jueves, 7 de octubre de 2010
sábado, 17 de julio de 2010
Otro capítulo de mi novela MARPLATEROS
CARNE COCIDA
Lo que vi pudo haber sido una alucinación.
Me sucedió en el frigorífico Santa Elena, en la sección de carne cocida para exportación a Estados Unidos conocida como ANUSA (Antropología naturista para los Estados Unidos), el único lugar prohibido de la planta.
Mi trabajo en el frigorífico consistía en pesar en una báscula los camiones jaula que llegaban con hacienda para la faena, y luego, ya vacíos, volverlos a pesar para determinar los kilos vivos descargados en los corrales. Estábamos en 1973 y acababa de asumir la fórmula triunfante Cámpora-Solano Lima al grito de “¡Cámpora al gobierno, Perón al poder!”. Tiempos difíciles.
Yo solía recorrer todas las instalaciones por razones de trabajo, a veces para guiar a visitantes extranjeros a quienes debía explicar el proceso de faenado que se realizaba de noche.
En ese deambular diario veía trabajar a los carniceros de la sección desposte general, en el sector donde se preparaban los cortes para exportación, pero no conocía el interior de ANUSA. Allí despostaban las medias reses de toro, cuya carne fibrosa se cocía al vapor, se la preparaba con aderezos, adobos y caldos de fórmula secreta, se la enlataba y se la exportaba íntegramente a los Estados Unidos. Todo el proceso se completaba entre esas cuatro celosas paredes.
El encargado de ANUSA era el señor Julián Arangúren, el único que poseía la fórmula para la elaboración de este alimento proteico según el gusto y las exigencias de ciertos consumidores norteamericanos.
Nos hicimos muy amigos porque teníamos similares ideas políticas. Había nacido y estudiado en Mar del Plata, pero estuvo muchos años trabajando en Miami. Se murmuraba que era o había sido agente de la CIA, aunque esas eran habladurías de corraleros y estibadores envidiosos.
Este experto no era empleado del frigorífico sino de la empresa norteamericana que compraba toda la producción de carne cocida. Una cláusula del contrato imponía esa supervisión personalizada que debía ser independiente de las autoridades del frigorífico.
Él me explicó que las carnes termoprocesadas surgieron a raíz de las barreras sanitarias que los Estados Unidos habían levantado por la aftosa. Tras el encuentro de los presidentes Frondizi y Kennedy en 1961, y luego de que estudios técnicos bilaterales demostraron que la carne cocida a más de 80 grados centígrados no tenía ningún riesgo sanitario, se le abrió a la Argentina ese importante mercado.
Con su casco y su guardapolvos siempre blanquísimos, el señor Arangúren revisaba y controlaba todos y cada uno de los pasos de la preparación y enlatado del producto. Trabajaban con él unas veinte personas que pertenecían a la planta del frigorífico, pero que estaban bajo sus órdenes directas, afectadas exclusivamente a ese contrato de exportación que era el negocio más rentable que tenía la empresa marplatense.
El producto envasado con el logo del Frigorífico Santa Elena se embarcaba de inmediato y no quedaba ni una lata para consumo local. (Una sola vez, y como excepción, el señor Arangúren me dio a probar en un platito un poco de esa carne cocida. Ah, que producto exquisito, tierno, de sabor homogéneo y aroma embriagante. Una verdadera delicatesen).
Pero volvamos a la misteriosa ANUSA. Cuando yo necesitaba hablar con el señor Arangúren debía tocar un timbre y esperar que alguien desde el interior abriera la media puerta superior. Entonces lo veía al señor Aranguren en su pequeña oficina de mamparas vidriadas. Desde allí me hacía señas para que lo esperara afuera. Nos encontrábamos en la playa externa del frigorífico donde yo le hacía saber el motivo de mi requerimiento, habitualmente razones burocráticas aduaneras o referidas al transporte del producto.
Él, en cambio, solía visitarme muy asiduamente en la cabina de la báscula donde yo permanecía la mayor parte del tiempo pesando camiones y llenando unas interminables planillas de estadísticas que exigía la Junta Nacional de Carnes.
Era un hombre afable, de estatura más bien baja, buen conversador y muy culto. Nunca hablaba de su trabajo en ANUSA. Lo más que me dijo fue que se trataba de una organización de medicina oncológica alternativa, una especie de homeopatía vanguardista que había logrado grandes progresos en el tratamiento del cáncer mediante regímenes alimentarios especiales.
Hablábamos en cambio de política. Los dos simpatizábamos con las ideas alberdianas de libertad económica y división de poderes y, lógicamente, estábamos preocupados por los montoneros que rodeaban al presidente Cámpora. Nos indignaba que en Mar del Plata estos insurgentes casi adolescentes hubieran tomado los dos hospitales públicos y la por entonces estatal Radio Atlántica, donde montaban guardias intimidatorias con metralletas en mano.
Precisamente, en el frigorífico trabajaba como comprador de hacienda el ex capitán Pereyra Vellado, que, según se decía, aunque yo nunca lo creí, era el instructor militar de la Organización Montoneros en Mar del Plata.
