LA CHICA DE LOS PAJARITOS
“El hombre admira a la mujer que lo hace pensar, le
agrada la que lo hace reír y llega a querer a la que lo hiere.
Pero se enamora de la que lo lisonjea”.
Nellie B. Stull
Consejera matrimonial
Salí del servicio militar el 27 de
diciembre de 1963. Mi urgencia fue encontrar un trabajo de pianista para
aprovechar la temporada que se iniciaba.
Tuve suerte, me
ofrecieron tocar en un circo que se estaba instalando en la esquina de Luro y
San Juan, el Circo Music Hall de París.
Era una carpa como la de cualquier circo pequeño, pero en lugar de la clásica
pista circular tenía un gran escenario.
La orquesta que me
contrató iba a tocar también como jazz, los fines de semana y los días de
carnaval, en un boliche de la avenida Independencia conocido como La cueva de la sirena,
Tocar bajo la carpa de un
circo fue una experiencia apasionante.
Dos saxofones, clarinete, dos trompetas, batería y piano;
esa era la composición de la orquesta circense. Se puede decir que nos dimos la
mano arriba del palco porque apenas si ensayamos pocos minutos antes del debut,
pero cuando se es buen profesional los ajustes se hacen sobre la marcha.
Tocábamos al costado del proscenio pero a un nivel más bajo. Desde esa
ubicación debíamos acompañar a los distintos números con llamadas de trompetas,
redobles de tambor, suaves melodías, marchas militares y música de jazz.
Era un buen espectáculo.
Actuaban cantantes, un ballet, malabaristas, contorsionistas, un notable
prestidigitador, el internacionalmente famoso amaestrador de pájaros Tomy
Bicker, que manejaba maravillosamente en el escenario a decenas de aves, y el
número más popular de todos: el “Dúo de dos”, integrado por dos comediantes ya
famosos en esa época: Beto Cabrera y Mario Sánchez, quienes cantaban y hacían
chistes en catarata que el público festejaba a las carcajadas.
En el escenario trabajaba
una joven bellísima, de veintitrés años,
Samantha, que actuaba de partenaire
tanto del mago como del amaestrador de pájaros, dos cuadros muy interesantes a
cuya jerarquía contribuía sin duda esta muchacha con su atractivo excepcional.
En ambos números ella aparecía vestida con mallas o polleritas ultracortas.
Calzaba medias de red y zapatos con tacos aguja que realzaban la esbeltez de
sus piernas.
Todos en la orquesta
esperábamos que apareciera Samantha en el escenario para disfrutar de su
simpatía y de la visión gratificante de su cuerpo delgado de contornos
lúbricos. La llamábamos “La chica de los pajaritos”. Era demasiado bonita para
que uno se le animara con algún avance. Por otra parte se comentaba que tenía
una relación amorosa con el maestro de ceremonias, un tal Sergio M., un señor
elegante, de alrededor de cuarenta años, vestido con impecable smoking y dotado de carisma y gran
personalidad.
―Buenas tardes, ¡asesinos
de la música!― nos saludaba Mario Sánchez cuando salía al escenario junto a
Beto Cabrera en la primera de sus rutinas cómicas, y nosotros le contestábamos
con un sonoro acorde disonante, que provocaba risas en el público.
En una de sus actuaciones
más aplaudidas, Mario, que entonces era delgado, hacía una caracterización
notable de Charles Chaplin. En ese número no había diálogos, sólo mímica,
acción, silencios, expresiones y la música incidental que aportábamos nosotros.
En el pequeño drama, Carlitos le ofrecía una flor a una dama de la que estaba
enamorado. La mujer tomaba la flor, la contemplaba con curiosidad, la olía con
cierta indiferencia, y de pronto, con un gesto despectivo que acompañaba
nuestro baterista con un golpe de platillo, la arrojaba al piso y hacía mutis.
En ese momento, y para acentuar la honda tristeza de Carlitos, yo ejecutaba en
el piano el lieder de Schubert Serenata.
Carlitos, con una
expresión tristísima que recordaba las películas mudas del verdadero Chaplin,
se agachaba lentamente para levantar la flor y contemplarla largamente mientras
la melodía de Schubert acentuaba la atmósfera de intensa tristeza. La escena
era impactante, y la música de piano resultaba una combinación perfecta para
darle realce dramático. Finalmente Carlitos se retiraba de la escena con su
bastón y su tranco característico, y la orquesta arrancaba con Candilejas, que se prolongaba en un
crescendo de gran emotividad. La excelente actuación de Mario Sánchez, la
melancólica Serenata en el piano y el
final de Candilejas a toda orquesta,
emocionaban a los espectadores y arrancaban estruendosos aplausos. Era
sorprendente el momento mágico que se lograba con tan sencillos elementos
escénicos.
