocar el piano exclusivamente para ella, que sabía  estaba maquillándose en su camarín lona por medio. Tocaba distintas piezas, pero siempre incluía, a modo de mensaje explícito, una versión de Serenata.
Pasaron varios días hasta que ella volvió junto al piano para conversar conmigo. Nos presentamos, nos tuteamos y hablamos como viejos amigos. Me contó que era bailarina y que estaba tratando de integrar algún ballet en Buenos Aires o en el exterior. Dijo que estudiaba clásico, pero que su pasión era el flamenco. Yo le toqué un trozo de Viva Cádiz, que le hizo levantar los brazos y balancearlos con  gracia gitana.
A partir de entonces la chica de los pajaritos venía todos los días a conversar conmigo unos minutos antes de su sesión de maquillaje, y yo aprovechaba para tocar algunos trozos de Albéniz, de Granados o de Manuel de Falla. Practicaba en mi casa desesperadamente para tener cada día un trozo distinto lo mejor ejecutado posible para deleitarla, y ella me lo agradecía con su mirada de cálida admiración.
Yo seguía sin saber qué hacer. Para peor la había visto conversando con Sergio, sin sonrisas entre ellos pero sí con una expresión de intimidad que se parecía mucho al trato matrimonial.
Eso me desalentó y me mantuvo a distancia de Samantha, más allá de los fugaces encuentros diarios al lado del piano y de las miradas cálidas que ella me seguía prodigando desde el escenario.
En el circo las cosas empezaron a ir mal. Ya estábamos en febrero y había caído abruptamente la asistencia de público. Apenas si se llenaban tres o cuatro filas de plateas los sábados y domingos, y los demás días menos.
El administrador nos llamó para darnos la mala noticia de que se veía obligado a prescindir de la orquesta por razones de economía. En adelante, las funciones se animarían con música grabada.
Ese era nuestro último día en el circo, aunque por suerte todavía teníamos el contrato de La Cueva de la Sirena. Al terminar la segunda función, fui al camarín de Samantha para despedirme, pero como Sergio estaba en ese momento con ella, simplemente los saludé a los dos y no pude decir otra cosa que adiós y buena suerte.
Esa noche, mientras tocaba en el boliche, yo no dejaba de pensar que no volvería a ver a Samantha, a pesar de que ella me había dado todas las señales posibles para demostrarme su interés. Me sentía rabioso conmigo mismo por no haberla invitado a salir, a tomar un café para charlar sobre música y sobre su soñada carrera de bailarina flamenca. ¡Qué imbécil que había sido! ¡Esa timidez de siempre!
Esa noche no pude dormir. Al levantarme debí aceptar que mi metejón era tremendo. Y yo había dejado pasar el tiempo sin hacer nada.
Caminé y pensé. Tenía que remediar mi torpeza, porque ella estaba interesada en mí y yo iba a desaparecer de su vida como si no me importara, cuando en realidad era lo único que me importaba. No conocía su número telefónico ni su domicilio.
De pronto, una lucecita genial iluminó mi cavernoso desaliento.
Fui a una florería, encargué un bellísimo presente floral con jarrón de cerámica y rosas rojas que me costó un platal, solicité que lo llevaran esa misma tarde al circo dentro del horario de la primera función a nombre de la señorita Samantha. Escribí en la tarjeta: “Samantha, quiero que recibas este obsequio como agradecimiento por el inmenso bien que me hiciste al darme tu amistad. Con amor, Enrique”. Y, por supuesto, anoté mi número de teléfono debajo.
Me quedé esa tarde en mi casa con una ansiedad de locos. Ya había pasado la hora en que terminaba la primera función cuando sonó el teléfono. “Es para vos, una chica…”, me anunció mi madre.
La emoción me cerró la garganta y casi no pude decir “hola”. Era Samantha, estaba feliz y emocionada por el agasajo sorpresivo que acababa de recibir. Dijo que se sintió como una gran estrella del espectáculo cuando le llevaron las flores a su camarín, que me lo agradecía tanto, que cómo se me había ocurrido un gesto tan refinado, tan caballeresco.
