El violinista español Félix Pérez tuvo la idea de unir nuestros instrumentos a través del espacio y ejecutar a dúo el Ave María de Gounod: él en España con su violín y yo en la Argentina con mi piano. El resultado de esta iniciativa es la ejecución que se puede ver y escuchar en el video que aparece al pie de la nota.
Es una fascinante coincidencia que Juan sebastián Bach y Charles Gounod se unieran a través del tiempo, ya que el compositor francés creó la bella melodía del Ave María sobre la base del Preludio Nº 1 que Bach había compuesto un siglo antes.
Fue la moderna tecnología la que nos permitió a Félix y a mí interpretar juntos tan hermosa obra clásica.
Fue un 25 de abril de 1937, hace exactamente 73 años. Los primeros destellos del alba comenzaban a deslizarse suavemente por entre las aún cerradas persianas del villorrio, cuando en el horizonte se recortaron oscuras siluetas simétricas. Los aviones nazis Heinkel III y Junker 52estaban sobre Guernica con su cargamento de muerte.
En un instante todo fue un infierno. Durante tres horas, mil bombas explosivas y tres mil bombas incendiarias se abatieron sobre la indefensa aldea vasca, mientras los sobrevivientes que huían aterrorizados de las llamas, entre ellos niños pequeños y ancianos, eran salvajemente ametrallados desde el aire.
Guernica, de Pablo Picasso
Fue la primera atrocidad nazi, fríamente calculada por el régimen franquista, y que habría de marcar una etapa de las muchas que conducirían finalmente a la Segunda Guerra Mundial.
Pero Dios no abandonó al pueblo vasco. El Árbol de Guernica quedó en pie como símbolo de libertad y esperanza. Fue un verdadero milagro que sobreviviera a la total destrucción de la ciudad.
Una bella historia atesora este roble sagrado cuyo origen religioso se pierde en las insondables profundidades de los misteriosos orígenes del pueblo vasco antes de su conversión al cristianismo, retoño de aquél a cuya sombra se reunían los ancianos patriarcas que bajaban desde las cinco colinas (Gorbea, Oiz, Sollube, Genescogorta y Coliza), luego de oír el llamado de las cinco trompetas y encender una hoguera en cada colina. En derredor del árbol, estos ancianos legislaban y presidían los actos más solemnes, como la jura de los señores de la región y toma de posesión del señorío. El nuevo señor avanzaba hacia el roble con el pie izquierdo descalzo y clavando en su corteza un venablo, juraba por siempre respetar los usos, costumbres y tradiciones vizcaínas. ¡Ante ese roble acudían los reyes de Castilla para jurar, arrodillados, sus respetos por los fueros vascos!
Y ese gigante no fue alcanzado por las bombas asesinas. Está allí, enhiesto e inconmovible como la causa que siempre simbolizó.
A 73 años de aquella masacre, debemos los argentinos recordar a sus muertos con la unción que el heroico pueblo vasco se merece. Y porque también les debemos nuestra gratitud a aquellos vascos rudos y trabajadores que vinieron a esta tierra para dejar en el surco su esperanza, sus lágrimas y su vida.
Capítulo 11 de la Novela de Enrique Arenz: Marplateros
La visión más estremecedora de la maldad humana en su estado puro me la dio en pocas palabras Miguel de Luca, un querido amigo veinte años mayor que yo, ya fallecido.
Era italiano, nacido en Borco di Cadore, una aldea dibujada por un artista entre las montañas del Véneto, un lugar de ensueño según las vívidas y emotivas descripciones del propio Miguel. Aldea de no más de quinientos habitantes, con casitas alpinas centenarias construidas con piedras y madera rústica y casi como estribadas sobre la ladera vertical de una montaña imponente. Dos pueblos yacían sepultados bajo esas casas, aplastados siglos atrás por desprendimientos de la siempre amenazante colina.
Aún hoy, me contaba Miguel en 1980, los niños van a jugar a la pradera cada uno con la vaca lechera de la familia que sigue a su pequeño amo y responde a sus llamados como si fuera un perrito.
Miguel recordaba con nostalgia esa vida sencilla y feliz que un día debió abandonar para ir a la guerra, y después, para emigrar a la Argentina con las esperanzas de iniciar una vida mejor. “La emigración es una tragedia”, solía decir al recordar esos momentos de ruptura lacerante. Y de paso, se mostraba indignado con las restricciones migratorias que comenzaban a poner en Europa contra los hispanoamericanos, cuando él, y tantos como él, habían sido generosamente acogidos por la Argentina.
