Por Enrique Arenz
El 1 de abril se cumplen cinco años de su fallecimiento. Tenía 91 años y una admirable lucidez intelectual. Fue sin duda uno de los protagonistas de la política nacional de los últimos cincuenta años. Fundador de exitosas empresas industriales, pionero de la aeronavegación comercial, fue ministro de Industria durante el gobierno de la Revolución Libertadora, ministro de Economía de los presidentes Arturo Frondizi y José María Guido, embajador argentino en los Estados Unidos durante el gobierno militar de Juan Carlos Onganía, asesor del presidente Carlos Menem, fundador de tres partidos políticos, diputado nacional, a partir de 1983, durante cuatro períodos consecutivos, convencional constituyente en 1994 y, en dos ocasiones candidato a presidente de la República.
Fue en sus comienzos una voz solitaria en la difusión de las ideas liberales, pero logró (aunque parcial y muy acotadamente) llevarlas a la práctica, primero, con el presidente Frondizi, y luego, mediante las privatizaciones y desregulaciones que aconsejó al presidente Menem a partir de 1989.
La opinión progresista de la Argentina se complacía en cargar las tintas con hechos anecdóticos, entre ellas la emisión de los famosos bonos “9 de Julio”. También se le enrostraron sus participaciones en gobiernos militares, pero pocos recuerdan tres de sus definiciones políticas fundamentales:
1) Fue uno de los pocos políticos que expresó públicamente su oposición al golpe militar de 1976.
2) Fue el único político que condenó, por aventurera e irresponsable, la guerra de las Malvinas en pleno desembarco en las islas, lo cual le valió un juicio por traición a la patria.
3) Como diputado nacional votó en contra de las leyes de “Punto Final” (1986) y de “Obediencia debida” (1987), convencido de que por ese camino jamás alcanzaríamos la reconciliación.
Pero hay otro hecho revelador de su independencia y de sus profundas convicciones liberales que muy pocos argentinos conocen: siendo embajador del general Onganía en los Estados Unidos, promovió, gestionó e hizo representar en Nueva York la ópera “Bomarzo”, de Manuel Mujica Lainez y Alberto Ginastera, obra que su jefe, el general Onganía, había censurado y prohibido en el teatro Colón de la Argentina. (Ver foto del encabezado: junto a Ginastera, Mujica Láinez y el vicepresidente Hubert Humphrey, en el estreno de Bomarzo en Nueva York)
Como candidato a presidente por la UceDé, llegó a obtener dos millones de votos, y como diputado nacional presidió un bloque que en su mejor momento reunió a once diputados liberales, muchos de los cuales, como Federico Clérici, Armando Ribas, Francisco Durañona y Vedia y Héctor Siracusano, entre otros, sobresalieron entre la mediocridad populista de entonces, con brillantes actuaciones parlamentarias.
Los que conocimos personalmente a Alsogaray y tuvimos el honor de ser condecorados con su amistad, sabemos hasta qué punto amaba la libertad humana y de qué manera inclaudicable se entregaba diariamente a su pasión por persuadir a la gente, a los militares y a los gobiernos civiles (porque él hablaba con todos y trataba pacientemente de convencerlos, fueran civiles o militares, intelectuales o políticos) de que la libertad económica era la condición de la prosperidad.
Recuerdo que hace cuatro largas décadas los pocos liberales de entonces nos sentíamos muy solos y angustiados por el destino incierto de nuestro país. Pero leíamos los artículos de Alsogaray en el diario La Prensa y recuperábamos el entusiasmo decaído. Era el faro que nos conducía en la oscuridad y nos sacaba del desaliento.
No ha llegado todavía el momento, pero el país (y también muchos liberales, que no lo quieren) le van a reconocer a Álvaro Alsogaray el enorme servicio intelectual que nos hizo a todos en su dilatada trayectoria pública. Se puede decir que gracias a él la Argentina recuperó el espíritu de Mayo y las ideas de Alberdi, eclipsadas durante tantos años por el autoritarismo, la demagogia y los mitos de las economías dirigidas.
La clase política le debe un desagravio. Cuando falleció, después de haber cumplido durante dieciséis años consecutivos una fecunda labor legislativa, la Cámara de Diputados le negó el discurso de despedida que se merecía. El 3 de abril de 2005 el bloque del ARI, y de otros partidos de izquierda se opusieron a que se pronunciaran discursos. El homenaje se limitó a entonces a un reglamentario minuto de silencio. Los legisladores que se opusieron a los discursos hasta se retiraron del recinto para no participar del módico recordatorio.
Muchos liberales tuvimos diferencias doctrinarias con él. Su modelo era la Economía Social de Mercado, de Ludwig Erhard, Wilhem Röepke y Luigi Einaudi (entre otros) que propone la teoría de las “intervenciones conformes al mercado”, conceptos que ―aunque rescataron la economía de Europa de la pos guerra― provocaban y provocarán entre los liberales eternas discusiones y polémicas. Pero más allá de esas disidencias lo admirábamos por la habilidad con que llegaba a la gente común para persuadirla de los beneficios de la libertad económica. Nadie, absolutamente nadie hasta hoy, ha enseñado los principios de la libertad con tanta solvencia, pasión y perseverancia. Ningún otro liberal fue jamás escuchado como él. Nadie consiguió despertar el interés de las personas sencillas, las que votan y no entienden nada de economía, como logró hacerlo Alsogaray.
Fue muy discutido y combatido dentro de la UCeDé aún por personas que alcanzaron gracias a él altos cargos y la notoriedad pública, pero ninguno de ellos, absolutamente ninguno, ha podido tomar su lugar, reemplazarlo en la imprescindible tarea de enseñarle y recordarle a la gente, entre otras cosas, cuáles son las causas de la inflación, por qué el excesivo gasto público desquicia las economías y cuáles son las ventajas que obtienen los trabajadores de la economía libre. Han pasado cinco años desde su desaparición y nadie ha llenado ese vacío.
Lo único que sabemos, hoy por hoy, es que Alsogaray nos hace mucha falta.
(Se permite su reproducción citando este blog)