Él y yo pertenecíamos al mismo departamento y compartíamos la oficina principal. Si bien él salía al campo a seleccionar y comprar hacienda para la empresa, pasaba horas en esa oficina consultando precios por teléfono y acordando entrevistas con los ganaderos; y por esa simple proximidad laboral se había creado entre nosotros una cierta amistad. Nos atraíamos como se atraen los polos opuestos, cautivados por el solo hecho de estar cada uno en las antípodas ideológicas del otro.
Era un hombre muy egocéntrico, de carácter fuerte, autoritario, con ideas izquierdistas extremas y certezas inconmovibles sobre la manera y forma en que había que arreglar el mundo.
Pero siempre se mostró respetuoso de mis divergencias. Recuerdo que yo intentaba, como mero ejercicio dialéctico, hacerle entender mis convicciones a favor del “podrido” mundo capitalista. Pereyra Vellado enrojecía, se insertaba el casete de todo buen marxista-leninista que lleva, por añadidura, el contrapeso de ser también peronista y de “la Tendencia” (supuestamente, porque él nunca lo dijo), y me largaba su perorata: que la clase dominante, que la oligarquía terrateniente, que la sinarquía internacional, que el imperialismo yanqui, que la liberación nacional. Había que bancarse esa retahíla de lugares comunes y superficialidades escritas en todo libro rojo, desde el de Mao, hasta el catecismo tercermundista.
Este ex militar había sido dado de baja de su fuerza, ignoro en qué circunstancias y bajo qué cargos. No obstante usurpaba el título militar que ya no le pertenecía, y cuando todavía gobernaba el general Lanusse, antes de las elecciones del 11 de marzo de 1973, se presentaba telefónicamente con un arrogante: “Habla el capitán Pereyra Vellado”. Cuando asumió Cámpora, el tono se hizo más campechano: “Habla Vellado”, o lo que era más graciosos para quienes lo escuchábamos: “Habla el compañero Vellado”.
Pero a pesar de todo era un tipo agradable, al menos lo era conmigo, un poco loquito pero tratable, y yo podía intercambiar pareceres con él e incluso discutir apasionadamente sin que jamás llegáramos a enojarnos.
Su vinculación con Montoneros pareció confirmarse un año y medio más tarde, cuando ya había caído Cámpora y estaba en el poder el general Perón con su secretario, brujo y lugarteniente José López Rega. De la efímera “patria socialista” habíamos pasado, sin transición ni respiro, a una especie de patria sindical, fascista y corporativa donde entraron a tallar la CNU, la Juventud Sindical Peronista y la Triple A., el “Somaten” creado, o, al menos, “sugerido”, por el propio Perón. Pereyra Vellado fue asesinado por un supuesto comando de extrema derecha. Lo sacaron de su casa a las tres de la madrugada, lo llevaron desnudo y maniatado hasta un descampado donde lo golpearon salvajemente y lo fusilaron.
Yo nunca me convencí de que ese crimen fuera una represalia de la derecha por la participación de Pereyra Vellado en la “Orga” Montoneros. A mí me daba la impresión de que él se desentendía de la lucha armada de los grupos irregulares. Estaba en cambio preocupado por algo que sucedía dentro del frigorífico. Nunca supe qué. Una vez me confió que había visto y escuchado cosas espeluznantes (esa fue la palabra que usó, pero hay que tener en cuenta que era un tipo siempre exagerado en sus expresiones). “No me pida detalles ―me dijo enigmático―, no quiero comprometerlo. Lo único que le digo es que si puedo probar lo que sospecho no me voy a callar ni disfrazado de oso carolina”.
En esta historia hay otros personajes.
A un empleado de seguridad que se dedicaba a espiarnos le decíamos “Ferocio”, un sujeto solitario y desagradable que no tenía familiares ni amigos. Odioso y desconfiado, estaba en perpetua vigilancia. Husmeaba por todas partes, pendiente siempre de lo que hacía cada trabajador, cada profesional, cada jefe. Hasta los miembros de la familia propietaria llegaron a padecer su fisgoneo compulsivo. No estoy exagerando, un día los dueños tuvieron que llamarle la atención porque estaba investigando a uno de ellos, un sobrino, creo, quien parece que solía llevarse lo que no le pertenecía. Le dijeron con claridad: usted está acá para controlar a los empleados, no para meterse con la familia.
Ferocio era como una sombra negra: por donde uno anduviera, ya fuera dentro de las dependencias y oficinas, o en los corrales, o por los espacios exteriores, percibía sobre la nuca el taladro de sus penetrantes ojos. Si uno caminaba por cualquier parte y se daba vuelta de golpe, como lo hacía yo por pura diversión, se encontraba infaliblemente con la mirada de Ferocio, posicionado a pocos metros, estudiando los movimientos del “sospechoso”, observando hacia dónde iba, qué llevaba en sus manos y con quién se encontraba.
Y como para Ferocio todos éramos merodeadores patibularios, no había en la planta quien no lo odiara como a una rata apestosa.