Se había despedido de sus dos hermanas y sobrinos con la idea de regresar algún día en buena posición económica. Durante años los ayudó con modestas remesas de dinero que ganaba con su nuevo oficio de pintor de autos. “Con la inflación cada vez necesitaba más pesos para comprar los mismos dólares, hasta que ya no pude mandar nada”.
Miguel era muy joven cuando lo reclutaron. Nunca fue fascista, creía en la libertad y había leído a Luigi Einaudi, pero era muy difícil, según relataba con amargura, resistir al gigantesco aparato de propaganda oficial que obnubilaba al pueblo con la idea de la Italia imperial, de la epopeya de la resurrección del Imperio Romano.
Miguel acababa de egresar del liceo con el título de técnico agrónomo cuando estalló la guerra. Por sus estudios lo nombraron oficial artillero, le dieron una breve instrucción militar y lo mandaron al frente, al mando de un grupo de soldados y con cañones de la primera guerra mundial.
Con Miguel nos hicimos muy amigos. Nos encontrábamos casi a diario en el desaparecido Café Ópera para charlar de política en compañía de otros amigos. Casi nunca quería recordar los hechos de la guerra porque lo entristecían, pero a veces, cuando él y yo estábamos solos, tenía ganas de evocar esos tiempos y me contaba aspectos fragmentarios de sus ingratas experiencias, siempre con espíritu antibelicista.
Así supe que estuvo en varios frentes y debió soportar todos los miedos y todas las angustias. Había visto agonizar durante dos o tres días a soldados suyos heridos en el abdomen por esquirlas de granada, mientras la infección del peritoneo les envenenaba lentamente la sangre, sin poder aliviarles el sufrimiento por no disponer de una miserable ampolla de morfina. En los inviernos de Grecia había dormido sobre las lápidas de los cementerios porque esa era la única superficie seca donde poder acostarse; y se había visto en varias ocasiones frente a una muerte inminente bajo los intensos bombardeos de los aliados. Contaba que en esos momentos, cuando el cielo y la tierra parecían arder en un infierno aterrador y toda esperanza se derrumbaba en el corazón del combatiente, quedaba una sola cosa en pie: la fe en la misericordia de Dios.
Recordaba haber visto en esa situación límite a desalmados oficiales nazis que corrían bajo las bombas haciendo la Señal de la Cruz y repitiendo entre dientes, con desesperación: “Creo en Dios Padre Todopoderoso, creador del Cielo y de la Tierra… creo en Dios Padre Todopoderoso…”
Mussolini cayó en 1943, el rey Víctor Manuel III firmó el armisticio con los aliados, y casi al mismo tiempo le declaró la guerra a Alemania. A partir de esas trascendentales decisiones los pobres soldados italianos comenzaron a poblar masivamente los campos de prisioneros de los nazis. Ya no eran aliados, ahora eran enemigos.
Mi amigo De Luca terminó en uno es esos campos, no recuerdo si me dijo en Grecia o en Francia. Fue en esa situación, privado de alimentos, de abrigo y de esperanzas, cuando vivió los instantes más desdichados de su trágico destino.
Lo transportaron como ganado en vagones abarrotados de prisioneros, sin comida ni agua, a través de distancias interminables, atormentado por indecibles dolores de muelas y por la horrible sensación de estar consumiendo su propio debilitado cuerpo. Se pasaban unos a otros un tarrito para orinar, sin espacio para sentarse y mucho menos acostarse. “Un compañero me da un pedacito de acelga de no más de un centímetro ―me contó risueño―, y cuando lo muerdo justo se me mete en una muela cariada. Fue tan fulminante el dolor que me saqué de la boca el pedazo de acelga y se lo pasé a otro prisionero”.
Así día tras día, sin saber adónde los llevaban, sintiendo la desintegración de su individualidad y de su dignidad humana junto a otros fantasmas, sobrevivientes lastimosos de esa dantesca negación de la condición humana, hasta ser amontonados en un campo rodeado de alambre de púa donde los enfermos curables morían sin asistencia y los que se mantenían en pie comían pasto que arrancaban hasta donde llegaba el brazo por debajo del alambrado, porque el de adentro ya se había terminado.
