miércoles, 30 de abril de 2014

Hablando del Servicio Militar Obligatorio




DELICIAS DEL CUARTEL


(De la novela Marplateros de Enrique Arenz)



Tener que presentarse por primera vez en la guardia de un cuartel con la cédula de de incorporación en el bolsillo nunca fue una perspectiva grata. El mundo se te   caía encima. Pero cuando había transcurrido un año y salías por esa misma guardia para no volver, las lágrimas te cosquilleaban los mofletes.

Hablo de 1962, cuando yo tenía veinte años y el servicio militar era obligatorio. Por suerte ya no lo es, pero habría que ver si esa abolición, acelerada por la penosa muerte del soldado Carrasco, ha hecho generaciones mejores que las nuestras.

Contaré algunas anécdotas antes de ir a la historia principal.

Cierta vez contraje una fuerte gripe y el médico de la base me mandó a la cama. Durante varios días permanecí en la cuadra (el dormitorio colectivo de los soldados) en reposo, con una fiebre altísima. Estaba muy desmejorado y, según decían, mi apariencia era lamentable.

Una de esas noches febriles me despierto sobresaltado al oír murmullos alrededor mío. ¿Y qué veo? Cuatro velas encendidas en cada esquinero de la cama, una sábana blanca sobre mi cuerpo, a modo de mortaja, y en la penumbra, amontonados alrededor mío, decenas de llorosos soldados rezando sobre mi “cadáver”. ¡Me estaban velando los desgraciados!

Cómo habrá sido de efectiva la cargada que hasta un recluta peón de campo a quien apodábamos “la vaca” por lo bruto, se me rió todo el año en la cara. A la vaca todos le tomábamos el pelo, pero desde que me hicieron aquella candonga, cada vez que yo intentaba gastarlo me lanzaba su mugido guasón: “A vo’ te velaron, vo’ no pasá agosto”. Con lo cual me paraba en seco porque los demás milicos estallaban en carcajadas. Debí aceptar que había perdido definitivamente mi derecho de burlarme de aquel rumiante.

Pero había otro soldado más bruto que él, morocho, feo, corpulento y musculoso al que de entrada apodamos “Ñancul” por su parecido con el personaje de Dante Quinterno. Su lenguaje era tan pobre que apenas estaba un escalón más arriba de la mudez. Cuando al día siguiente de nuestra incorporación se nos ordenó ir a darnos la primera ducha colectiva, Ñancul se escondió detrás de uno de los cofres de la cuadra. Todos nos desvestimos obedeciendo al toque las órdenes e indicaciones que nos daba a los gritos el cabo de semana, tomamos cada uno toalla y jabón y corrimos desnudos hasta la barraca de las duchas donde nos esperaban una nube de vapor y ruidosos chorros de agua caliente. Terminado el baño, volvimos a la cuadra para ponernos ropa interior limpia y un mameluco de fajina. Estábamos en esos quehaceres cuando uno de los muchachos descubrió que Ñancul no se había bañado y se mantenía escondido. Cuando lo interrogamos nos confesó con sus pocas palabras que nunca se había bañado en su vida.

No faltó quien le llevara la alcahuetería al oficial de semana, más por diversión que por maldad. Por suerte el oficial también lo tomó a risa, y como Ñancul se negaba a desvestirse y hacer la experiencia iniciática de quitarse la mugre del cuerpo, el superior encontró una solución expeditiva (nunca mejor aplicado aquello de manu militari): juntó a cuatro soldados de buena contextura física y les ordenó que lo desvistieran al paisano y lo llevaran por la fuerza bajo la ducha.

Entre los cuatro no podían con él, parecía un toro furioso. Finalmente, mientras todos nos matábamos de la risa, lograron arrastrarlo hasta meterlo vestido debajo del agua. Los cuatro soldados se empaparon pero lograron finalmente desvestirlo. Ñancul, amansado por la temperatura agradable del agua, cesó su resistencia y comenzó a enjabonarse por sí mismo. Después se reía como un chico de ocho años, y nunca más le esquivó a la higiene.

Entre los ciento cincuenta reclutas de aquella clase de 1942 había unos veinte analfabetos que aprendieron a leer y escribir en la escuelita que atendía un maestro del cuartel al que ayudaban dos soldados de nuestra clase que también eran maestros. Tuvimos un compañero de origen social muy humilde a quien en la enfermería le detectaron una blenorragia muy avanzada. Fue temporariamente aislado y recibió la atención médica que nunca había tenido. Claro, le quedó para siempre el apodo excesivo de “Sífilis”.

Hubo, además, cuatro o cinco muchachos que aprendieron a usar cubiertos en el comedor del Destacamento. Cuatro soldados tenían pareja e hijos pero no estaban legalmente casados. El capellán de la base y el jefe de la sección Tropa los presionaron para que formalizaran. Se les arregló todo en el Registro Civil, se organizó una boda conjunta, y, por supuesto, eso era innegociable, se hizo una ceremonia religiosa ante el altar de la Virgen de Loreto, para la cual el capellán los había preparado, catecismo, bautismo, comunión y todo eso. Como premio por su buena voluntad les dieron licencias especiales para que estuvieran con sus familias, ahora constituidas ante Dios y la Ley.