La conversación fue corta. Quedamos en encontrarnos el lunes a la noche para tomar una copa y charlar como amigos. El lugar del encuentro fue la confitería Montecarlo que estaba en Rivadavia y Corrientes.      
 Me sentí tan orgulloso y eufórico que hasta les avisé a mis amigos para que fueran a espiar discretamente mi “levante” desde la puerta del bar, ya que una mujer de esas características era para exhibirla.
Apareció elegantemente vestida con pollera corta, blusa de seda y tacos altos, un collar con pequeñas piedras verdes y muchas pulseras. Tenía un maquillaje sencillo, los ojos muy delineados y el cabello suelto. Era toda una modelo. Tomamos un par de whiskys, charlamos durante dos horas animadamente, pero no salía nada para concretar. Hasta que ella, inteligentemente, me preguntó si me gustaba bailar. “No bailo muy bien”, le confesé. “Pero sabrás bailar boleros, música lenta…”. “Eso sí”. “Bueno, para mí es suficiente”, y sonrió como animándome a tomar alguna vez la iniciativa. Entonces me decidí: “¿Y si vamos a bailar?” “¿Ahora…?” “Sí…” “¿Por qué no?”
Fuimos a Avalón, un sótano oscuro y elegante que estaba cerca de allí, creo que en la calle Santa Fe.
Pedimos una copa y fuimos enseguida a la pista.
Bailamos apretados, nos besamos y nos acariciamos sin excesos por ser el primer día, como se estilaba en esos tiempos. Esa misma noche la acompañé hasta la esquina del edificio céntrico donde vivía temporariamente. Un poco inquieta, como nerviosa, no quiso que fuera hasta la puerta de entrada. Quedamos en vernos a la noche siguiente.
En esta segunda cita la invité a cenar. Charlamos, nos tomamos las manos y finalmente la miré a los ojos y le dije tiernamente: “Samantha, quiero poseerte”.  Quedó impresionada por esa forma de requerirla, lo vi en sus ojos. Me miró largamente y en silencio, como procesando mis palabras. Finalmente sonrió y me dijo: “Y yo quiero ser tuya”. Ahí nomás tomamos un taxi y fuimos directamente a un hotel.
Cuando esa noche regresé a mi casa, no podía creer todo lo que sucedió en esos dos intensos días. Le había enviado flores al circo, me telefoneó agradecida, nos encontramos en una confitería, fuimos a bailar como dos enamorados, al día siguiente la invité a cenar, y jalonamos esa maravillosa escalada en la cama de un hotel. Ah, si esa cama y esas paredes hablaran.
Mi conclusión de ese momento, diría mejor, mi asombroso descubrimiento, fue que había seducido a una bella mujer nada más que con la música del piano, y eso para mí era novedoso y extremadamente halagador.
Nuestro romance fue tumultuoso, ardiente e inolvidable, pero duró poco. Un día ella me cuenta sobre su intimidad con Sergio, de quien estaba temporalmente apartada pero sin haber roto aún, y me dice que él estaba enterado de nuestra relación, que ha­bía visto las flores en su camarín, y que estaba al tanto de nuestros encuentros posteriores, por lo cual, me dijo con dolorosa honestidad, prefería volverse a Buenos Aires para tratar de recomponer la relación, porque lo amaba y no quería dejarlo. Y me confesó con brutal sinceridad que a mí me necesitaba sexualmente. Me lo dijo así de clarito: “te quiero sexualmente y te necesito sexualmente”. 
En cierto modo eso me halagó, porque ¿a qué hombre no le gusta ser objeto sexual de una mujer bella, y que ésta se declare conforme con los servicios recibidos? Pero al mismo tiempo me dañaba porque yo había llegado a amarla, y ella, ahora lo sabía, nunca me ha­bía correspondido.