Un día desapareció.
Alguien lo había visto por última vez cuando entraba en mangas de camisa a una cámara frigorífica siguiendo sigilosamente a un abrigado estibador de quien seguramente sospechaba algo. Era casi la hora en que todas las cámaras se cerraban hasta el día siguiente.
¿Qué pasó? Se comentaba que lo despidieron, nunca supimos cuándo ni por qué. Jamás volvimos a verlo, ni en la planta, ni en la calle ni en ningún otro lugar.
Otro personaje es Pinino Rocamora, un empleado joven de Contaduría, muy eficiente y confiable que hacía horas extras por la tarde para recibir el dinero recaudado por los cinco repartidores que abastecían de medias reses a las carnicerías de la ciudad.
Pinino vivía solo, no tenía familiares y se comentaba que era homosexual. Durante años fue un empleado modelo que cumplía responsablemente con su trabajo, no faltaba nunca y jamás cometía errores.
Con Pinino no tuve casi trato. Apenas si nos saludábamos. Yo me fui del Frigorífico en 1975, al día siguiente de haber tenido esa visión o alucinación de la que hablé al principio, y antes de que lo mataran a Pereyra Vellado. Meses después me encuentro en la calle con uno de mis ex compañeros y ahí me entero de lo que sucedió: Pinino, en un fin de semana largo de verano, que era cuando más se recaudaba por la venta mayorista de carne, agarró la plata de los repartidores, la metió en su bolso de gimnasia, fichó como todos los días, saludó al portero y desapareció para siempre.
En el frigorífico nadie lo podía creer. Yo tampoco lo creí cuando me lo contaron. En primer lugar porque un hombre decente de toda la vida no se vuelve ladrón de un día para el otro ni defrauda a quienes confían en él. En segundo lugar, porque el dinero de los repartos, por mucho que fuera ese fin de semana, no era tanto como para perder un buen empleo y tener que vivir escondido.
Por último tengo que hablar de los dos policías de la Dirección de Abigeato que prestaban servicios dentro del frigorífico: Pancho y Raúl, sargento y cabo respectivamente de la policía de la Provincia, el primero un tipo decente, el otro un pícaro. Ocupaban en distintos turnos una pequeña oficina ubicada en el patio de la planta, sobre cuya puerta impresionaba un ostentoso escudo de la Policía.
Sus funciones eran controlar que las marcas de los vacunos descargados en los corrales coincidieran con las marcas dibujadas en las guías municipales de traslado.
El policía decente era demasiado estricto en el cumplimiento de su deber y a veces decretaba la interdicción de reses cuyas marcas eran algo confusas pero claramente no dolosas.
El policía pícaro, en cambio, dejaba pasar cualquier cosa, salvo que el fraude fuera muy notorio. A cambio de estos favores recibía un sobre todos los meses con una pequeña cantidad de dinero que los directivos del frigorífico justificaban asegurando que era una justa compensación por las molestias que el policía se tomaba para solucionar los problemas que se presentaban a diario, y no una coima para que haga la vista gorda ante irregularidades o ilícitos.
Pero si debo contar las cosas tal como eran, en las jaulas que llegaban de todas las estancias y remates ferias de los alrededores, cada tanto venía algún animal de origen más que dudoso, sin que por ello el indulgente sargento Raúl dejara de darle el visto bueno con su aparatosa firma. Una vez que le reproché una de estas excepciones me dijo con humor cínico: “Sabés qué pasa, si no lo dejo pasar yo, arreglan con el comisario”.
Había una extraña relación entre el señor Julián Arangúren y Pancho, el otro policía, el honesto. Me llamaba muchísimo la atención verlos juntos cada tanto en distintos lugares de la planta. Siempre hablaban brevemente y en voz muy baja. Un día, estando yo en la cabina de la báscula, los vi conversando y mirando cautelosamente de reojo. El reflejo del sol en el vidrio de mi cabina me mantenía invisible. Observé que Ferocio los estaba vigilando a pocos metros. Creo que percibieron esa presencia porque enseguida se separaron. En ese preciso momento miro hacia un costado y descubro que desde una oficina lindera a mi cabina, ambas comunicadas visualmente por una ventana de vidrio, Pereyra Vellado también estaba espiándolos, atento, reconcentrado, a través de las tablillas de una cortina americana.
Nunca pude entender esa marginal y semioculta relación entre Arangúren y el sargento Pancho, ni menos aún el interés de Pereyra Vellado en sus misteriosos encuentros. Los tres eran personas muy diferentes, social, económica y culturalmente, y no tenían contactos laborales dentro de la planta.
Un día debo llevarle a Arangúren unas planillas del despachante de aduana y por primera vez hallo la puerta de ANUSA totalmente abierta. Toco el timbre y espero. Como nadie me atiende y veo que la oficina de Arangúren está vacía, me meto atrevidamente en el área empujado por una imprudente curiosidad.
Desconocedor de la distribución interna, me topo en mi recorrida con la sala de desposte donde varios operarios con sus cofias, botas y delantales blancos están descarnando huesos y desgrasando trozos de carne.