Se decía que el servicio militar obligatorio era un año perdido, pero mi experiencia personal no me dejó esa certeza. Es verdad que más de la mitad de ese tiempo nos obligaban a cumplir modestos trabajos y servicios ajenos a la preparación militar. Cuando no se trataba de pintar la casa o la oficina de algún oficial, había que hacerle de chofer a otro, o desmalezar el campo con guadañas desafiladas y machetes oxidados, o encubrir las pillerías de algún suboficial corrupto, como uno que nos ha­cía preparar sándwiches con el queso y el dulce de batata del depósito de provisiones y luego nos mandaba a vendérselos a los mismos soldados que debieron recibirlos gratuitamente. O aquel otro que mandaba a sus soldados a robar nafta de las avionetas privadas estacionadas en el hangar del aeroparque.

Pero aún así, nunca pensé que fuera tiempo perdido, porque esos pobres muchachos a los que se educaba y se los ayudaba a subir un peldaño en la escala social no iban a tener, fuera de allí, oportunidad de lograr ese invalorable avance. Y para quienes teníamos educación y veníamos de buenas familias, esa convivencia integradora con jóvenes de condición tan diferente a la nuestra, nos ayudaba, primero, a valorar lo que habíamos recibido de la vida, tan mezquina con otros, y luego, a formarnos como personas más tolerantes y solidarias.

Se vivían en el cuartel experiencias tan ricas e inusitadas que ampliaban extraordinariamente nuestra percepción del mundo real, y nos ayudaban a desarrollar las mejores potencialidades juveniles.

Pero vayamos a la historia que me propongo contar.

En el cuartel alguien robaba las pertenencias de los soldados. Un día ese ladrón es sorprendido desvalijando un cofre. El que lo descubre es un cabo a quien llamaremos Ubaldo. El ladrón resulta ser un soldado al que apodaremos Ramiro. Lo vemos a Ramiro salir corriendo de la cuadra haciendo cuerpo a tierra y saltos de rana con el cabo Ubaldo detrás dándole órdenes de viva voz: “¡Cuerpo a tierra! ¡Carrera marrrr! ¡Cuerpo a tierra! ¡Carrera marrrr!”. Así, a las corridas y panzazos, lo va llevando hasta un descampado utilizado para los ejercicios de orden cerrado mientras nos grita a nosotros: “¡Este bípedo plumudo es el ladrón de los cofres, lo acabo de agarrar con las manos en la masa!”

No lo podíamos creer. Ramiro era un compañero insospechado, alto, pintón, simpático, oriundo de Balcarce, de buena relación con todos. Y había resultado ser el ladrón que durante meses nos hurtaba efectos personales y dinero. El cabo Ubaldo, justiciero implacable, lo bailó durante toda la tarde. Fue tan excesivo el castigo que Ramiro tuvo que ser llevado a la enfermería esa misma noche. En esos tiempos el superior siempre tenía razón, así que cuando el cabo Ubaldo informó al capitán el motivo del baile, éste solamente le recordó que esa clase de castigos estaban prohibidos por el reglamento, y que la próxima vez tuviera más cuidado.

El soldado Ramiro estaba tan mal que debió ser llevado en avión al Hospital Militar de Buenos Aires donde permaneció en tratamiento médico durante más de un mes. Cuando regresó lo miramos todos como a un despreciable ratero y nadie lamentó lo que le había sucedido.

A partir de su reincorporación a la base, este soldado no habló más con nadie, cumplía silenciosamente con sus quehaceres en los talleres mecánicos dónde lo ha­bían asignado, hacía las guardias que le tocaban y permanecía en hermético silencio durante el desayuno y las comidas. En las horas de descanso en que nos permitían ir a la cantina, él sólo fumaba y miraba Ruta 66 por televisión. Por otra parte nosotros nos habíamos acostumbrado a no dirigirnos a él salvo que fuera indispensable por razones de servicio.

El cabo Ubaldo, por su parte, era un sujeto cruel y autoritario. Cada tanto lo te­níamos como suboficial de semana y debíamos soportar durante siete días sus abusivos e ilegales correctivos. Por ejemplo, por conversar durante la noche cuando ya se habían apagado las luces llegó a escarmentarnos de la siguiente manera: se hacía despertar por el imaginaria a las dos de la mañana, ordenaba encender todas las luces, nos despertaba al grito de “¡Al pie de la cama!”, nos hacía calzar las zapatillas de fajina y  nos sacaba en ropa inte­rior al patio para hacer violentos ejercicios bajo un frío glacial. Nos mataba durante quince o veinte minutos y nos vol­vía a mandar a la cama. A las cuatro de la mañana volvía a despertarnos y otra vez afuera, a correr, saltar y caer en flexión y hacer saltos de rana hasta el agotamiento.

Un día nos enteramos de que este miserable no se había presentado en la base. Al no ser localizado fue declarado desertor y las autoridades militares pidieron su captura a la Policía. Para nuestro alivio nunca más supimos de él.

Un día me toca hacer guardia con el soldado Ramiro en el puesto 3, el más alejado y solitario de la base. Era una noche pesada que preanunciaba tormenta. Cuando uno hace guardia en un páramo con un único compañero, es imposible ignorarlo. Además yo quería tener algún diálogo con él, por curiosidad más que por razones humanitarias. Para los fumadores ―yo lo era en esa época―, quedarse sin cigarrillos en el cuartel era poco menos que una tragedia. Yo sabía que Ramiro andaba corto de dinero y que nadie le iba a ofrecer un cigarrillo, así que le convidé uno de los míos. Se tiró encima del paquete. Me lo agradeció casi con emoción. Aspiró dos o tres bocanadas de humo y sonrió aliviado. Entonces le hablé.