Quedé atolondrado y sin palabras hasta el día de su partida.
No volvió nunca a Mar del Plata, pero nos escribíamos todas las semanas. Durante años fui cada tanto a Buenos Aires para encontrarme con ella. Nos alojábamos en el Hotel Mundial de Congreso y pasábamos buenos momentos juntos, pero siempre como a escondidas, ella se mostraba muy ansiosa y no quería que saliéramos a caminar por la ciudad. Apenas si íbamos a comer, a veces a El Tropezón, de Callao, a veces al restaurant del Savoy, en la calle Florida. Como excepción aceptaba que nos embarcábamos en El Tigre para almorzar en alguna isla del Paraná de las Palmas. Ocasionalmente aceptaba que la llevara al Patio Andaluz o al teatro Tabarís para escucharlo a Osvaldo Pugliese. Y era habitual que estando tomados de la mano ella se soltara, ansiosa, tensa, como si viera o creyera ver a alguien entre la multitud.
En sus cartas me contaba sus intentos por entrar en un cuerpo de baile. Hasta que un día ―fue en 1966, yo ya estaba tocando en la orquesta Marabú, de la que hablaré más adelante― me dice que por fin la contrataron en una compañía para bailar en Europa, y que viaja a la semana siguiente.
Me entristeció, pero para mí fue como un alivio.
Su partida fue una providencial oportunidad para liberarme de esa obsesión que me quitaba muchas energías y me impedía concentrarme en otras cosas. Así que le escribí, le dije que me entristecía que se fuera pero que le deseaba lo mejor en su carrera, que la felicitaba y la alentaba a seguir en sus proyectos. No le pregunté, ni lo quise saber, si Sergio la acompañaba en su viaje, tal vez sí, tal vez no. Solamente le pedí que me escribiera desde Europa.
Pasó un año antes de recibir una carta de ella. Estaba en los Emiratos Árabes, bailando en el teatro de un jeque petrolero forrado en dólares. En esa carta, que fue la última, me expresaba su gratitud por haberla comprendido y me confesaba algo que yo ni siguiera había sospechado: No había sido por la música que ella se había sentido atraída hacia mí.
Cuando Samantha lloraba con la Serenata de Schubert, era por la tristeza que esa melodía romántica le causaba en momentos en que iba a perder a Sergio. Mi música melancólica la acercaba a su amado y la alentaba a tratar de reconstruir esa relación tambaleante.
Samantha se sintió atraída hacia mí no por mi música sino por mis palabras. Al principio por lo que le escribí en la tarjeta de las rosas, y después por haber pronunciado una frase anodina que, según parece, me distinguió favorablemente entre todos los hombres que alguna vez pretendieron llevarla a la cama: “Quiero poseerte”, le dije, y eso la cautivó. ¿Qué quieren que les diga?
Conservo esa carta fechada en Abu Dhabi el 3 de febrero de 1967. Cada vez que la releo me cuesta aceptar que estuve tan equivocado durante tanto tiempo. ¡Seduje a una hermosa mujer con el piano!, me repetía orgulloso. Pero para la hermosa Samantha sólo fui una especie de consuelo, un juguete de ocasión, un amiguito joven que la hacía disfrutar en la cama probablemente más que el hombre a quien verdaderamente amaba. Y que la desatendía porque tal vez, y sólo tal vez, estaba interesado en otra mujer.
Fueron simples y humildísimas palabras las causantes de mi seducción. Jamás hubiera creído que con tan poca cosa se le podía hacer perder la cabeza a una mujer enamorada de otro hombre. ¡No con música, con palabras, con chamullo!

  •  Prohibida su reproducción
La novela Marplateros fue editada en 2009 y está agotada. (Sólo se puede comprar en Mar del Plata, en la librería Fray Mocho) Puede bajarse gratuitamente de la página web del autor haciendo clic en el ícono PDF en la siguiente dirección: http://www.enriquearenz.com.ar/libro_marplateros.html#.U2F0aFc_Q4M