En ese momento veo que uno de los operarios levanta la pieza en la que está trabajando. Es un antebrazo humano, ya bastante descarnado, con su mano intacta adherida todavía al hueso y vuelta hacia mí como haciéndome señas. Sube y baja un par de veces esa mano, y tras un golpe seco de cuchilla va a parar a un canasto de desechos. Fueron tres o cuatro segundos. El carnicero siguió pelando el hueso. Otros diez operarios compartían silenciosamente la misma mesa de acero inoxidable sobre la que despostaban grandes trozos de res.
Por suerte no me vieron. Horrorizado y con el estómago revuelto, salí del lugar y me recluí en mi cabina hasta que se hizo la hora de irme.
Al día siguiente voy directamente a verlo al sargento Raúl, el policía pícaro que era con quien yo tenía más confianza. Le cuento lo que había visto el día anterior y le pregunto si él cree que debo denunciarlo. Se queda mirándome sin decir palabra. Se levanta, cierra la puerta de la oficina que había quedado entreabierta y se sienta lentamente en su butaca. Me dice en voz muy baja y pausada: “Te equivocaste, viejo, lo que viste fue un cuarto trasero de ternero que al descarnarse quedan en la punta del hueso como unos flecos de carne y tendones que pueden parecer una mano humana… Dejate de joder, eso fue lo que viste, ¿de qué denuncia me hablás? ¿Estás mamado? No comentes esto con nadie, es el consejo de un amigo. Ahora decime, ¿cómo mierda te metiste en la ANUSA?
Lo veo a Raúl tan nervioso, casi diría, asustado, que permanezco callado, más asustado que él. En ese momento se abre con cierta brusquedad la puerta de la oficina y entra el otro policía, el honesto. Es imposible que haya alcanzado a escuchar nada de lo que habíamos conversado. Sin embargo Raúl lo mira con una palidez mortal. Un leve temblor sacude su labio inferior. El clima se pone tan tenso que me levanto, le hago una broma futbolera a Raúl, que era un sufriente hincha de Racing, y me despido de los policías.
Esa misma tarde mandé el telegrama de renuncia.
Pasaron más de treinta años. El policía honesto fue investigado no hace mucho por presuntas desapariciones forzadas durante la oscura etapa de Isabel Perón. El policía pícaro hace años que está retirado y vive en el campo. Pinino Rocamora y Ferocio jamás volvieron a ser vistos por nadie.
A Julián Aranguren me lo encontré en un café de la peatonal en 1995. Me contó que lo trasladaron a Irak, poco después de la invasión Tormenta del Desierto. Estaba a cargo de una planta cercana a la frontera con Kuwait y continuaba elaborando, aunque esta vez con carne de camello viejo, esa exquisitez termoprocesada que hace el deleite de un sector cada vez más grande de consumidores norteamericanos.
(Editorial DUNKEN.Todos los derechos reservados).
Prohibida su reproducción
Prohibida su reproducción
lunes, 28 de junio de 2010
LA MÚSICA A TRAVÉS DEL TIEMPO, EL ESPACIO Y LA TECNOLOGÍA
AVE MARÍA DE GOUNOD - BACH
El violinista español Félix Pérez tuvo la idea de unir nuestros instrumentos a través del espacio y ejecutar a dúo el Ave María de Gounod: él en España con su violín y yo en la Argentina con mi piano. El resultado de esta iniciativa es la ejecución que se puede ver y escuchar en el video que aparece al pie de la nota.
Es una fascinante coincidencia que Juan sebastián Bach y Charles Gounod se unieran a través del tiempo, ya que el compositor francés creó la bella melodía del Ave María sobre la base del Preludio Nº 1 que Bach había compuesto un siglo antes.
Fue la moderna tecnología la que nos permitió a Félix y a mí interpretar juntos tan hermosa obra clásica.
Fue la moderna tecnología la que nos permitió a Félix y a mí interpretar juntos tan hermosa obra clásica.
viernes, 16 de abril de 2010
EL HORROR DEL NAZISMO II: GUERNICA
Los muertos de Guernica
por Enrique Arenz
Fue un 25 de abril de 1937, hace exactamente 73 años. Los primeros destellos del alba comenzaban a deslizarse suavemente por entre las aún cerradas persianas del villorrio, cuando en el horizonte se recortaron oscuras siluetas simétricas. Los aviones nazis Heinkel III y Junker 52estaban sobre Guernica con su cargamento de muerte.
En un instante todo fue un infierno. Durante tres horas, mil bombas explosivas y tres mil bombas incendiarias se abatieron sobre la indefensa aldea vasca, mientras los sobrevivientes que huían aterrorizados de las llamas, entre ellos niños pequeños y ancianos, eran salvajemente ametrallados desde el aire.
Fue la primera atrocidad nazi, fríamente calculada por el régimen franquista, y que habría de marcar una etapa de las muchas que conducirían finalmente a la Segunda Guerra Mundial.