―¿Supiste algo del hijo de puta del cabo Ubaldo?

―No… ni me interesa.

―Fue muy jodido con vos…

Se encogió de hombros.

―La pasaste muy mal ese día que te bailó ―insistí.

―No solo me bailó, también me golpeó y me fracturó dos costillas.

―Ah, pero eso nunca lo supimos. ¿Y no le hicieron nada a ese cabrón?

―No quise firmar una denuncia, ¿para qué?

―Pero, decime Ramiro, no te ofendas, ¿él te vio realmente afanando?

―Hijo de puta, eso es lo peor, me hizo pasar por ladrón y yo jamás toqué nada de nadie.

―Pero… ¿entonces?

Ramiro se acomodó el FAL en el hombro derecho, se ajustó el casco y miró a lo lejos un relámpago, “Va a llover…”, murmuró, y después de un corto silencio me preguntó si quería saber la verdad. Le contesté que sí. “¿Vas a guardar el secreto de lo que escuches?” Le di mi palabra. Entonces me contó:

―Ubaldo me usaba para hacerle entrar una mina por este mismo puesto. Yo la esperaba, la hacía pasar y la llevaba en el jeep de la guardia hasta el Casino de Suboficiales donde se encontraba con el cabo. Eso ocurría una vez por semana y siempre después de la una de la mañana. El cabo se ocupaba de que yo dispusiera ese día del vehículo. Después, a eso de las tres, tenía que levantarla del casino y llevarla hasta la casa, lo cual implicaba un riesgoso abandono de guardia. Con la mujer habíamos simpatizado y ella siempre coqueteaba conmigo. A veces, mientras yo manejaba el jeep, se reía de alguna cosa que me contaba y, como distraídamente, apoyaba su mano sobre mi pierna. Yo te juro que traté de no darle bola, no quería problemas con el cabo, pero una noche, que no era la establecida, ella se me aparece por la guardia como a las dos de la mañana. Me besó en la boca y me dijo e que venía a verme a mí, no al cabo. Esa noche mi compañero de guardia era el gordo Tomini que, como siempre, dormía a pata suelta en esta misma garita. No pude resistirme, es una mujer preciosa, de unos treinta y pico de años, una ninfómana, de esas a las que no les alcanza un hombre, necesitan varios. No pude pensarlo mucho, le bajé la caña, como lo habrías hecho vos o cualquiera. Nos echamos dos polvos entre los yuyos, arriba de la manta que usamos en las guardias, y desde entonces ella venía un día a acostarse con el cabo y otro a revolcarse conmigo en el pasto. Hasta que Ubaldo se enteró, no sé cómo, pero siempre sospeché que ella misma debió de habérselo dicho, tal vez por despecho, por algo de ellos, qué se yo. Y eso fue lo que pasó.

―No puedo creer que te haya acusado de ladrón nada más que para vengarse de los cuernos que le pusiste.

―Así fue.

―Pero, viejo, ¿por qué no te defendiste?

―¿Sabés quién era ella?

Permanecí en silencio, expectante.

―La esposa del comodoro.

―¿El jefe de la base?

―No el que está ahora, el anterior.

Pronuncié un apellido.

―Ese mismo.

―Pero si la casa del jefe está…

―Está dentro de la base, si, pero ella salía de los límites por un agujero en la alambrada y venía hasta aquí bordeando el arroyo mientras el marido dormía. Si yo hablaba, en lugar de un enemigo iba a tener dos, y al comodoro yo le tenía más miedo que al cabo. Así que me banqué la injusticia, la calumnia, el castigo y los golpes de ese mal parido. Algún día me las iba a pagar.

Por unos minutos quedamos los dos en silencio rodeados por una negrura electrizada y húmeda. Las brazas de nuestros puchos se intensificaban como parpadeando, por la ansiedad con que los chupábamos.

―Decime Ramiro, ¿qué le pasó al cabo?

―No sé. Pero te aseguro que el comodoro se enteró de las relaciones de su esposa con él, no me preguntes cómo.

Por la oscuridad yo casi no podía verle la cara a Ramiro, pero un sorpresivo relámpago le iluminó una mueca parecida a una sonrisa. Segundos después vino el trueno ensordecedor. Ramiro continuó:

―Poco después Ubaldo desapareció, lo declararon desertor, y al tiempo lo trasladaron al comodoro no sé adónde ni me importa un carajo.

Empezó a llover torrencialmente. Nos metimos en la garita. Ramiro  volvió a encerrarse en su silencio habitual.

―¡Qué nochecita!― comenté yo, por decir algo.

La novela Marplateros fue editada en 2009 y está agotada. Puede bajarse gratuitamente de la página web del autor haciendo clic en el ícono PDF en la siguiente dirección: http://www.enriquearenz.com.ar/libro_marplateros.html#.U2F0aFc_Q4M



 

lunes, 14 de abril de 2014

Un cuento para Semana Santa


TESTIMONIO DE HAFAAR, EL JUDÍO QUE INTENTÓ SALVAR A JESÚS

Cuento de Enrique Arenz
(Del libro Historias de Tierra Santa)


Soy Hafaar de Jerusalén, hijo de quien fuera un importante constructor al servicio de Herodes Antipas, y sobrino de un acaudalado comerciante de Tiro que pagó generosamente mis viajes y estudios.