Un día de finales de
enero llego temprano para la primera función y
me pongo a practicar un poco el piano. Se me ocurre repasar la Serenata de Schubert, ya que era mi
único solo de piano, y siempre la responsabilidad de un solista conlleva una
cierta inseguridad. Concentrado en mi interpretación veo que alguien se acerca
por mi derecha y se queda escuchándome. Cuando termino, miro a ver quién está a
mi lado y me llevo la gran sorpresa: es Samantha ¡y está llorando!
Ella se seca rápidamente
los ojos, sonríe y me dice:
―Discúlpeme, lo escuché
tocar desde mi camarín, está justo detrás del piano, del otro lado de esa lona.
Siempre lo escucho cuando toca la Serenata y lloro como una estúpida.
―Bueno, es una melodía
muy dulce…
―Pero usted la toca con
tanto sentimiento… La he escuchado otras veces y nunca me conmovió de esa
manera, seguramente usted es el responsable.
Quedé, como se decía
antes, de una pieza. No supe qué responderle mientras mis mejillas ardían
traicioneramente.
―Bueno ―dijo ella con una
sonrisa, fingiendo no ver el bermellón delator―, tengo que ir a maquillarme.
Otro día charlamos.
Me impresionaron tanto
las palabras de esa preciosura respecto de mi música que ya no pude dejar de
pensar en ella.
Durante esa función
esperé ansiosamente que Samantha saliera a escena. En un momento de su
actuación, al final de un acto de prestidigitación en que ella hacía una
reverencia al público y señalaba con su mano al mago, giró levemente su cabeza
hacia su derecha y manteniendo su sonrisa teatral me dirigió una fugaz mirada.
A partir de ese momento
quedé enamorado de Samantha, pero no sabía cómo conducirme con ella. Comencé a
ir al circo media hora antes de la función para tocar el piano exclusivamente
para ella, que sabía estaba
maquillándose en su camarín lona por medio. Tocaba distintas piezas, pero
siempre incluía, a modo de mensaje explícito, una versión de Serenata.
Pasaron varios días hasta
que ella volvió junto al piano para conversar conmigo. Nos presentamos, nos
tuteamos y hablamos como viejos amigos. Me contó que era bailarina y que estaba
tratando de integrar algún ballet en Buenos Aires o en el exterior. Dijo que
estudiaba clásico, pero que su pasión era el flamenco. Yo le toqué un trozo de Viva Cádiz, que le hizo levantar los
brazos y balancearlos con gracia gitana.
A partir de entonces la
chica de los pajaritos venía todos los días a conversar conmigo unos minutos
antes de su sesión de maquillaje, y yo aprovechaba para tocar algunos trozos de
Albéniz, de Granados o de Manuel de Falla. Practicaba en mi casa
desesperadamente para tener cada día un trozo distinto lo mejor ejecutado
posible para deleitarla, y ella me lo agradecía con su mirada de cálida
admiración.
Yo seguía sin saber qué
hacer. Para peor la había visto conversando con Sergio, sin sonrisas entre
ellos pero sí con una expresión de intimidad que se parecía mucho al trato
matrimonial.
Eso me desalentó y me
mantuvo a distancia de Samantha, más allá de los fugaces encuentros diarios al
lado del piano y de las miradas cálidas que ella me seguía prodigando desde el
escenario.
En el circo las cosas
empezaron a ir mal. Ya estábamos en febrero y había caído abruptamente la
asistencia de público. Apenas si se llenaban tres o cuatro filas de plateas los
sábados y domingos, y los demás días menos.
El administrador nos
llamó para darnos la mala noticia de que se veía obligado a prescindir de la
orquesta por razones de economía. En adelante, las funciones se animarían con
música grabada.
Ese era nuestro último
día en el circo, aunque por suerte todavía teníamos el contrato de La Cueva de la Sirena. Al terminar la
segunda función, fui al camarín de Samantha para despedirme, pero como Sergio
estaba en ese momento con ella, simplemente los saludé a los dos y no pude
decir otra cosa que adiós y buena suerte.
Esa noche, mientras
tocaba en el boliche, yo no dejaba de pensar que no volvería a ver a Samantha,
a pesar de que ella me había dado todas las señales posibles para demostrarme
su interés. Me sentía rabioso conmigo mismo por no haberla invitado a salir, a
tomar un café para charlar sobre música y sobre su soñada carrera de bailarina
flamenca. ¡Qué imbécil que había sido! ¡Esa timidez de siempre!