Pero Dios no abandonó al pueblo vasco. El Árbol de Guernica quedó en pie como símbolo de libertad y esperanza. Fue un verdadero milagro que sobreviviera a la total destrucción de la ciudad.
Una bella historia atesora este roble sagrado cuyo origen religioso se pierde en las insondables profundidades de los misteriosos orígenes del pueblo vasco antes de su conversión al cristianismo, retoño de aquél a cuya sombra se reunían los ancianos patriarcas que bajaban desde las cinco colinas (Gorbea, Oiz, Sollube, Genescogorta y Coliza), luego de oír el llamado de las cinco trompetas y encender una hoguera en cada colina. En derredor del árbol, estos ancianos legislaban y presidían los actos más solemnes, como la jura de los señores de la región y toma de posesión del señorío. El nuevo señor avanzaba hacia el roble con el pie izquierdo descalzo y clavando en su corteza un venablo, juraba por siempre respetar los usos, costumbres y tradiciones vizcaínas. ¡Ante ese roble acudían los reyes de Castilla para jurar, arrodillados, sus respetos por los fueros vascos!
Y ese gigante no fue alcanzado por las bombas asesinas. Está allí, enhiesto e inconmovible como la causa que siempre simbolizó.
A 73 años de aquella masacre, debemos los argentinos recordar a sus muertos con la unción que el heroico pueblo vasco se merece. Y porque también les debemos nuestra gratitud a aquellos vascos rudos y trabajadores que vinieron a esta tierra para dejar en el surco su esperanza, sus lágrimas y su vida.
martes, 30 de marzo de 2010
EL HORROR DEL NAZISMO EN UN CAPÍTULO DE MI NOVELA "MARPLATEROS"
¿Dónde está Dios?
Capítulo 11 de la Novela de Enrique Arenz: Marplateros
La visión más estremecedora de la maldad humana en su estado puro me la dio en pocas palabras Miguel de Luca, un querido amigo veinte años mayor que yo, ya fallecido.
Era italiano, nacido en Borco di Cadore, una aldea dibujada por un artista entre las montañas del Véneto, un lugar de ensueño según las vívidas y emotivas descripciones del propio Miguel. Aldea de no más de quinientos habitantes, con casitas alpinas centenarias construidas con piedras y madera rústica y casi como estribadas sobre la ladera vertical de una montaña imponente. Dos pueblos yacían sepultados bajo esas casas, aplastados siglos atrás por desprendimientos de la siempre amenazante colina.
Aún hoy, me contaba Miguel en 1980, los niños van a jugar a la pradera cada uno con la vaca lechera de la familia que sigue a su pequeño amo y responde a sus llamados como si fuera un perrito.
Miguel recordaba con nostalgia esa vida sencilla y feliz que un día debió abandonar para ir a la guerra, y después, para emigrar a la Argentina con las esperanzas de iniciar una vida mejor. “La emigración es una tragedia”, solía decir al recordar esos momentos de ruptura lacerante. Y de paso, se mostraba indignado con las restricciones migratorias que comenzaban a poner en Europa contra los hispanoamericanos, cuando él, y tantos como él, habían sido generosamente acogidos por la Argentina.
Se había despedido de sus dos hermanas y sobrinos con la idea de regresar algún día en buena posición económica. Durante años los ayudó con modestas remesas de dinero que ganaba con su nuevo oficio de pintor de autos. “Con la inflación cada vez necesitaba más pesos para comprar los mismos dólares, hasta que ya no pude mandar nada”.
Miguel era muy joven cuando lo reclutaron. Nunca fue fascista, creía en la libertad y había leído a Luigi Einaudi, pero era muy difícil, según relataba con amargura, resistir al gigantesco aparato de propaganda oficial que obnubilaba al pueblo con la idea de la Italia imperial, de la epopeya de la resurrección del Imperio Romano.
Miguel acababa de egresar del liceo con el título de técnico agrónomo cuando estalló la guerra. Por sus estudios lo nombraron oficial artillero, le dieron una breve instrucción militar y lo mandaron al frente, al mando de un grupo de soldados y con cañones de la primera guerra mundial.
Con Miguel nos hicimos muy amigos. Nos encontrábamos casi a diario en el desaparecido Café Ópera para charlar de política en compañía de otros amigos. Casi nunca quería recordar los hechos de la guerra porque lo entristecían, pero a veces, cuando él y yo estábamos solos, tenía ganas de evocar esos tiempos y me contaba aspectos fragmentarios de sus ingratas experiencias, siempre con espíritu antibelicista.
Así supe que estuvo en varios frentes y debió soportar todos los miedos y todas las angustias. Había visto agonizar durante dos o tres días a soldados suyos heridos en el abdomen por esquirlas de granada, mientras la infección del peritoneo les envenenaba lentamente la sangre, sin poder aliviarles el sufrimiento por no disponer de una miserable ampolla de morfina. En los inviernos de Grecia había dormido sobre las lápidas de los cementerios porque esa era la única superficie seca donde poder acostarse; y se había visto en varias ocasiones frente a una muerte inminente bajo los intensos bombardeos de los aliados. Contaba que en esos momentos, cuando el cielo y la tierra parecían arder en un infierno aterrador y toda esperanza se derrumbaba en el corazón del combatiente, quedaba una sola cosa en pie: la fe en la misericordia de Dios.