El 24 de diciembre de 1944, un oficial prisionero que era también sacerdote católico, había conseguido algunas hostias y un poco de vino para celebrar una improvisada Misa de Nochebuena. Era una noche helada pero serena, con el firmamento lleno de estrellas. Parecía que los ángeles con sus trompetas celestiales iban a descender sobre aquellas piltrafas humanas. Mientras el sacerdote celebraba el misterio de la Eucaristía, otro prisionero, un violinista que siempre llevaba consigo su amado instrumento, comenzó a ejecutar el Ave María de Schubert. “Usted viera como llorábamos todos al escuchar esa melodía que nos llevaba dulcemente a nuestros lejanos hogares, hasta los brazos de nuestros seres queridos y a los tiempos venturosos de nuestra infancia. Mientras el Ave María nos encogía el corazón de nostalgia contemplábamos llenos de fe, arrodillados ante el oficiante, la transformación del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. Nunca sentí una emoción tan intensa.”
Pero el verdadero rostro del mal todavía no se le había presentado a mi pobre amigo Miguel, hasta que debió vivir la más espantosa experiencia que un ser humano pueda imaginar.
Sucedió en ese mismo campo. Miguel De Luca fue obligado junto con otros oficiales prisioneros a presenciar el ahorcamiento de diez rehenes civiles como represalia por un atentado. Como es sabido, estos indiscriminados ajusticiamientos eran rutina para los nazis, y Miguel estaba tan acostumbrado a ver morir personas todos los días que ese cuadro no lo hubiera desconsolado más de lo que ya estaba. Pero ocurrió que uno de esos mártires era un chiquito de diez años, flaquito, desnutrido, que por su poco peso tardaba en morir y se contorsionaba en una agonía interminable.
Mi amigo, horrorizado por esa espantosa visión, le preguntó al sacerdote que estaba a su lado: “José, ¿dónde está Dios que permite esta atrocidad?”. El sacerdote lo miró con los ojos arrasados por las lágrimas, señaló con una mano temblorosa el cuerpito que se balanceaba al impulso de sus estremecimientos, y haciendo un esfuerzo para poder hablar, le contestó: “Ahí está Dios: es ese pobrecito inocente”.
Mi amigo Miguel de Luca, que había sobrevivido a todo aquel horror y que pudo soñar en rehacer su vida en la Argentina, no tuvo suerte. Vivió solitariamente, tal vez por las heridas psicológicas que le habían dejado esos acontecimientos, y nunca pudo, nunca supo o tal vez nunca quiso salir de una pobreza extrema en la que lo sorprendió la vejez.
Era tan honrado, tan extremadamente decente, que jamás consintió que sus amigos le tramitaran ante el consulado de Italia una pensión como ex combatiente. Rechazaba indignado, por razones éticas, la sola sugerencia de reclamar ese derecho. No concebía obtener el menor provecho material de esa abominable guerra. Amaba a su patria, pero había sufrido tantas decepciones, tantos amargos desengaños, que su amor se había vuelto obsesivo y rencoroso, como el de un amante despechado.
Tengo el pequeño alivio de haber hecho algo por él: le conseguí un modesto empleo (como contratado, sin estabilidad) para cuidar una vieja dependencia municipal en donde vivió sus últimos años. Pero pude y debí haber hecho mucho más por ese ser humano excepcional que, entre otras cosas, me enseñó a valorar la libertad y la paz, y a respetar los derechos y la dignidad del más humilde de los hijos de Dios.
En 1988 un funcionario nuevo cuyo nombre he borrado de mi memoria, un hombre de la política quizás tan inhumano e insensible como el peor de los nazis que Miguel había llegado a conocer, lo cesanteó sin miramientos ni explicaciones. Le dio un mes para abandonar la pieza que ocupaba. Lo encontraron muerto antes de que se venciera el plazo. Con más de setenta años, con una afección cardíaca que no se quiso atender, no le quedaban fuerzas para luchar, no tenía jubilación ni ahorros e iba parar a la calle. Se dejó morir.