Esa noche no pude dormir.
Al levantarme debí aceptar que mi metejón era tremendo. Y yo había dejado pasar
el tiempo sin hacer nada.
Caminé y pensé. Tenía que
remediar mi torpeza, porque ella estaba interesada en mí y yo iba a desaparecer
de su vida como si no me importara, cuando en realidad era lo único que me
importaba. No conocía su número telefónico ni su domicilio.
De pronto, una lucecita
genial iluminó mi cavernoso desaliento.
Fui a una florería,
encargué un bellísimo presente floral con jarrón de cerámica y rosas rojas que
me costó un platal, solicité que lo llevaran esa misma tarde al circo dentro
del horario de la primera función a nombre de la señorita Samantha. Escribí en
la tarjeta: “Samantha, quiero que recibas
este obsequio como agradecimiento por el inmenso bien que me hiciste al darme
tu amistad. Con amor, Enrique”. Y, por supuesto, anoté mi número de
teléfono debajo.
Me quedé esa tarde en mi
casa con una ansiedad de locos. Ya había pasado la hora en que terminaba la
primera función cuando sonó el teléfono. “Es para vos, una chica…”, me anunció
mi madre.
La emoción me cerró la
garganta y casi no pude decir “hola”. Era Samantha, estaba feliz y emocionada
por el agasajo sorpresivo que acababa de recibir. Dijo que se sintió como una
gran estrella del espectáculo cuando le llevaron las flores a su camarín, que
me lo agradecía tanto, que cómo se me había ocurrido un gesto tan refinado, tan
caballeresco.
La conversación fue
corta. Quedamos en encontrarnos el lunes a la noche para tomar una copa y
charlar como amigos. El lugar del encuentro fue la confitería Montecarlo que estaba
en Rivadavia y Corrientes.
Me sentí tan orgulloso y eufórico que hasta
les avisé a mis amigos para que fueran a espiar discretamente mi “levante”
desde la puerta del bar, ya que una mujer de esas características era para
exhibirla.
Apareció elegantemente
vestida con pollera corta, blusa de seda y tacos altos, un collar con pequeñas
piedras verdes y muchas pulseras. Tenía un maquillaje sencillo, los ojos muy
delineados y el cabello suelto. Era toda una modelo. Tomamos un par de whiskys, charlamos durante dos horas
animadamente, pero no salía nada para concretar. Hasta que ella,
inteligentemente, me preguntó si me gustaba bailar. “No bailo muy bien”, le
confesé. “Pero sabrás bailar boleros, música lenta…”. “Eso sí”. “Bueno, para mí
es suficiente”, y sonrió como animándome a tomar alguna vez la iniciativa.
Entonces me decidí: “¿Y si vamos a bailar?” “¿Ahora…?” “Sí…” “¿Por qué no?”
Fuimos a Avalón, un
sótano oscuro y elegante que estaba cerca de allí, creo que en la calle Santa
Fe.
Pedimos una copa y fuimos
enseguida a la pista.
Bailamos apretados, nos
besamos y nos acariciamos sin excesos por ser el primer día, como se estilaba
en esos tiempos. Esa misma noche la acompañé hasta la esquina del edificio
céntrico donde vivía temporariamente. Un poco inquieta, como nerviosa, no quiso
que fuera hasta la puerta de entrada. Quedamos en vernos a la noche siguiente.
En esta segunda cita la
invité a cenar. Charlamos, nos tomamos las manos y finalmente la miré a los
ojos y le dije tiernamente: “Samantha, quiero poseerte”. Quedó impresionada por esa forma de
requerirla, lo vi en sus ojos. Me miró largamente y en silencio, como
procesando mis palabras. Finalmente sonrió y me dijo: “Y yo quiero ser tuya”.
Ahí nomás tomamos un taxi y fuimos directamente a un hotel.
Cuando esa noche regresé
a mi casa, no podía creer todo lo que sucedió en esos dos intensos días. Le
había enviado flores al circo, me telefoneó agradecida, nos encontramos en una
confitería, fuimos a bailar como dos enamorados, al día siguiente la invité a
cenar, y jalonamos esa maravillosa escalada en la cama de un hotel. Ah, si esa
cama y esas paredes hablaran.
Mi conclusión de ese
momento, diría mejor, mi asombroso descubrimiento, fue que había seducido a una
bella mujer nada más que con la música del piano, y eso para mí era novedoso y
extremadamente halagador.