Recordaba haber visto en esa situación límite a desalmados oficiales nazis que corrían bajo las bombas haciendo la Señal de la Cruz y repitiendo entre dientes, con desesperación: “Creo en Dios Padre Todopoderoso, creador del Cielo y de la Tierra… creo en Dios Padre Todopoderoso…”
Mussolini cayó en 1943, el rey Víctor Manuel III firmó el armisticio con los aliados, y casi al mismo tiempo le declaró la guerra a Alemania. A partir de esas trascendentales decisiones los pobres soldados italianos comenzaron a poblar masivamente los campos de prisioneros de los nazis. Ya no eran aliados, ahora eran enemigos.
Mi amigo De Luca terminó en uno es esos campos, no recuerdo si me dijo en Grecia o en Francia. Fue en esa situación, privado de alimentos, de abrigo y de esperanzas, cuando vivió los instantes más desdichados de su trágico destino.
Lo transportaron como ganado en vagones abarrotados de prisioneros, sin comida ni agua, a través de distancias interminables, atormentado por indecibles dolores de muelas y por la horrible sensación de estar consumiendo su propio debilitado cuerpo. Se pasaban unos a otros un tarrito para orinar, sin espacio para sentarse y mucho menos acostarse. “Un compañero me da un pedacito de acelga de no más de un centímetro ―me contó risueño―, y cuando lo muerdo justo se me mete en una muela cariada. Fue tan fulminante el dolor que me saqué de la boca el pedazo de acelga y se lo pasé a otro prisionero”.
Así día tras día, sin saber adónde los llevaban, sintiendo la desintegración de su individualidad y de su dignidad humana junto a otros fantasmas, sobrevivientes lastimosos de esa dantesca negación de la condición humana, hasta ser amontonados en un campo rodeado de alambre de púa donde los enfermos curables morían sin asistencia y los que se mantenían en pie comían pasto que arrancaban hasta donde llegaba el brazo por debajo del alambrado, porque el de adentro ya se había terminado.
El 24 de diciembre de 1944, un oficial prisionero que era también sacerdote católico, había conseguido algunas hostias y un poco de vino para celebrar una improvisada Misa de Nochebuena. Era una noche helada pero serena, con el firmamento lleno de estrellas. Parecía que los ángeles con sus trompetas celestiales iban a descender sobre aquellas piltrafas humanas. Mientras el sacerdote celebraba el misterio de la Eucaristía, otro prisionero, un violinista que siempre llevaba consigo su amado instrumento, comenzó a ejecutar el Ave María de Schubert. “Usted viera como llorábamos todos al escuchar esa melodía que nos llevaba dulcemente a nuestros lejanos hogares, hasta los brazos de nuestros seres queridos y a los tiempos venturosos de nuestra infancia. Mientras el Ave María nos encogía el corazón de nostalgia contemplábamos llenos de fe, arrodillados ante el oficiante, la transformación del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. Nunca sentí una emoción tan intensa.”
Pero el verdadero rostro del mal todavía no se le había presentado a mi pobre amigo Miguel, hasta que debió vivir la más espantosa experiencia que un ser humano pueda imaginar.
Sucedió en ese mismo campo. Miguel De Luca fue obligado junto con otros oficiales prisioneros a presenciar el ahorcamiento de diez rehenes civiles como represalia por un atentado. Como es sabido, estos indiscriminados ajusticiamientos eran rutina para los nazis, y Miguel estaba tan acostumbrado a ver morir personas todos los días que ese cuadro no lo hubiera desconsolado más de lo que ya estaba. Pero ocurrió que uno de esos mártires era un chiquito de diez años, flaquito, desnutrido, que por su poco peso tardaba en morir y se contorsionaba en una agonía interminable.
Mi amigo, horrorizado por esa espantosa visión, le preguntó al sacerdote que estaba a su lado: “José, ¿dónde está Dios que permite esta atrocidad?”. El sacerdote lo miró con los ojos arrasados por las lágrimas, señaló con una mano temblorosa el cuerpito que se balanceaba al impulso de sus estremecimientos, y haciendo un esfuerzo para poder hablar, le contestó: “Ahí está Dios: es ese pobrecito inocente”.
Mi amigo Miguel de Luca, que había sobrevivido a todo aquel horror y que pudo soñar en rehacer su vida en la Argentina, no tuvo suerte. Vivió solitariamente, tal vez por las heridas psicológicas que le habían dejado esos acontecimientos, y nunca pudo, nunca supo o tal vez nunca quiso salir de una pobreza extrema en la que lo sorprendió la vejez.