Yo conocía su situación, porque él mismo me la hizo saber apenas se produjo. Pude haber hecho algo, no sé qué, haber intentado defenderlo, o haberle conseguido otra ubicación, no sé, algo. Pero absorto en mis propios problemas personales y familiares dejé pasar el tiempo sin ocuparme de él. En síntesis, lo abandoné como lo abandonaron todos, porque tenía otros amigos que también se desentendieron de su suerte. Me acordé del pobre Miguel cuando me llamaron para avisarme que lo habían encontrado muerto. Me ocupé de avisar a su familia y de enterrarlo dignamente. Eso fue todo lo que hice por ese amigo. No me lo perdonaré nunca.
Somos indiferentes, crueles, desalmados y destructivos con nuestros semejantes. ¿Qué nos falta para convertirnos en un oficial nazi? Tal vez sólo las circunstancias, el clima propicio, el mensaje oportuno de un líder mesiánico que sepa vestir la perversidad desnuda con el ropaje de los ideales patrióticos.
Y a veces justificamos tantas iniquidades negándolo a Dios.
¿Dónde está Dios?, se arrepentía de haberse preguntado Miguel de Luca en aquel campo de prisioneros. Pero también nos lo preguntamos nosotros entre las paredes de una pacífica oficina, o entre los barrotes de una cárcel, o en un hospital hacinado de miserables, o en cualquier otro lugar donde las conductas humanas, la desidia, la indiferencia criminal también causan sufrimiento, con otras formas, otros métodos, otras apariencias, pero con la misma crueldad.
Miguel obtuvo la respuesta en medio del horror y se esforzaba en trasmitírmela con estas sencillas palabras: “Ese día aprendí que Dios está en cada chico desamparado, en cada enfermo abandonado, en cada mendigo que nos molesta en la calle, en cada persona solitaria que sufre la indiferencia y la insolidaridad, en ese amigo que eludimos porque nos deprime con su perpetua melancolía”.
Y yo agrego ahora: Dios está en cada viejo como Miguel de Luca, cargado de historia, de sabiduría y de experiencia, pero olvidado por sus amigos y condenado por la gélida voluntad de funcionarios con un poco de poder, funcionarios a quienes también llegará un día la vejez, el rigor de la decadencia y la soledad de la muerte.
“Dios está demasiado cerca de nosotros ―concluyó Miguel su inolvidable lección de aquel día―. Lo encontramos a cada paso. Hoy mismo, si usted quisiera, podría llevarlo a cenar a su cas
En 1960 yo era un joven antiperonista sin ideas claras y con algunas ambiguas simpatías por el radicalismo y el socialismo democrático. Sentía un rechazo irracional por el presidente Frondizi y odiaba a su ministro de economía. Un día, estando con unos amigos en una confitería, veo en la pantalla del televisor la figura inconfundible del ingeniero Alsogaray. Iba a darle la espalda, como siempre, pero algo sucedió, tal vez alguna palabra que atrajo mi atención. Me puse a escucharlo y me fui sintiendo extrañamente fascinado por conceptos jamás escuchados antes. Alsogaray estaba explicando cómo funciona un mercado libre, novedades sorprendentes para mí. Me hice liberal a partir de aquella tarde.
Con el tiempo lo conocí y fuimos correligionarios y amigos. En abril de 2001, cuando él ya tenía ochenta y siete años y su salud comprometida, se tomó la molestia de ir hasta la Feria Internacional del Libro para saludarme, enterado de que yo firmaba ejemplares de uno de mis libros. Fue para mí un momento mágico: ahí estaba el hombre que había iluminado mi ignorancia juvenil desde un casual programa televisivo; ahora, cuarenta años más tarde, me honraba con su presencia en la Feria del Libro. ¿Cómo no me voy a sentir orgulloso de su amistad? ¿Cómo no lo voy a defender de quienes hoy todavía lo atacan?
El 1 de abril se cumplen cinco años de su fallecimiento. Tenía 91 años y una admirable lucidez intelectual. Fue sin duda uno de los protagonistas de la política nacional de los últimos cincuenta años. Fundador de exitosas empresas industriales, pionero de la aeronavegación comercial, fue ministro de Industria durante el gobierno de la Revolución Libertadora, ministro de Economía de los presidentes Arturo Frondizi y José María Guido, embajador argentino en los Estados Unidos durante el gobierno militar de Juan Carlos Onganía, asesor del presidente Carlos Menem, fundador de tres partidos políticos, diputado nacional, a partir de 1983, durante cuatro períodos consecutivos, convencional constituyente en 1994 y, en dos ocasiones candidato a presidente de la República.