Aprendí el latín y el griego, las matemáticas de Pitágoras y la geometría de Euclides, los asombrosos teoremas de Arquímedes de Siracusa, la astronomía heliocéntrica de Aristarco de Samos, la criba de Aristóstenes y la metafísica de Leucipo y de Demócrito. Los persas me enseñaron la alquimia, y los egipcios, los secretos de la construcción.

Pero mi familia cayó en desgracia y debí huir a Cafarnaúm donde gracias a mis conocimientos pude ganarme la vida como constructor de casas.

Allí conocí a un pescador llamado Simón que me encargó la construcción de su vivienda en proximidades de una sinagoga. Este Simón era discípulo de un predicador conocido como Jesús de Nazaret o Jesús el Galileo, quien, entre otras curiosidades, se proclamaba el mesías anunciado por los profetas. 
Para continuar leyendo el cuento hacer clic aquí.

Ver entrada: FOTOS DE TIERRA SANTA 
ver entrada FOTOS DE TIERRA SANTA 1

martes, 21 de enero de 2014

Moneda, inflación e hiperinflación




Fragmento del capítulo 8º de 
mi libro Libertad: un sistema 
de fronteras móviles
(Editado en 1986 con datos actualizados
a 2007)


El dinero no apareció como resultado de un acto legislativo ni porque todos los hombres se pusieran de acuerdo en utilizar determinadas mercancías como medio convencional de intercambio. La adaptación fue lenta y natural. Al comienzo fueron muy pocas personas (hábiles comerciantes dotados de la rara intuición del empresario) quienes descubrieron que cambiar bienes poco vendibles por otros más vendibles y acumular estos últimos para a su vez volverlos a cambiar por otros bienes menos vendibles en el momento en que estos se necesitaban, proporcionaba fluidez a las operaciones y considerables ventajas económicas.

Conociendo la naturaleza humana no cuesta mucho imaginar la desconfianza y resistencia del común de las personas ante el lento avance de este ingenioso método de intercambio indirecto. Podemos deducir que los pocos que lo practicaron al comienzo obtuvieron gran enriquecimiento al poder concretar cientos de intercambios mientras sus vecinos apenas si encontraban a alguien que aceptara sus gallinas a cambio de un ternero.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Grassi: me equivoqué cuando lo creí inocente

PIDO DISCULPAS A MIS LECTORES
por Enrique Arenz


Durante más de una década estuve convencido de que el padre Julio César Grassi era inocente de las acusaciones de abuso sexual y corrupción de menores por las que se lo procesó y condenó en un Tribunal Oral cuya sentencia fue confirmada por la Cámara de Casación.

Dos fuentes de inspiración para mí honorabilísimas contribuyeron a que me formara ese concepto: Las denuncias del fallecido periodista Julio Ramos, quien a través de su diario "Ambito Financiero", acusó en extensos y vibrantes artículos a un medio periodístico de haber armado la causa con testimonios falsos; y la apasionada defensa del conductor televisivo Raúl Portal, quién por su condición de vicepresidente de la Fundación Felices los Niños y en su carácter de amigo personal del sacerdote, juró que éste era inocente, que conocía su vida por haber estado muy cerca de él, y que jamás había tenido indicios ni sospechas de un comportamiento criminal como el que se le atribuía.

Dos personas de bien, dos hombres públicos ejemplares que jamás dirían lo que sus conciencia no aprobaran. Pues bien, les creí, como creí los testimonios que me llegaron desde distintas fuentes: Grassi era inocente, y detrás de la acusación había una trama de oscuros intereses relacionados con la Fundación que el sacerdote había creado de la nada, y que, por su dedicación y empeño, se había transformado en la obra de ayuda para niños y adolescentes sin hogar más importante del país.

Ahora, después de leer la sentencia de la Suprema Corte de Justicia de la Provincia de Buenos Aires me doy cuenta de que estaba equivocado, de que Grassi es evidentemente culpable y que, haya habido o no intereses espurios que movilizaron la denuncia, los cargos no fueron inventados sino que existieron en los hechos.

Es muy fácil y hasta tentador salvar el amor propio y seguir sosteniendo que Grassi es inocente, ya que el proceso probablemente se prolongará en la Corte Federal y siempre flotará la duda porque la supuesta inocencia de Grassi quedó instalada como un mito, y muchos argentinos seguirán aferrados a esa convicción. Pero yo no quiero tomar el camino fácil, porque si fui sincero cuando defendí a Grassi con notas periodísticas y cartas de lectores en importantes diarios, tengo también que serlo ahora reconociendo honradamente ante mis lectores que me equivoqué, que lamento haber sostenido durante años un punto de vista alejado de la verdad.

Mucha gente, como dije antes, seguirá creyendo que Grassi es inocente, víctima de una oscura conspiración urdida por una empresa periodística, una organización de derechos humanos y funcionarios del poder judicial de Morón para quitarle al cura la Fundación. Mi opinión ahora es esta: tres instancias judiciales donde tres tribunales lo consideraron culpable no puede jamás formar parte de un complot. No es razonable, es fantasioso, no podemos refugiarnos en esa ensoñación. Diez jueces, algunos de ellos conocidos por su probidad (el propio Portal calificó así a los jueces del Tribunal Oral), integrantes de distintos tribunales de diferente jerarquía no pueden ponerse de acuerdo para fallar injustamente contra un inocente. Eso es racionalmente imposible. Y los tres tribunales dieron por probadas las acusaciones, al menos en dos de los casos denunciados. En los otros fue absuelto. La Corte ha dicho que hay certeza de contenido incriminatorio.