Era tan honrado, tan extremadamente decente, que jamás consintió que sus amigos le tramitaran ante el consulado de Italia una pensión como ex combatiente. Rechazaba indignado, por razones éticas, la sola sugerencia de reclamar ese derecho. No concebía obtener el menor provecho material de esa abominable guerra. Amaba a su patria, pero había sufrido tantas decepciones, tantos amargos desengaños, que su amor se había vuelto obsesivo y rencoroso, como el de un amante despechado.
Tengo el pequeño alivio de haber hecho algo por él: le conseguí un modesto empleo (como contratado, sin estabilidad) para cuidar una vieja dependencia municipal en donde vivió sus últimos años. Pero pude y debí haber hecho mucho más por ese ser humano excepcional que, entre otras cosas, me enseñó a valorar la libertad y la paz, y a respetar los derechos y la dignidad del más humilde de los hijos de Dios.
En 1988 un funcionario nuevo cuyo nombre he borrado de mi memoria, un hombre de la política quizás tan inhumano e insensible como el peor de los nazis que Miguel había llegado a conocer, lo cesanteó sin miramientos ni explicaciones. Le dio un mes para abandonar la pieza que ocupaba. Lo encontraron muerto antes de que se venciera el plazo. Con más de setenta años, con una afección cardíaca que no se quiso atender, no le quedaban fuerzas para luchar, no tenía jubilación ni ahorros e iba parar a la calle. Se dejó morir.
Yo conocía su situación, porque él mismo me la hizo saber apenas se produjo. Pude haber hecho algo, no sé qué, haber intentado defenderlo, o haberle conseguido otra ubicación, no sé, algo. Pero absorto en mis propios problemas personales y familiares dejé pasar el tiempo sin ocuparme de él. En síntesis, lo abandoné como lo abandonaron todos, porque tenía otros amigos que también se desentendieron de su suerte. Me acordé del pobre Miguel cuando me llamaron para avisarme que lo habían encontrado muerto. Me ocupé de avisar a su familia y de enterrarlo dignamente. Eso fue todo lo que hice por ese amigo. No me lo perdonaré nunca.
Somos indiferentes, crueles, desalmados y destructivos con nuestros semejantes. ¿Qué nos falta para convertirnos en un oficial nazi? Tal vez sólo las circunstancias, el clima propicio, el mensaje oportuno de un líder mesiánico que sepa vestir la perversidad desnuda con el ropaje de los ideales patrióticos.
Y a veces justificamos tantas iniquidades negándolo a Dios.
¿Dónde está Dios?, se arrepentía de haberse preguntado Miguel de Luca en aquel campo de prisioneros. Pero también nos lo preguntamos nosotros entre las paredes de una pacífica oficina, o entre los barrotes de una cárcel, o en un hospital hacinado de miserables, o en cualquier otro lugar donde las conductas humanas, la desidia, la indiferencia criminal también causan sufrimiento, con otras formas, otros métodos, otras apariencias, pero con la misma crueldad.
Miguel obtuvo la respuesta en medio del horror y se esforzaba en trasmitírmela con estas sencillas palabras: “Ese día aprendí que Dios está en cada chico desamparado, en cada enfermo abandonado, en cada mendigo que nos molesta en la calle, en cada persona solitaria que sufre la indiferencia y la insolidaridad, en ese amigo que eludimos porque nos deprime con su perpetua melancolía”.
Y yo agrego ahora: Dios está en cada viejo como Miguel de Luca, cargado de historia, de sabiduría y de experiencia, pero olvidado por sus amigos y condenado por la gélida voluntad de funcionarios con un poco de poder, funcionarios a quienes también llegará un día la vejez, el rigor de la decadencia y la soledad de la muerte.
“Dios está demasiado cerca de nosotros ―concluyó Miguel su inolvidable lección de aquel día―. Lo encontramos a cada paso. Hoy mismo, si usted quisiera, podría llevarlo a cenar a su cas
(Prohibida su reproducción)
(Prohibida su reproducción)
viernes, 12 de marzo de 2010
ALSOGARAY: A CINCO AÑOS DE SU MUERTE, NADIE HA PODIDO REEMPLAZARLO
Por Enrique Arenz
El 1 de abril se cumplen cinco años de su fallecimiento. Tenía 91 años y una admirable lucidez intelectual. Fue sin duda uno de los protagonistas de la política nacional de los últimos cincuenta años. Fundador de exitosas empresas industriales, pionero de la aeronavegación comercial, fue ministro de Industria durante el gobierno de la Revolución Libertadora, ministro de Economía de los presidentes Arturo Frondizi y José María Guido, embajador argentino en los Estados Unidos durante el gobierno militar de Juan Carlos Onganía, asesor del presidente Carlos Menem, fundador de tres partidos políticos, diputado nacional, a partir de 1983, durante cuatro períodos consecutivos, convencional constituyente en 1994 y, en dos ocasiones candidato a presidente de la República.
Fue en sus comienzos una voz solitaria en la difusión de las ideas liberales, pero logró (aunque parcial y muy acotadamente) llevarlas a la práctica, primero, con el presidente Frondizi, y luego, mediante las privatizaciones y desregulaciones que aconsejó al presidente Menem a partir de 1989.