Fue en sus comienzos una voz solitaria en la difusión de las ideas liberales, pero logró (aunque parcial y muy acotadamente) llevarlas a la práctica, primero, con el presidente Frondizi, y luego, mediante las privatizaciones y desregulaciones que aconsejó al presidente Menem a partir de 1989.
La opinión progresista de la Argentina se complacía en cargar las tintas con hechos anecdóticos, entre ellas la emisión de los famosos bonos “9 de Julio”. También se le enrostraron sus participaciones en gobiernos militares, pero pocos recuerdan tres de sus definiciones políticas fundamentales:
1)Fue uno de los pocos políticos que expresó públicamente su oposición al golpe militar de 1976.
2)Fue el único político que condenó, por aventurera e irresponsable, la guerra de las Malvinas en pleno desembarco en las islas, lo cual le valió un juicio por traición a la patria.
3)Como diputado nacional votó en contra de las leyes de “Punto Final” (1986) y de “Obediencia debida” (1987), convencido de que por ese camino jamás alcanzaríamos la reconciliación.
Pero hay otro hecho revelador de su independencia y de sus profundas convicciones liberales que muy pocos argentinos conocen: siendo embajador del general Onganía en los Estados Unidos, promovió, gestionó e hizo representar en Nueva York la ópera “Bomarzo”, de Manuel Mujica Lainez y Alberto Ginastera, obra que su jefe, el general Onganía, había censurado y prohibido en el teatro Colón de la Argentina. (Ver foto del encabezado: junto a Ginastera, Mujica Láinez y el vicepresidente Hubert Humphrey, en el estreno de Bomarzo en Nueva York)
Como candidato a presidente por la UceDé, llegó a obtener dos millones de votos, y como diputado nacional presidió un bloque que en su mejor momento reunió a once diputados liberales, muchos de los cuales, como Federico Clérici, Armando Ribas, Francisco Durañona y Vedia y Héctor Siracusano, entre otros, sobresalieron entre la mediocridad populista de entonces, con brillantes actuaciones parlamentarias.
Los que conocimos personalmente a Alsogaray y tuvimos el honor de ser condecorados con su amistad, sabemos hasta qué punto amaba la libertad humana y de qué manera inclaudicable se entregaba diariamente a su pasión por persuadir a la gente, a los militares y a los gobiernos civiles (porque él hablaba con todos y trataba pacientemente de convencerlos, fueran civiles o militares, intelectuales o políticos) de que la libertad económica era la condición de la prosperidad.
Recuerdo que hace cuatro largas décadas los pocos liberales de entonces nos sentíamos muy solos y angustiados por el destino incierto de nuestro país. Pero leíamos los artículos de Alsogaray en el diario La Prensa y recuperábamos el entusiasmo decaído. Era el faro que nos conducía en la oscuridad y nos sacaba del desaliento.
No ha llegado todavía el momento, pero el país (y también muchos liberales, que no lo quieren) le van a reconocer a Álvaro Alsogaray el enorme servicio intelectual que nos hizo a todos en su dilatada trayectoria pública. Se puede decir que gracias a él la Argentina recuperó el espíritu de Mayo y las ideas de Alberdi, eclipsadas durante tantos años por el autoritarismo, la demagogia y los mitos de las economías dirigidas.
La clase política le debe un desagravio. Cuando falleció, después de haber cumplido durante dieciséis años consecutivos una fecunda labor legislativa, la Cámara de Diputados le negó el discurso de despedida que se merecía. El 3 de abril de 2005 el bloque del ARI, y de otros partidos de izquierda se opusieron a que se pronunciaran discursos. El homenaje se limitó a entonces a un reglamentario minuto de silencio. Los legisladores que se opusieron a los discursos hasta se retiraron del recinto para no participar del módico recordatorio.
Muchos liberales tuvimos diferencias doctrinarias con él. Su modelo era la Economía Social de Mercado, de Ludwig Erhard, Wilhem Röepke y Luigi Einaudi (entre otros) que propone la teoría de las “intervenciones conformes al mercado”, conceptos que ―aunque rescataron la economía de Europa de la pos guerra― provocaban y provocarán entre los liberales eternas discusiones y polémicas. Pero más allá de esas disidencias lo admirábamos por la habilidad con que llegaba a la gente común para persuadirla de los beneficios de la libertad económica. Nadie, absolutamente nadie hasta hoy, ha enseñado los principios de la libertad con tanta solvencia, pasión y perseverancia. Ningún otro liberal fue jamás escuchado como él. Nadie consiguió despertar el interés de las personas sencillas, las que votan y no entienden nada de economía, como logró hacerlo Alsogaray.
