por Enrique Arenz
No es fácil ser católico y liberal. Conciliar la doctrina de la Iglesia con la amplitud de juicio que exige la condición ética de un auténtico liberal es a veces incómodo y doloroso.
Y si hay un tema que mueve la conciencia de un católico que quiere pensar por sí mismo en estos días, es el relacionado con la homosexualidad y las uniones homosexuales.
Y si hay un tema que mueve la conciencia de un católico que quiere pensar por sí mismo en estos días, es el relacionado con la homosexualidad y las uniones homosexuales.
Bueno, quiero expresar mi opinión, que sé que interpreta el modo de pensar silencioso de muchos católicos que hoy sufren los altibajos de este dilema. Solo pido a los católicos intransigentes que no se molesten. No quiero confrontar con ustedes, y menos con mi Iglesia. Sólo deseo reflexionar en voz alta haciendo uso del libre albedrío que Dios me concedió y de la inteligencia que no me negó.
Si la ciencia médica ha descartado a la homosexualidad como una patología, y si en el mundo del siglo XXI le hemos reconocido a los homosexuales el derecho a ocupar un lugar en la sociedad sin menoscabo ni discriminación, ¿por qué habríamos de negarles la convivencia en parejas estables legalmente constituidas? Estas uniones debemos verlas como un asunto de interés para toda la sociedad, porque son una forma eficaz de contrarrestar posibles hábitos promiscuos y trastornos de conducta.
Así que enfrentemos la realidad y hagamos lo más sensato: fomentemos la formación de parejas homosexuales y monógamas permanentes unidas por el amor y los intereses comunes. Existe, por tanto, una urgente necesidad de legislar las uniones civiles de homosexuales. ¿Cómo deberíamos hacerlo sin herir los sentimientos de nadie?
Para los católicos, la homosexualidad siempre estará en discusión. La Iglesia todavía lo considera una grave desviación moral, y si actualmente acepta fieles que tienen una inclinación homosexual, exige abstinencia y una vida de virtual aislamiento y negación que, respetuosamente digo, no es justa desde ningún punto de vista. Pero, en cualquier caso, ese es un problema para los homosexuales católicos, cuyas conciencias individuales dictarán si deben o no acatar estas duras reglas para no perder sus derechos sacramentales.
Pero ¿qué sucede con los homosexuales agnósticos, o aquellos que, estando bautizados, no practican los deberes religiosos? En ambos casos las personas involucradas no tienen problema de conciencia y se sienten cómodas viviendo como entienden que es lo correcto. La sociedad pluralista, la sociedad abierta a la diversidad, la sociedad de hombres libres, la sociedad que todos queremos, democrática y republicana, tiene el deber de encontrar una salida legal para ese grupo social minoritario que desea practicar la monogamia.
Nos quejamos, no sin razón, de que muchos de los jóvenes heterosexuales de hoy eluden las formalidades y compromisos del matrimonio, y viven en parejas transitorias y precarias donde procrean hijos y a veces disuelven sus vínculos descuidando sus obligaciones parentales. Reconozcamos al menos que es un hecho auspicioso, y, hasta cierto punto, un buen ejemplo, que muchos homosexuales quieran tener una vida familiar más ordenada y permanente.
No olvidemos que aun cuando seamos un país predominantemente católico, tenemos el deber de proteger los derechos civiles de las minorías.
Entonces, ¿qué hacemos con quienes quieren constituir parejas estables del mismo sexo y desean hacerlo a través de un contrato legal que garantice a ambos cónyuges todos los derechos y obligaciones que el Código Civil otorga a las parejas heterosexuales?
No sería correcto llamar a esta unión "matrimonio", porque el matrimonio es un Sacramento y será siempre la unión entre un hombre y una mujer, y por eso su uso incorrecto ofende creencias y convicciones que deben ser respetadas.
Pero tampoco podemos dar otro nombre a las uniones entre personas del mismo sexo porque eso sería claramente discriminatorio.
¿Por qué entonces, para no herir los sentimientos de nadie, no cambiamos el nombre del contrato civil, tanto para los heterosexuales como para los homosexuales? Que en vez de llamarse matrimonio, se llame Vínculo Conyugal, o Unión Civil, o lo que sea. Nadie se sentirá discriminado y devolveremos el término “matrimonio” a la Iglesia Católica (y otras religiones) como Sacramento para quienes contraen nupcias ante el Altar. La sociedad plural y laica no pierde nada y reducimos fuertemente un conflicto de conciencia que hoy duele a muchas personas.
(Se permite la reproducción)