La opinión progresista de la Argentina se complacía en cargar las tintas con hechos anecdóticos, entre ellas la emisión de los famosos bonos “9 de Julio”. También se le enrostraron sus participaciones en gobiernos militares, pero pocos recuerdan tres de sus definiciones políticas fundamentales:
1) Fue uno de los pocos políticos que expresó públicamente su oposición al golpe militar de 1976.
2) Fue el único político que condenó, por aventurera e irresponsable, la guerra de las Malvinas en pleno desembarco en las islas, lo cual le valió un juicio por traición a la patria.
3) Como diputado nacional votó en contra de las leyes de “Punto Final” (1986) y de “Obediencia debida” (1987), convencido de que por ese camino jamás alcanzaríamos la reconciliación.
Pero hay otro hecho revelador de su independencia y de sus profundas convicciones liberales que muy pocos argentinos conocen: siendo embajador del general Onganía en los Estados Unidos, promovió, gestionó e hizo representar en Nueva York la ópera “Bomarzo”, de Manuel Mujica Lainez y Alberto Ginastera, obra que su jefe, el general Onganía, había censurado y prohibido en el teatro Colón de la Argentina. (Ver foto del encabezado: junto a Ginastera, Mujica Láinez y el vicepresidente Hubert Humphrey, en el estreno de Bomarzo en Nueva York)
Como candidato a presidente por la UceDé, llegó a obtener dos millones de votos, y como diputado nacional presidió un bloque que en su mejor momento reunió a once diputados liberales, muchos de los cuales, como Federico Clérici, Armando Ribas, Francisco Durañona y Vedia y Héctor Siracusano, entre otros, sobresalieron entre la mediocridad populista de entonces, con brillantes actuaciones parlamentarias.
Los que conocimos personalmente a Alsogaray y tuvimos el honor de ser condecorados con su amistad, sabemos hasta qué punto amaba la libertad humana y de qué manera inclaudicable se entregaba diariamente a su pasión por persuadir a la gente, a los militares y a los gobiernos civiles (porque él hablaba con todos y trataba pacientemente de convencerlos, fueran civiles o militares, intelectuales o políticos) de que la libertad económica era la condición de la prosperidad.
Recuerdo que hace cuatro largas décadas los pocos liberales de entonces nos sentíamos muy solos y angustiados por el destino incierto de nuestro país. Pero leíamos los artículos de Alsogaray en el diario La Prensa y recuperábamos el entusiasmo decaído. Era el faro que nos conducía en la oscuridad y nos sacaba del desaliento.
No ha llegado todavía el momento, pero el país (y también muchos liberales, que no lo quieren) le van a reconocer a Álvaro Alsogaray el enorme servicio intelectual que nos hizo a todos en su dilatada trayectoria pública. Se puede decir que gracias a él la Argentina recuperó el espíritu de Mayo y las ideas de Alberdi, eclipsadas durante tantos años por el autoritarismo, la demagogia y los mitos de las economías dirigidas.
La clase política le debe un desagravio. Cuando falleció, después de haber cumplido durante dieciséis años consecutivos una fecunda labor legislativa, la Cámara de Diputados le negó el discurso de despedida que se merecía. El 3 de abril de 2005 el bloque del ARI, y de otros partidos de izquierda se opusieron a que se pronunciaran discursos. El homenaje se limitó a entonces a un reglamentario minuto de silencio. Los legisladores que se opusieron a los discursos hasta se retiraron del recinto para no participar del módico recordatorio.
Muchos liberales tuvimos diferencias doctrinarias con él. Su modelo era la Economía Social de Mercado, de Ludwig Erhard, Wilhem Röepke y Luigi Einaudi (entre otros) que propone la teoría de las “intervenciones conformes al mercado”, conceptos que ―aunque rescataron la economía de Europa de la pos guerra― provocaban y provocarán entre los liberales eternas discusiones y polémicas. Pero más allá de esas disidencias lo admirábamos por la habilidad con que llegaba a la gente común para persuadirla de los beneficios de la libertad económica. Nadie, absolutamente nadie hasta hoy, ha enseñado los principios de la libertad con tanta solvencia, pasión y perseverancia. Ningún otro liberal fue jamás escuchado como él. Nadie consiguió despertar el interés de las personas sencillas, las que votan y no entienden nada de economía, como logró hacerlo Alsogaray.
Fue muy discutido y combatido dentro de la UCeDé aún por personas que alcanzaron gracias a él altos cargos y la notoriedad pública, pero ninguno de ellos, absolutamente ninguno, ha podido tomar su lugar, reemplazarlo en la imprescindible tarea de enseñarle y recordarle a la gente, entre otras cosas, cuáles son las causas de la inflación, por qué el excesivo gasto público desquicia las economías y cuáles son las ventajas que obtienen los trabajadores de la economía libre. Han pasado cinco años desde su desaparición y nadie ha llenado ese vacío.
Lo único que sabemos, hoy por hoy, es que Alsogaray nos hace mucha falta.
(Se permite su reproducción citando este blog)
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