¿Dónde está Dios?
Capítulo 11 de la Novela de Enrique Arenz: Marplateros
La visión más estremecedora de la maldad humana en su estado puro me la dio en pocas palabras Miguel de Luca, un querido amigo veinte años mayor que yo, ya fallecido.
Era italiano, nacido en Borco di Cadore, una aldea dibujada por un artista entre las montañas del Véneto, un lugar de ensueño según las vívidas y emotivas descripciones del propio Miguel. Aldea de no más de quinientos habitantes, con casitas alpinas centenarias construidas con piedras y madera rústica y casi como estribadas sobre la ladera vertical de una montaña imponente. Dos pueblos yacían sepultados bajo esas casas, aplastados siglos atrás por desprendimientos de la siempre amenazante colina.
Aún hoy, me contaba Miguel en 1980, los niños van a jugar a la pradera cada uno con la vaca lechera de la familia que sigue a su pequeño amo y responde a sus llamados como si fuera un perrito.
Miguel recordaba con nostalgia esa vida sencilla y feliz que un día debió abandonar para ir a la guerra, y después, para emigrar a la Argentina con las esperanzas de iniciar una vida mejor. “La emigración es una tragedia”, solía decir al recordar esos momentos de ruptura lacerante. Y de paso, se mostraba indignado con las restricciones migratorias que comenzaban a poner en Europa contra los hispanoamericanos, cuando él, y tantos como él, habían sido generosamente acogidos por la Argentina.
Se había despedido de sus dos hermanas y sobrinos con la idea de regresar algún día en buena posición económica. Durante años los ayudó con modestas remesas de dinero que ganaba con su nuevo oficio de pintor de autos. “Con la inflación cada vez necesitaba más pesos para comprar los mismos dólares, hasta que ya no pude mandar nada”.
Miguel era muy joven cuando lo reclutaron. Nunca fue fascista, creía en la libertad y había leído a Luigi Einaudi, pero era muy difícil, según relataba con amargura, resistir al gigantesco aparato de propaganda oficial que obnubilaba al pueblo con la idea de la Italia imperial, de la epopeya de la resurrección del Imperio Romano.
Miguel acababa de egresar del liceo con el título de técnico agrónomo cuando estalló la guerra. Por sus estudios lo nombraron oficial artillero, le dieron una breve instrucción militar y lo mandaron al frente, al mando de un grupo de soldados y con cañones de la primera guerra mundial.
Con Miguel nos hicimos muy amigos. Nos encontrábamos casi a diario en el desaparecido Café Ópera para charlar de política en compañía de otros amigos. Casi nunca quería recordar los hechos de la guerra porque lo entristecían, pero a veces, cuando él y yo estábamos solos, tenía ganas de evocar esos tiempos y me contaba aspectos fragmentarios de sus ingratas experiencias, siempre con espíritu antibelicista.
Así supe que estuvo en varios frentes y debió soportar todos los miedos y todas las angustias. Había visto agonizar durante dos o tres días a soldados suyos heridos en el abdomen por esquirlas de granada, mientras la infección del peritoneo les envenenaba lentamente la sangre, sin poder aliviarles el sufrimiento por no disponer de una miserable ampolla de morfina. En los inviernos de Grecia había dormido sobre las lápidas de los cementerios porque esa era la única superficie seca donde poder acostarse; y se había visto en varias ocasiones frente a una muerte inminente bajo los intensos bombardeos de los aliados. Contaba que en esos momentos, cuando el cielo y la tierra parecían arder en un infierno aterrador y toda esperanza se derrumbaba en el corazón del combatiente, quedaba una sola cosa en pie: la fe en la misericordia de Dios.
Recordaba haber visto en esa situación límite a desalmados oficiales nazis que corrían bajo las bombas haciendo la Señal de la Cruz y repitiendo entre dientes, con desesperación: “Creo en Dios Padre Todopoderoso, creador del Cielo y de la Tierra… creo en Dios Padre Todopoderoso…”
Mussolini cayó en 1943, el rey Víctor Manuel III firmó el armisticio con los aliados, y casi al mismo tiempo le declaró la guerra a Alemania. A partir de esas trascendentales decisiones los pobres soldados italianos comenzaron a poblar masivamente los campos de prisioneros de los nazis. Ya no eran aliados, ahora eran enemigos.