Fue muy discutido y combatido dentro de la UCeDé aún por personas que alcanzaron gracias a él altos cargos y la notoriedad pública, pero ninguno de ellos, absolutamente ninguno, ha podido tomar su lugar, reemplazarlo en la imprescindible tarea de enseñarle y recordarle a la gente, entre otras cosas, cuáles son las causas de la inflación, por qué el excesivo gasto público desquicia las economías y cuáles son las ventajas que obtienen los trabajadores de la economía libre. Han pasado cinco años desde su desaparición y nadie ha llenado ese vacío.
Lo único que sabemos, hoy por hoy, es que Alsogaray nos hace mucha falta.
No es fácil ser católico y liberal. Conciliar la doctrina de la Iglesia con la amplitud de juicio que exige la condición ética de un auténtico liberal es a veces incómodo y doloroso.
Y si hay un tema que mueve la conciencia de un católico que quiere pensar por sí mismo en estos días, es el relacionado con la homosexualidad y las uniones homosexuales.
Bueno, quiero expresar mi opinión, que sé que interpreta el modo de pensar silencioso de muchos católicos que hoy sufren los altibajos de este dilema. Solo pido a los católicos intransigentes que no se molesten. No quiero confrontar con ustedes, y menos con mi Iglesia. Sólo deseo reflexionar en voz alta haciendo uso del libre albedrío que Dios me concedió y de la inteligencia que no me negó.
Si la ciencia médica ha descartado a la homosexualidad como una patología, y si en el mundo del siglo XXI le hemos reconocido a los homosexuales el derecho a ocupar un lugar en la sociedad sin menoscabo ni discriminación, ¿por qué habríamos de negarles la convivencia en parejas estables legalmente constituidas? Estas uniones debemos verlas como un asunto de interés para toda la sociedad, porque son una forma eficaz de contrarrestar posibles hábitos promiscuos y trastornos de conducta.
Así que enfrentemos la realidad y hagamos lo más sensato: fomentemos la formación de parejas homosexuales y monógamas permanentes unidas por el amor y los intereses comunes. Existe, por tanto, una urgente necesidad de legislar las uniones civiles de homosexuales. ¿Cómo deberíamos hacerlo sin herir los sentimientos de nadie?
Para los católicos, la homosexualidad siempre estará en discusión. La Iglesia todavía lo considera una grave desviación moral, y si actualmente acepta fieles que tienen una inclinación homosexual, exige abstinencia y una vida de virtual aislamiento y negación que, respetuosamente digo, no es justa desde ningún punto de vista. Pero, en cualquier caso, ese es un problema para los homosexuales católicos, cuyas conciencias individuales dictarán si deben o no acatar estas duras reglas para no perder sus derechos sacramentales.
Pero ¿qué sucede con los homosexuales agnósticos, o aquellos que, estando bautizados, no practican los deberes religiosos? En ambos casos las personas involucradas no tienen problema de conciencia y se sienten cómodas viviendo como entienden que es lo correcto. La sociedad pluralista, la sociedad abierta a la diversidad, la sociedad de hombres libres, la sociedad que todos queremos, democrática y republicana, tiene el deber de encontrar una salida legal para ese grupo social minoritario que desea practicar la monogamia.
Nos quejamos, no sin razón, de que muchos de los jóvenes heterosexuales de hoy eluden las formalidades y compromisos del matrimonio, y viven en parejas transitorias y precarias donde procrean hijos y a veces disuelven sus vínculos descuidando sus obligaciones parentales. Reconozcamos al menos que es un hecho auspicioso, y, hasta cierto punto, un buen ejemplo, que muchos homosexuales quieran tener una vida familiar más ordenada y permanente.
No olvidemos que aun cuando seamos un país predominantemente católico, tenemos el deber de proteger los derechos civiles de las minorías.
Entonces, ¿qué hacemos con quienes quieren constituir parejas estables del mismo sexo y desean hacerlo a través de un contrato legal que garantice a ambos cónyuges todos los derechos y obligaciones que el Código Civil otorga a las parejas heterosexuales?