Soy consciente de que con mis opiniones suelo ejercer influencia sobre las personas que me leen principalmente porque confían en mi honestidad y mi criterio. Al sostener la inocencia de Grassi durante tantos años pude inducir a esos lectores a inclinarse en favor de mi errónea visión. Les pido disculpas, me equivoqué. Lo hice en buena fe, con mi honestidad de siempre, pero me equivoqué, esa es la realidad.
  
Dolorosamente desengañado, profundamente triste por una verdad dura y difícil de asimilar, hoy estoy seguro de que el sacerdote Julio César Grassi es culpable, que el proceso al que fue sometido ha sido justo y que contó con todas las garantías procesales para ejercer su legítima defensa.  
 
23 de setiembre de 1013

domingo, 18 de agosto de 2013

Crítica al liberalismo dogmático puro

SIN IDEAS LIBERALES HUMANIZADAS LA ARGENTINA NO TIENE SALIDA

por Enrique Arenz


Creo haber leído lo esencial de todos los pensadores liberales traducidos al español. He meditado por mí mismo sobre el ideario liberal, lo he defendido y divulgado durante casi medio siglo y hasta escribí un par de libros y cientos de artículos periodísticos. 

Me tragué a todos aquellos eminentes autores, pero cuando ahora tengo dudas y los releo, les encuentro defectos, omisiones, razonamientos oscuros jamás aclarados y un esfuerzo conmovedor por demostrar lo indemostrable. Y encuentro una coincidencia notable en casi todos: ninguno habla de ese sentimiento que es la conmiseración por nuestros semejantes. Cualidad que hasta Schopenhauer, en medio de su honda desilusión por el género humano, descubre con asombro y desconcierto en las personas más sencillas. En cambio en los sabios liberales el amor y la ternura parecen recluidos al círculo de su familia, y de algunos amigos íntimos. Pareciera que la sociedad humana no tuviera nada que ver con nosotros, el prójimo no es mi hermano, el mundo no es una gran familia donde cada vida es lo más valioso, como nos enseñó Jesús cuando se atrevió a predicar que la vida de un esclavo vale tanto como la del emperador. No, para el pensador liberal el mundo es apenas una sociedad contractual. (No afirmo que todos piensen así, sólo digo que la prédica liberal científica -hablo de la teoría económica del liberalismo-, en su pedantería académica trasunta este ingrato deshumanismo como una insoportable constante.

Creo que el liberalismo económico, sobre todo en sus proposiciones más científicas y modernas, como la admirable Escuela Austriaca a la cual debemos el mayor descubrimiento de la ciencia económica: la teoría subjetiva del valor, nos debe alguna autocrítica. (Sólo la escuela liberal de la Economía Social de Mercado ha conservado rasgos humanitarios que no la desvinculan de la política ni de su único objeto y destinatario: el ser humano real). Siempre machaco lo que decía Karl Popper: "Una ciencia que tiene todas las respuestas es por lo menos sospechosa". Como lo es el psicoanálisis, que según Mario Bunge no es una ciencia sino una seudociencia (¿Quién puede demostrar que el subconsciente freudiano existe, como la neurociencia ha podido probar que hay neurotransmisores, o la mecánica cuántica que existen partículas subatómicas que nos atraviesan el cuerpo sin que nos demos cuenta?).

No veo, salvo excepciones muy solitarias, liberales abiertos y dispuestos a revisar conceptos y a intentar alumbrar una revolución intelectual revisionista fundada en la primera materia liberal, la tolerancia, y donde puedan darse cordialmente la mano tanto el sentimiento humanitario, sin el cual nada civilizado se justifica ni vale la pena; la política práctica, que es la que primero debe obtener el consentimiento ciudadano para después ordenar y amalgamar a una sociedad plural donde todo pueda discutirse siempre; la honestidad individual, como factor gravitante y posible en los funcionarios de gobierno; y por último, una revisión valiente de lo que se llama las funciones indelegables del Estado moderno. 


Funciones del Estado que son casi un dogma de fe para el liberalismo científico. Preguntémonos honradamente, por ejemplo: si los liberales soñamos legítimamente con un mundo sin fronteras, ¿por qué consideramos una función del Estado a la defensa nacional y no así a la educación pública? ¿Por qué habrían de ser más importantes un ejército, una armada y una fuerza aérea que escuelas sarmientinas en cada rincón del país, bien equipadas y con maestros bien pagos y jerarquizados por el Estado, sin negar, va de suyo, la enseñanza libre y privada? Coexistencia y competencia por la calidad educativa entre una escuela pública, gratuita, laica y obligatoria y una escuela privada, confesional o laica, para que la gente elija. ¿La libre elección no es también uno de nuestros principios liminares?

Dije educación obligatoria, y aquí se plantea otra cuestión. La locura de esta pasión por la pedantería libertaria ha llevado a algunos teóricos hasta a proclamar un supuesto "derecho a la ignorancia", según el cual un padre no tiene obligación de mandar a sus hijos a la escuela. ¿Estamos enloqueciendo los liberales, o sólo buscamos sorprender y espantar a nuestros conciudadanos menos sabios? 