Mi amigo De Luca terminó en uno es esos campos, no recuerdo si me dijo en Grecia o en Francia. Fue en esa situación, privado de alimentos, de abrigo y de esperanzas, cuando vivió los instantes más desdichados de su trágico destino.
Lo transportaron como ganado en vagones abarrotados de prisioneros, sin comida ni agua, a través de distancias interminables, atormentado por indecibles dolores de muelas y por la horrible sensación de estar consumiendo su propio debilitado cuerpo. Se pasaban unos a otros un tarrito para orinar, sin espacio para sentarse y mucho menos acostarse. “Un compañero me da un pedacito de acelga de no más de un centímetro ―me contó risueño―, y cuando lo muerdo justo se me mete en una muela cariada. Fue tan fulminante el dolor que me saqué de la boca el pedazo de acelga y se lo pasé a otro prisionero”.
Así día tras día, sin saber adónde los llevaban, sintiendo la desintegración de su individualidad y de su dignidad humana junto a otros fantasmas, sobrevivientes lastimosos de esa dantesca negación de la condición humana, hasta ser amontonados en un campo rodeado de alambre de púa donde los enfermos curables morían sin asistencia y los que se mantenían en pie comían pasto que arrancaban hasta donde llegaba el brazo por debajo del alambrado, porque el de adentro ya se había terminado.
El 24 de diciembre de 1944, un oficial prisionero que era también sacerdote católico, había conseguido algunas hostias y un poco de vino para celebrar una improvisada Misa de Nochebuena. Era una noche helada pero serena, con el firmamento lleno de estrellas. Parecía que los ángeles con sus trompetas celestiales iban a descender sobre aquellas piltrafas humanas. Mientras el sacerdote celebraba el misterio de la Eucaristía, otro prisionero, un violinista que siempre llevaba consigo su amado instrumento, comenzó a ejecutar el Ave María de Schubert. “Usted viera como llorábamos todos al escuchar esa melodía que nos llevaba dulcemente a nuestros lejanos hogares, hasta los brazos de nuestros seres queridos y a los tiempos venturosos de nuestra infancia. Mientras el Ave María nos encogía el corazón de nostalgia contemplábamos llenos de fe, arrodillados ante el oficiante, la transformación del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. Nunca sentí una emoción tan intensa.”
Pero el verdadero rostro del mal todavía no se le había presentado a mi pobre amigo Miguel, hasta que debió vivir la más espantosa experiencia que un ser humano pueda imaginar.
Sucedió en ese mismo campo. Miguel De Luca fue obligado junto con otros oficiales prisioneros a presenciar el ahorcamiento de diez rehenes civiles como represalia por un atentado. Como es sabido, estos indiscriminados ajusticiamientos eran rutina para los nazis, y Miguel estaba tan acostumbrado a ver morir personas todos los días que ese cuadro no lo hubiera desconsolado más de lo que ya estaba. Pero ocurrió que uno de esos mártires era un chiquito de diez años, flaquito, desnutrido, que por su poco peso tardaba en morir y se contorsionaba en una agonía interminable.
Mi amigo, horrorizado por esa espantosa visión, le preguntó al sacerdote que estaba a su lado: “José, ¿dónde está Dios que permite esta atrocidad?”. El sacerdote lo miró con los ojos arrasados por las lágrimas, señaló con una mano temblorosa el cuerpito que se balanceaba al impulso de sus estremecimientos, y haciendo un esfuerzo para poder hablar, le contestó: “Ahí está Dios: es ese pobrecito inocente”.
Mi amigo Miguel de Luca, que había sobrevivido a todo aquel horror y que pudo soñar en rehacer su vida en la Argentina, no tuvo suerte. Vivió solitariamente, tal vez por las heridas psicológicas que le habían dejado esos acontecimientos, y nunca pudo, nunca supo o tal vez nunca quiso salir de una pobreza extrema en la que lo sorprendió la vejez.