No sería correcto llamar a esta unión "matrimonio", porque el matrimonio es un Sacramento y será siempre la unión entre un hombre y una mujer, y por eso su uso incorrecto ofende creencias y convicciones que deben ser respetadas.
Pero tampoco podemos dar otro nombre a las uniones entre personas del mismo sexo porque eso sería claramente discriminatorio.
¿Por qué entonces, para no herir los sentimientos de nadie, no cambiamos el nombre del contrato civil, tanto para los heterosexuales como para los homosexuales? Que en vez de llamarse matrimonio, se llame Vínculo Conyugal, o Unión Civil, o lo que sea. Nadie se sentirá discriminado y devolveremos el término “matrimonio” a la Iglesia Católica (y otras religiones) como Sacramento para quienes contraen nupcias ante el Altar. La sociedad plural y laica no pierde nada y reducimos fuertemente un conflicto de conciencia que hoy duele a muchas personas.
Todas las tiranías son fascistas, es decir, intolerantes y policiales; y todas las democracias genuinas se derechizan para no fracasar. Los ingenuos izquierdistas (hablo de los honestos, los del llano) están condenados a un futuro siempre negro: o bien deberán padecer dictaduras como la de Cuba o Venezuela, o bien se frustrarán en democracias "socialistas" que se inclinan hacia la derecha, como las de Chile, Uruguay o Brasil. Los ideales revolucionarios marxistas nunca cuajan porque son epistemológicamente inaplicables. En democracia son rechazadas de plano porque nadie renuncia a su propiedad o a su libertad individual. Y las tiranías, ya se sabe, oprimen sin piedad para no lograr nada, sólo para mantener burocracias y nomenclaturas. Oprimen y reprimen no sólo a sus enemigos sino también a sus propios adherentes ante el primer atisbo de inconformidad o protesta. Y si nó que se lo pregunten a la doctora Hilda Molina.
¿Habrán pensado alguna vez los muchachos de la izquierda que su destino es inexorablemente el fracaso? ¿Y si para rescatarlos de un error que les arruinará la vida (porque no hay peor lastre para el progreso personal y familiar que encadenarse a una ideología falsa) les mostráramos el "fantasma de sus navidades futuras", por decirlo a la manera de Dickens?
Chesterton definía a la paradoja como una verdad puesta de cabeza para atraer la atención. Pues bien, rescatemos a los jóvenes izquierdistas mostrándoles la paradoja de la izquierda derechizada y la torcedura de la derecha. Enrique Arenz
En su libro "Sistema Económico y Rentístico" Alberdi nos recuerda que la riqueza debe su creación a tres fuerzas productoras: La tierra, el trabajo y el capital, de lo cual deduce que las contribuciones para sostener el fisco deben provenir de la renta de la tierra, que es el alquiler; de la renta del trabajo, que es el salario; y de la renta del capital, que es el interés.
Por lo tanto, dice Alberdi, la Constitución debe buscar esas rentas en los tres campos de su elaboración, que son la agricultura, el comercio y la industria fabril. (Hoy Alberdi agregaría los servicios).
"Repartir de ese modo las contribuciones -dice textualmente Alberdi- entre todos los agentes y fuentes de rentas es realizar la base constitucional del impuesto, contenida en el artículo 16, (La igualdad es la base del impuesto y de las cargas públicas). No debe haber tierra, capital ni trabajo que no contribuya con su parte de utilidad a soportar el gasto que cuesta mantener la ley que los protege: todas las industrias deben contribuir a sostener la ley que garantiza su existencia y libertades. La contribución equitativa, lejos de ser una carga, es el más egoísta de los gastos: pues tanto valiera llamar carga y sacrificio los gastos hechos en comer, alimentarse y vivir. Forma parte de este sacrificio el de vivir respetado, libre y seguro".
Dice más adelante que se debe repartir bien el peso de las contribuciones no solo en beneficio justo de los contribuyentes sino también como forma de agrandar su producto en favor del Tesoro nacional. Y asegura a continuación que los impuestos son más capaces de dañar por su desproporción y desigualdad que por su exorbitancia.
De manera que, según Alberdi, no hay un sector productivo que no deba pagar impuestos, pero debe hacerlo de manera equitativa e igualitaria.