Yo soy un liberal cristiano que cree que en un país moderno no debe haber un solo niño que no vaya obligatoriamente a la escuela, tampoco debe haber un solo habitante al que le falte un plato de sopa caliente todos los días y una cama seca donde dormir de noche. No importa si es un vago, un adicto, un discapacitado, un enfermo, un viejo desamparado o un niño sin hogar. Y no me vengan con la chicana de que para eso está la caridad privada, libre e individual, porque en dos mil años de esfuerzo, los cristianos no hemos alcanzado esa utopía, salvo casos excepcionales y admirables, y si quieren que les confiese mi superlativo escepticismo, creo que no la alcanzaremos en dos mil años más. De modo que si somos honestos no podemos prescindir de la asistencia estatal. ¿Que la burocracia es corrupta? En términos generales, sí. Pero hay muchas formas de asegurar cierta mínima asistencia humanitaria sin incurrir en las estructuras y formatos burocráticos conocidos. Y también creo mucho más probable que logremos formar funcionarios honorables antes que hombres caritativos y buenos samaritanos que lleven a los pobres y a los leprosos a comer a su casa.

El Estado moderno tiene que tener esas funciones altamente éticas con la plata de los contribuyentes mientras los mercado funcionan aceitadamente no con una inadulteración perfecta, lo que tampoco existirá jamás, sino con la máxima libertad racionalmente alcanzable, los impuestos mínimos optimamente administrados y las condiciones jurídicas y económicas estables e inteligentemente trazadas por una clase política superior, es decir, integrada por hombres ambiciosos y egoístas como han sido, son y serán siempre los políticos, pero con el agregado de una virtud que ahora les falta: suficiente sabiduría como para no dudar acerca de lo que hay que hacer si se quiere ser votado en un país culto que aspira a vivir en una república estable y genuinamente progresista.


Muchas veces me han dicho que un liberalismo cristiano como el que yo propongo es una fantástica utopía. Es posible. Sin embargo tengo esperanzas. Y si alguna vez me convenciera de que la doctrina liberal debe necesariamente ser despojada de todo sentimiento humanitario prevalente mediante el argumento hipócrita de que nadie pasará necesidades una vez que el mercado funcione sin interferencias ni limitaciones (cuando ni siquiera sabemos si esto es una verdad irrefutable) y que mientras tanto mis hermanos los pobres se jodan, en ese caso me apartaré del liberalismo y me dedicaré a rezar, porque será más fácil esperar que Dios arregle nuestros asuntos a que nosotros sepamos valernos de la inteligencia que nos dio.

En la Argentina el liberalismo ha retrocedido espantosamente en el plano político, aunque  ha avanzado mucho intelectualmente en los últimos años, y creo que nunca hubo como hoy tantos grupos de estudio, páginas de Internet  organizaciones, seminarios, universidades y mentes lúcidas individuales. Pero mientras hoy vemos asiduamente en la televisión y en la calle a grupos de ultraizquierda con personería política que hasta logran modestas representaciones parlamentarias, a partidos grandes y chicos que se proclaman progresistas, de centro derecha y centro de izquierda, el liberalismo ha desaparecido del escenario partidario absolutamente por completo. Desde la muerte del ingeniero Álvaro C. Alsogaray, que supo exponer con extraordinaria claridad el ideario de la libertad en su plano práctico y realista, se ha perdido la capacidad de plantear los principios liberales para que la gente los entienda sin alarmarse, sin aturdir a los pobres ciudadanos con teorías desubicadas como la de clausurar el Banco Central o proclamar el derecho a la ignorancia.

Y estoy angustiosamente convencido de que sin ideas liberales humanizadas y políticamente sólidas la Argentina no tiene salida. Porque pocos países en el mundo (tal vez por obra del peronismo, esa formidable empresa de demoliciones, como lo calificó acertadamente María Zaldívar) están tan despojados como lo estamos nosotros de la fe colectiva en la libertad y de la confianza individual en el propio esfuerzo y responsabilidad para salir de la pobreza y alcanzar la prosperidad. Nuestra orfandad de convicciones por una vida libre y digna, es espantosa.

Y no estoy proponiendo que deban existir en la Argentina ni en ningún otro lugar partidos proclamados liberales o libertarios, constituidos únicamente por liberales convencidos. Al contrario, mi idea es que los liberales deben militar dentro de los demás partidos democráticos y republicanos e influir intelectualmente desde la militancia partidaria sin descanso ni claudicación, porque si no, los partidos que se proclaman liberales terminan convertidos en grupúsculos de sectarios que se fragmentan como los trostsquistas, ante la menor divergencia de sus integrantes. Debe haber un debate constante tanto en la sociedad como en sus partidos políticos. Discutir sin miedo el grado de intervención estatal que estamos dispuestos a soportar y la tendencia libertaria por la cual avanzar, pero sin olvidarnos jamás de la persona humana y sus padecimientos. Karl Popper escribió: "Debiéramos sustituir el principio ideológico del mercado libre por este otro: el principio de limitar la libertad sólo allí donde sea necesario por motivos urgentes. Y aquí es donde en muchos casos no van a ponerse de acuerdo las diferentes opiniones acerca de dónde debe  trazarse el límite de lo necesario".  Hay que persuadir, pero también ceder, porque esa es la política. Y los pedantes que se queden en el laboratorio, en donde también son útiles por sus aportes intelectuales, pero sin perorar en las tribunas para las que no fueron hechos. Los que deberán aplicar sus teoría son los políticos, no los pensadores de gabinete. La tolerancia a la diversidad es, como dije arriba, otra materia que tendríamos que aprender antes de decir: "Si vos pensás así, no sos liberal".