Era tan honrado, tan extremadamente decente, que jamás consintió que sus amigos le tramitaran ante el consulado de Italia una pensión como ex combatiente. Rechazaba indignado, por razones éticas, la sola sugerencia de reclamar ese derecho. No concebía obtener el menor provecho material de esa abominable guerra. Amaba a su patria, pero había sufrido tantas decepciones, tantos amargos desengaños, que su amor se había vuelto obsesivo y rencoroso, como el de un amante despechado.
Tengo el pequeño alivio de haber hecho algo por él: le conseguí un modesto empleo (como contratado, sin estabilidad) para cuidar una vieja dependencia municipal en donde vivió sus últimos años. Pero pude y debí haber hecho mucho más por ese ser humano excepcional que, entre otras cosas, me enseñó a valorar la libertad y la paz, y a respetar los derechos y la dignidad del más humilde de los hijos de Dios.
En 1988 un funcionario nuevo cuyo nombre he borrado de mi memoria, un hombre de la política quizás tan inhumano e insensible como el peor de los nazis que Miguel había llegado a conocer, lo cesanteó sin miramientos ni explicaciones. Le dio un mes para abandonar la pieza que ocupaba. Lo encontraron muerto antes de que se venciera el plazo. Con más de setenta años, con una afección cardíaca que no se quiso atender, no le quedaban fuerzas para luchar, no tenía jubilación ni ahorros e iba parar a la calle. Se dejó morir.
Yo conocía su situación, porque él mismo me la hizo saber apenas se produjo. Pude haber hecho algo, no sé qué, haber intentado defenderlo, o haberle conseguido otra ubicación, no sé, algo. Pero absorto en mis propios problemas personales y familiares dejé pasar el tiempo sin ocuparme de él. En síntesis, lo abandoné como lo abandonaron todos, porque tenía otros amigos que también se desentendieron de su suerte. Me acordé del pobre Miguel cuando me llamaron para avisarme que lo habían encontrado muerto. Me ocupé de avisar a su familia y de enterrarlo dignamente. Eso fue todo lo que hice por ese amigo. No me lo perdonaré nunca.
Somos indiferentes, crueles, desalmados y destructivos con nuestros semejantes. ¿Qué nos falta para convertirnos en un oficial nazi? Tal vez sólo las circunstancias, el clima propicio, el mensaje oportuno de un líder mesiánico que sepa vestir la perversidad desnuda con el ropaje de los ideales patrióticos.
Y a veces justificamos tantas iniquidades negándolo a Dios.
¿Dónde está Dios?, se arrepentía de haberse preguntado Miguel de Luca en aquel campo de prisioneros. Pero también nos lo preguntamos nosotros entre las paredes de una pacífica oficina, o entre los barrotes de una cárcel, o en un hospital hacinado de miserables, o en cualquier otro lugar donde las conductas humanas, la desidia, la indiferencia criminal también causan sufrimiento, con otras formas, otros métodos, otras apariencias, pero con la misma crueldad.
Miguel obtuvo la respuesta en medio del horror y se esforzaba en trasmitírmela con estas sencillas palabras: “Ese día aprendí que Dios está en cada chico desamparado, en cada enfermo abandonado, en cada mendigo que nos molesta en la calle, en cada persona solitaria que sufre la indiferencia y la insolidaridad, en ese amigo que eludimos porque nos deprime con su perpetua melancolía”.
Y yo agrego ahora: Dios está en cada viejo como Miguel de Luca, cargado de historia, de sabiduría y de experiencia, pero olvidado por sus amigos y condenado por la gélida voluntad de funcionarios con un poco de poder, funcionarios a quienes también llegará un día la vejez, el rigor de la decadencia y la soledad de la muerte.
“Dios está demasiado cerca de nosotros ―concluyó Miguel su inolvidable lección de aquel día―. Lo encontramos a cada paso. Hoy mismo, si usted quisiera, podría llevarlo a cenar a su cas
(Prohibida su reproducción)
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