Ahora bien, si exceptuamos de nuestro análisis las tasas municipales por servicios y los impuestos provinciales como el inmobiliario (que es intrínsecamente regresivo porque castiga las inversiones en construcción y mejoras en lugar de premiarlas), los ingresos brutos, que son más distorsivos aún, o el automotor, etc., podemos decir, simplificando un poco las cosas, que en el estricto orden nacional quedan tres clases de impuestos: 1) Los Derechos de aduana; 2) El Impuesto a las ganancias, y 3) El Impuesto al consumo. (No menciono el impuesto al cheque porque es la forma más aberrante de robar a la gente y desalentar la bancarización y la producción, por lo cual no merece ni siquiera considerarlo. Lo mismo puede decirse del impuesto a la riqueza)
Yo no soy economista ni un conocedor de la materia tributaria, pido disculpas por mi ignorancia y mi atrevimiento. Pero aplicando mi sentido común y lo que he leído puedo hacer algunas afirmaciones:
1) Los derechos de importación y exportación, si son aplicados con equidad e igualitariamente, son tributos aceptables como fuente de financiación del Estado. Jamás como herramienta proteccionista y mucho menos de prohibición. Con respeto a las exportaciones, podemos discutir si conviene o no gravarlas, siempre pensando en el progreso del pais. Sí, en cambio, estoy seguro de que deben aplicarse a la importación. Pero moderada, equitativa e igualitariamente.
2) Los impuestos a las ganancias (impuestos directos) son regresivos y conspiran contra el esfuerzo productivo, la inversión y la creatividad. En una palabra, son impuestos que desalientan. Quienes aportan bienes a la sociedad no deben tributar por los beneficios que obtienen gracias a sus esfuerzos. Más bien habría que darles un premio, ponerlos en el cuadro de honor: "El empresario del mes", "El ganadero o el sojero del mes", etc. (Como en Mc. Donald)
3) Los impuestos al consumo, en cambio, son los más justos y equitativos. ¿Por qué? Porque pagan más impuestos quienes retiran del mercado más bienes y servicios, no quienes los aportan, es decir, pagan quienes consumen y en el momento en que consumen. Es decir, quienes en lugar de entregar al mercado bienes y servicios, los toman para llevárselos a su casa. Por supuesto que quienes producen también consumen, así que todos terminan pagando impuestos, unos más otros menos, unos antes y otros después, según el tren de vida que quieran llevar. Por otra parte el impuesto al consumo, en una tasa razonable (digamos, 12 %), contribuye a equilibrar en el mercado el gasto con respecto a la tasa del ahorro. El que ahorra se salva de pagar y percibe interés, pero está contribuyendo con su capital ahorrado a que se generen nuevos proyectos productivos. Como ahorrar es postergar el consumo, el ahorrista no paga ahora pero colabora con la producción, y en el futuro, cuando se decida a gastar su dinero, tendrá que pagar por lo que consuma, sea un viaje, un automóvil o una casa nueva.
Dice Gabriel Zanotti en su libro "Introducción a la escuela austríaca de economía", refiriéndose a este impuesto indirecto: "Estos impuestos no afectan a la proporción consumo-ahorro. Tienen la enorme ventaja de no afectar la cuantía potencial de capital al no gravar recursos que se hubieran destinado a la formación del mismo".
Con impuestos indirectos al consumo se cumplen acabadamente los preceptos de Juan Bautista Alberdi de repartir equitativamente las contribuciones entre todos los campos de formación de riqueza, pero alentando al mismo tiempo, la formación de capital, más producción, más consumo y, consecuentemente, más recursos para el erario.
Alberto Benegas Linch, en su libro "Fundamento de análisis económico" se refiere a la preferencia de Alberdi por los impuestos indirectosa: "Juan Bautista Alberdi (...), luego de formular sus críticas a los impuestos directos en una de sus obras (se refiere al citado Sistema económico y rentístico) señala algunas ventajas de los gravámenes indirectos. Son más económicos en su recaudación, significan un volumen potencial mucho mayor que los directos, son impersonales y no vejatorios de la personalidad como ocurre con los impuestos directos al indagar sobre cuestiones privadas. Resultan de mayor comodidad y son más imperceptibles para el contribuyente, ya que se paga a medida que se consume, lo que implica que el impuesto es acoplado a una correlativa e inmediata contraprestación. Es un impuesto que contempla la universalidad fiscal, es decir, no hay excepciones, todos se hacen cargo del impuesto cuando gastan en consumo".