Además, por mi experiencia personal, creo que un partido integrado únicamente por liberales terminaría inevitablemente siendo como un baile de ciegos, donde todos se abrazan y nadie se puede ver.

(Se permite su reproducción
Se ruega citar el sitio web del autor
www.enriquearenz.com.ar)

* * *
 

Para entender mejor este artículo, transcribo a continuación el último epílogo que incorporé a la edición de Internet de mi libro "Libertad: un sistema de fronteras móviles" donde aconsejo a mis lectores que no tomen demasiado en serio todo lo que he escrito:

"Consejo para los jóvenes: DUDAR HASTA DE LAS IDEAS LIBERALES

"En fin, amigo lector, creo que dije todo lo que me proponía decir. Ahora permítame que quizás contradiga mis propias palabras con el más importante consejo que un auténtico liberal puede darle a quién aspira a serlo: dude de todo, cuestione todo, analícelo racionalmente todo y al mismo tiempo esté abierto a todas las ideas, revise todos los pensamientos, escuche con respeto las ideas de los demás y sólo rechácelas cuando su razonamiento le indique claramente que son falsas. Un liberal no puede tener certezas últimas y definitivas, sencillamente porque la certeza absoluta es la muerte del intelecto. René Descartes afirmaba que podía y debía dudar de todo, excepto de que dudaba, porque sólo el pensamiento está en nuestro poder: “Pienso, luego existo”. Esta era su única certeza, tan firme y segura que, decía, ni las más extravagantes suposiciones de los escépticos eran capaces de conmoverla. Esa fue para Descartes el primer principio de su filosofía. En El discurso del método, Descartes señala las cuatro condiciones del pensamiento que se autoimpuso:1) No aceptar nunca cosa alguna como verdadera que no conociese como tal con la más clara evidencia, es decir, evitar cuidadosamente la precipitación, y no admitir en mis juicios nada más que lo que se presentase a mi espíritu tan clara y distintamente que no tuviese ocasión alguna de ponerlo en duda.2) Dividir cada una de los problemas que examinase en tantas partes como fuera posible.3) Conducir ordenadamente mis pensamientos, comenzando por los objetos más simples y fáciles de conocer para ascender poco a poco, como por grados, hasta el conocimiento de los más complejos, suponiendo un orden incluso entre los que no se preceden naturalmente.4) Hacer siempre enumeraciones tan completas y revisiones tan generales que estuviese seguro de no omitir nada. Por lo tanto, amigo lector, no puedo sino aconsejarle: piense en las ideas liberales que acabo de exponer, pero no esté demasiado seguro de ellas. Yo creo que son las ideas más acabadas que ha logrado elaborar hasta hoy la humanidad en materia de política, de economía y de organización social, pero eso no impide que en el futuro puedan surgir otras maneras de ver las cosas. Tal vez ya existen pensadores que están en condiciones de demostrarnos con evidencia irrefutable que hay otra manera de organizar la sociedad que no sea sobre los principios de la libertad individual. Tendrán que sudar mucho para lograrlo, pero… ¿quién sabe? En síntesis: dude de todo, incluso de las ideas liberales". (2007)


martes, 2 de abril de 2013

La religiosidad del pueblo argentino

YA NO LO ESCONDEN 
TANTO A DIOS

Por Enrique Arenz

Si la ausencia de Dios produce un vacío terrible en la vida de los no creyentes, ¿qué habría que decir de aquellos que, creyendo, lo esconden a Dios por vergüenza?
 

Según datos estadísticos, el ochenta por ciento de los argentinos cree en Dios, aunque muchos de los bautizados no vayan casi a misa, algunos se hayan apartado de la Iglesia por distintas causas y otros no se sientan cómodos en ninguna religión. No es novedad, siempre se reconoció la religiosidad del pueblo argentino.

Pero debido a una persistente corriente intelectual de las últimas décadas, en la que universidades, científicos, filósofos, escritores e ideólogos del poder terrenal han ridiculizado sistemáticamente la fe y dado por cierto que el Universo se hizo solo, gracias a la unión azarosa de los elementos que lo componen en un orden perfecto curiosamente casual, la gente sencilla ha ido ocultando su religiosidad por pudor, para estar a la altura de la moderna  mundanidad.

Hasta que apareció Francisco parecía que nadie podía presumir de inteligente, de persona culta o de artista talentoso si no se era indiferente ante lo sobrenatural y despreciativo de cualquier expresión de fe religiosa. En Europa lograron que la palabra Dios no se mencionara ni una sola vez en la Constitución Europea, y aquí tuvimos un fuerte movimiento tendiente a suprimir los Crucifijos en los tribunales de Justicia y otros edificios públicos.

Por influencia de esta tendencia antirreligiosa (y en parte también por culpa de la Iglesia que no ha sabido rectificar sus errores más insostenibles) muchos se han ido apartando de Dios. Los varones han sido legión, las mujeres han resistido mejor. Es que la fe en ellas es afín a su natural sensibilidad, tanto que sorprende (y hasta llega a incomodar) encontrarse con una mujer que le dice a uno: "Soy atea, no creo en nada". Por otra parte el agnosticismo, la postura racional de los que "no saben", parece ser patrimonio predominantemente masculino. El agnóstico no toma posición ni a favor ni en contra de lo que ignora: considera que la Divinidad es inaccesible al entendimiento humano y trasciende a toda experiencia. Es una opinión respetable. Ahora bien, por mis observaciones y experiencia afirmaría que no hay casi mujeres agnósticas. Casi todas adscriben a alguna de las dos vertientes de la fe profunda: o creen en Dios (la mayoría), o niegan su existencia (muy pocas).