Nuestro romance fue
tumultuoso, ardiente e inolvidable, pero duró poco. Un día ella me cuenta sobre
su intimidad con Sergio, de quien estaba temporalmente apartada pero sin haber
roto aún, y me dice que él estaba enterado de nuestra relación, que había
visto las flores en su camarín, y que estaba al tanto de nuestros encuentros
posteriores, por lo cual, me dijo con dolorosa honestidad, prefería volverse a
Buenos Aires para tratar de recomponer la relación, porque lo amaba y no quería
dejarlo. Y me confesó con brutal sinceridad que a mí me necesitaba sexualmente.
Me lo dijo así de clarito: “te quiero sexualmente y te necesito sexualmente”.
En cierto modo eso me
halagó, porque ¿a qué hombre no le gusta ser objeto sexual de una mujer bella,
y que ésta se declare conforme con los servicios recibidos? Pero al mismo
tiempo me dañaba porque yo había llegado a amarla, y ella, ahora lo sabía,
nunca me había correspondido.
Quedé atolondrado y sin
palabras hasta el día de su partida.
No volvió nunca a Mar del
Plata, pero nos escribíamos todas las semanas. Durante años fui cada tanto a
Buenos Aires para encontrarme con ella. Nos alojábamos en el Hotel Mundial de
Congreso y pasábamos buenos momentos juntos, pero siempre como a escondidas,
ella se mostraba muy ansiosa y no quería que saliéramos a caminar por la
ciudad. Apenas si íbamos a comer, a veces a El Tropezón, de Callao, a veces al
restaurant del Savoy, en la calle Florida. Como excepción aceptaba que nos
embarcábamos en El Tigre para almorzar en alguna isla del Paraná de las Palmas.
Ocasionalmente aceptaba que la llevara al Patio Andaluz o al teatro Tabarís
para escucharlo a Osvaldo Pugliese. Y era habitual que estando tomados de la
mano ella se soltara, ansiosa, tensa, como si viera o creyera ver a alguien
entre la multitud.
En sus cartas me contaba
sus intentos por entrar en un cuerpo de baile. Hasta que un día ―fue en 1966,
yo ya estaba tocando en la orquesta Marabú, de la que hablaré más adelante― me
dice que por fin la contrataron en una compañía para bailar en Europa, y que
viaja a la semana siguiente.
Me entristeció, pero para
mí fue como un alivio.
Su partida fue una
providencial oportunidad para liberarme de esa obsesión que me quitaba muchas
energías y me impedía concentrarme en otras cosas. Así que le escribí, le dije
que me entristecía que se fuera pero que le deseaba lo mejor en su carrera, que
la felicitaba y la alentaba a seguir en sus proyectos. No le pregunté, ni lo
quise saber, si Sergio la acompañaba en su viaje, tal vez sí, tal vez no.
Solamente le pedí que me escribiera desde Europa.
Pasó un año antes de
recibir una carta de ella. Estaba en los Emiratos Árabes, bailando en el teatro
de un jeque petrolero forrado en dólares. En esa carta, que fue la última, me
expresaba su gratitud por haberla comprendido y me confesaba algo que yo ni
siguiera había sospechado: No había sido por la música que ella se había
sentido atraída hacia mí.
Cuando Samantha lloraba
con la Serenata de Schubert, era por
la tristeza que esa melodía romántica le causaba en momentos en que iba a
perder a Sergio. Mi música melancólica la acercaba a su amado y la alentaba a
tratar de reconstruir esa relación tambaleante.
Samantha se sintió
atraída hacia mí no por mi música sino por mis palabras. Al principio por lo
que le escribí en la tarjeta de las rosas, y después por haber pronunciado una
frase anodina que, según parece, me distinguió favorablemente entre todos los hombres
que alguna vez pretendieron llevarla a la cama: “Quiero poseerte”, le dije, y
eso la cautivó. ¿Qué quieren que les diga?
Conservo esa carta
fechada en Abu Dhabi el 3 de febrero de 1967. Cada vez que la releo me cuesta
aceptar que estuve tan equivocado durante tanto tiempo. ¡Seduje a una hermosa
mujer con el piano!, me repetía orgulloso. Pero para la hermosa Samantha sólo
fui una especie de consuelo, un juguete de ocasión, un amiguito joven que la
hacía disfrutar en la cama probablemente más que el hombre a quien
verdaderamente amaba. Y que la desatendía porque tal vez, y sólo tal vez,
estaba interesado en otra mujer.
Fueron simples y
humildísimas palabras las causantes de mi seducción. Jamás hubiera creído que
con tan poca cosa se le podía hacer perder la cabeza a una mujer enamorada de
otro hombre. ¡No con música, con palabras, con chamullo!
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