Cada cual tiene derecho a pensar como quiera, pero la falta de fe es objetivamente, psicológicamente, una gran desventaja para enfrentar la vida. Siempre he aconsejado (a veces con éxito) a mis amigos no creyentes que hagan el esfuerzo introspectivo de hablar con Dios. Les he dicho: pídanle ayuda si la necesitan, fortaleza para enfrentar la adversidad y discernimiento para saber cómo actuar ante una enfermedad, una amenaza, una gran depresión o una pérdida afectiva. El solo hecho de hablar con Dios, aunque no se tenga fe, logra efectos extraordinarios.
 

El célebre psiquiatra Carl Jung escribió: "Entre todos mis pacientes de más de treinta y cinco años no ha habido uno solo cuyo problema no fuera en última instancia el de hallar una perspectiva religiosa de la vida. Puedo decir que todos ellos se sentían enfermos porque habían perdido lo que las religiones han dado siempre a sus fieles, y que ninguno de ellos se curó realmente sin recobrar esa perspectiva religiosa".
 

Y otro famoso psiquiatra, el Dr. Abraham Arden Brill, estadounidense de origen austríaco, afirmó: "Todo aquel que es verdaderamente religioso no desarrolla una neurosis".
 

(Si, ya sé, vayan a contarle esto a los psicólogos y psiquiatras de nuestros días...)

Pero algo extraordinario ha ocurrido en esta Argentina llena de sorpresas, enigmas y contradicciones; la elección del cardenal argentino Jorge Bergoglio como el papa Francisco ha tenido la virtud de “sacar del clóset” la religiosidad oculta de mucha gente, incluyendo a insospechados famosos del espectáculo y la televisión.

En este domingo de Pascua las iglesias católicas de todo el país han rebalsado de fieles como nunca antes. La catedral porteña, la iglesia jesuita San Ignacio de Loyola, las humildes capillas de las villas donde Bergoglio celebraba misa casi secretamente, todos los templos del país, grandes y pequeños, se colmaron de fieles y nuevos visitantes. Me contaron que en la catedral de Mar del Plata, al terminar una de las misas matutinas del domingo de Pascua en la que comulgó el doble de la gente que lo hace habitualmente, los fieles que llenaban el templo de punta a punta irrumpieron en un fuerte aplauso, explosión de alegría absolutamente inédita.

Parecería que muchos de los que se avergonzaban de Dios o lo tenían relegado se sintieron de pronto orgullosos de ser católicos. En esto se percibe una tendencia colectiva a procurar parecerse en algo al papa argentino, aunque cabe la sospecha de que muchos ciudadanos hartos de este gobierno que lleva diez años de fracaso y prepotencia, han vivido la elección de Jorge Bergoglio como una suerte de revancha, una movilización semejante a la del 11 de noviembre. Puede haber una mezcla de ambas cosas. Lo cierto es que el papa Francisco ha sorprendido y conmovido a las personas de bien y ha contagiado su bonhomía a creyentes y no creyentes, católicos y de otras religiones.

Pero este fenómeno se ha dado en todo el mundo. En Estados Unidos los católicos que se habían alejado de la Iglesia decepcionados por la protección que recibieron sacerdotes abusadores, han regresado esperanzados en una tolerancia cero
que promete Francisco respecto de esos degenerados. “Hacía tiempo que no veíamos tanta gente en nuestro Vía Crucis”, comentó ante la prensa un emocionado sacerdote de la Iglesia Santa Cruz, en Maryland. Hay noticias similares de España, Italia y lugares tan lejanos como el Japón.

¿Aprenderemos los argentinos a emular los gestos ejemplares de este obispo de Roma que vino del fin del mundo para evangelizar y acariciar el alma de los que sufren? La humildad, la tolerancia, la capacidad de perdonar, de arrepentirse del dolor causado a otros, y el afán de servir a los que están debajo de nosotros son virtudes altamente valiosas para lograr una comunidad mejor, más solidaria y justa. Si asimilamos algo, aunque sea una pequeña partecita de esta deslumbrante conducta, la Argentina podría llegar a cambiar. Toda la humanidad puede cambiar, porque el Papa es la segunda personalidad más influyente del mundo.

Esperemos que al menos la sociedad argentina, dividida, enfrentada, llena de rencores y resentimientos, se reencuentre a sí misma bajo la bendición de Francisco y pueda reconciliarse.

¿Y los intelectuales, los profesores universitarios, los científicos que exploran el espacio sideral y se asoman a los abismos de las partículas subatómicas y no lo han visto a Dios, aunque lo han tenido siempre frente a sus narices? Esos que hablan de superchería, de supersticiones, del opio de los pueblos. Ahora se estarán enterando de lo que ignoraban: que éste es un pueblo mayoritariamente creyente y que fracasaron en su intento de derrotar a las religiones. Lo menos que esperaremos de ellos de aquí en adelante es que respeten a los argentinos no sólo en la pluralidad de sus pensamientos políticos sino también, y primordialmente, en la diversidad de sus creencias religiosas.

(Se permite su reproducción. Se ruega citar este blog)